Corazón (4 page)

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Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Da risa verle tan grandote y corpulento, con su chaqueta, pantalones, mangas y todo demasiado estrecho y corto; el sombrero no le cubre la cabeza; lleva el pelo rapado, botas pesadas y la corbata siempre arrollada como un cordel. ¡Cuánto quiero a ese muchacho! Basta ver una vez su cara para tomarle cariño. Todos los más pequeños desearían tenerlo junto a sí como compañero de banco. Sabe mucho de Aritmética. Lleva los libros atados con una correa de cuero encarnado. Tiene una navajita con mango nacarado que se encontró el año pasado en la plaza de Armas, y un día se cortó un dedo hasta el hueso, pero ninguno se lo notó en clase, y en su casa no dijo nada para no asustar a sus padres. Consiente que le digan cualquier cosa sin tomarlo nunca a mal; pero, ¡ay si le dicen «no es verdad» cuando afirma algo! Entonces echa chispas por los ojos y da puñetazos capaces de partir el banco.

El sábado por la mañana dio una moneda a un chiquito de la primera superior que estaba llorando en medio de la calle porque le habían quitado el suyo y ya no podía comprarse el cuaderno que necesitaba.

Hace tres días que está afanado en escribir una carta de ocho páginas, con dibujos hechos a pluma en los lados, para el onomástico de su madre, que viene con frecuencia a esperarlo; una mujer alta y gruesa como él, muy cariñosa.

El maestro está siempre mirándole, y cada vez que pasa a su lado le da palmaditas en el cuello cariñosamente.

Me gusta estrecharle la mano, que, por lo grande y gorda, parece la de un hombre. Yo le quiero mucho.

Estoy seguro de que arriesgaría su vida por salvar a un compañero y que hasta se dejaría matar por defenderlo. Aunque por su hablar recio parezca que refunfuñe, su voz viene, en vez, de un corazón noble y generoso.

El carbonero y el señor

Lunes, 7

Garrone no habría dicho jamás lo que ayer por la mañana profirió Nobis para zaherir a Betti. Carlos Nobis se muestra orgulloso por ser hijo de padres acomodados. Su padre, un señor alto, con barba negra, muy serio, acude casi todos los días a la puerta de la escuela para acompañar a su hijo hasta casa.

Ayer Nobis se peleó con Betti, uno de los más pequeños de nuestra clase, hijo de un carbonero, y no sabiendo ya qué replicarle, porque no llevaba razón, le dijo en voz muy alta:

—Tu padre es un andrajoso.

Betti se puso muy rojo y no respondió; pero le saltaron las lágrimas y, al llegar a su casa, le contó lo sucedido a su padre, un honrado carbonero, hombre de poca talla, que parece negro por lo tiznado que va. El ofendido padre se presentó por la tarde con su chico de la mano a quejarse al maestro.

Mientras esto sucedía, estando todos nosotros muy callados, el padre de Nobis, que le estaba quitando la capa a su hijo en la puerta, según su costumbre, oyó pronunciar su nombre y entró a pedir una explicación.

—Este señor —dijo el maestro señalando al carbonero— ha venido a quejarse de que su hijo, Carlos, dijera ayer al suyo: «Tu padre es un andrajoso».

El padre de Nobis arrugó el entrecejo y se puso algo colorado. Después preguntó a su hijo:

—¿Es verdad que has dicho eso?

El chico, de pie en medio de la clase, con la cabeza baja delante del pequeño Betti, no rechistó. El padre comprendió entonces que era cierto; le agarró de un brazo, le obligó a que se aproximase más al ofendido, poniéndole frente a él, y le dijo:

—¡Pídele perdón!

El carbonero quiso interponerse, diciendo:

—¡No, no, de ninguna manera!

Pero el señor Nobis no lo consintió, y retiró a su hijo:

—¡Pídele perdón! Repite esto: Te ruego me perdones por las palabras injuriosas, insensatas y groseras que te dije ayer, ofendiendo a tu padre, al cual tiene el mío el honor de estrechar la mano.

El carbonero hizo un gesto resuelto, como diciendo:

—No, por favor, ya está bien.

Pero el señor Nobis se mantuvo firme en su propósito, y su hijo, aunque lentamente y con un hilillo de voz, sin levantar la vista del suelo, fue diciendo:

EL SEÑOR NOBIS SE MANTUVO FIRME EN SU PROPOSITO.

—Te ruego me perdones… por las palabras injuriosas… insensatas… y groseras… que te dije ayer, ofendiendo a tu padre… al cual tiene el mío el honor… de estrechar la mano.

El señor Nobis alargó la mano al carbonero, quien se la estrechó con fuerza, y enseguida empujó a su hijo hacia los brazos de su compañero Carlos.

—Le agradeceré —dijo el padre de Nobis al señor maestro— que los ponga juntos, en el mismo banco.

Nuestro maestro accedió y le dijo a Betti que se sentara al lado de Nobis.

Cuando estuvieron juntos, el padre de Carlos saludó y salió.

El carbonero permaneció un momento pensativo, mirando a los dos escolares en el mismo banco; después se les acercó, miró a Nobis con expresión de afecto y de remordimiento a la vez, como si quisiera decirle algo, pero no le dijo nada; alargó la mano para hacerle una caricia y se contuvo, limitándose a rozarle ligeramente la frente con sus toscos dedos. Luego se acercó a la puerta y, volviéndose una vez más para mirarlo, desapareció.

—Acordaos bien de lo que acabáis de ver —dijo el señor maestro—; es la mejor lección del año.

La maestra de mi hermano

Jueves, 10

El hijo del carbonero fue alumno de la maestra Delcati, que hoy ha venido a casa a visitar a mi hermanito, que está malucho, y nos ha hecho reír al decirnos que la madre de ese chico hace dos años, le llevó, como obsequio, una gran espuerta de carbón, para darle las gracias por la medalla que había dado a su hijo; la mujer se obstinaba en no quererse llevar el carbón a su casa, y casi lloraba cuando tuvo que volverse con el regalo.

También nos ha dicho que otra pobre mujer le ofreció un gran ramo de flores, dentro del cual había un puñadito de monedas.

Nos hemos divertido mucho oyéndola, y, gracias a ella, mi hermanito se ha tomado la medicina que en un principio no quería ingerir. Cuánta paciencia deben tener con los parvulitos, sin dientes en la boca, como los ancianos, que no saben pronunciar erre, ni ajo; la clase resulta un guirigay: el uno tose, el otro echa sangre por la nariz, hay quien pierde los zapatitos debajo del banco, otro chilla porque se ha pinchado su manecita de manteca, o por otra cosa cualquiera. Apenas pueden estar unos minutos atentos. ¡Qué trabajo más pesado tener cincuenta o más criaturas encerradas en un aula, que no saben estarse quietos ni hacer nada ellas solas! Hay madres que quisieran que a sus hijitos de tres y cuatro años les enseñasen a leer y escribir; pero con justa razón no les hacen caso las maestras, y les enseñan muchas cosas convenientes fuera de eso, pero como jugando.

Los peques llevan en los bolsillitos terrones de azúcar, botones, tapones de botella, pedacitos de tejos, toda clase de menudencias que la maestra busca y no siempre encuentra porque saben esconderlas hasta en los sitios más inverosímiles, incluso en el calzado.

Una maestra de parvulitos debe hacer de mamá con esa gentecilla, ayudarles a vestirse, vendarles las heriditas que se producen o que se hacen unos a otros en sus frecuentes riñas y peleas, recoger las gorritas que tiran, cuidar de que no cambien los abriguitos, pues luego todo son rabietas y lloros.

¡Pobres maestras! Y aún van las mamás a quejarse. «¿Cómo es, señorita, que mi nene ha perdido la carterita?» «¿Por qué no aprende casi nada?» «¿Por qué no le da un premio a mi nena, que sabe tanto?» «¿Cómo es que no se ha ocupado de quitar del banco el clavo que ha roto los pantaloncitos de mi Pedrín?»

Alguna vez se enfada con los críos la maestra de mi hermanito y, cuando no puede aguantar más, se muerde un dedo para no propinar ningún cachete ni azotito; pero, cuando pierde la paciencia, se arrepiente enseguida y acaricia al nene que ha regañado: a veces se ve obligada a despachar de la clase a un pequeñuelo, pero contiene su pena y va a desahogarse con los padres, que por castigo dejan sin comer a sus niños.

La maestra Delcati es joven y alta; viste con gusto; es morena y vivaracha, y todo lo hace como movida por un resorte; se conmueve por cualquier cosa, hablando entonces con gran ternura.

—¿La quieren todos los niños? —le ha preguntado mi madre.

—Mucho, sí; pero luego, cuando termina el curso, si te he visto no me acuerdo. Cuando pasan a otras clases superiores, casi se avergüenzan de decir que han sido alumnos míos. Al cabo de dos años que suelo tenerlos, me encariño mucho con ellos y me duele que debamos separarnos… Hay chicos de los que digo: «Éste no será como otros, y siempre me mostrará su cariño». Pero pasan las vacaciones, empieza el nuevo curso, le veo ir tan tieso a una clase superior, salgo a su encuentro y le digo: «Hola, pequeñín…», y él vuelve la cara hacia otra parte. —La maestra, emocionada, no puede proseguir.

—Tú no harás así, ¿verdad monín? —ha dicho por último, al levantarse, mirando a mi hermanito con los ojos humedecidos y besándole—. Tú no te volverás para otro lado ni considerarás nunca una extraña a tu pobre amiga. ¿No es cierto?

Mi madre

Jueves, 10

En presencia de la maestra de tu hermanito faltaste al respeto a tu madre. Procura que esto no vuelva a repetirse, Enrique. Tu irreverente palabra ha penetrado en mi corazón como punta de acerado cuchillo. Yo pensaba en tu madre cuando hace unos años, estando tú enfermo, pasó toda la noche inclinada sobre tu cama observando tu respiración, vertiendo lágrimas de angustia y temblando de miedo por creer que iba a perderte; yo temía que llegase a enloquecer de pena, y ante tal posibilidad experimenté cierta ojeriza hacia ti. ¡No ofendas nunca en lo más mínimo, ni siquiera con el pensamiento, a tu madre, que gustosamente daría un año de felicidad por evitarte una hora de dolor, que sería capaz de mendigar por ti y se dejaría matar por salvarte la vida!

Mira, Enrique, graba bien en tu mente este pensamiento. Considera también que te aguardan en la vida muchos días amargos, y el más triste de todos será aquél en que pierdas a tu madre.

Cuando ya seas un hombre hecho y derecho y estés probado en toda clase de contrariedades, la invocarás mil veces, oprimido por el inmenso deseo de volver a oír su voz por un momento y verle abrir de nuevo sus brazos para arrojarte en ellos sollozando, como tierno niño carente de protección y de consuelo.

¡Cómo te acordarás entonces de todos los sinsabores que le hubieras ocasionado, y con qué remordimientos los irás expiando todos!

No esperes tranquilidad en tu vida si hubieres entristecido a tu madre. Te arrepentirás, le pedirás perdón, venerarás su memoria, pero todo será inútil, pues la conciencia no te dejará vivir en paz; su bondadosa y dulce imagen tendrá siempre para ti una expresión de tristeza y de reconvención que torturará tu alma. ¡Mucho cuidado, Enrique! Se trata del más sagrado de los afectos humanos. ¡Desgraciado del que lo pisotea!

El asesino que respeta a su madre aun tiene algo de honrado y de noble en su corazón; el hombre más ilustre qué la haga sufrir y la ofenda no será más que una vil criatura. Que no salga de tu boca jamás una palabra dura para la que te ha dado el ser. Y si alguna se te escapa, no sea el temor a tu padre, sino un impulso del alma lo que te haga arrojarte a sus pies, suplicándole que con el beso del perdón borre de tu frente la mancha de la ingratitud.

Yo te quiero, hijo mío, eres la mayor ilusión de mi vida; pero preferiría verte muerto antes que un ingrato con tu madre. Por algún tiempo abstente de mostrarme tu afecto, pues no podría corresponderte con cariño.

TU PADRE

Coretti, un compañero de clase

Domingo, 13

Mi padre me perdonó, aunque yo me quedé bastante triste, y mi madre me mandó a dar un paseo con el hijo mayor del portero. A mitad del paseo, cuando estábamos cerca de un carro parado delante de una tienda, oigo que me llaman por mi nombre, y me vuelvo.

Era Coretti, mi compañero de clase, con su jersey color chocolate y su gorra de piel, sudando y alegre, que llevaba un gran haz de leña al hombro. Un hombre subido al carro le echaba un brazado de leña vez por vez; él lo cogía y lo llevaba a la tienda de su padre, donde los iba amontonando de prisa y corriendo.

—¿Qué haces, Coretti? —le pregunté.

—Pues ya lo ves —respondió, tendiendo los brazos para recibir la carga—; repaso la lección.

Me hizo reír. Pero hablaba en serio, y después de coger la leña, empezó a decir corriendo:

—Llámense accidentes del verbo… sus variaciones según el número…, según el número y la persona —luego, echando y amontonando la leña— …según el tiempo…, según el tiempo al que se refiere la acción.

Y volviendo hacia el carro para recibir otro brazado:

—…según el modo con que se enuncia la acción.

Era nuestra lección de Gramática para el día siguiente.

—¿Qué quieres que haga? —me dijo—. Aprovecho el tiempo. Mi padre ha salido con el dependiente para cierto asunto; mi madre está enferma, y tengo que ocuparme de la descarga. Mientras tanto repaso la lección para mañana. Mi padre me ha dicho que estará aquí a las siete para pagarle a usted —dijo después al hombre del carro.

Al marcharse el carro, me dijo Coretti:

—Entra un momento al almacén.

Era un local bastante amplio, con montones de haces de leña recia y gavillas para encender. A un lado vi una romana.

—Hoy es día de mucho trabajo, te lo aseguro —añadió Coretti—; por eso tengo que hacer los deberes de clase a ratos y como pueda. Estaba escribiendo las oraciones gramaticales que nos ha mandado cuando tuve que parar para despachar lo que me pedía la gente. Al reanudar el trabajo, se ha presentado el carro. Esta mañana ya he ido dos veces al mercado de leña, que está en la plaza de Venecia. Tengo las piernas que no me las siento, y las manos hinchadas. Menos mal que no he de hacer ningún dibujo. ¡Para eso estoy yo ahora! —y mientras hablaba iba barriendo las hojas secas y las pajillas que rodeaban el montón.

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