Read Corazón Online

Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Corazón (30 page)

Los señores, sin cesar de consolarla, le repetían:

—No diga eso, buena mujer —y le cogían la mano para hacerle mayor presión.

Pero ella cerraba entonces los ojos, agotada y caía en un sopor como muerta.

Los dueños permanecían a su lado algún tiempo y, al mirarla a la luz mortecina de una lamparilla, sentían gran compasión de aquella madre admirable que por el bien de su familia había ido a morir a seis mil leguas de su patria, tras haber penado tanto. ¡Pobre mujer, tan honesta, buena y desgraciada!

Al día siguiente, muy de mañana, encorvado y medio tambaleándose, con su bolsa a cuestas, pero sumamente animoso, entraba Marco en la ciudad de Tucumán, una de las más suaves y florecientes de la república Argentina. Le pareció que volvía a ver Córdoba, Rosario y Buenos Aires, puesto que contemplaba análogas calles largas y rectas con las mismas casas blancas y bajas; pero por todas partes aparecía una nueva y magnífica vegetación, notándose un aire perfumado, una luz maravillosa, un cielo transparente y azul como él jamás había visto, ni siquiera en Italia.

Yendo adelante por las calles, advirtió la febril agitación que había presenciado en Buenos Aires. Miraba las ventanas y las puertas de todas las casas; se fijaba en todas las mujeres que pasaban con anhelante esperanza de ver a su madre, y de buena gana habría preguntado a todos, pero no se atrevía a parar a nadie. Cuantos se cruzaban con él se volvían para ver a aquel muchacho harapiento y lleno de polvo, que daba señales de venir de muy lejos. El buscaba entre la gente una cara que le inspirase confianza para dirigirle la tremenda pregunta, cuando se ofreció ante sus ojos el rótulo de una tienda con nombre italiano. Se aproximó pausadamente a la puerta y con ánimo resuelto dijo:

—¿Podrían decirme dónde vive la familia Mequínez?

—¿Los señores Mequínez? —repitió el tendero.

—Sí, sí, la casa del ingeniero señor Mequínez —respondió el muchacho con un hilo de voz.

—La familia Mequínez —dijo el comerciante— no está en Tucumán.

Un grito de desaliento, como el de una persona herida por puñalada, fue como el eco de aquellas palabras.

Acudieron el tendero y algunas mujeres que se encontraban en el establecimiento.

—¿Qué te pasa, muchacho? —le preguntó el tendero haciéndole sentar—. ¡No hay que desesperarse, qué diablos! Los Mequínez no están aquí, pero viven cerca, a pocas horas de Tucumán.

—¿Dónde? ¿Dónde? —gritó Marco, poniéndose de pie como movido por un resorte.

—A unas quince leguas de aquí —continuó el hombre—, a orillas del Saladillo, en un lugar donde están construyendo una gran fábrica de azúcar. Entre otras, está la casa del señor Mequínez, que todos conocen. Te será fácil llegar allí.

—Yo estuve hace un mes —dijo un joven que había acudido al oír el grito.

Marco abrió desmesuradamente los ojos, miró al joven y preguntó atropelladamente, palideciendo:

—¿Vio usted allí a la sirvienta del señor Méquinez, a la italiana?

—¿La genovesa? Sí, la vi.

Marcó prorrumpió en un sollozo convulso, riendo y llorando a la vez. Luego, impulsado por violenta resolución, preguntó:

—¿Por dónde se va? ¡Pronto! ¡Enséñenme el camino! ¡Me voy enseguida!

—Pero si hay una jornada larga —le contestaron— y estás muy cansado… Debes descansar. ¡Déjalo para mañana!

—¡Imposible! ¡Imposible! —repuso Marco—. Díganme por dónde se va, no puedo esperar ni un minuto más; me voy enseguida, ¡aunque me caiga muerto por el camino!

Viéndole tan decidido, no se opusieron.

—¡Que Dios te acompañe! —le dijeron—. Ten cuidado por el camino del bosque. ¡Feliz viaje, italianito!

Un hombre lo acompañó hasta las afueras de la población, le indicó el camino que debía seguir, le dio algunos consejos y se quedó mirándole cómo se alejaba.

El muchacho desapareció al cabo de unos minutos, cojeando, con el bulto de ropa a la espalda, por detrás de los espesos árboles que bordeaban la carretera.

Aquella noche fue atroz para la pobre enferma. Sentía agudos dolores que le arrancaban gritos capaces de romper las venas, y pasaba por momentos de delirio. Las mujeres que la asistían no sabían qué hacer. La dueña acudía de vez en cuando, muy desconsolada. Todos empezaron a temer que, aun en el caso de acceder a que la operaran, como el cirujano no iría hasta la mañana siguiente, seguramente llegaría demasiado tarde. Pero en los momentos de lucidez, se comprendía que su mayor tormento no lo constituían los dolores físicos, sino el pensamiento de su lejana familia. Moribunda, deshecha, con la mirada extraviada, se metía los dedos entre el pelo con actitud de desesperación que partía el alma, y gritaba:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Morir tan lejos, sin verlos! ¡Pobres hijos míos, que se quedan sin madre, mis pobres criaturas, sangre de mi sangre! ¡Mi Marco, todavía pequeño, tan bueno y cariñoso! ¡Ustedes no pueden figurarse cómo es! ¡Si usted lo conociera, señora…! Cuando salí de casa, no podía despegármelo del cuello;. sollozaba de una manera desgarradora. Parecía que sospechaba que ya no volvería a verme. ¡Pobre criatura mía! ¡Ojalá hubiese muerto de repente entonces, cuando me estaba despidiendo! ¡Huérfano de madre mi hijito, que tanto me quiere, que aún me necesita! Sin su madre caerá en la miseria, y tendrá que ir pidiendo limosna para acallar el hambre…

¡Dios eterno! ¡No, no lo permitáis! ¡No quiero morir! ¡El médico! ¡Que venga enseguida! ¡Llámenle, por favor! ¡Que venga y me abra por donde quiera, con tal de que me salve la vida! ¡El médico! ¡Socorro!

Las mujeres le sujetaban las manos, la tranquilizaban a fuerza de ruegos. Al hacerla volver en sí, le hablaban de Dios y de la esperanza que todos debemos poner en Él. Entonces la enferma recaía en un abatimiento mortal, lloraba mesándose los grises cabellos, gemía como una niña, lanzando lamentos continuados y murmurando a intervalos:

—¡Oh Génova mía! ¡Mi casa! ¡Aquel mar…! ¡ Oh mi Marco, mi querido Marco! ¿Dónde estará ahora la pobre criatura?

Era medianoche, y Marco, después de haber pasado muchas horas al borde de un foso, completamente extenuado, marchaba a través de una floresta de árboles gigantescos, monstruos de la vegetación, de troncos desmesurados, semejantes a columnas de catedrales, que a una altura inconcebible entrelazaban sus enormes copas plateadas por la luna. En aquella semioscuridad veía vagamente millares de troncos de todas formas, rectos e inclinados, retorcidos, interpuestos en extrañas actitudes de amenaza y de lucha; por el suelo había algunos derribados, como torres caídas de una vez, cubiertos de una vegetación exuberante y confusa, que parecía una multitud furiosa, disputándose el espacio palmo a palmo; otros formaban grupos verticales y apretados como haces de lanzas titánicas, cuyas puntas se ocultaban en las nubes; una grandiosidad soberbia; un desorden prodigioso de formas colosales, el espectáculo más majestuosamente terrible que jamás le había ofrecido la naturaleza vegetal, propio de la selva virgen.

En ciertos momentos le sobrecogía un gran estupor, pero pronto volaba con el pensamiento hacia su madre. Estaba agotado, con los pies ensangrentados, solo en aquella imponente selva, donde únicamente veía a largos intervalos pequeñas viviendas humanas, que al pie de aquellos majestuosos árboles parecían nidos de hormigas, y algún que otro búfalo dormido en el camino. Se encontraba rendido de cansancio y solo, mas no por eso tenía miedo. La grandeza de la selva virgen elevaba su alma; la proximidad de su madre le comunicaba la fuerza y el atrevimiento de un hombre; el recuerdo del océano, de los desalientos y de las penalidades pasadas y superadas, las prolongadas fatigas y la férrea constancia de que había dado pruebas le hacían erguir la frente; todo el torrente de su fuerte y noble sangre genovesa afluía a su corazón en ardiente oleada de orgullo y de audacia.

Una nueva sensación advertía en él: hasta entonces había llevado en la mente una imagen de su madre oscurecida y confusa un tanto por los dos años de ausencia, mas en aquellos instantes adquiría más claridad y tenía rasgos mejor definidos; volvía a ver su cara entera y propia como hacía mucho tiempo no la había contemplado; la percibía muy cerca, iluminada y como hablándole; volvía a ver los movimientos más insignificantes de sus ojos y de sus labios, todas sus actitudes, sus gestos y las sombras de sus pensamientos; sostenido por tan acuciantes recuerdos, apretaba el paso, y un nuevo cariño, una indecible ternura iba creciendo en su corazón, que le hacía correr por sus mejillas dulces y sosegadas lágrimas. Conforme iba andando en medio de la oscuridad, le hablaba diciéndole las palabras que pronto le murmuraría al oído: «¡Aquí estoy, madre mía; aquí me tienes; ya no me apartaré de ti; volveremos los dos a casa y estaré siempre a tu lado, pegado a ti, sin que nadie nos separe nunca, mientras vivas!» Entretanto no se daba cuenta de que iba desapareciendo de la copa de los gigantescos árboles la plateada luz de la luna para dejar paso a la rosada aurora que ya aparecía por los balcones del oriente.

A las ocho de aquella mañana estaba junto al lecho de la enferma el cirujano de Tucumán, joven argentino, en compañía de un practicante, para intentar por última vez convencerla de que le permitiera operarla. A sus requerimientos se unían los del ingeniero Mequínez y su esposa. Pero todo resultaba inútil, puesto que la mujer, sintiéndose sin fuerzas, no tenía confianza en el buen resultado de la intervención quirúrgica. Estaba segura de que moriría durante ella o que sólo sobreviviría unas cuantas horas después de haber sufrido inútilmente unos dolores más atroces de los que le produciría la muerte natural.

El doctor no cesaba de repetirle:

—Mire, señora, el resultado de la operación es seguro y cierta su curación con tal que se arme de un poco de valor. Si se niega, morirá indefectiblemente.

A pesar de todo, resultaban palabras inútiles.

—No —respondía con su débil voz—; tengo valor para morir. pero no para sufrir en vano. Gracias, doctor. Ese es mi destino. Déjeme morir en paz.

El cirujano desistió de su empeño y nadie dijo más a la enferma, la cual, dirigiéndose a su dueña, le hizo con voz moribunda los últimos ruegos.

—Mi querida y buena señora —dijo esforzándose mucho y entre sollozos—, le pido que haga el favor de enviar a mi familia. por medio del señor Cónsul, el poco dinero y la ropa que poseo. Supongo que todos vivirán. Mi corazón lo presiente en estos últimos momentos. Tenga la bondad de escribir… que siempre he pensado en ellos, que he trabajado por ellos… por mis hijos… y que mi única pena es no volver a verlos…, pero que he muerto con buen ánimo… resignada… bendiciéndolos; y que a mi marido… y a mi hijo mayor… les recomiendo que velen por el más pequeño, mi pobrecito Marco… a quien he tenido presente en mi corazón… hasta el último momento… —Poseída de repentina exaltación, exclamó, juntando las manos: —¡Mi Marco! ¡Mi niño! ¡Mi vida!…

Pero al girar sus ojos anegados en lágrimas, ya no vio a la señora; alguien la había llamado por señas sin que la paciente lo advirtiera. Buscó al ingeniero, y también había desaparecido. Solamente estaban en la habitación las dos enfermeras y el ayudante del médico.

En la habitación contigua se oían pasos acelerados, palabras entrecortadas y exclamaciones contenidas.

La enferma miró hacia la puerta con ojos velados en actitud expectante. Al cabo de unos minutos vio aparecer al cirujano con expresión extraña, y luego a sus señores también visiblemente alterados. Los tres la miraron de modo singular y se intercambiaron unas palabras en voz baja. Pareciole que el doctor decía a la señora:

—Es mejor enseguida.

La enferma no comprendía.

—Josefa —le dijo la señora con voz temblorosa—, tengo que darle una buena noticia. Prepárese a recibirla.

La mujer le miró con extremada atención.

—Es una noticia —prosiguió diciendo la señora— que le causará mucha alegría.

La enferma abrió desmesuradamente los ojos.

—Dispóngase —añadió— a ver a una persona… a la que quiere muchísimo.

La mujer levantó la cabeza con vigoroso impulso y empezó a mirar ora a la señora, ora hacia la puerta, con ojos fulgurantes.

—Es una persona —añadió la señora, palideciendo— que acaba de llegar inesperadamente.

—¿Quién es? —preguntó la enferma con voz quebrada y extraña, como de persona asustada.

Un instante después lanzó un grito agudísimo, intentando sentarse en la cama; pero tuvo que permanecer inmóvil, con los ojos desencajados y las manos en las sienes, cual si se tratase de una aparición sobrenatural.

Marco, extenuado y cubierto de polvo, estaba de pie en la puerta. El doctor le sujetaba por un brazo.

La mujer gritó:

—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios mío!

Marco se acercó, ella extendió sus descarnados brazos y, estrechándolo contra su pecho con la fuerza de una tigresa, comenzó a reír a carcajadas, mezclando la risa con profundos sollozos sin lágrimas, que le hicieron caer casi sin aliento en la almohada.

Pero pronto se repuso y gritó loca de alegría, cubriendo de besos la cabeza de su hijo:

—¿Cómo estás aquí? ¿Por qué? ¿Pero eres tú? ¡Cuánto has crecido! ¿Quién te ha traído? ¿Has venido tú solo? ¿Te encuentras bien? ¡Eres tú mi Marco, no estoy soñando! ¡Dios mío! ¡Háblame! ¡Dime algo!

Luego, cambiando repentinamente de tono, añadió:

—¡No! ¡Todavía no! ¡No me digas nada! ¡Espera un poco!

Acto seguido, dirigiéndose al cirujano, exclamó:

—¡Pronto, señor doctor! ¡Quiero curarme! ¡Estoy dispuesta! No pierda un instante. Llévense a mi hijo para que no sufra. Esto no es nada, ¿sabes, Marco? Ya me lo contarás todo. Otro beso, hijo. Ahora vete. ¡Aquí me tiene, doctor!

Sacaron a Marco de la habitación y salieron de ella apresuradamente los señores y las mujeres, quedándose únicamente el cirujano y su ayudante, que cerraron la puerta.

El señor Mequínez trató de llevarse a Marco a una habitación alejada; pero le fue imposible, pues parecía que le habían clavado en el pavimento.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿Qué tiene mi madre? ¿Qué le están haciendo?

El ingeniero le respondió muy bajito, intentando sacarlo de allí:

—Mira, escucha; tu madre está enferma y hay que hacerle una operación sencilla. Te lo explicaré todo. Ahora vente conmigo.

—No, señor —respondió el muchacho con obstinación—. Quiero quedarme aquí. Dígame aquí lo que quiera.

El ingeniero amontonaba palabras sobre palabras, tratando de llevárselo, y el chico empezaba a asustarse y a temblar.

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