Corazón (18 page)

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Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Franti no cesaba de dar a su contrario puntapiés y puñetazos. Una mujer gritó desde la ventana:

—¡Bravo por el pequeño!

Otras decían:

—Ese chico defiende a su hermana. ¡Animo, valiente!

Y a Franti le gritaban:

—¡Te haces el chulo porque eres mayor que él! ¡Cobarde!

El muy granuja echó la zancadilla a Stardi y éste cayó debajo de él:

—¡Ríndete! —le dijo Franti.

Stardi le replicó:

—¡No!

Logró escabullirse de su enemigo y se puso de nuevo en pie; Franti le agarró entonces por la cintura y, con un esfuerzo furioso, lo tiró al empedrado y le puso una rodilla sobre el pecho.

—¡El muy infame tiene una navaja! —gritó un hombre, que acudió corriendo para desarmar a Franti. Pero Stardi fuera de sí ya le había sujetado el brazo con ambas manos y, dándole un fuerte mordisco en el puño, le obligó a dejar caer la navajita, empezando a sangrarle la mano.

Entretanto habían acudido otros, que separaron y levantaron a los contendientes. Franti desapareció como perrito con el rabo entre piernas, y Stardi quedó dueño del campo, con la cara arañada y un ojo hinchado, es cierto, pero con aire de triunfo junto a su hermanita, que lloraba. Unas chicas recogieron los libros y cuadernos esparcidos por el suelo.

—¡El pequeño —decían— es un valiente que ha salido en defensa de su hermana!

Stardi, sin embargo, pensaba más en su cartera que en la victoria, y enseguida se puso a comprobar si le faltaba algo y si sus enseres escolares habían sufrido desperfectos. Limpió los libros con la manga, guardó la pluma, lo puso todo en orden y, con la seriedad habitual en él, dijo a su hermanita:

—Vamos de prisa, que tengo que resolver un problema de cuatro operaciones.

Los padres de los muchachos

Lunes, 6

Esta mañana acudió a la puerta de la escuela el corpulento padre de Stardi a esperarlo, por temor que se encontrara otra vez a Franti; pero dicen que éste no volverá, porque lo van a meter en un reformatorio.

Además del padre de Stardi había otros muchos. Entre ellos, el revendedor de leña, el padre de Coretti, puro retrato de su hijo, desenvuelto, alegre, con sus bigotes terminados en punta y un lacito de dos colores en el ojal de la solapa izquierda.

Ya conozco a casi todos los padres de los escolares a fuerza de verlos por allí.

Hay una abuela encorvada, con toca blanca, que aunque llueva, nieve o esté tronando, acude indefectiblemente cuatro veces al día para acompañar y esperar a su nietecillo, un chiquito de primero superior; le quita la capita que luego, a la salida, le vuelve a poner, le arregla la corbata, le sacude el polvo, lo atusa y le guarda los cuadernos. Bien se conoce que no tiene otro en quien pensar y que no hay para ella en el mundo nada más hermoso. También veo con frecuencia al capitán de Artillería, padre de Robetti, el de las muletas, que libró a un niño de ser atropellado; y como quiera que todos los compañeros de su hijo tienen para él un gesto o palabra cariñosa al pasar por su lado, él les devuelve el saludo o corresponde a sus muestras de cariño, sin olvidarse de nadie; a todos hace una inclinación de cabeza, y cuanto más pobres son y peor vestidos van, con tanto mayor atención les da las gracias.

A veces ocurren cosas desagradables. Un señor, que no acudía desde hace un mes por habérsele muerto un hijo y mandaba a la criada por el otro, al volver ayer por primera vez, cuando vio de nuevo la clase y a los compañeros de su difunto pequeño, se apartó a un rincón y se le saltaron las lágrimas, que él procuró ocultar llevándose ambas manos a la cara. El Director lo cogió de un brazo y lo acompañó a su despacho.

Hay padres y madres que conocen por su nombre a todos los compañeros de sus hijos, y chicas de la escuela contigua y alumnos del Instituto de enseñanza media que acuden a esperar a sus hermanitos. Acostumbra a venir un caballero de edad avanzada, un antiguo coronel, quien no tiene inconveniente en agacharse para recoger del suelo un cuaderno o una pluma que se le haya caído a algún chico.

Tampoco faltan señoras bien vestidas que hablan con otras mujeres de pañuelos a la cabeza y la cesta al brazo de las cosas de la escuela, y dicen, por ejemplo:

—¡El problema de hoy era muy difícil!

—La lección de Gramática de esta mañana no parecía tener fin.

Y cuando se enferma alguno, todas lo saben, y se alegran cuando recobra la salud. Precisamente había esta mañana ocho o diez señoras y trabajadoras que rodeaban a la madre de Crossi, la verdulera, preguntándole por el estado de un niño de la clase de mi hermanito, vecino de ella, que se encuentra en peligro de muerte. Parece que la escuela haga a todos iguales y amigos.

El número 78

Miércoles, 8

Ayer tarde estuve presenciando una escena conmovedora. Hacía algún tiempo que la verdulera miraba a Derossi con expresión de singular afecto cada vez que pasaba cerca de él, y todo porque el muchacho demuestra mayor cariño a su hijo después de haberse enterado de la procedencia del tintero de madera y de lo ocurrido con su marido, el preso número 78. Derossi ayuda, efectivamente, a Crossi, el pelirrojo del brazo inmóvil, en los trabajos de escuela le apunta las respuestas, le da papel, pluma y lápices, en suma, se porta con él como un buen hermano para compensarlo, quizá, de la desgracia de su padre, que ha repercutido en él, aunque sin percatarse de tan triste realidad. De tal modo le miraba la verdulera de un tiempo a esta parte, que parecía querer dejar los ojos en él, por lo agradecida que le está. Y es que la buena mujer vive pendiente de su infortunado hijito y se siente la mar de reconocida a Derossi. Mas como quiera que éste es de familia acomodada y el primero de la clase, lo considera poco menos que como a un rey y a un santo, sintiendo por eso cierto reparo en hablarle.

Pero ayer por la mañana por fin se decidió, le detuvo delante de una puerta y le dijo:

—Discúlpeme, señorito. Usted, que es tan bueno y que tanto quiere a mi hijo, tenga la bondad de aceptar este pequeño obsequio de una madre infortunada.

Y, acto seguido, sacó de la cesta de las verduras una cajita de cartón, blanca y dorada. Derossi se puso rojo y rehusó el presente, diciendo con resolución:

—Désela a su hijo; no quiero nada.

La mujer quedó mortificada y pidió perdón, balbuceando:

—No creía que podía ofenderle… Es una cajita de caramelos.

Derossi repitió su negativa moviendo la cabeza. Entonces ella sacó con timidez de la cesta un manojo de rabanitos, y le dijo:

—Acepte por lo menos esto. Son unos rabanitos muy frescos, que seguramente le gustarán a su mamá.

Derossi se sonrió y repuso:

—Muchas gracias, señora; pero ya le he dicho que no quiero recibir nada. Continuaré haciendo lo que pueda por Crossi, sin que usted tenga que darme cosa alguna por ello.

—¿No se habrá ofendido usted? —le preguntó la verdulera con ansiedad.

—¡Qué va, buena mujer! —le contestó sonriéndo, mientras ella exclamaba con alegría:

—¡Qué muchacho más bueno!

Con esto parecía haber terminado el asunto. Sin embargo, por la tarde, a las cuatro, en vez de la madre, se acercó a Derossi el padre de Crossi, con su cara tristona y melancólica. Por la forma que le miró comprendí enseguida que sospechaba que Derossi estaba enterado de su secreto, y le dijo con voz triste y afectuosa:

—Usted quiere mucho a mi hijo… ¿puedo saber por qué?

Derossi se ruborizó. Habría querido responderle: «Le quiero por lo desventurado que es, porque usted mismo ha sido más desgraciado que culpable; ha expiado cumplidamente su delito y es un hombre de buen corazón». Pero le faltó valor, porque en el fondo sentía temor y casi repugnancia ante aquel hombre que había atacado a otro y pasado seis años en presidio. El lo adivinó todo y, bajando la voz, dijo al oído, y casi temblando, a Derossi:

—Quieres a mi hijo… No desprecias a su padre, ¿no es verdad?

—¡Ah, no, no! i Todo lo contrario! —exclamó Derossi en un arranque de su buen corazón.

El hombre tuvo entonces la intención de darle un abrazo; pero no se atrevió, limitándose a tomar entre sus dedos uno de los dorados rizos del chico, acariciándolo. Luego se alejó, mas en cuanto hubo dado unos pasos se volvió, se llevó la mano a la boca y la besó mirando a Derossi con los ojos humedecidos, para expresarle que le enviaba aquel beso. Después tomó de la mano a su hijito y ambos desaparecieron con rapidez.

El niño muerto

Lunes, 13

El niño que vivía en el patio de la verdulera, de primero superior, compañero de mi hermanito, ha muerto. La maestra Delcati se presentó muy afligida el sábado por la tarde para comunicar a mi maestro la triste noticia, e inmediatamente se ofrecieron Garrone y Coretti para llevar el ataúd.

Era un excelente muchachito que la semana última se había ganado la medalla. Quería mucho a mi hermanito y, como prueba de su amistad, le regaló una hucha rota; mi madre le acariciaba siempre que lo encontraba. Llevaba un gorro con dos listas de paño rojo. Su padre es mozo de estación.

Ayer tarde, domingo, fuimos a las cuatro y media a su casa para acompañarle hasta la iglesia. Viven en la planta baja. En el patio había ya muchos chicos de primero superior con sus madres y velas en las manos, cinco o seis maestras y algunos vecinos.

La maestra de la pluma roja y la señora Delcati entraron en la vivienda, y las veíamos llorar por una ventana abierta; también se oían los fuertes sollozos de la afligida madre del niño. Dos señoras, madres de compañeros del muerto, habían llevado guirnaldas de flores.

A las cinco en punto, en cuanto llegó el sacerdote, se puso en marcha la comitiva. Iba delante un muchacho, que llevaba la cruz parroquial, detrás el sacerdote y a continuación el ataúd, una caja pequeña, ¡pobre chico!, con un paño negro encima, y sujetas alrededor las guirnaldas de flores de las dos señoras. En una parte del paño negro habían prendido la medalla y tres menciones honoríficas que el pequeño se había ganado a lo largo del año.

Llevaban el ataúd Garrone, Coretti y dos chicos de la vecindad. Detrás iban, primeramente, la señora Delcati, que lloraba como si el muerto hubiese sido hijo suyo y a continuación las otras maestras; detrás de éstas, los chicos, algunos muy pequeños, con ramilletes de violetas en una mano, que miraban el féretro con cierto estupor, dando la otra a las respectivas madres, que llevaban las velas por ellos.

Oí a uno de ellos, que decía:

—¿Y ahora ya no vendrá más a la escuela?

Al salir el féretro del patio, por la ventana se oyó un grito desesperado, lanzado por la madre del niño difunto; pero enseguida la hicieron entrar en el interior.

Ya en la calle, encontramos a los chicos de un colegio, que iban en fila de a dos, y viendo el ataúd con la medalla y acompañado por las maestras, se quitaron todos sus gorras.

¡Pobre niño! ¡Se fue al cielo para siempre, durmiendo su cuerpecito con su medalla en las entrañas de la tierra! Ya no lo volveremos a ver con su gorro encarnado. Estaba bien, y falleció a los cuatro días de caer malo. El último día todavía quiso levantarse para hacer su trabajito de vocabulario, y se empeñó en tener la medalla sobre su cama, por miedo a que se la quitaran. ¡Nadie te la quitará ya, pobre pequeño! ¡Adiós, adiós! Siempre nos acordaremos de ti en el grupo Baretti. ¡Descansa en paz, angelito!

La víspera del día 14 de marzo

La jornada de hoy ha sido bastante más alegre que la de ayer. ¡Trece de marzo! Víspera de la distribución de premios en el teatro Víctor Manuel, la grande y hermosa fiesta de todos los años. Pero esta vez no se designan al azar los alumnos que han de subir al escenario para presentar los diplomas de los premios a los señores encargados de entregarlos.

El Director vino esta mañana poco antes de la hora de salida, y empezó diciendo:

—Muchachos, tengo que daros una buena noticia. —Luego añadió: — ¡Coraci! —El calabrés se puso inmediatamente de pie—. ¿Quieres ser uno —le preguntó— de los que mañana entreguen en el teatro los diplomas a las autoridades?

El calabrés dijo que sí y el Director contestó:

—Está bien; así habrá un representante de Calabria. Os aseguro que será un acto digno de verse. Este año ha querido el Ayuntamiento que diez o doce chicos de las diversas regiones de Italia, designados en los distintos centros docentes de la ciudad, se encarguen de presentar los premios. Contamos actualmente en Turín con veinte grupos escolares y cinco anejos, que frecuentan siete mil alumnos, y entre tan gran número no ha costado mucho trabajo encontrar un muchacho por cada región italiana. En el grupo «Torcuato Tasso» se hallaban dos representantes de las islas: un sardo y un siciliano; la escuela Boncompagni proveyó un chico florentino, hijo de un ebanista; hay un romano de la misma Roma en el grupo «Tommaseo»; se encontraron fácilmente vénetos, lombardos y romañolos; el grupo «Monviso» da un napolitano, hijo de un militar; nosotros designamos a un genovés y a un calabrés; éste eres tú, Coraci. Con el piamontés, habrá doce. ¿No os parece que la idea es acertada? Serán hermanos vuestros de todas las regiones italianas los que os den los premios. Mirad, se presentarán los doce a la vez en el escenario. No dejéis de saludarlos con nutridos aplausos. Es verdad que son unos chicos como vosotros, pero representan a sus respectivas regiones como si fueran ya personas mayores. Una pequeña bandera tricolor simboliza a Italia lo mismo que una grande, ¿no es así? Aplaudidlos, pues, calurosamente para demostrar que vuestros corazones infantiles saben sentir gran amor y que vuestras almas de diez años se exaltan ante la santa imagen de la Patria.

Dicho esto, se fue, y el maestro dijo, sonriéndose:

—De manera que tú, Coraci, eres el designado por Calabria.

Todos aplaudimos entonces, sin parar de reírnos, y cuando estuvimos en la calle, rodeamos a Coraci; algunos le cogieron por las piernas, lo alzaron y lo llevaron como en triunfo, gritando:

—¡Viva el diputado de Calabria!

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