Corazón (29 page)

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Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

El muchacho hizo un gesto de desesperación. Luego tuvo un acceso de ira y exclamó:

—¡Es una maldición! Está visto que me moriré sin encontrar a mi madre. ¡Yo me vuelvo loco! ¡Qué desesperación, Dios mío! ¿Quiere usted repetirme el nombre de ese pueblo, dónde se encuentra y a qué distancia de aquí?

—¡Pobre criatura! —respondiole la anciana, compadeciéndose de él—. ¡Casi nada! Yo creo que estará por lo menos a cuatrocientas leguas.

El muchacho se cubrió el rostro con las manos y luego dijo sollozando:

—¿Y qué hago ahora?

—¿Qué quieres que te diga, pobrecito hijo? No lo sé. —Pero enseguida se le ocurrió una idea y añadió—: Mira, ahora que pienso, puedes hacer una cosa. Volviendo la esquina, a la derecha, en la tercera casa, encontrarás una puerta que da a un patio, donde vive un comerciante que sale mañana con sus carretas para Tucumán. Puedes ver si quiere llevarte, ofreciéndole tus servicios. Tal vez te asigne un puesto en alguna carreta. Ve enseguida.

Marco tomó su bolsa, dio las gracias de escapada y a los dos minutos se hallaba en un amplio patio como los de las posadas, iluminado por faroles de mano, donde varios hombres estaban ocupados en cargar sacos de trigo en unos grandes carros, parecidos a las casetas sobre ruedas que llevan los titiriteros, con la cubierta de lona redondeada y unas ruedas de gran diámetro. Dirigía la operación un hombre alto, bigotudo, envuelto en una especie de capa con cuadros blancos y negros, que calzaba anchos borceguíes. Marco se le acercó, y le formuló tímidamente su pregunta, diciéndole que había llegado de Italia e iba en busca de su madre.

El capataz, o sea, el conductor de aquella caravana de carros, le miró de arriba abajo y le dijo con sequedad:

—¡No hay sitio para ti!

—Llevo quince liras —le replicó el muchacho en tono suplicante—. Se las daré todas. Trabajaré durante el camino. Iré a buscar agua y pienso para las caballerías, haré todo lo que usted me mande. Para comer me basta un poco de pan. ¡Déjeme ir, señor!

El capataz volvió a mirarle y le contestó en tono amable:

—Mira, muchacho… La verdad es que no hay sitio libre. Además, no vamos a Tucumán, sino a Santiago del Estero. En cierto punto te tendríamos que dejar y aún tendrías que recorrer a pie una gran distancia.

—¡Estoy dispuesto a todo! —exclamó Marco—. Andaré lo que sea preciso, y llegaré de todas formas. Déjeme un sitio; por caridad, no me abandone aquí.

—Ten en cuenta que es un viaje de veinte días.

—¡No importa!

—¡Y muy pesado!

—¡Todo lo aguantaré!

—¡Luego tendrás que ir tú solo!

—¡Nada me da miedo! El caso es encontrar a mi madre. ¡Tenga piedad de mí!

El capataz le acercó a la cara el farol que llevaba en la mano, y luego dijo:

—Está bien.

Marco, agradecido, le besó la mano.

—Esta noche dormirás en un carro —añadió el capataz—; te despertaré mañana a las cuatro de la madrugada. Buenas noches.

Al día siguiente, a las cuatro, a la luz de las estrellas, se puso en movimiento la larga fila de carros, produciendo no pequeño estrépito. Cada carro iba tirado por seis bueyes, seguidos todos por muchos animales de refresco. El muchacho, despierto y colocado en el interior de una carreta, sobre los sacos, no tardó en quedarse dormido profundamente. Cuando se despertó, el convoy estaba detenido en un lugar solitario, al sol, y todos los hombres, los peones, se hallaban sentados, formando círculo, en torno de un cuarto de ternera que se asaba al aire libre, clavado en una especie de espadón plantado en el suelo, junto a la hoguera avivada por el viento.

Comieron todos juntos, echaron la siesta y luego se puso en marcha el convoy. Así continuó el viaje con la regularidad de una marcha militar. Cada mañana se ponían en camino a las cinco y paraban a las nueve, para proseguir a las cinco de la tarde y hacerse alto a las diez de la noche.

Los peones iban a caballo y estimulaban a los bueyes con largas picas. Marco encendía el fuego para el asado, daba de comer a los animales, limpiaba los faroles y acarreaba el agua necesaria.

El paisaje se sucedía ante sus ojos como una visión fantástica: vastos bosques de pequeños árboles oscuros; poblados de pocas casas esparcidas con las fachadas rojas y almenadas; muy amplios espacios, tal vez lechos de antiguos lagos salados, blanqueados por efecto de la sal, se extendían hasta donde alcanzaba la vista; y por todas partes, la sempiterna llanura solitaria y silenciosa. Raras veces encontraba a dos o tres viajeros a caballo, seguidos de caballos sueltos, que pasaban a galope, como una exhalación.

Los días se sucedían con desesperada uniformidad, como en el mar, sombríos e interminables. Pero el tiempo era muy bueno. Lo malo era que, como el muchacho se había hecho el sirviente de los peones, éstos se mostraban cada vez más exigentes. Algunos lo trataban brutalmente y hasta le amenazaban; todos se mostraban desconsiderados al requerir sus servicios: le hacían llevar grandes haces de forraje; lo mandaban por agua a grandes distancias; y él, extenuado por la fatiga, ni siquiera podía dormir tranquilamente en las noches, despertándose a cada instante por las sacudidas del carro y por el ruido ensordecedor de las ruedas y las piezas de madera. Por añadidura, al moverse el viento, se levantaban grandes polvaredas de tierra fina, rojiza y grasienta que le penetraba por debajo de la ropa, le llenaba los ojos y la boca y no le dejaba ver ni respirar. Era realmente algo que le oprimía y resultaba insoportable.

Extenuado por la fatiga y el insomnio, roto y sucio, reprendido y maltratado de la mañana a la noche, el pobre chico se deprimía cada vez más, y se habría descorazonado por completo, de no haberle dirigido el capataz de vez en cuando alguna palabra cariñosa. Con frecuencia, sentado en un rincón de la carreta, lloraba, sin que le vieran, abrazado y poniendo la cara sobre la bolsa, que sólo contenía ya harapos. Cada mañana se levantaba más decaído y desanimado al ver siempre la ilimitada e implacable llanura como un océano de tierra, y decía entre sí: «Hoy no llego a la noche. ¡Me muero en el camino!»

Aumentaban las fatigas y se redoblaban los malos tratos. Una mañana, por haber tardado en llevar agua, uno de los hombres le pegó en ausencia del capataz. A partir de entonces empezaron a hacerlo por costumbre y, cuando le mandaban algo, le propinaban un pescozón sin venir a cuento, diciéndole:

—¡Toma, haragán. Lleva esto a tu madre!

El corazón se le partía y cayó enfermo. Permaneció tres días en la carreta, tapado con una manta, calenturiento, sin ver a nadie más que al capataz, que le llevaba de beber y le tomaba el pulso. Marco se creyó perdido e invocaba desesperadamente a su madre, llamándola cien veces por su nombre: «¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡Ayúdame! ¡Ven, que me muero! ¡Ay, pobrecita madre mía! ¡Ya no te volveré a ver! ¡Me encontrarás muerto en este desierto!» Juntaba las manos sobre el pecho y rezaba las oraciones que ella le había enseñado.

Más adelante mejoró, gracias a los cuidados del capataz, y se puso bien. Pero con la curación llegó el día más doloroso del viaje, cuando iba a quedarse solo.

Hacía más de dos semanas que habían salido de Córdoba, y, al llegar al punto en el que se separaban el camino de Tucumán y el de Santiago del Estero, el capataz le dijo que a partir de allí tendría que proseguir el viaje él solo, como ya se lo había anunciado. Le dio algunas instrucciones acerca del camino, le entregó la bolsa de la ropa y sin añadir más, por temor a conmoverse, lo saludó. Marco apenas tuvo tiempo de besarle la mano en señal de agradecimiento. También parecieron sentir alguna compasión los hombres que tan mal lo habían tratado, al verlo tan solito, y le saludaron con la mano cuando se alejaron. El les devolvió el saludo de igual modo y se quedó mirando la caravana hasta que la perdió de vista, envuelta en el polvo rojizo del camino y de la llanura. Después se puso a caminar tristemente.

SE QUEDÓ MIRANDO LA CARAVANA HASTA QUE LA PERDIÓ DE VISTA.

Una cosa le consoló algo, sin embargo, desde un principio. Al cabo de tantos días de viaje a través de la ilimitada planicie, siempre igual, veía delante de sí una cadena de montañas muy elevadas, azuladas y con las cimas nevadas, que le recordaban los Alpes y le producían la sensación de aproximarse a su tierra. Eran los Andes, la espina dorsal del continente americano, la inmensa cadena que se extiende desde la Tierra del Fuego, bordeando la parte occidental de América del Sur, hasta el istmo de Panamá, con una longitud de 7.500 kms., prolongándose luego con diversos nombres por Centroamérica y América del Norte hasta Alaska, en el Océano Glacial Ártico. También le animaba notar que el aire se iba haciendo cada vez más caliente. Y es que, avanzando hacia el Norte, se acercaba a las regiones tropicales. A grandes distancias encontraba pequeños poblados en los que no faltaba una tienda, donde compraba algo para comer. Por el camino se cruzaba con hombres a caballo; de vez en cuando veía mujeres y niños sentados en el suelo, inmóviles y serios, con caras completamente nuevas para él, de color tierra, con los ojos oblicuos y los pómulos salientes, que le miraban fijamente y le seguían con la vista, volviendo la cabeza lentamente, como autómatas. Eran indios.

El primer día anduvo mientras se lo permitieron sus fuerzas y durmió debajo de un árbol. El segundo día recorrió menos distancia y con mayor depresión de ánimo. Tenía las botas rotas, los pies despellejados, y el estómago debilitado por la mala alimentación. Hacia el anochecer empezó a tener miedo. Había oído decir por su tierra que en aquellas regiones había serpientes. Creía oírlas arrastrarse; se detenía, echaba a correr y sentía escalofríos en los huesos. A veces sentía mucha lástima de sí mismo y lloraba silenciosamente conforme iba andando. Luego pensaba: «¡Cuánto sufriría mi madre si supiese que tengo tanto miedo!», y este pensamiento lo reanimaba. Después, para dominar el miedo, pensaba en muchas cosas de ella, traía a su memoria lo que había dicho al salir de Génova, y el modo con que le arreglaba la ropa de la cama cuando estaba acostado; y cuando era niño, que a veces lo tomaba en sus brazos, diciéndole: «Estate aquí un poco conmigo», y él permanecía mucho tiempo con la cabeza apoyada en la suya, pensando. Y se decía entre sí: «¿Llegaré a verte, querida madre, al final de este viaje?» Marchaba sin interrupción en medio de árboles desconocidos, de extensas plantaciones de caña de azúcar y praderas sin fin, siempre con aquellas grandes montañas azules por delante, que cortaban el sereno cielo con sus altísimos picos y sus líneas sinuosas.

Pasaron cuatro días, cinco, una semana. Las fuerzas le iban disminuyendo rápidamente y los pies le sangraban. Al fin una tarde, al ponerse el sol le dijeron:

—Tucumán se halla a cinco leguas de aquí.

El lanzó un grito de alegría y apresuró el paso, como si en un instante hubiese recobrado todo el vigor perdido. Pero fue una corta ilusión. Las fuerzas le abandonaron de pronto y cayó extenuado a la orilla de una zanja. Sin embargo el corazón le saltaba de gozo. El cielo cuajado de estrellas muy brillantes, entre las que sobresalían las de la Cruz del Sur, nunca le había parecido tan hermoso. Las contemplaba tendido sobre la hierba, con deseos de dormir, y pensaba que tal vez le estuviese esperando su madre en aquellos momentos. Y se decía: «¿Dónde estás, madre mía? ¿Qué haces ahora? ¿Piensas en tu Marco, que está cerca de ti?»

¡Pobre Marco! Si hubiese podido ver el estado en que entonces se hallaba su madre, habría hecho un esfuerzo sobrehumano para andar todavía y llegar a su lado sin pérdida de tiempo. Estaba enferma, echada en la cama, en una habitación de la planta baja de un hotelito, donde vivía la familia Mequínez, que le había tomado gran cariño y le prestaba solícitos cuidados. La pobre mujer ya no se encontraba bien cuando el ingeniero tuvo que salir precipitado de Buenos Aires y no se había restablecido del todo a pesar del buen clima de Córdoba. Después, al no haber recibido contestación a sus cartas ni del marido ni del primo, el presentimiento cada vez más torturante de alguna desgracia, la continua ansiedad en que había vivido, dudando entre marchar y quedarse, esperando todos los días una noticia fatal, le había hecho empeorar de modo extraordinario. Últimamente se le había manifestado una enfermedad muy grave, una hernia estrangulada. Hacía quince días que no se levantaba de la cama, y era preciso intervenirla quirúrgicamente para salvarle la vida. En aquel mismo instante, mientras la invocaba su Marco, estaban junto a su cama los señores de la casa queriéndola convencer, con mucha dulzura, para que se dejase operar; mas ella persistía en su terca negativa y no dejaba un instante de llorar.

Ya había ido la semana anterior, a tal efecto, un prestigioso cirujano de Tucumán, pero inútilmente.

—No, queridos señores —decía ella—, no merece la pena; no tengo fuerzas para resistir y moriría en la operación. Es mejor que me dejen. Ya no tengo apego a la vida. Para mí todo se acabó. Prefiero morir a saber lo que ha ocurrido a mi familia.

Los señores se oponían, le decían que tuviese valor, que las últimas cartas enviadas directamente a Génova tendrían respuesta, que se dejase operar, que lo hiciera por sus hijos.

Pero el recuerdo de sus hijos aumentaba todavía más la angustia y el profundo desaliento, que la tenía deprimida desde hacía mucho tiempo. Al oír aquellas palabras le saltaban las lágrimas.

—¡Ah, mis hijos! ¡Mis queridos hijos! —exclamaba juntando las manos—. ¡Tal vez hayan muerto! ¡Más vale que muera yo también! De todas formas les quedo muy agradecida, queridos señores. Es inútil que vuelva el doctor pasado mañana. Quiero morir aquí. Ese es mi destino. Ya lo he decidido.

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