De esta forma, poco a poco casi logró convencer a su padre. Éste lo apreciaba, sabía que era un chico juicioso y valiente, acostumbrado a las privaciones y a los sacrificios, cualidades que darían doble fuerza a su corazón para llevar a buen fin el propósito de encontrar a su madre, a la que adoraba.
A esto se añadía que un capitán de barco, amigo de un conocido de la familia, que había oído hablar del asunto, accedió a que el chico fuese sin pagar hasta Buenos Aires como pasajero de tercera clase. Entonces, después de alguna vacilación, el padre dio su consentimiento y quedó decidido el viaje.
Llenaron una bolsa de ropa, le entregaron algún dinero, le dieron la dirección de la tienda del pariente y una hermosa tarde del mes de abril lo embarcaron.
—Hijo mío —le dijo el padre al darle el último beso con los ojos humedecidos, en la escalerilla del trasatlántico que estaba para partir—, sé animoso. Vas con un santo propósito y Dios te ayudará.
¡Pobre Marco! Era esforzado y estaba preparado para la más duras pruebas de aquel viaje; pero cuando vio desaparecer del horizonte la hermosa Génova y se encontró en alta mar, sobre el gran buque abarrotado de campesinos emigrantes, sin ningún conocido a bordo, con la bolsa, que contenía toda su fortuna, le sobrevino un repentino desaliento. Durante dos días permaneció acurrucado en la proa, como un perrito, sin casi probar bocado, con muchas ganas de llorar. Por su mente pasaban toda clase de pensamientos, pero el más triste y terrible era el que más le atormentaba: la posibilidad de que su madre hubiese muerto. En sus sueños, interrumpidos y penosos, siempre veía la cara de un desconocido que le miraba con aire compasivo y le decía al oído: «Tu madre ha muerto». Entonces se despertaba ahogando un grito. Sin embargo, pasado el estrecho de Gibraltar, a la vista del Océano Atlántico, recobró algo de ánimo y de esperanza. Pero fue un corto alivio. El inmenso mar, siempre igual; el calor progresivo; la melancolía de toda la pobre gente que le rodeaba y la sensación de la propia soledad, volvieron a deprimirlo. Los días, que se sucedían con exasperante monotonía, se le confundían en la memoria, como les sucede a los enfermos. Parecíale que ya llevaba un año en el mar. Todas las mañanas, al despertarse, experimentaba una nueva extrañeza por encontrarse solo en medio de aquella inmensidad de agua, camino de América. Los magníficos peces voladores que a veces caían en el barco, las maravillosas puestas de sol de los trópicos, las enormes nubes de fuego y sangre y las fosforescencias nocturnas, que dan a todo el océano el aspecto de un mar de hirviente lava, no le parecían cosas reales, sino prodigios vistos en el sueño.
Hubo días de mal tiempo, durante los cuales permaneció encerrado continuamente en el camarote, donde todo bailaba y caía, en medio de un coro espantoso de quejidos y de imprecaciones, creyendo que había llegado su última hora.
Pasaron otros días de mar tranquilo y amarillento, de calor insoportable e infinito aburrimiento, horas interminables y siniestras, durante las cuales los pasajeros, deprimidos, tendidos e inmóviles sobre las tablas, parecían estar muertos.
El viaje se hacía interminable: mar y cielo, cielo y mar, hoy como ayer y mañana como hoy, siempre, eternamente. El muchacho pasaba largas horas apoyado en la borda mirando el mar sin fin, aturdido, pensando vagamente en su madre hasta que se le cerraban los ojos y se le caía la cabeza muerto de sueño. Entonces volvía a ver la cara desconocida que le miraba con aire compasivo y le repetía al oído: «Tu madre ha muerto». Aquella voz le despertaba sobresaltado, para empezar de nuevo a soñar con los ojos abiertos y a contemplar el inalterable horizonte.
Veintisiete días duró la travesía; pero los últimos fueron los mejores. El tiempo era magnífico y el aire fresco. El muchacho había entablado relaciones con un hombre lombardo que iba a América para reunirse con un hijo suyo, agricultor de Rosario. Le había referido todo lo de su casa y el buen viejo le repetía a cada instante, dándole palmaditas en el cuello: «Animo, galopín, tú encontrarás a tu madre sana y contenta». Su compañía le alentaba y sus presentimientos, de tristes, se habían vuelto alegres.
Sentado en la proa, junto al viejo campesino que fumaba en pipa, bajo un hermoso cielo estrellado, en el que se destacaba la nunca vista constelación de la Cruz del Sur, en medio de grupos de emigrantes, que cantaban, se representaba mil veces en la imaginación el momento de llegar a Buenos Aires, y que luego, en cierta calle, encontraba la tienda del pariente, a quien preguntaría: «¿Cómo se encuentra mi madre? ¿Dónde está? ¿Quiere acompañarme enseguida?», a lo que le respondería el otro: «Se encuentra perfectamente. Vente conmigo». Irían los dos muy deprisa, se detendrían ante una puerta, subirían una escalera, llamarían y… Aquí se detenía su mudo soliloquio y su imaginación se perdía en un sentimiento de indecible ternura, que le hacía sacarse a escondidas una medallita que llevaba al cuello, besarla y murmurar sus oraciones.
Llegaron a los veintisiete días de haber zarpado de Génova. Cuando el buque echó anclas cerca de la orilla del inmenso río de la Plata en la que se extiende la vasta ciudad de Buenos Aires, capital de la república Argentina, eran las primeras horas de una hermosa mañana del mes de mayo, aunque bastante fría, puesto que por aquellas latitudes corresponde dicho mes a nuestro noviembre. El cielo despejado, pareciole de buen augurio. El muchacho estaba fuera de sí por la alegría y la impaciencia. ¡Su madre se hallaba a pocas millas de distancia de él y la volvería a ver unas horas después!
¡Se encontraba en América, en el Nuevo Mundo, y había tenido el atrevimiento de ir solo! Todo el larguísimo viaje se le figuraba que había pasado en poco tiempo, como si soñando hubiese volado y se despertara en aquel instante. Se sentía tan dichoso que casi no se inmutó ni afligió cuando, hurgando en sus bolsillos, solamente encontró una de las dos partes en que había dividido su pequeño tesoro, para estar seguro de no perderlo todo. Le habían quitado la mitad y solamente le quedaban unas cuantas liras. Pero, ¿qué le importaba si ya estaba tan cerca de su madre?
Con su bolsa en la mano, bajó juntamente con otros muchos pasajeros a un vaporcito que les llevó a poca distancia de la orilla saltando luego a una lancha que llevaba el nombre de Andrea Doria, y desembarcó en el muelle. Se despidió de su viejo amigo lombardo y se encaminó hacia la ciudad.
Se detuvo al llegar a la primera bocacalle y preguntó al primer hombre que vio pasar la dirección que debía seguir para ir a la calle de Las Artes. Dio la casualidad que aquel hombre era un obrero italiano, que le miró con curiosidad y le preguntó si sabía leer. El chico contestó que sí, y entonces le dijo el obrero:
—Pues bien, sigue todo derecho por ahí sin dejar de leer en todas las esquinas los nombres de las calles, y encontrarás la que buscas.
El muchacho le dio las gracias y marchó por la calle que el compatriota le había indicado.
Era una calle recta, interminable pero bastante estrecha, con casas bajas y blancas, parecidas a casitas de campo, llena de gente y de carruajes de todos los tamaños, que producían un ruido ensordecedor. Por una y otra parte se veían grandes banderas de los más diversos colores que tenían escrito en letras grandes el horario de salida de vapores para ciudades desconocidas. A cada instante, mirando a derecha e izquierda, veía otras calles tiradas a cordel, tan largas que los extremos parecía que iban a tocarse, también de casas bajas y blancas, llenas de gente y de vehículos, situadas en el mismo plano de la ilimitada llanura americana, semejante al mar, cuyo horizonte es un círculo cerrado.
La ciudad le parecía infinita, y que podría andar por ella días y semanas enteras viendo por doquier calles como aquéllas, figurándosele que toda América era una inmensa ciudad.
Se fijaba con atención en los nombres de las calles, nombres raros para él, que los leía con no pequeña dificultad. A cada nueva calle, le latía más de prisa el corazón, pensando que fuese la que buscaba. Miraba a todas las mujeres con la idea de encontrar a su madre. Vio de pronto una cerca de él, y se le alborotó la sangre; se aproximó más y vio con gran desilusión que era una negra.
Seguía andando, acelerando el paso. Llegó a una glorieta, leyó y quedó como clavado en la acera. ¡Allí estaba la calle de Las Artes! Vio el número 117: la tienda del pariente se hallaba en el 175. Apresuró todavía más el paso; casi corría. Tuvo que detenerse en el número 171 para tomar aliento, y dijo entre sí: «¡Ay, madre mía! ¿Es verdad que voy a verte dentro de un instante?»
Corrió hacia adelante y llegó a una pequeña tienda de mercería. ¡Aquélla era! Se asomó y vio a una mujer de cabellos grises y con gafas.
—¿Qué quieres, pibe? —le preguntó en español.
—¿No es ésta —dijo el muchacho, esforzándose para que le saliese la voz— la tienda de Francesco Merelli?
Francesco Merelli é morto —le respondió la mujer en italiano.
Marco recibió la impresión de un tiro en el pecho. —¿Y cuándo murió?
—Oh, hace tiempo, unos dos meses —respondió la señora—. Le fue mal el negocio y se marchó. Dicen que se fue a Bahía Blanca, lejos de aquí, y que murió poco después. Esta tienda es mía.
El chiquillo palideció.
Luego dijo precipitadamente:
—Merelli conocía a mi madre, que estaba aquí sirviendo a la familia Mequínez. Sólo él podría decirme dónde está. Yo he venido aquí desde mi tierra en busca de mi madre, ¿sabe usted? Merelli le mandaba las cartas. ¡Tengo que encontrar a mi madre!
—Yo no sé nada, hijo mío —le respondió la mujer—. Puedo preguntar al chico de la portera. El conocía al muchacho que le hacía los recados a Merelli. Tal vez pueda decirte algo.
Acto seguido llamó al muchacho por el fondo de la tienda, y él se presentó al instante.
—Dime —le preguntó la dueña—, ¿recuerdas si el dependiente de Merelli iba alguna vez a llevar cartas a una mujer que estaba de sirvienta en casa de unos señores de acá?
—En casa del señor Mequínez —respondió el chico— sí, señora. Algunas veces. Al final de la calle de Las Artes.
—¡Gracias, gracias, señora! —gritó Marco—. Dígame el número, por favor… ¿No lo sabe? ¡Haga que me acompañen! Acompáñame tú mismo, chico. Aún me queda un poco de dinero en el bolsillo.
Lo pidió de tal manera, que el chico aquel, sin esperar ninguna indicación de la tendera, le dijo:
—Vamos —y fue el primero en salir de prisa.
Casi corriendo, sin decirse palabra alguna, fueron hasta el final de la larguísima calle; atravesaron el portal de una pequeña casa blanca y se detuvieron ante una hermosa cancela de hierro, por entre la cual se veía un patio repleto de macetas con flores. Marco dio un tirón a la campanilla.
Apareció una señorita.
—Aquí vive la familia Mequínez, ¿no es verdad? —preguntó con ansiedad el muchacho.
—Ci stava —le respondió la señorita, pronunciando el italiano con acento español—. Ora ci stiamo noi, Zeballos.
—Y entonces… ¿a dónde han ido los señores Mequínez? —preguntó Marco, sumamente preocupado.
—Se fueron a Córdoba.
—¡Córdoba! —exclamó Marco—. ¿Y dónde está Córdoba? ¿Y la persona que tenían a su servicio? La mujer, mi madre; la criada era mi madre. ¿Se la llevaron consigo?
La señorita le miró y dijo:
—No lo sé. Tal vez lo sepa mi padre, que los vio cuando se fueron. Espera un momento.
Se fue y volvió al poco con su padre, un señor alto de barba gris, que miró unos instantes al simpático chiquillo, con aspecto de pequeño marinero genovés, el pelo rubio y la nariz aguileña; en mal italiano le preguntó:
—¿Tu madre es genovesa?
Marco respondió afirmativamente.
—Pues mira, la criada genovesa se marchó con ellos. Estoy seguro.
—¿A dónde?
—A Córdoba, que es una ciudad.
El chico dio un suspiro y luego dijo con resignación:
—Bueno, no tengo más remedio que ir a Córdoba.
—¡Pobre pibe! —exclamó el señor, mirándole con cierta compasión—. ¡Pobre criatura! Córdoba dista de aquí cientos de kilómetros.
Marco palideció como un muerto y, para no caerse, se apoyó con una mano en la cancela.
—Veamos, veamos —dijo entonces el señor Ceballos, movido a compasión y abriendo la puerta—. Entra un momento, y veremos si se puede hacer algo.
Se sentó, ofreció asiento a Marco, y dijo a éste que le contara su historia. Le miró con atención y se quedó un poco pensativo. Luego dijo con resolución:
—Tú no tienes plata, ¿no es así?
—Algo me queda todavía…, pero poca —respondiole el muchacho.
El argentino estuvo pensativo otros cinco minutos. Después se sentó a la mesa, escribió una carta, la cerró y, entregándosela al chico, le dijo:
—Oye italianito. Vas a ir con esta carta a Boca, un poblado donde la mitad por lo menos son genoveses y que se encuentra a dos horas de camino. Todos sabrán decirte por dónde has de ir. Una vez allí, buscas al señor al que va dirigido el sobre, persona muy conocida; le entregas la carta, y él te facilitará el medio de salir mañana mismo con dirección a Rosario. No dejará de recomendarte a alguien de allá, que tal vez te proporcione la manera de proseguir hasta Córdoba, donde hallarás a la familia Mequínez y a tu madre. Entretanto, toma esto —y le dio algunas monedas—. Anda, y no te desanimes. En este país hay muchos compatriotas tuyos, que no te abandonarán. Ya lo verás. No te desanimes por nada. ¡Adiós!
El muchacho le dio las gracias y, sin más, salió con su bolsa al hombro, tomando con paso tranquilo el camino hacia Boca a través de la grande y ruidosa ciudad, lleno de tristeza y de asombro.
Todo lo que sucedió desde aquel momento hasta la noche del día siguiente se le quedó grabado en la memoria de manera confusa e incierta como fantasmagoría de un calenturiento, por lo cansado, perturbado y deprimido que se hallaba.
Al día siguiente, hacia el oscurecer, después de haber dormido la noche anterior en un cuartucho de una casa de Boca, al lado de un almacén del puerto, y tras haber pasado casi todo el día sentado en un montón de madera, como adormilado, frente a millares de gabarras y de vaporcitos, se hallaba en la popa de una barcaza a vela, cargada de fruta, que salía para la ciudad de Rosario, conducida por tres robustos genoveses bronceados por el sol, cuya voz y el querido dialecto que hablaban dio no poco alivio a su contristado corazón.