Corazón (21 page)

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Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Llamamos y nos abrió el padre de nuestro compañero. Era un hombretón formidable, como un gigante, pero tenía alterado el semblante y parecía asustado.

—¿Quiénes sois? —preguntó.

Garrone respondió.

—Unos compañeros de Antonio, que le traemos tres naranjas.

—¡Ah, pobre Antoñito! —exclamó el albañil moviendo la cabeza—, me temo que no las pueda comer —y se enjugó los ojos con el revés de la mano.

Nos hizo pasar. Entramos en su cuarto a tejavana, donde vimos al albañilito tendido en una camita de hierro; su madre estaba junto a él con la cara entre las manos y apenas se volvió para mirarnos. En la pared había algunas escobillas de encalar, un pico y una criba; a los pies del enfermo estaba extendida la chaqueta del albañil, blanca de yeso. El pobre muchacho aparecía demacrado, muy pálido, con la nariz afilada, y respiraba con dificultad. ¡Oh, querido Antoñito, tan bueno y alegre, compañerito mío! ¡Cuánto hubiera dado por volver a verle poner el hocico de liebre, pobre albañilito! Garrone le dejó una naranja en la almohada, junto a la cara: su olor le despertó, la tomó enseguida, pero la soltó y miró fijamente a Garrone.

—Soy yo —dijo éste—, Garrone. ¿Me conoces?

El le dirigió una sonrisa apenas perceptible, levantó con dificultad su corta mano y se la presentó a Garrone, que la estrechó entre las suyas y apoyó en ella una mejilla, diciéndole:

—¡Animo, ánimo, albañilito! Pronto estarás bien, volverás a la escuela y el maestro te pondrá a mi lado. ¿Te parece bien?

Pero el albañilito no respondió. La madre prorrumpió en sollozos:

—¡Pobre Antoñito mío, tan bueno y trabajador y el Señor me lo quiere llevar!

—¡Cállate! —le gritó el albañil con desesperación—. ¡Cállate, por el amor de Dios, si no quieres que pierda la cabeza! —Luego, dirigiéndose a nosotros, añadió—: ¡Marchaos, marchaos, muchachos, y muchas gracias por vuestra visita! ¿Qué podéis hacer ya aquí? Os lo agradezco; pero volved a vuestra casa.

El muchacho había cerrado de nuevo los ojos y parecía muerto.

—¿No quiere que le haga algún recado? —preguntó Garrone al padre.

—No, buen muchacho, gracias —respondió el albañil—; marchaos a casa, pues tal vez os estén esperando.

Y diciendo esto, nos dirigió hacia la escalera y cerró la puerta.

Pero cuando íbamos por la mitad de los escalones, oímos llamar:

—¡Garrone, Garrone!

Subimos rápidamente los tres.

—¡Garrone! —dijo el albañil, visiblemente desconcertado—. ¡Mi hijo te ha llamado por el nombre! Hacía dos días que no hablaba y te ha nombrado dos veces. ¿Quieres pasar? ¡Ah, santo Dios, si esto fuera una buena señal!

—¡Hasta luego! —nos dijo Garrone—; yo me quedo —y entró en la casa con el padre. Derossi tenía los ojos llenos de lágrimas, y yo le pregunté:

—¿Lloras por el albañilito? Como ya ha hablado es seguro que se pondrá bien.

—Sí, eso creo —respondió Derossi—; pero en este momento no pensaba en él, sino en lo bueno que es Garrone y en su hermosa alma.

El conde Cavour

Miércoles, 29

Debes hacer la descripción del monumento al conde Cavour. Puedes hacerla; pero sin lograr comprender todavía por ahora la figura del insigne personaje. De momento has de saber lo siguiente: por espacio de muchos años fue el primer ministro del Piamonte; mandó el ejército piamontés en Crimea para revalidar la gloria militar de nuestra patria con la victoria de Cernaia, que había quedado ofuscada por la derrota sufrida en Novara; él fue quien hizo pasar los Alpes a ciento cincuenta mil franceses para arrojar a los austríacos de Lombardía, quien gobernó a Italia en el período más importante de nuestra revolución, el que dio aquellos años el impulso más poderoso a la santa empresa de la unificación de la patria, con su claro ingenio, con invencible constancia y con una laboriosidad más que humana.

Muchos generales conocieron horas tremendas en el campo de batalla; pero él las pasó más terribles aún en su despacho, cuando la grandiosa empresa podía venirse abajo de un momento a otro como frágil edificio sacudido por un terremoto; pasó horas, noches de lucha y de ansiedad, capaces de trastornar la razón o producir la paralización del corazón. Tan gigantesco y tempestuoso trabajo le quitó veinte años de vida. Pero aun con una fiebre que le devoraba y habría de llevarle al sepulcro, luchaba desesperadamente con la enfermedad para hacer algo por su Patria.

—Es extraño —decía con dolor en su lecho de muerte—; ya no sé ni puedo leer.

Mientras le sacaban sangre, decía imperiosamente:

—Curadme; mi mente se nubla y necesito estar en posesión de todas mis facultades para ocuparme de graves asuntos.

Estando ya en sus últimos momentos, cuando toda la ciudad se sentía consternada y el mismo Rey no se apartaba de su cabecera, todavía decía con gran afán:

—Tengo muchas cosas que deciros, Majestad; pero me encuentro muy mal y no puedo, no puedo —y se acongojaba.

Su pensamiento febril no se apartaba de los asuntos de Estado, de las provincias italianas que se habían unido a nosotros y de las muchas cosas que quedaban por hacer. En sus delirios decía:

—¡Educad a la infancia y a la juventud…! Gobiérnese con libertad.

El delirio aumentaba, la muerte le sobrevenía y aun invocaba con ardientes palabras al general Garibaldi, con el cual había tenido ciertas discrepancias, y nombraba con frenesí Venecia y Roma, que todavía no eran libres; tenía vastas visiones sobre Italia y Europa; soñaba con una invasión extranjera, preguntaba dónde estaban los cuerpos del ejército y los generales; aun temía por nosotros, por su pueblo.

Su mayor pena, ya lo comprenderás, no era morir, sino la imposibilidad de dirigir la Patria, que todavía lo necesitaba y por la cual había consumido en pocos años las desmedidas fuerzas de su prodigioso organismo. Murió con el grito de batalla en su garganta, y su muerte tuvo la grandeza que correspondía a su admirable existencia.

Piensa, Enrique, qué representa nuestro trabajo, por mucho que nos pese, qué son nuestras penalidades y nuestra misma muerte, en comparación de los trabajos, de los formidables afanes, de las tremendas congojas de los hombres sobre cuyo corazón gravita la responsabilidad de una nación y aun de todo un mundo. Piensa en eso, hijo mío, cuando pases por delante de la imagen de mármol y dile de todo corazón: «¡Gloria a ti!»

TU PADRE

ABRIL
Primavera

Sábado, 1

¡Primero de abril! ¡Todavía nos quedan tres meses de curso! Esta mañana ha sido una de las más bellas del año.

En la escuela estaba contento porque Coretti me había propuesto que pasado mañana fuésemos a presenciar la entrada del Rey juntamente con su padre, que lo conoce personalmente, y también por haberme prometido mi madre llevarme ese mismo día a visitar la guardería de la avenida de Valdocco. También estaba contento porque el albañilito va mejorando, y porque el maestro dijera ayer tarde a mi padre cuando le preguntó por mí:

—Va mucho mejor.

Hemos tenido un tiempo realmente primaveral. Desde las ventanas de la clase se veía el cielo azul, los árboles del jardín llenos de brotes nuevos, las ventanas de las casas abiertas de par en par, con los cajones y las macetas cubiertos de verdor.

El maestro no se reía, porque nunca se ríe, pero estaba de buen humor, y casi no se le advertía la arruga recta que casi siempre tiene en la frente. Hasta bromeaba al explicar en la pizarra un problema. Se notaba que encontraba placer respirando el aire del jardín que entraba por las ventanas, con fresco olor a tierra y hojas, que hacía pensar en los paseos por el campo.

Mientras explicaba, se oían los golpes de un herrero sobre el yunque, y en la casa de enfrente, a una mujer que cantaba para dormir a su nene; a lo lejos, en el cuartel de Cernaia, tocaban las trompetas.

Todos estábamos contentos, incluso Stardi.

A cierto punto el herrero de la calle inmediata empezó a dar golpes más fuertes; la mujer a cantar más alto. El maestro cesó de explicar y prestó atención. Luego dijo lentamente, mirando por la ventana:

—El cielo nos sonríe; una madre canta, un hombre honrado trabaja; los chicos estudian; ¡qué cosas más estupendas!

Cuando salimos de clase, pudimos comprobar que también estaban los demás alegres; marchaban en fila marcando fuertemente el paso y canturreando, como en vísperas de unas vacaciones de cuatro días; las maestras bromeaban; la de la pluma roja saltaba detrás de sus alumnitos como una colegiala; los padres de los chicos hablaban entre sí riéndose, y la madre de Crossi, la verdulera, llevaba en las cestas tantos ramilletes de violetas, que llenaban de perfume el gran zaguán de la escuela.

Nunca me había sentido tan contento como al ver esta mañana a mi madre esperándome en la calle. Y se lo dije yendo a su encuentro:

—Estoy contento. ¿Por qué estoy tan contento esta mañana?

Y mi madre me contestó sonriendo que era por la primavera y la conciencia tranquila.

El rey Humberto

Lunes, 3

A las diez en punto vio mi padre desde la ventana a Coretti, el vendedor de leña, y a su hijo, esperándome en la plaza, y me dijo:

—Ahí están, Enrique; vete a ver al Rey.

Bajé como un cohete. Padre e hijo estaban más alegres que de ordinario y nunca como esta mañana había notado su gran parecido; el padre llevaba en la chaqueta la medalla al valor entre otras dos conmemorativas; las puntas del bigote retorcidas y puntiagudas como alfileres. Inmediatamente nos pusimos en camino hacia la estación del ferrocarril, donde el Rey debía llegar a las diez y media. Coretti padre fumaba su pipa y se frotaba las manos.

—¿Sabéis —decía— que no le he vuelto a ver desde la guerra del sesenta y seis? La friolera de quince años y seis meses. Primeramente tres años en Francia; luego en Mondoví; y aquí que le habría podido ver, nunca se ha dado la maldita casualidad que me encontrase en la ciudad cuando venía él. ¡Lo que son las circunstancias!

Llamaba al Rey simplemente Humberto, como si fuera un camarada: «Humberto mandaba la 16ª división». «Humberto tenía veintidós años y tantos días». «Humberto montaba un caballo así y así…»

—¡Quince años! —decía con voz fuerte, alargando el paso.

—¡Ya tengo ganas de volverlo a ver! Lo dejé príncipe, y lo encuentro rey. También he cambiado yo: de soldado he pasado a ser vendedor de leña —y se reía.

Su hijo le preguntó:

—¿Te conocería, si te viese?

El hombre se echó a reír.

—Estás loco —contestó—. Eso es imposible. Él, Humberto, era uno solo, y nosotros éramos como las moscas. ¿Tú crees que se detuvo a mirarnos uno por uno?

Desembocamos en la avenida de Víctor Manuel. Mucha gente se dirigía, como nosotros, a la estación. Pasaba una compañía de alpinos con la banda de trompetas abriendo la marcha. Dos carabineros a caballo iban al galope.

—¡Sí! —exclamó Coretti padre, animándose—; tengo mucho gusto en volver a ver a mi general de división. ¡Lástima que haya envejecido tan pronto! Me parece que era ayer cuando llevaba la mochila a la espalda y el fusil en las manos en medio de una enorme confusión, aquella mañana del 24 de junio, cuando íbamos a entrar en combate. Humberto iba y venía con sus oficiales mientras a lo lejos retumbaba el cañón. Todos lo mirábamos y decíamos: «Con tal de que no le toquen las…» Estaba a mil leguas de pensar que poco después lo iba a tener tan cerca de las lanzas de los ulanos austríacos, precisamente a cuatro pasos el uno del otro, hijitos. Hacía un tiempo magnífico y el cielo parecía un espejo. Veamos si se puede entrar.

Habíamos llegado a la estación. Había un gentío inmenso, coches, guardias, carabineros, representantes de entidades con banderas. Tocaba la banda de un regimiento.

Coretti padre intentó entrar bajo un pórtico, pero se lo impidieron. Entonces pensó situarse en primera fila, entre la multitud que se agrupaba a la salida, y, abriéndose paso a codazos, logró su propósito; nosotros le seguimos. Pero el gentío, en sus movimientos de vaivén, nos llevaba de un lado a otro. El vendedor de leña se colocó junto a la primera columna del pórtico, donde los guardias no dejaban estar a nadie.

—Venid conmigo —dijo de repente, y, llevándonos de la mano, cruzamos rápidamente el espacio libre situándonos de espaldas a la pared.

Enseguida se presentó un oficial de Seguridad, que le dijo:

—Aquí no se puede estar.

—Yo soy del cuarto batallón del 49 —le respondió Coretti, señalándole la medalla.

El policía le miró y dijo:

—¡Quédese!

—¿No digo yo? —exclamó muy ufano Coretti—; el cuarto del cuarenta y nueve es una palabra mágica. ¿No tengo derecho a ver con cierta comodidad a mi general, después de haber formado el cuadro? Si entonces lo vi tan de cerca, justo es, creo yo, que lo vea también ahora de cerca. ¡Y qué digo general! ¡Si durante media hora fue el comandante de mi batallón, porque en aquellos momentos él era quien lo mandaba estando en medio de nosotros, y no el mayor Ulrich, qué diablos!

En la sala de espera y en sus proximidades se veía, entretanto, a muchos señores y militares; delante de la puerta se alineaban los coches con los criados vestidos de rojo.

Coretti preguntó a su padre si el príncipe Humberto tenía en su mano la espada cuando estaba en el batallón.

—¡Ya lo creo! —respondió—; para poder parar una lanzada, que podía tocarle como a cualquier otro. ¡Los demonios desencadenados se nos echaron encima! Corrían por entre los grupos, los escuadrones y los cañones, pareciendo remolinos de un huracán, rompiéndolo y destrozándolo todo. Era una confusión de coraceros de Alejandría, lanceros de Foggia, de infantes, ulanos, bersalleros, un infierno en el que nadie se entendía. Yo oí gritar: «¡Alteza! ¡Alteza!», viendo venir seguidamente las lanzas enemigas; disparamos los fusiles y una nube de pólvora lo ocultó todo… Luego se disipó el humo… El suelo estaba cubierto de caballos y de ulanos heridos y muertos. Yo volví hacia atrás y vi en medio de nosotros a Humberto, montado a caballo que miraba a su alrededor, tranquilo, como con deseos de preguntar: «¿Ha recibido arañazos alguno de mis valientes?» Y nosotros le vitoreamos en su misma cara como locos. ¡Qué momentos, santo Dios!… Ya llega el tren real.

La banda tocó; acudieron los oficiales y la multitud se apoyó en la punta de los pies.

—¡Habrá que esperar un poco! —dijo un guardia—. Ahora está oyendo un discurso.

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