La tempestad fue arreciando su furia toda la noche y, al amanecer, aún se encrespó más. Las enormes olas azotaban el barco por los costados e irrumpían sobre la cubierta, destrozando, barriendo y arrastrándolo todo. Se hundió la plataforma que cubría la maquinaria, y el agua se precipitó al interior con ruido infernal; las calderas se apagaron y los maquinistas huyeron; por todas partes penetraron impetuosos torrentes de agua. Una voz fuerte gritó:
—¡A las bombas!
Era la voz del capitán.
Los marineros echaron mano a las bombas. Pero un rápido golpe de mar, que se abatió por detrás sobre el buque, deshizo gran parte del casco y se precipitó al interior de manera incontenible.
Los pasajeros, más muertos que vivos, se habían refugiado en la sala del centro del barco.
A cierto momento apareció el capitán.
—¡Capitán! ¡Capitán! —gritaron todos a la vez—. ¿Qué hacemos? ¿Cómo estamos? ¿Hay alguna esperanza? ¡Sálvenos!
El capitán esperó a que todos callasen, y dijo:
—¡Resignémonos!
Una mujer lanzó un grito:
—¡Piedad!
Nadie más pudo hablar, porque a todos los tenía paralizados el pánico. Así transcurrió mucho tiempo en medio de un silencio sepulcral. Todos se miraban con caras cadavéricas. El mar se enfurecía cada vez más. El barco a duras penas podía navegar. A cierto punto el capitán intentó echar al agua una lancha. Cinco marineros se metieron en ella; la lancha se sostenía, pero una ola la volcó, y perecieron dos marineros, uno de los cuales era, precisamente, el italiano; los otros, con mucho esfuerzo, lograron asirse de nuevo a las cuerdas y subir a bordo.
Tras esto, los mismos tripulantes perdieron toda esperanza. Dos horas después, el barco estaba sumergido hasta la altura de la borda.
Entretanto, sobre cubierta se desarrollaba un espectáculo estremecedor. Las madres estrechaban desesperadamente contra su pecho a los hijos; los amigos se abrazaban y se daban el adiós de despedida definitiva; algunos bajaban a los camarotes para morir sin ver el mar. Un pasajero se pegó un tiro en la cabeza, y fue rodando escaleras abajo hasta el dormitorio, donde expiró. Muchos se agarraban frenéticamente los unos a los otros y algunas mujeres padecían horribles convulsiones. No pocos se arrodillaban rodeando al sacerdote. Se oía un coro de sollozos, de lamentaciones infantiles, de voces agudas y extrañas, viéndose por aquí y por allá personas tan inmóviles como estatuas, atontadas por el pánico, con los ojos dilatados y sin vista, caras cadavéricas, y propias de locos. Mario y Julia, agarrados a un mástil, miraban el mar con los ojos fijos, como alucinados.
El mar se había aquietado un poco; pero el buque continuaba hundiéndose lentamente; sólo le quedaban unos minutos de vida.
—¡La lancha al agua! —gritó el capitán.
Una chalupa que quedaba, la última, fue lanzada al mar, y se metieron en ella catorce marineros y tres pasajeros.
El capitán permaneció a bordo.
—¡Venga con nosotros! —le dijeron desde la barca.
—Yo debo morir en mi puesto —contestó el capitán.
—Encontraremos algún barco —le gritaron los marineros— y nos salvaremos. ¡Baje! ¡Está perdido!
—¡Yo me quedo aquí, marchaos vosotros!
—¡Todavía hay un sitio! —gritaron entonces, dirigiéndose a los otros pasajeros—. ¡Una mujer!
Entonces avanzó una mujer, sostenida por el capitán; pero, al ver la distancia que le separaba de la chalupa, no tuvo valor para dar el salto y cayó sobre cubierta. Las demás mujeres casi todas estaban desvanecidas y como muertas.
—¡Un chico! —gritaron algunos.
Al oírlo, el muchacho siciliano y su compañera, que hasta entonces habían permanecido como petrificados por un estupor sobrehumano, impulsados por el instinto de vivir, se apartaron a la vez del palo y corrieron al borde del buque, exclamando a la vez:
—¡Yo! —Y se rechazaban el uno al otro como dos fieras salvajes.
—¡El más pequeño! —dijeron los de la chalupa—. ¡La barca está sobrecargada! ¡El más pequeño!
Al oírlo, la muchacha, como herida por un rayo, dejó caer los brazos y permaneció inmóvil, mirando a Mario con los ojos apagados.
Mario la miró un instante, vio la mancha de sangre que había dejado en ella, se acordó de lo que había hecho por él y cruzó por su mente una idea divina.
—¡El más pequeño! —gritaban a coro los marineros con imperiosa impaciencia—. ¡Nos vamos!
Entonces Mario, con una voz que no parecía la suya, gritó:
—¡Ella pesa menos! ¡Vete tú, Julia! ¡Te cedo mi sitio! ¡Anda, mujer! Tú tienes padres, y yo soy solo.
—¡Échala al mar! —corearon los marineros.
Mario cogió a Julia por la cintura y la echó al agua.
La muchacha dio un grito y cayó; un marinero la agarró de un brazo y la subió a la barca.
Mario permaneció firme sobre la borda del buque, con la frente erguida y el cabello flotando al viento, inmóvil, tranquilo, sublime. La barca se puso en movimiento y apenas tuvo tiempo de esquivar el vertiginoso remolino de agua formado por el buque al hundirse.
La muchacha, que hasta aquel momento había estado casi inconsciente, alzó los ojos hacia el chico y empezó a llorar desconsoladamente.
—¡Adiós, Mario! —gritó entre sollozos, con los brazos tendidos hacia él—. ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!
—¡Adiós! —le contestó el muchacho elevando la mano.
La barca se alejó con la rapidez que le permitía el mar agitado, bajo un cielo oscuro. Sobre el buque siniestrado nadie hablaba ya. El agua lamía el borde de la cubierta.
De pronto se puso el muchacho de rodillas, juntó las manos y dirigió los ojos al Cielo.
La muchacha se tapó la cara.
Cuando alzó la cabeza, echó una mirada al mar. El buque había desaparecido.
Sábado, 1
El curso ha terminado, Enrique; bien está que te quede como recuerdo del último día la imagen del niño sublime que dio la vida por su amiga. Ahora te vas a separar de tus maestros y de tus compañeros, y debo comunicarte una triste noticia. No se trata de una separación de meses, sino para siempre. Por motivos de su profesión, tu padre tiene que marcharse de Turín, y nosotros iremos con él. Marcharemos el próximo otoño. Entrarás en otra escuela, lo cual te disgusta y contraría, ¿no es así? Porque estoy segura de que estás encariñado con tu escuela, donde por espacio de cuatro años has experimentado dos veces al día la satisfacción de haber trabajado; donde has convivido tanto tiempo, a las mismas horas, con los mismos chicos, los mismos maestros, los mismos padres de tus compañeros y los tuyos, que te esperaban sonriendo; sentirás dejar la escuela donde se ha desarrollado tu inteligencia, en la que has conocido a buenos amigos, en donde cada palabra que has oído tenía por objeto tu bien, sin sufrir ningún disgusto que no te fuera provechoso.
Llévate, pues, ese afecto contigo y da un adiós que te salga del corazón a todos esos niños.
Algunos conocerán desgracias irreparables, perderán pronto a su padre o a su madre; otros morirán jóvenes; otros quizá viertan generosamente su sangre en alguna posible guerra; muchos serán buenos y honestos trabajadores, padres de familias laboriosas y honradas como ellos; ¡y quién sabe si no habrá también alguno que preste grandes servicios a la nación y haga glorioso su nombre!
Sepárate, por tanto, de ellos con afecto; deja un poco de tu alma en la gran familia en la que ingresaste de niño y de la que sales en edad adolescente, a la cual quieren tu padre y tu madre porque en ella también te han querido.
La escuela es como una madre, Enrique: te tomó de mis brazos cuando apenas hablabas y te devuelve ahora mayorcito, fuerte, bueno y estudioso. ¡Bendita sea, y no la olvides jamás, hijo mío!
Serás hombre, irás por el mundo, verás ciudades inmensas, monumentos sorprendentes, y también te olvidarás de ellos; pero del modesto edificio blanco, con sus persianas cerradas y el pequeño jardín donde se abrió la primera flor de tu inteligencia, nunca te olvidarás, sino que lo tendrás presente hasta el último día de tu existencia, lo mismo que yo recordaré toda mi vida la casa en que oí tu voz por primera vez.
TU MADRE
Martes, 4
Por fin hemos llegado a los exámenes. En las calles junto a la escuela, los alumnos, los padres y las madres, e incluso las niñeras, hablaban de exámenes, calificaciones, temas, nota media, suspensos, promocionados… Ayer por la mañana nos examinamos de redacción y hoy de Aritmética.
Los padres que acompañaban a sus hijos a la escuela les daban los últimos consejos, y muchas madres iban con los chicos hasta dejarlos en los bancos, viendo si había tinta en los tinteros, comprobando si las plumas estaban en buenas condiciones, y, al salir, se volvían desde la puerta para recomendarles optimismo y atención.
Nuestro vigilante era el señor Coatti, el maestro de la barba negra y voz de león, que nunca castiga a nadie.
Había chicos con una cara tan blanca como el papel, de miedo que tenían.
Cuando el maestro abrió el sobre enviado por el Ayuntamiento y sacó el ejercicio de Matemáticas, todos contuvimos la respiración.
Dictó el problema con voz fuerte, mirándonos a unos y otros con ojos escrutadores y severos; pero era evidente que, de haber podido dictarnos la solución, lo habría hecho, para que todos aprobásemos y estuviésemos contentos.
Después de una hora de trabajo, no pocos empezaban a desanimarse porque el problema era difícil. Uno lloraba. Crossi se daba puñetazos en la cabeza. Muchos no tenían culpa de no saber resolverlo, por no haber tenido tiempo para estudiar lo suficiente o por no haberlos ayudado los padres en casa durante el curso.
Pero siempre se encuentra la providencia. Era un espectáculo ver cómo se las arreglaba Derossi para pasar una cifra y sugerir una operación, sin que le descubriesen; parecía nuestro maestro. También ayudaba en lo que podía Garrone, que está fuerte en Aritmética, y hasta Nobis, que, al hallarse en apuros, se había vuelto amable. Stardi estuvo inmóvil más de una hora, con los ojos fijos en el problema y los puños en las sienes; luego todo lo hizo en cinco minutos.
El maestro daba vueltas por entre los bancos y decía:
—¡Calma! ¡Calma! No os precipitéis y reflexionad un poco.
Cuando veía a alguno descorazonado, para hacerle reír e infundirle ánimos, abría la boca como para tragárselo, imitando al león.
Hacia las once, mirando a través de las persianas, vi abajo a muchos padres que se paseaban con cara de impaciencia; estaba el padre de Precossi, con su blusa azul y la cara llena de tiznajos: seguramente acabaría de salir de la fragua. También vi a la madre de Crossi, la verdulera, y la de Nelli, vestida de negro, que no podía estar un momento quieta. Poco antes del mediodía llegó mi padre y miró hacia la ventana por donde yo estaba. Pobre padre, ¡cuánto me quiere!
A las doce en punto todos habíamos terminado.
Había que ver lo que ocurrió a la salida. Los padres venían a nuestro encuentro, y no paraban de hacernos preguntas, hojear los cuadernos y comparar los trabajos de unos y de otros. Se oían estas y parecidas preguntas: «¿Cuántas operaciones?» «¿Cuál es el total?» «¿Y la substracción?» «¿Y la respuesta?» «¿Y la coma de los decimales?»…
Los maestros iban de una a otra parte, requeridos por multitud de padres.
Mi padre me tomó enseguida el borrador, miró y dijo:
—Está bien.
A nuestro lado estaba el herrero Precossi, que miraba también el trabajo de su hijo, algo inquieto, porque no se aclaraba. Dirigiéndose a mi padre, le preguntó:
—¿Tendría la bondad de decirme el resultado?
Mi padre se lo dijo. Miró el de su hijo y comprobó que era el mismo.
—¡Bravo, hijo! —exclamó muy contento. Mi padre y él se miraron con cara de satisfacción, como dos buenos amigos, y el herrero estrechó la mano que le tendió mi padre. Se separaron diciendo:
—Hasta el. examen oral.
Poco después oímos una voz de falsete, que nos hizo volver la cabeza. Era el herrero, que se alejaba cantando.
Viernes, 7
Esta mañana hemos dado el examen oral. A las ocho estábamos ya todos en nuestros sitios. A las ocho y cuarto empezaron a llamarnos de cuatro en cuatro para ir al salón de actos, donde había una mesa cubierta con un tapete verde, y sentado en torno a ella el Director y cuatro maestros, entre ellos el nuestro.
Yo fui uno de los primeros llamados. ¡Pobre maestro! ¡Cómo me he dado hoy cuenta de lo mucho que nos quiere!
Mientras los demás nos preguntaban, él no nos quitaba ojo, se turbaba cuando vacilábamos en responder, prestaba oído muy atento y nos hacía la mar de gestos con las manos y con la cabeza para decirnos: «¡Bien!», «¡no!», «¡presta atención!», «¡más despacio!», «¡ánimo!» Si hubiese podido hablar, nos habría sugerido todas las respuestas. Un padre no habría hecho más que él. De buena gana le habría dado las gracias diez veces delante de todos.
Cuando los otros maestros dijeron: «Está bien, vete tranquilo», le brillaron los ojos de alegría.
Yo volví seguidamente a la clase para esperar a mi padre. Aún estaban allí casi todos. Me senté junto a Garrone. Yo no estaba contento. Pensaba que era la última vez que íbamos a vernos. Aún no le había dicho a mi buen compañero que al año siguiente no estaría en cuarto con él, porque tenía que marcharme de Turín con mi familia. Como siempre, estaba algo encogido, con la cabeza inclinada sobre el banco, pintando adornos alrededor de una foto de su padre, vestido de maquinista, un hombre recio y alto, con cuello de toro y aspecto serio y honrado como él. Mientras hacía sus dibujos, como tenía la camisa algo desabrochada, vi sobre su desnudo pecho la cruz que le regalara la madre de Nelli cuando supo que protegía a su hijo.
Me creí obligado a manifestarle que me ausentaría definitivamente de Turín. Haciendo un esfuerzo, le dije, sin mirarle:
—Garrone, este otoño mi padre se marchará de Turín para siempre.
Me preguntó si me marcharía yo también, y le respondí que sí.
—Entonces —añadió—, ¿no te tendremos de compañero en cuarto curso?
Le contesté que no. De momento se quedó callado, prosiguiendo su trabajo. Luego sin levantar la cabeza, me preguntó:
—¿Te acordarás de tus compañeros de tercero?
—Sí, sí, de todos —le repuse—; pero de ti… más que de nadie. ¿Quién puede olvidarse de ti?