De pronto resonó por toda la casa un grito muy agudo, como el de un herido mortalmente.
El muchacho replicó con grito desesperado.
—¡Mi madre ha muerto!
El médico apareció en la puerta y dijo:
—Tu madre se ha salvado.
El chico le miró un momento y luego se arrojó a sus pies, sollozando:
—¡Gracias, doctor!
Pero el joven cirujano le mandó alzarse, diciéndole:
—¡Levántate!… ¡Tú eres, heroico niño, quien ha salvado a tu madre!
Miércoles, 24
Marco el genovés es el penúltimo pequeño héroe que conoceremos este año; sólo queda otro para el mes de junio. Faltan dos exámenes mensuales, veintiséis días de clase, seis jueves y cinco domingos. Se percibe ya el aire de fin de curso. Los árboles del jardín, cubiertos de hojas y flores, dan sombra sobre los aparatos de gimnasia. Los alumnos van vestidos de verano. Da gusto presenciar la salida de clase: ¡qué distinto de los meses pasados! Las cabelleras que llegaban hasta los hombros han desaparecido; todos se han cortado el pelo; se ven cuellos y piernas desnudos, sombreros de paja de todas formas, con cintas que cuelgan sobre las espaldas; camisas y corbatas de todos colores; los más pequeñitos siempre llevan algo rojo o azul, alguna cinta, un ribete, una borla, o un remiendo de color vivo, cosido por la madre, para que haga bonito a la vista, hasta los más pobres; muchos vienen a la escuela sin sombrero, como si se hubieran escapado de casa. Otros llevan el traje claro de gimnasia. Hay un muchacho de la clase de la maestra Delcati que va vestido de rojo de pies a cabeza, como un cangrejo cocido. Varios llevan trajes de marinero.
Pero el más divertido es el albañilito, que lleva un sombrerote de paja tan grande, que parece una media vela con su palmatoria, y como siempre, no es posible contener la risa al verle poner el hocico de liebre bajo su sombrero.
Coretti también ha dejado su gorra de piel de gato, y lleva una gorrilla de viaje de seda gris. Votini tiene una especie de traje escocés, y, como siempre, muy atildado. Crossi va enseñando el pecho desnudo. Precossi desaparece bajo los pliegues de una blusa azul turquí de herrero. ¿Y Garoffi? Ahora que ha tenido que dejar el capotón bajo el cual escondía su comercio, le quedan al descubierto todos sus bolsillos, repletos de toda clase de baratijas, y le asoman las puntas de los números de sus rifas.
Ahora todos dejan ver bien lo que llevan: abanicos hechos con medio periódico, pedazos de caña, flechas para disparar contra los pájaros, hierba y otras cosas que asoman por los bolsillos y van cayéndose poco a poco de las chaquetas. Muchos chiquitines traen ramitos de flores para las maestras. También éstas van vestidas de verano, con colores alegres, a excepción de la monjita, que siempre va de negro, y la maestrita de la pluma roja, que la lleva siempre, y un lazo color rosa al cuello, enteramente ajado por las manecitas de sus alumnos, que siempre la hacen reír y correr tras ellos.
Es la estación de las cerezas, de las mariposas, de la música por las calles y de los paseos por el campo; muchos de cuarto se escapan a bañarse en el Po; todos sueñan con las vacaciones, cada día salimos de la escuela más impacientes y contentos que el día anterior. Sólo me da pena ver a Garrone de luto y a mi pobre maestra de primer año, que cada vez está más consumida, más pálida, y tosiendo con más fuerza. ¡Camina enteramente encorvada, y me saluda con una expresión tan triste…!
Viernes, 26
Comienzas a entender la poesía de la escuela, Enrique; pero por ahora no ves la escuela más que por dentro: te parecerá mucho más hermosa y poética dentro de treinta años, cuando vengas a acompañar a tus hijos y la veas por fuera como yo la veo. Esperando la hora de salida, voy y vuelvo por las calles silenciosas que hay en derredor del edificio, y acerco mi oído a las ventanas de la planta baja, cerradas con persianas. En una ventana oigo la voz de una maestra que dice:
—¡Eh! ¡El rasgo de la ‘te’ no está bien, hijo mío! ¿Qué diría de él tu padre?…
En la ventana siguiente se oye la gruesa voz de un maestro que dicta con lentitud:
—Compró cincuenta metros de tela… a cuatro liras cincuenta centavos el metro…, los volvió a vender…
Más allá, la maestrita de la pluma roja lee en alta voz:
—Entonces, Pedro Micca, con la mecha encendida…
De la clase cercana sale como un gorjeo de cien pájaros, lo cual quiere decir que el maestro ha salido fuera un momento. Voy más adelante, y a la vuelta de la esquina oigo que llora un alumno, y la voz de la maestra que lo reprende y consuela. Por otras ventanas llegan a mis oídos versos, nombres de grandes hombres, fragmentos de sentencias que aconsejan la virtud, el amor a la patria, el valor. Siguen después instantes de silencio, en los cuales se diría que el edificio estaba vacío; parece imposible que allí dentro haya setecientos muchachos; de pronto se oyen estrepitosas risas, provocadas por una broma de algún maestro de buen humor… La gente que pasa se detiene a escuchar, y todos vuelven una mirada de simpatía hacia aquel hermoso edificio que encierra tanta juventud y tantas esperanzas.
Se oye luego de repente un ruido sordo, un golpear de libros y de carteles, un roce de pisadas, un zumbido que se propaga de clase en clase, y de arriba a abajo, como al difundirse de improviso una buena noticia: es el bedel que va a anunciar la hora. A este murmullo, una multitud de mujeres, hombres, chicas y chicos se aprieta a uno y otro lado de la salida para esperar a los hijos, a los hermanos, a los nietecillos; entretanto, de las puertas de las clases se deslizan en el salón de espera, como a borbotones, grupos de muchachos pequeños, que van a recoger sus capotitos y sombreros, haciendo con ellos revoltijos en el suelo, y brincando alrededor, hasta que el bedel los vuelve a hacer entrar uno por uno en clase. Finalmente, salen en largas filas y marcando el paso. Entonces comienza de parte de los padres una lluvia de preguntas: «¿Has sabido la lección?» «¿Cuánto trabajo te ha puesto?» «¿Qué tenéis para mañana?» «¿Cuándo es el examen mensual?»
Y hasta las pobres madres que no saben leer abren los cuadernos mirando los problemas y preguntan las notas que han tenido. «¿Solamente ocho?» «¿Diez, sobresaliente?» «¿Nueve, de lección?» Y se inquietan, y se alegran, y preguntan a los maestros, y hablan de programas y de exámenes. ¡Qué hermoso es todo esto; cuán grande y qué inmensa promesa para el mundo!
TU PADRE
Domingo, 28
No podía terminar mejor el mes de mayo que con la visita de esta mañana.
Oímos la campanilla y todos corrimos a la puerta.
De pronto oigo decir a mi padre en tono de extrañeza:
—¿Tú por aquí, Jorge?
Era nuestro jardinero de Chieri, que ahora tiene a la familia en Condove y acababa de llegar de Génova, donde había desembarcado el día anterior, de regreso de Grecia, después de trabajar tres años en las vías del ferrocarril. Traía un voluminoso fardo. Está algo más envejecido, pero conserva como siempre buen color y no ha perdido su acostumbrada jovialidad.
Mi padre le invitó a entrar, mas él no quiso y preguntó, poniéndose serio:
—¿Cómo está mi familia? ¿Y Luisita?
—Hasta hace unos días estaba bien —respondió mi madre.
Jorge dio un suspiro:
—¡Alabado sea Dios! No me atrevía a presentarme en el colegio de Sordomudos sin tener antes noticias de ella. Dejaré aquí el bulto y voy enseguida a verla. ¡Ya hace tres años que no la veo! ¡Tres años sin ver a ninguno de los míos!
Mi padre me dijo:
—Acompáñalo.
—Perdone, pero quería preguntarle…
Mi padre le interrumpió:
—¿Cómo le ha ido por allá?
—Bien —le respondió él—. He traído algún dinero. Pero deseaba preguntarle cómo va la instrucción de mi mudita. Cuando la dejé, parecía una criatura insensible. ¡Pobre hija mía! Yo no tengo mucha fe en esos colegios. ¿Sabe usted si ha aprendido ya a hacer gestos? Mi mujer me decía en sus cartas que aprende a hablar y que adelanta. Yo digo que poco nos importa que aprenda a hablar si no podemos entendernos con ella por no saber hacer los gestos. ¿No le parece? Eso estará bien para que los mudos se entiendan entre sí…
Mi padre se sonrió y le dijo:
—No quiero adelantarle nada. Ya verá usted lo que hay. Vaya, vaya a verla, sin pérdida de tiempo.
Salimos. El colegio está cerca. Por el camino el jardinero me fue hablando mostrándose a cada paso más pesimista.
—¡Pobre Luisita mía! ¡Qué fatalidad nacer con esa desgracia! ¡Pensar que nunca me he oído llamar padre, ni ella ha oído la palabra hija, ni ninguna otra! ¡Ah! Y puedo dar gracias, que un señor caritativo le ha costeado la estancia en el colegio. Pero… no ha podido ir antes de los ocho años. Hace tres años que no está en casa. Va a hacer once. ¿Ha crecido? ¿Está contenta?
—Pronto lo va a ver —le contesté, apretando el paso.
—¿Pero dónde está el colegio? Mi mujer la llevó a él cuando yo estaba ausente. Debe estar por aquí.
Habíamos llegado a la puerta. Enseguida fuimos al locutorio.
Se presentó enseguida un asistente.
—Yo soy el padre de Luisa Voggi —dijo el jardinero—. Desearía verla cuanto antes.
—Ahora están en recreo —contestó el empleado—; se lo diré a la profesora.
El jardinero ya no podía hablar ni estarse quieto. Miraba los cuadros de las paredes sin ver nada.
Se abrió la puerta y entró una maestra vestida de negro con una chica de la mano.
Padre e hija se miraron un momento y luego se abrazaron con gran efusión.
La chica llevaba una bata de tela con rayas blancas y de color rosa y un delantalito blanco. Es más alta que yo. Lloraba y tenía a su padre apretado por el cuello con ambos brazos.
Su padre se desasió de ellos y empezó a mirarla de arriba abajo, con los ojos llenos de lágrimas y tan agitado como si acabase de echar una carrera. Luego exclamó:
—¡Qué crecida está! ¡Qué guapa! ¡Oh, mi querida, mi pobrecita Luisita! ¡Mi mudita! ¿Es usted, señora, su maestra? Dígale que me haga sus signos; algo entenderé. Después ya iré aprendiendo poco a poco. ¿No podría decirme algo por gestos?
La profesora se sonrió y dijo en voz baja a la chica:
—¿Quién es este hombre que ha venido a verte?
La muchacha, con una voz oscura, gruesa y extraña, como la de un salvaje que hablase por primera vez nuestra lengua, pero pronunciando con gran claridad, y sonriéndose, contestó:
—Es mi pa-dre.
El jardinero dio un paso atrás, como asustado, y gritó:
—¡Habla! ¿Pero es posible, Dios mío? ¡Me has hablado tú, hijita! ¿Cómo se ha operado este milagro?
Y de nuevo la abrazó y le besó tres veces seguidas la frente.
—¿Cómo me iba a figurar, señora maestra, que hablase diciendo palabras como nosotros, y no con gestos?
—Eso de hablar con gestos, señor Voggi, es un sistema ya anticuado. Aquí aplicamos en método oral. Me extraña que no lo supiera.
—¡Es que he estado fuera tres años, señora! —respondió el jardinero—, y, aunque me lo hayan dicho por carta, nunca creí que fuera una realidad. Tengo una cabeza muy dura, ¿comprende?… Entonces, ¡tú me entiendes!, ¿verdad, hija mía? ¿Oyes lo que digo?
—¡Ah, no, no, buen hombre! —replicó la profesora—. No puede oír las palabras ni ningún otro sonido, porque es sorda total. Pero por los movimientos de sus labios sabe lo que usted dice. No oye las palabras de usted ni las suyas, ésa es la verdad; las pronuncia porque le hemos enseñado, letra por letra, cómo ha de poner los labios y mover la lengua, así como el esfuerzo que debe hacer con el pecho y la garganta para emitir los sonidos.
El jardinero no comprendió mucho de esa explicación. Se quedó mirándola boquiabierto, sin llegar a creer lo que estaba viendo y oyendo.
—Dime, Luisita —preguntó a la hija, hablándole al oído—, ¿estás contenta de que haya vuelto tu padre? —Y, levantando la cabeza, se quedó esperando la respuesta.
La chica le miró, pensativa, y no dijo nada.
El padre se mostró muy contrariado.
La profesora se echó a reír, y luego dijo:
—No le responde, buen hombre, porque no ha visto los movimientos de sus labios; le ha hablado usted al oído. Repítale la pregunta poniéndose delante de ella.
El padre, mirándola fijamente, repitió:
—¿Estás contenta de que haya vuelto tu padre y de que ya no se vaya?
La chica, que había seguido con la vista, muy atenta, los movimientos de sus labios, tratando hasta de ver el interior de la boca, respondió con gran soltura:
—Sí, es-toy con-ten-ta de que ha-yas vuel-to y de que ya no te va-yas nun-ca.
El padre la abrazó impetuosamente, y luego, a toda prisa, la abrumó a preguntas para cerciorarse de que podía entenderse con ella.
—¿Cómo se llama mamá?
—Anto-nia.
—¿Y tu hermanita?
—Ade-laida.
—¿Cómo se llama este colegio?
—De sordo-mudos.
—¿Cuántos son diez y diez?
—Vein-te.
Cuando creíamos que iba a reírse de alegría, de pronto se echó a llorar. Pero sus lágrimas eran, indudablemente, de gozo, no pudo contenerse.
—¡Mucho ánimo! —le dijo la profesora—. Tiene usted motivos para alegrarse y no llorar. ¿No ve que hace llorar también a su hija? Bueno, en total, que está usted contento, ¿no es así?
El jardinero estrechó fuertemente la mano de la profesora y se la besó dos o tres veces, diciendo:
—Gracias, gracias, muchas gracias, señora maestra, y perdone que no sepa decirle otra cosa.
—Además de hablar —repuso la profesora— su hija sabe escribir, hacer cuentas; conoce el nombre de los objetos corrientes. Sabe algo de historia y de geografía. Ahora está en la clase normal. Cuando haya cursado los otros dos años, sabrá mucho, mucho más. Saldrá de aquí en condiciones de ejercer una profesión. Ya tenemos sordomudos colocados en comercios que sirven a los clientes y cumplen tan bien como los demás.
El jardinero quedó todavía más sorprendido que antes. Parecía que de nuevo se le confundían las ideas. Miró a su hija y se rascó la frente. Por su expresión, deseaba más explicaciones.
La profesora se dirigió entonces al empleado y le dijo:
—Llame a una niña de la clase de preparatorio.
El hombre volvió poco después con una sordomuda de unos ocho o nueve años, que hacía poco había ingresado en el colegio.