Corazón (34 page)

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Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

En aquel instante oí un estruendoso aplauso. Miré al escenario y vi a un pequeño deshollinador, con la cara lavada, pero con su traje de faena; el Alcalde le hablaba sujetándole la mano. Después del deshollinador apareció un cocinero. A continuación se presentó a recoger su premio un barrendero municipal, de la escuela Ranieri. Dentro de mí sentía un no sé qué, algo así como un gran afecto y mucho respeto, pensando cuánto habrían costado los premios a todos aquellos esforzados trabajadores, padres de familia en gran número, llenos de preocupaciones; cuántas fatigas sumadas a las de su oficio, cuántas horas arrebatadas al sueño del que tanto necesitan, y también cuánto esfuerzo de su inteligencia, no acostumbrada al estudio, con las manos encallecidas en el rudo trabajo.

Subió al escenario un aprendiz de taller, al que su padre le debía haber prestado su chaqueta; tanto le colgaban las mangas que allí mismo tuvo que subírselas para poder tomar su premio; muchos rieron, mas pronto quedó acallada la risa con los aplausos. Después apareció un viejo, con la cabeza calva y la barba blanca. Tras él pasaron soldados de artillería, de los que asistían a clase en nuestro grupo; luego policías municipales y guardias de los que prestan servicio ante nuestras escuelas.

Los alumnos de las escuelas nocturnas cantaron, por último, el himno en honor de los caídos en Crimea, pero esta vez con tanto ímpetu, con un sentimiento tal, que la gente, emocionada, casi no aplaudió, tras de lo cual salieron todos conmovidos, lentamente y sin hacer ruido.

En pocos minutos toda la calle estaba llena de gente. Delante de la puerta del teatro se encontraba el deshollinador con su libro de premio, encuadernado en tela roja, rodeado de un grupo de señores que le hablaban. Por uno y otro lado de la calle se intercambiaban afectuosos saludos obreros, muchachos, guardias y maestros. Vi a mi maestro de segundo entre dos soldados de Artillería, y mujeres de obreros con niños en brazos que llevaban en sus manecitas el diploma del padre y lo enseñaban con orgullo a la gente.

Mi maestra ha muerto

Martes, 27

Mi pobre maestra agonizaba mientras nos hallábamos en el teatro Víctor Manuel. Falleció a las dos, siete días después de haber ido a visitar a mi madre. Ayer por la mañana estuvo el Director en la escuela para darnos la triste noticia.

—Todos los que habéis sido alumnos suyos —nos dijo— sabéis lo buena que era y lo mucho que quería a los niños, para los que siempre fue una madre. Ahora ya no está entre nosotros. Una terrible enfermedad venía consumiéndola desde hace tiempo. De no haber tenido que trabajar para ganarse el diario sustento, se habría curado, o, por lo menos, habría conservado la vida algunos meses; pero nunca quiso solicitar el oportuno permiso, prefiriendo estar con los niños hasta el último día. El sábado, 17, por la tarde, se despidió de ellos con la certeza de que ya no volvería a verlos, y aun les dio buenos consejos, los besó y se fue sollozando. ¡Nadie la verá ya! Acordaos de ella, queridos niños.

Precossi, que había sido alumno suyo en primero, dobló la cabeza sobre el banco y empezó a llorar.

Ayer tarde, después de la clase, fuimos todos en grupo a la casa de la muerta, para acompañar su cadáver a la iglesia. En la calle la esperaba un carro fúnebre con dos caballos y mucha gente alrededor, que hablaba en voz baja. Estaban el Director y todos los maestros y maestras de nuestro grupo, así como de las demás escuelas donde había enseñado años atrás. Casi todos los niños de su clase, llevados de la mano por sus madres, iban con velas. También había muchos de otras clases y unas cincuenta alumnas del grupo Baretti, unas llevando coronas y otras, ramos de rosas. Sobre el ataúd habían colocado muchos ramos de flores y, pendiente del carro fúnebre, se veía una gran corona de siemprevivas con una inscripción en caracteres negros, que decía: A su maestra, las antiguas alumnas de cuarto. Por debajo de ella había otra pequeña, enviada por sus alumnos.

Entre la multitud se veían muchas sirvientas, enviadas por sus amas, con velas, e incluso dos lacayos. de librea con cirios encendidos; un señor rico, padre de un alumnito de la difunta, había enviado su coche, forrado de seda azulada.

Todos se apiñaban ante la puerta de la casa. Varias chicas se enjugaban las lágrimas.

Estuvimos esperando largo tiempo en silencio. Finalmente, bajaron la caja. Cuando algunos niños vieron subir el féretro al carro fúnebre, empezaron a llorar fuertemente y uno comenzó a gritar como si sólo entonces se hubiera percatado de que su maestra había muerto; tan convulsivo era su llanto, que tuvieron que llevárselo.

La fúnebre comitiva se puso en marcha en orden y lentamente. En primer término iban las Hijas del Refugio de la Concepción, vestidas de verde; luego las Hijas de María, de blanco con lazos azules; después el clero, y, detrás del coche, las maestras y los maestros, los alumnos de la primera superior y todos los demás; por último, una multitud de personas. La gente se asomaba a las ventanas y a las puertas, y, al ver a los niños y las coronas, decían:

—Es una maestra.

Algunas señoras que acompañaban a los pequeños iban llorando.

Cuando el cortejo llegó a la iglesia, sacaron la caja del coche fúnebre y la pusieron en medio de la nave central, delante del altar mayor; las maestras depositaron sobre ella las coronas y los niños la cubrieron de flores. La gente, colocada a su alrededor, con las velas encendidas, empezó a cantar las oraciones de rigor en medio de la oscuridad del templo.

Después que el sacerdote pronunció el último Amén, se apagaron las velas y todos salieron seguidamente, quedándose sola la maestra.

¡Pobrecita maestra, que tanto me quería, tan paciente y con tantos años de servicio! Ha dejado sus pocos libros a los alumnos; a uno, un tintero; a otro, un cuadernillo, todo lo que poseía, y dos días antes de morir dijo al Director que no dejase ir a los más pequeños al entierro, para que no llorasen. Siempre hizo el bien; sufrió y ha muerto. ¡Descanse en paz! ¡Adiós, pobre maestra, que has quedado sola en la oscura iglesia! ¡Adiós! ¡Adiós para siempre, mi buena amiga, dulce y triste recuerdo de mi infancia!

Muchas gracias

Miércoles, 28

Mi pobre maestra quería terminar el curso, pero se fue cuando sólo faltaban tres días de clase, porque pasado mañana iremos a oír leer el último cuento mensual, Naufragio. Después… ¡se acabó! El sábado, primero de julio, habrá exámenes.

Ha pasado, pues, otro curso, el cuarto. Y de no haber muerto mi maestra, habría pasado felizmente.

Ahora pienso en lo que sabía en octubre y lo que sé hoy. Yo creo que he adelantado bastante, tengo muchas cosas nuevas en mi cabeza, logro escribir mejor lo que pienso; podría resolver problemas que muchas personas mayores no son capaces de solucionar y ayudarlos en sus negocios; comprendo mucho más y entiendo mejor lo que leo. Estoy contento… Pero ¡cuántos me han estimulado y ayudado a aprender, quién de un modo, quién de otro, tanto en la clase como en casa, por la calle y en todas partes, por donde he ido y he visto algo! En este momento me siento agradecido a todos.

Primeramente debo darte las gracias a. ti, mi buen maestro, que tan indulgente y cariñoso te has mostrado conmigo, para quien ha representado no poco trabajo cada nuevo conocimiento que he adquirido y que ahora es para mí motivo de satisfacción y de sano orgullo. También te agradezco, Derossi, admirable compañero, las explicaciones con que me has hecho comprender de amable manera tantas veces cosas difíciles y superar escollos para mí insalvables en los exámenes; a ti, Stardi, fuerte y valeroso, que me has demostrado que con férrea voluntad todo se alcanza; a ti, estupendo Garrone, bueno y generoso, que te ganas las simpatías y la admiración de cuantos te tratan; también a vosotros, Precossi y Coretti, que siempre me habéis dado ejemplo de valor en los sufrimientos y de serenidad en el trabajo. Dándoos las gracias a vosotros, las doy a todos los demás.

Pero, sobre todo, te doy las gracias a ti, padre, a ti, mi primer maestro, mi primer amigo y confidente, que me has dado tantos buenos consejos y me has enseñado tantas cosas mientras trabajabas por mí, ocultándome siempre tus tristezas y tratando por todos los modos de hacerme fácil el estudio y bella la vida; y a ti, dulce madre, amado ángel de mi guarda, que has gozado con todas mis alegrías y sufrido con mis amarguras, que has estudiado, te has cansado y has llorado conmigo, acariciándome con una mano la frente e indicándome con la otra el Cielo.

Yo me arrodillo ante vosotros, como cuando era chiquito, y os doy gracias con toda la ternura que habéis puesto en mi alma en doce años de sacrificio y de amor.

Naufragio

ÚLTIMO CUENTO MENSUAL

Hace muchos años, cierta mañana del mes de diciembre zarpaba del puerto de Liverpool un gran buque de vapor llevando a bordo más de doscientas personas, entre ellas setenta hombres de dotación. El capitán y casi todos los marineros eran ingleses. Entre los pasajeros había varios italianos: tres caballeros, un sacerdote y una compañía de músicos. El barco salió con rumbo a la isla de Malta. El tiempo era bastante inclemente.

Entre los pasajeros de tercera clase, situada a proa, había un chico italiano de unos doce años, bajo de estatura para su edad, pero robusto: un sicilianito de aire serio y audaz. Permanecía solo junto al trinquete, sentado en un gran rollo de maromas. A su lado tenía una maletilla bastante deteriorada, que contenía su equipaje, y sobre la cual apoyaba una mano. Era moreno; su pelo, negro y rizado, casi le llegaba a la espalda. Iba pobremente vestido, con una manta raída sobre los hombros y una vieja bolsa de cuero en bandolera. Miraba en torno suyo, pensativo, a los otros pasajeros, las distintas partes del barco y a los marineros que pasaban corriendo, así como al mar inquieto. Tenía el aspecto de un muchacho que acababa de sufrir una gran desgracia familiar: cara de niño y expresión de hombre.

Poco después de la salida pasó por la proa un marinero de los de la dotación del barco, italiano, hombre de pelo gris, que llevaba de la mano a una chica. Se detuvo delante del pequeño siciliano y le dijo:

—Mario, aquí tienes una compañera de viaje.

Luego se fue.

La chica se sentó también en el rollo de maromas, junto al muchacho.

Ambos se miraron.

—¿A dónde vas? —1e preguntó el siciliano.

La chica respondió:

—A Malta, pasando por Nápoles. —Luego añadió—: Voy a reunirme con mi padre y mi madre, que me esperan. Yo me llamo Julita Faggiani.

El muchacho no dijo nada.

Pasados unos minutos, sacó de la bolsa pan y frutas secas; la chica llevaba bizcochos. Los dos se ofrecieron mutuamente sus provisiones y comieron con buen apetito.

—¡Esto se ha animado! —gritó el marinero italiano, pasando rápidamente—. ¡Ahora empieza el baile!

El viento arreciaba y el barco daba fuertes bandazos. Pero los dos chicos, que no se mareaban, apenas se inmutaron. La chica sonreía. Tenía poco más o menos la edad de su compañero, aunque era bastante más alta, morena, fina, de aspecto algo enfermizo y vestida más que modestamente. Tenía el cabello corto y ondulado, un pañuelo encarnado en la cabeza y zarcillos de plata en las orejas.

Mientras comían fueron contándose cosas de su vida. El muchacho no tenía padre ni madre. Su padre, obrero, había muerto en Liverpool pocos días antes, dejándole solo, y el cónsul italiano le había enviado a su tierra, a Palermo, donde le quedaban algunos parientes lejanos. A la chica la habían llevado a Londres el año anterior a casa de una tía suya, viuda, que la quería mucho, y a la que sus padres, que eran pobres, se la habían dejado por algún tiempo, con la esperanza de que fuera su heredera, como ella lo tenía prometido. Pero pocos meses después murió la tía en accidente de circulación, atropellada por un coche, sin dejarle ningún dinero. Recurrió también al cónsul y éste la embarcó para Italia. Los dos estaban recomendados al marinero italiano.

—Mis padres —concluyó la niña— creían que volvería rica, y, en cambio, vuelvo sin un céntimo. Pero de todas formas me quieren lo mismo que mis hermanos. Tengo cuatro hermanitos, todos pequeños. Yo soy la mayor de mi casa y les ayudo a vestirse. Se pondrán muy contentos cuando me vean. Entraré en casa de puntillas… ¡Qué malo está el mar!

Después preguntó al muchacho:

—¿Y tú? ¿Vas a vivir con tus parientes?

—Sí…, si ellos quieren —le respondió.

—¿Es que no te quieren?

—No lo sé.

—En Navidad cumplo trece años —dijo la muchacha.

Luego empezaron a charlar sobre el mar y la gente de a bordo. Todo el día estuvieron juntos, intercambiándose algunas palabras. Los pasajeros creían que eran hermanos. La chica hacía punto de media; el muchacho estaba pensativo. El mar continuaba cada vez más borrascoso.

Por la noche, en el momento de separarse para ir a dormir, la chica dijo a Mario.

—Que duermas bien.

—Nadie dormirá bien esta noche, amiguitos míos —exclamó el marinero italiano, pasando de prisa porque le había llamado el capitán.

El muchacho estaba para corresponder a su amiguita y desearle también una buena noche, cuando de pronto un inesperado golpe de mar lo lanzó violentamente contra un banco.

—¡Madre mía, sangras! —gritó la muchacha corriendo hacia él para atenderlo.

Los pasajeros, que se apresuraban a bajar a los dormitorios, no les hicieron el menor caso. La chica se arrodilló junto a Mario, que había quedado aturdido por el golpe; le limpió la frente, que le sangraba y, quitándose el pañuelo rojo, se lo ató alrededor de la cabeza; luego la apretó contra sí para hacer el nudo, quedándole una mancha de sangre en el vestido amarillo, a la altura de la cintura. Mario se repuso y se levantó.

—¿Te sientes mejor? —le preguntó la chica.

—Ya no tengo nada —contestó.

—Que descanses —dijo Julita.

—Buenas noches —respondió Mario.

Y ambos bajaron por dos escaleras próximas a sus respectivos dormitorios.

El marinero había acertado. Aún no se habían dormido cuando se desencadenó una horrible tempestad. Fue como un asalto inesperado de tremendas olas que en pocos minutos rompieron un mástil y arrastraron consigo, como si hubiesen sido hojas, tres de las barcas colgadas de las grúas y cuatro bueyes que se hallaban en la proa. En el interior del buque se produjo gran confusión y un espanto imposible de describir: un griterío estremecedor, con mezcla de llantos y de plegarias, que ponía los pelos de punta.

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