Read Corazón Online

Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Corazón (28 page)

Salieron, y el viaje duró tres días y cuatro noches, siendo de continua admiración para el pequeño viajero. Tres días y cuatro noches sobre la superficie del maravilloso río Paraná, respecto al cual, nuestro río Po no es más que un arroyuelo y la longitud de nuestra península cuadruplicada no alcanza la de su curso.

La barcaza marchaba lentamente en contra de la corriente de aquella masa inconmensurable de agua. Pasaba entre largas islas, en otro tiempo nidos de serpientes y guaridas de tigres, cubiertas de sauces y otros diversos árboles frondosos, que daban la impresión de bosques flotantes; otras veces se deslizaba por vastas extensiones de agua parecidas a grandes lagos tranquilos; después, nuevamente entre islas, por intrincados canales de un archipiélago, en medio de exuberantes vegetaciones. Reinaba un silencio sepulcral. En largos trechos, las orillas y las aguas solitarias y amplísimas, evocaban la imagen de un río desconocido que la pobre embarcación a vela fuese la primera del mundo en surcar. Cuanto más se avanzaba, tanto más le descorazonaba el inmenso río. Se le figuraba que su madre se hallaba en sus fuentes y que la navegación iba a durar años enteros.

Dos veces al día tomaba un poco de pan y carne salada con los barqueros que, viéndole tan triste, nunca le dirigían la palabra. Por la noche dormía sobre cubierta y se despertaba a intervalos, sobresaltado, admirando la claridad de la luna que blanqueaba la inmensa superficie acuosa y las lejanas orillas, oprimiéndosele entonces el corazón. «¡Córdoba! ¡Córdoba!», repetía este nombre como el de una de las misteriosas ciudades de las que había oído hablar en las leyendas. Pero luego pensaba: «Mi madre ha pasado por aquí, ha visto estas islas y estas orillas», y entonces ya no le parecían tan extraños y solitarios aquellos lugares en los que se había detenido la mirada de su adorada madre.

Por la noche cantaba algún barquero, y su voz le recordaba las canciones de su mamá para dormirle cuando era pequeñito. La última noche empezó a llorar al oír cantar. El barquero interrumpió el canto y enseguida le dijo:

—¡No te aflijas, chiquito! ¡Qué diablos! ¡Un genovés no debe llorar jamás por estar lejos de su casa! Los genoveses dan la vuelta al mundo tan campantes como orgullosos.

Ante tales palabras, se turbó. Percibió la voz de la sangre genovesa y levantó la frente con altivez, dando un puñetazo sobre las tablas. «¡Está bien! —dijo entre sí—; aunque tenga que dar la vuelta al mundo, viajar años y años y recorrer a pie centenares de leguas, seguiré adelante hasta encontrar a mi madre. ¡Aunque llegue moribundo y caiga muerto a sus pies, con tal de verla una sola vez! ¡Valor, Marco!»

En este estado de ánimo llegó al despuntar de una rosada y fría mañana frente a la ciudad de Rosario, situada en la ribera del Paraná, sobre una pequeña altura, reflejándose en las aguas los mástiles y banderas de cien barcos de todos los países.

Poco después de desembarcar, subió a la ciudad con su bolsa en la mano en busca del señor argentino para el que su protector de Boca le había entregado una carta con algunas palabras de recomendación.

Al entrar en Rosario, parecíale hallarse en una ciudad conocida. Ante su vista se ofrecían de nuevo calles interminables, tiradas a cordel, de casas bajas y blancas, cruzadas en todas direcciones, por encima de los tejados, por una maraña de hilos de la luz, telegráficos y telefónicos, semejantes a enormes telarañas, y un gran tropel de gente, de caballerías y de vehículos. La cabeza se le iba, y creía hallarse de nuevo en Buenos Aires, teniendo que buscar otra vez al primo de su padre. Anduvo cerca de una hora, dando vueltas y revueltas, pareciéndole que siempre se encontraba en la misma calle. A fuerza de preguntas encontró la casa de su nuevo protector. Llamó y se asomó a la puerta un hombre gordo rubio, áspero, con aire de administrador, que le preguntó descortésmente, con pronunciación extranjera:

—¿Qué se te ofrece?

Marco dijo el nombre del patrón al que buscaba.

—El patrón —le contestó el administrador— se fue ayer para Buenos Aires con toda la familia.

El muchacho se quedó paralizado.

Después balbuceó:

—Pero yo… no tengo aquí a nadie. ¡Estoy solo! —y le presentó la carta.

El hombre la tomó, la leyó y dijo con visible malhumor:

—No sé qué hacer. Ya se la daré dentro de un mes, cuando regrese.

—¡Pero yo estoy solo y necesito ayuda! —exclamó Marco en tono suplicante.

—Y a mí, ¿qué me importa? Demasiados pordioseros de tu tierra hay ya en Rosario. Vete a mendigar a Italia.

Y le dio con la puerta en las narices.

El chico se quedó petrificado.

Luego tomó con desaliento su bolsa y se marchó angustiado, con la cabeza aturdida, asaltado por un cúmulo de tristes pensamientos. ¿Qué hacer? ¿A dónde dirigirse? De Rosario a Córdoba había un día de viaje en ferrocarril, y llevaba consigo muy poco dinero. Calculando lo que necesitaba gastar aquel día, no le quedaría casi nada. ¿Dónde podía encontrar dinero para pagar el billete? Podía trabajar, pero ¿en qué? ¿Y a quién recurrir? ¿Pediría limosna? ¡Ah, eso no! No quería que lo despachasen como a un perro sarnoso, que lo insultaran y lo humillaran como poco antes. ¡Todo menos eso! Con estos pensamientos, volviendo a ver ante sí la larguísima calle que se perdía en el horizonte, sintió que le faltaban otra vez fuerzas. Dejó la abultada bolsa en la acera, se sentó sobre ella, de espaldas a la pared, y se cubrió la cara con las manos, sin llorar, en actitud desconsolada. La gente tropezaba con él al pasar; los carruajes llenaban de ruido la calle; algunos chicos se pararon a mirarlo… Así permaneció un buen rato, hasta que le sacó de su letargo una voz que le dijo medio en italiano y medio en lombardo:

—¿Qué haces tú aquí, chiquillo?

Alzó la cara e inmediatamente se puso en pie, lanzando una exclamación de asombro.

—¡¿Usted?!

Era el viejo campesino lombardo con el que había intimado durante el viaje. La sorpresa del viejo no fue menor. Pero Marco no le dio tiempo para preguntarle y le contó en pocas palabras lo que le ocurría.

—Ahora estoy sin un real. Tengo que trabajar. Búsqueme usted algún trabajo para poder reunir el dinero que necesito. Puedo hacer lo que sea: llevar bultos, barrer las calles, hacer recados y hasta faenas del campo. Me conformo con poder comer pan negro. Lo que quiero es poder salir pronto y encontrar a mi madre. ¡Hágame ese favor! ¡Búsqueme trabajo, por el amor de Dios, que ya no puedo resistir más!

—¡Diantre, diantre! —dijo el lombardo mirando en torno suyo y rascándose la barbilla—. ¡Y qué caso! Trabajar… Eso se dice pronto. Pero vamos a ver; ¿es que costaría tanto reunir el dinero que necesitas para ir a Córdoba habiendo aquí tantos compatriotas nuestros?

El chico le miraba, sostenido por un rayo de esperanza.

—Vente conmigo —le dijo el hombre.

—¿A dónde? —le preguntó Marco, volviendo a tomar su bolsa.

—Ya lo verás.

El lombardo se puso en marcha y Marco le siguió. Anduvieron un buen trecho de calle juntos, sin hablar. El hombre se detuvo ante la puerta de una cantina que tenía en el dintel una estrella y debajo el rótulo: La estrella de Italia; se asomó al interior y dijo al muchacho:

—Llegamos en buen momento.

Entraron en una amplia sala, donde había varias mesas y bastantes hombres sentados, que bebían y hablaban fuerte. El viejo lombardo se acercó a la primera mesa, y por la manera de saludar a los seis parroquianos que estaban a su alrededor se comprendía que había estado con ellos poco antes. Estaban muy encarnados y hacían sonar los vasos, voceando y riendo.

—¡Camaradas! —dijo sin más el lombardo, permaneciendo de pie y presentando a Marco—. Aquí tenéis a este chico, compatriota nuestro, que ha venido solo desde Génova en busca de su madre. En Buenos Aires le dijeron que no estaba allí, que se encontraba en Córdoba. Ha venido en barco a Rosario y ha empleado en el viaje tres días y tres noches. Trae una carta de recomendación escrita por un italiano de Boca; pero al entregarla le han recibido de mala manera. No tiene ni un céntimo. Está aquí desesperado. Se trata de un chico muy animoso. Algo debemos hacer por él, ¿no os parece? Sólo quiere el dinero necesario para trasladarse en ferrocarril a Córdoba. ¿Vamos a dejarlo aquí como perro abandonado?

—¡Por nada del mundo! ¡Eso no se dirá jamás de nosotros! —gritaron todos a la vez, dando puñetazos en la mesa—. ¡Un compatriota nuestro!

—¡Ven acá, pequeño! —¡Cuenta con nosotros, los emigrantes! —¡Qué chiquillo más guapo y espabilado! —¡Aflojad el bolsillo, camaradas! ¡Qué valiente! ¡Ha venido solo! —¡Es un chico de oro! —¡Toma un trago, compatriota! ¡No te apures, que verás a tu madre!

El uno le tocaba la mejilla; otro le daba palmaditas en la espalda; un tercero le cogía la voluminosa bolsa. De la mesa inmediata acudieron otros emigrantes; la historia del muchacho corrió por todo el establecimiento. De la habitación contigua salieron tres parroquianos argentinos… En menos de diez minutos recorrió el lombardo las distintas mesas, presentaba el sombrero a manera de bandeja y recaudó más dinero del necesario para el viaje.

—¿Has visto —dijo entonces, dirigiéndose al muchacho— qué pronto se consigue esto en América?

—¡Bebe! —le gritó otro, ofreciéndole un vaso de vino—. ¡A la salud de tu madre!

—¡A la salud de mi…!

Pero no pudo acabar la frase, porque un sollozo de alegría le cerró la garganta, y, dejando el vaso en la mesa, se echó en brazos del viejo lombardo.

A la mañana siguiente, antes de la salida del sol, tomó el tren para Córdoba, sintiéndose animado y lleno de pensamientos halagüeños. Pero no hay alegría duradera ante ciertos aspectos siniestros de la naturaleza. El cielo estaba encapotado, gris, oscuro; el tren, semivacío, corría a través de la inmensa planicie en la que no se advertían señales de vida. Se encontraba solo en un vagón muy largo que se parecía a los que transportan heridos. Miraba a derecha e izquierda y sólo contemplaba una soledad sin fin, interrumpida a intervalos por pequeños y deformes árboles, de ramas y troncos retorcidos, en actitudes jamás vistas, como de ira y de angustia; una vegetación oscura, extraña y triste, que daba a la llanura la apariencia de un inmenso cementerio.

Permanecía somnoliento por espacio de media hora y volvía a asomarse a la ventanilla, para ver siempre el mismo espectáculo.

Las estaciones por las que pasaba el tren estaban solitarias, como casas de ermitaños; y cuando el convoy se detenía,. no se percibía ninguna voz, pareciéndole que se hallaba en un tren perdido, abandonado en medio de un desierto. Cada estación creía que iba a ser la última, y que entraba después en las misteriosas y espantosas tierras de los indios salvajes. Una brisa helada le azotaba la cara. Al embarcarlo en Génova, a finales de abril, su padre no había tenido en cuenta que en América del Sur sería invierno, y le dio ropa de verano. Al cabo de unas horas empezó a notar frío, y con él, el cansancio por el ajetreo de los días precedentes, llenos de emociones violentas y de agitadas noches de insomnio.

Se durmió. Estuvo durmiendo mucho tiempo, y se despertó aterido. Se sentía mal. Entonces le acometió el temor de caer enfermo, morir en el viaje y ser arrojado allá, en medio de la desolada llanura, donde su cadáver sería pasto de los perros y aves de rapiña, como algunos cuerpos de vacas que veía de vez en cuando cerca de la vía y de los que apartaba la mirada con espanto. Con aquel malestar inquieto, en medio del tétrico silencio de la naturaleza, se excitaba su imaginación y volvía a pensar en lo peor. ¿Estaba seguro de encontrar a su madre en Córdoba? ¿Y si no estuviera allí? ¿No era posible que se hubiese equivocado el señor de la calle de Las Artes? ¿Y si hubiera fallecido? Con estos pensamientos volvió a conciliar el sueño. Soñó que llegaba a Córdoba de noche y que desde todas las puertas y ventanas le decían: «¡No está! ¡No esta! ¡No está!» Se despertó de sobresalto, aterrorizado, y vio en el fondo del vagón a tres hombres, barbudos, tapados con mantas de diversos colores, que le miraban, hablando entre sí, pasándole por la imaginación que bien podía tratarse de asesinos que quisiesen matarlo para robarle la ropa y el dinero. Al frío y al malestar se unió el miedo; la fantasía, ya turbada, se desenfrenó. Los tres hombres no cesaban de mirarlo, y uno de ellos se movió hacia él; el muchacho perdió entonces la razón y, yendo a su encuentro, con los brazos abiertos, gritó;

—¡No tengo nada! ¡Soy un pobre niño! He venido de Italia a buscar a mi madre y estoy solo. ¡No me haga nada!

Los viajeros comprendieron lo que le sucedía. Le tuvieron lástima, lo acariciaron y lo tranquilizaron diciéndole palabras que no entendía. Viendo que tiritaba de frío, lo taparon con una de sus mantas y le hicieron volver a sentarse para que durmiese. Se quedó, efectivamente, dormido al anochecer. Cuando le despertaron estaban en Córdoba.

¡Con qué satisfacción respiró y con qué ímpetu salió del vagón! Preguntó a un empleado de la estación dónde estaba la casa del ingeniero señor Mequínez; y el interrogado le dio el nombre de una iglesia, diciéndole que el tal ingeniero vivía al lado de ella.

Marco se dirigió corriendo hacia allá.

Era de noche. Entró en la ciudad y le pareció que se hallaba otra vez en Rosario por ver de nuevo las calles largas y rectas, flanqueadas de casitas bajas, cortadas por otras calles asimismo muy largas y rectas. Pero había poca gente. A la claridad de los escasos faroles encontraba caras raras, de un color desconocido, entre negruzco y verdoso. Alzando la vista, veía de vez en cuando iglesias de una arquitectura rara, que se dibujaban inmensas y negras en el firmamento. La ciudad estaba oscura y silenciosa; mas, después de haber atravesado el inmenso desierto, le parecía alegre. Preguntó a un sacerdote, y pronto halló la iglesia y la casa que buscaba; tiró de la campanilla con mano temblorosa, y se puso la otra sobre el pecho para contener los latidos del corazón, que se le quería subir a la garganta.

Le abrió una anciana, que llevaba una luz en la mano. Marco no pudo hablar enseguida.

—¿A quién buscas, pibe? —le preguntó la mujer en castellano.

—Al ingeniero Mequínez —dijo el muchacho.

La anciana hizo ademán de cruzar los brazos sobre el pecho y respondió moviendo la cabeza:

—¡También vienes tú preguntando por el ingeniero Mequínez! Me parece que ya es hora de que esto termine. Hace tres meses que no paran de molestarnos. No nos basta haberlo dicho en los periódicos; tendremos que poner carteles en las esquinas diciendo que el señor Mequínez se ha trasladado a Tucumán.

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