—Te lo agradezco, te lo agradezco. —Sin embargo parecía indeciso. Mi padre le tendió ambas manos y le reiteró la invitación.
—¿Cómo me las voy a arreglar con estas pobres manos que no paran de bailar, como ves? Es un martirio también para los demás.
—Nosotros le ayudaremos, señor maestro —le replicó mi padre. Entonces aceptó, procurando sonreírse y moviendo la cabeza.
—¡Hermoso día! —dijo cerrando la puerta desde fuera—. Un día inolvidable, querido Bottini. Te aseguro que lo recordaré mientras viva.
Mi padre le dio el brazo, y él me cogió de la mano, bajando de ese modo por el caminillo. Encontramos a dos chicas descalzas, que cuidaban de unas vacas, y a un muchacho, que pasó corriendo con un gran haz de hierba a las espaldas. El maestro dijo que los tres eran alumnos de segundo, que por la mañana llevaban las vacas a pacer y trabajaban en el campo, con los pies descalzos, yendo por la tarde, calzados, a la escuela.
Era casi mediodía, y ya no encontramos a nadie más. En unos minutos llegamos a la posada, nos sentamos en una mesa grande, poniendo en medio al maestro, y enseguida empezamos a comer. Mi padre le cortaba la carne, le partía el pan y echaba sal a su plato. Para beber tenía que sujetar el vaso con ambas manos, y aun así chocaba en sus dientes.
El maestro se mostraba alegre, pero la misma emoción del feliz encuentro aumentaba su temblor, que casi le impedía comer.
Cuando entramos en la posada, reinaba en ella un silencio conventual; sin embargo, pronto quedó roto, porque el anciano hablaba mucho y con calor de los libros de lectura de cuando él era joven, de los horarios de entonces, de los elogios que le habían hecho los superiores, de la nueva reglamentación de las escuelas dispuesta por el Gobierno, sin perder su serena fisonomía, aunque con más colorido que al principio, la voz más agradable y la sonrisa casi propia de un joven. Mi padre lo miraba con gran atención, con la misma expresión que le veo a veces cuando se fija en mí, pensando y sonriendo a solas y la cabeza algo inclinada a un lado. Al maestro le cayó algo de vino en el pecho, y mi padre se apresuró a limpiárselo con la servilleta.
—¡No, eso no, hijo mío, no te lo consiento! —le dijo, y se reía. Decía algunas palabras en latín. Al final levantó el vaso, que le bailaba en la mano, y dijo con mucha seriedad—: ¡A tu salud, señor ingeniero, la de tus hijos y a la memoria de tu buena madre!
—¡A la suya, mi buen maestro! —respondió mi padre, estrechándole la mano.
En el fondo de la estancia estaban el posadero y otros que miraban y sonreían como si hubiesen participado de la fiesta que se hacía en honor del maestro de su pueblo.
Salimos después de las dos, y el maestro se empeñó en acompañarnos a la estación. Mi padre le dio el brazo otra vez y él me cogió de la mano; yo le llevaba el bastón. A nuestro paso deteníase la gente a mirar, por ser persona muy conocida, y algunos lo saludaban. En cierto punto del camino oímos salir por una ventana muchas voces de chicos que leían a un tiempo. El anciano se detuvo y pareció entristecerse.
—Esto es, mi querido Bottini —dijo—, lo que más me apena: el oír la voz de los chicos en la escuela sin estar yo en ella y ser otro el encargado de dirigirlos. He escuchado esa música por espacio de sesenta años y mi corazón se había hecho a ella… Ahora me encuentro sin familia, ya no tengo hijos.
—No diga eso, señor maestro —replicó mi padre, reanudando el camino—; usted tiene muchos hijos esparcidos por el ancho mundo, que se acuerdan de usted lo mismo que yo me he acordado siempre.
—No, no —respondió el maestro con tristeza—; ya no tengo escuela y carezco de hijos. Así no creo poder vivir mucho tiempo. Pronto sonará mi última hora.
—¡Por Dios, no piense así! —le dijo mi padre—. De todos modos, usted ha cumplido con su deber, ha hecho mucho bien y ha empleado noblemente su vida.
El maestro inclinó un momento su blanca cabeza en el hombro de mi padre y me dio un apretón.
Llegamos a la estación cuando el tren estaba para salir.
—¡Adiós, señor maestro! —dijo mi padre, abrazándolo y besándolo en ambas mejillas.
—¡Adiós, hijo, y muchas gracias! —respondió el maestro tomándole una mano entre las suyas temblorosas y llevándoselas al corazón.
Después lo besé yo, y noté que tenía mojada la cara. Mi padre me ayudó a subir al tren, y, cuando iba a subir él, cogió con rapidez el tosco bastón que llevaba en su mano el maestro y le puso en su lugar la hermosa caña con empuñadura de plata y sus iniciales, diciéndole:
—Guárdela como recuerdo mío.
El anciano intentó devolvérsela y recobrar su bastón; pero mi padre estaba ya dentro y cerró la portezuela.
—¡Adiós, querido maestro!
—¡Adiós, hijo —respondió él mientras el tren se ponía en movimiento—, y que Dios te bendiga por el consuelo que me has traído!
—¡Hasta la vista! —gritó mi padre, agitando la mano.
Pero el maestro movió la cabeza como diciendo: «Ya no nos volveremos a ver».
—Sí, sí, hasta otra vez —replicó mi padre.
El respondió levantando su trémula mano, señalando al cielo:
—¡Allá arriba!
Y desapareció de nuestra vista con la mano en alto.
Jueves, 20
¿Quién iba a decirme, cuando regresaba con mi padre de tan grata excursión, que por espacio de diez días no podría ver el campo ni el cielo? He estado muy malo, en peligro de muerte. He oído sollozar a mi madre y he visto a mi padre muy pálido, mirándome fijamente, a mi hermana Silvia y a mi hermanito, hablando en voz muy baja, y al médico de las gafas, que no se apartaba de mi lado y me decía cosas que no entendía. He estado a punto de despedirme de todos para siempre.
¡Pobre mamá! Pasé tres o cuatro días por lo menos de los que no recuerdo nada en absoluto, como si hubiese estado en medio de un sueño embrollado y oscuro. Me parece haber visto junto a mi cama a mi buena maestra de la primera superior, esforzándose por reprimir la tos con el pañuelito, para no molestarme; recuerdo muy confusamente a mi maestro, que se inclinó para besarme y me pinchó un poco la cara con la barba. Vi pasar, como en medio de espesa niebla, la rubia cabeza de Crossi, los dorados rizos de Derossi, el calabrés vestido de negro, y a Garrone, que me trajo una naranja mandarina con un verde ramito de hojas, y que se marchó enseguida porque su madre estaba enferma.
Después me desperté como de un sueño muy largo, y comprendí que estaba mejor viendo sonreír a mi madre y oyendo canturrear a Silvia. ¡Qué sueño más triste ha sido! Luego empecé a mejorar día a día.
Vino el albañilito, que me hizo reír por primera vez, después de tanto tiempo poniéndome su acostumbrado hocico de liebre. ¡Qué bien le sale ahora que se le ha alargado un poco la cara por la enfermedad! Han venido Coretti y Garoffi, éste con el fin de regalarme dos participaciones de su nueva rifa para «una navaja con cinco sorpresas», que compró a un vendedor ambulante en la calle Bertola. Ayer, por último, mientras dormía vino Precossi, poniendo la mejilla debajo de mi mano, pero sin despertarme, y como venía de la herrería, con la cara ennegrecida por el carbón, me dejó tiznada la manga, cosa que me ha gustado ver al despertarme.
¡Qué verdes se han puesto los árboles en estos pocos días! ¡Y qué envidia me dan los chicos que van a la escuela con sus libros, cuando mi padre me asoma a la ventana! Pero también empezaré a ir yo otra vez pronto. Estoy impaciente por volver a ver a mis compañeros, mi banco, el jardín, las calles de costumbre, saber todo lo que me ha sucedido estos días, coger de nuevo mis libros y cuadernos, que me parece no los haya tocado en un año.
¡Qué delgada y pálida está mi pobre mamá! ¡Qué expresión de cansancio tiene mi padre! ¿Y qué decir de mis compañeros, que vinieron a verme, y caminaban de puntillas y me besaban en la frente? Me da pena pensar que un día tendremos que separarnos. Tal vez continúe los estudios con Derossi y algún otro, pero ¿y los demás? Una vez terminados los estudios primarios, ya no volveremos a vernos; ya no vendrán a visitarme cuando esté enfermo. Me tendré que separar definitivamente de Garrone, de Precossi, de Coretti, de tantos buenos y queridos compañeros.
Jueves, 20
¿Por qué, Enrique, no les volverás a ver? Esto depende de ti. Una vez que termines cuarto, irás al bachiller superior y ellos se pondrán a trabajar. Pero permaneceréis en la misma ciudad quizá por muchos años. ¿Por qué no os volveréis a ver? Cuando estés en la universidad o en la academia, les irás a buscar a sus tiendas o a sus talleres y te alegrarás de encontrarte con tus compañeros de la infancia, ya hombres, en su trabajo. ¡Cómo es posible que tú no te encuentres con Coretti y Precossi, dondequiera que estén!
Irás y pasarás con ellos horas enteras en su compañía, y verás, estudiando la vida y el mundo, cuántas cosas puedes aprender de ellos, y que nadie te sabrá enseñar mejor, tanto sobre sus oficios, como acerca de su sociedad, como de tu país.
Y ten presente que si no conservas estas amistades, será muy difícil que adquieras otras semejantes en el futuro; amistades, quiero decir, fuera de la clase a que tú perteneces; y así vivirás en una sola clase; y el hombre que no frecuenta más que una clase sola, es como el hombre estudioso que no lee más que un solo libro. Proponte por consiguiente, desde ahora, conservar estos buenos amigos aun cuando os hayáis separado, y procura cultivar su trato con preferencia, precisamente porque son hijos de artesanos.
Mira: los hombres de las clases superiores son los oficiales, y los obreros son los soldados del trabajo; pero tanto en la sociedad civil como en el ejército, no sólo el soldado no es menos noble que el oficial, ya que la nobleza está en el trabajo, y no en la ganancia, en el valor, y no en el grado, sino que, si hay superioridad en el mérito, está de parte del soldado y del obrero, porque sacan de su propio esfuerzo menor ganancia. Ama, pues, y respeta sobre todo, entre tus compañeros, a los hijos de los soldados del trabajo; honra en ellos el sacrificio de sus padres; desprecia las diferencias de fortuna y clase, porque sólo las gentes superficiales miden los sentimientos y la cortesía por aquellas diferencias; piensa que de las venas de los que trabajan en los talleres y los campos salió la sangre bendita que redimió la patria; ama a Garrone, ama a Precossi, ama a Coretti, ama a tu albañilito, que en sus pechos de obreros encierran corazones de príncipes; júrate a ti mismo que ningún cambio de fortuna podrá jamás arrancar de tu alma estas santas amistades infantiles. Jura que si dentro de cuarenta años, al pasar por una estación de ferrocarril, reconocieras bajo el traje de maquinista a tu viejo Garrone, con la cara negra… ¡Ah! No quiero que lo jures; estoy seguro que saltarás sobre la máquina y que le echarás los brazos al cuello, aun cuando seas senador del Reino.
TU PADRE
Viernes, 28
En cuanto volví a la escuela, me dieron una triste noticia: hacía varios días que Garrone faltaba a clase por estar su madre gravemente enferma. Esta falleció el sábado por la tarde.
Ayer por la mañana, en cuanto entramos en el aula, nos dijo el maestro:
—Al pobre Garrone le ha sucedido la mayor desgracia que puede sobrevenirle a un niño: la muerte de su madre. Desde ahora os pido, queridos niños, que respetéis el tremendo dolor que destroza su alma. Cuando venga, saludadlo con cariño y seriedad; que nadie le gaste bromas ni se ría en su presencia. Os lo recomiendo encarecidamente.
Esta mañana se ha presentado en clase Garrone algo más tarde que los demás y, al verlo, he sentido una gran angustia en el corazón. Tenía la cara mustia y apenas se sostenía en las piernas; parecía que hubiese estado un mes enfermo; viste de luto riguroso y da pena verlo. Todos hemos contenido la respiración mirándolo. En cuanto ha entrado, al volver a ver la escuela, a la que su madre acostumbraba acudir para acompañarlo; el banco en donde tantas veces se había inclinado los días de examen para hacerle las últimas recomendaciones, y en el que tantas veces había pensado en él con impaciencia, anhelando salir a su encuentro, no pudo contener el llanto.
El maestro se le ha acercado, lo ha estrechado contra sí y le ha dicho:
—Llora, llora, pobre chico, pero no pierdas el ánimo y ten valor. Tu madre ya no está aquí, pero te ve, te quiere y no se aleja de tu lado… y un día la volverás a ver, porque tienes un alma buena y honrada como ella. ¡Mucho valor, hijo mío!
Dicho esto, lo ha acompañado al banco, cerca de mí. Yo no me atrevía a mirarlo. Al sacar los libros y cuadernos, que no había abierto desde hace muchos días, y ver en el libro de lectura un dibujo que representa a una madre llevando al hijo de la mano, ha vuelto a llorar copiosamente, inclinando la cabeza en el brazo. El maestro nos ha hecho señal de dejarlo en paz, y ha comenzado la lección.
Me habría gustado decirle muchas cosas; pero no se me ocurría nada. Al fin le he puesto una mano en el brazo y le he dicho al oído: —No llores, Garrone.
El no me ha respondido, limitándose a colocar un ratito su mano encima de la mía, pero sin levantar la cabeza.
A la salida, nadie le ha hablado, pero todos le hemos rodeado con respetuoso silencio.
Viendo a mi madre que estaba esperándome, he corrido a abrazarla; mas ella me ha rechazado, mirando a Garrone. Enseguida he conocido la causa, al darme cuenta que Garrone, ya solo, me estaba mirando con expresión de suma tristeza, como diciendo: «Tú tienes la dicha de abrazar a tu madre; yo ya no la abrazaré jamás. Tu madre vive y la mía ha muerto».
Por eso me ha rechazado mi madre, y he salido sin ni siquiera darle la mano.
Sábado, 29
Garrone vino también hoy por la mañana a la escuela; estaba pálido y tenía los ojos hinchados de llorar; apenas miró los regalillos que le habíamos puesto sobre el banco para consolarlo. El maestro había llevado, sin embargo, una página de un libro de lectura para reanimarlo. Primero nos advirtió que fuésemos todos mañana a las doce al Ayuntamiento para asistir a la entrega de la medalla al mérito a un muchacho que ha salvado a un niño en el Po, y que el lunes dictaría él la descripción de la fiesta, en vez del cuento mensual. Luego, volviéndose a Garrone, que estaba con la cabeza baja, le dijo:
—Garrone, haz un esfuerzo, y escribe tú también lo que voy a dictar.
Todos tomamos la pluma. El maestro dictó: