Corazón (13 page)

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Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

—Le felicito. Mire, ha ganado la segunda medalla a cincuenta y cuatro de sus compañeros; se la ha merecido por la Redacción, la Aritmética y por todo. Es un muchacho de inteligencia despierta y de gran voluntad, que, sin duda, hará carrera; todos lo aprecian; le aseguro que puede usted estar orgulloso de él.

El herrero, que había permanecido escuchando con la boca abierta, miró fijamente al Inspector y al Director, y luego a su hijo, que estaba delante de él con la vista baja, sin parar de temblar; y como si recordase o comprendiese entonces por primera vez lo que había hecho padecer a su hijo, así como la bondad y la heroica perseverancia con que le había aguantado, se le advirtió de pronto en su cara cierta estupefacta admiración, luego una amarga pena, y por fin, una ternura violenta y triste; agarró con rápido gesto al muchacho por la cabeza y lo estrechó fuertemente contra su pecho. Todos nosotros pasamos por delante de él. Yo le invité a que viniese a casa el jueves con Garrone y Crossi: otros le saludaron; unos le daban golpecitos cariñosos, otros se limitaban a tocar la medalla; todos le decían algo. El padre nos miraba con cara de asombro, apretando contra su pecho la cabeza del hijo, que no paraba de sollozar.

Buenas intenciones

Domingo, 5

La medalla dada a Precossi ha despertado en mí cierto remordimiento. ¡Yo todavía no he ganado ninguna! De un tiempo a esta parte no estudio lo suficiente y estoy descontento de mí, de igual modo que también lo están el maestro, mi padre y mi madre. Ni siquiera me divierto con la misma satisfacción que antes, cuando trabajaba de buena gana. Recuerdo que de la mesa corría a mis juegos lleno de alegría, como si no hubiera jugado en un mes entero. Ahora no me siento con los míos a la mesa con el mismo gusto de tiempos atrás. Parece que me persigue una sombra y que una voz interior me dice: «Esto no marcha, no va de ninguna manera».

Cuando a primeras horas de la noche veo pasar por la plaza a tantos jóvenes y mayores, que regresan del trabajo, visiblemente cansados, pero alegres y satisfechos, que apresuran el paso para llegar pronto a su casa, lavarse y ponerse a comer, hablando fuerte, riendo y golpeándose las espaldas con las manos ennegrecidas por el carbón o blanqueadas por el yeso y la cal, y pienso que han estado trabajando de sol a sol en los tejados, delante de los hornos, entre máquinas o dentro del agua, o bajo la tierra, sin comer, quizá, más que un pedazo de pan, me siento avergonzado, ya que en todo ese tiempo no me ha faltado nada y me he limitado a emborronar de mala gana cuatro paginuchas.

Sí. Estoy descontento, me encuentro insatisfecho.

Yo veo que mi padre está de mal humor y quisiera decírmelo, pero aguanta con pena y espera todavía. Querido padre, ¡tú que tanto trabajas!

Tuyo es cuanto veo y toco en casa. Todo lo que me abriga y alimenta, lo que me instruye y me divierte, fruto es de tu trabajo, y yo, en cambio, no me esfuerzo; todo te ha costado preocupaciones, privaciones, sinsabores, fatigas, y yo no te correspondo cumpliendo debidamente mi obligación. Ah, esto es demasiado injusto y me roba la paz.

Desde hoy quiero empezar una nueva vida, estudiar, como Stardi, con los puños y los dientes apretados, trabajar en los quehaceres de la escuela con toda la fuerza de mi voluntad y de mi corazón; quiero vencer el sueño por la noche, tirarme temprano de la cama, avivar mi inteligencia sin cesar, dominar plenamente mi pereza, fatigarme y hasta sufrir, para no arrastrar ya más esta vida de debilidad y de desgana, que me envilece y llena de tristeza a mis padres.

¡Animo y a trabajar! ¡A trabajar con toda el alma y las fuerzas de que soy capaz! El trabajo me dará tranquilo reposo, juegos alegres y comidas satisfactorias; me traerá de nuevo la complaciente sonrisa de mi maestro y el cariño de mis padres.

El tren de juguete

Viernes, 10

Ayer vinieron a casa Precossi y Garrone. Yo creo que no se les habría recibido con mayor alborozo y atenciones si hubiesen sido hijos de príncipes. Garrone era la primera vez que venía, porque es bastante huraño y se avergüenza un tanto de ser compañero nuestro de clase siendo tan grandón. Todos los de casa acudimos a abrirles la puerta en cuanto llamaron. Crossi no vino, porque al fin ha llegado su padre de América, después de seis años de ausencia. Mi madre besó inmediatamente a Precossi, y mi padre le presentó a Garrone, diciéndole:

—Aquí tienes a este compañero de tu hijo, que no es solamente un buen muchacho, sino todo un gentilhombre.

Garrone bajó su rapada cabeza, sonriéndose a escondidas conmigo. Precossi llevaba su medalla, y estaba contento porque su padre ha reanudado el trabajo y hace cinco días que no prueba la bebida, quiere que esté con él en la herrería, y parece otro.

Yo saqué todos mis juguetes y empezamos a entretenernos. Precossi quedó encantado ante el trenecito que anda cuando se le da cuerda; nunca lo había visto, y devoraba con la vista la maquinita y los vagoncitos rojos y amarillos. Le entregué la llave para que se divirtiera a sus anchas; se arrodilló y ya no volvió a levantar la cabeza.

Nunca le había visto tan contento. A cada instante nos decía:

—Perdonad, perdonad.

Y nos apartaba las manos si intentábamos detener la máquina; luego cogía y ponía los vagoncitos con mucho cuidado, como si fueran de frágil vidrio. Temía estropearlos hasta con el aliento, y los limpiaba mirándolos por arriba y por abajo, sin dejar de sonreír con satisfacción.

Todos nosotros estábamos de pie, sin cesar de mirar con la mayor complacencia aquel cuello tan delgadito, las torturadas orejas que yo había visto sangrar cierto día, aquel chaquetón con las bocamangas vueltas, por donde salían los dos bracitos de enfermo que tantas veces se habían levantado para defender la cara de los golpes.

¡Oh! En aquel momento le habría regalado todos mis juguetes y todos mis libros, me habría quitado de la boca el último pedazo de pan para dárselo, me habría despojado de mi ropa para vestirlo y me habría arrodillado para besarle las manos. «Por lo menos he de entregarle el trenecillo», pensé entre mí; pero tendría que pedir la debida autorización a mi padre. Entonces noté que me ponían un papelito en una mano; lo había escrito mi padre con lápiz y en él decía: «A Precossi le gusta tu tren. Él no tiene juguetes. ¿No te dice nada el corazón?» Al instante cogí con ambas manos la máquina y los vagoncillos, y se lo puse todo en sus brazos, diciéndole:

—Tómalo, es tuyo.

El se quedó mirándome sin comprender.

—Es tuyo —le repetí—; te lo regalo.

Precossi miró a mi padre y a mi madre, la mar de aturdido, y les preguntó:

—Pero, ¿por qué?

Mi padre le respondió:

—Te lo regala Enrique porque es amigo tuyo, porque te aprecia… y para celebrar que te hayan concedido la medalla.

El chico preguntó con timidez:

—¿Podré llevármelo… a mi casa?

—¡Pues claro! —le dijimos todos.

Ya estaba en la puerta y aún no se atrevía a marcharse. ¡Se sentía muy feliz! Pedía disculpa y su boca temblaba y reía al mismo tiempo. Garrone le ayudó a envolver el trenecillo en el pañuelo, y al inclinarse, se notó el ruido que producían los trozos de pan al chocar entre sí en su bolsillo.

—Un día —me dijo Precossi— tienes que ir a la herrería para ver cómo trabaja mi padre. Te daré unos clavos.

Mi madre puso un ramillete en el ojal de la chaqueta de Garrone para que se lo entregase a su madre.

—Gracias —le contestó, sin levantar la barbilla del pecho, pero brillándole en los ojos su alma noble y llena de bondad.

Soberbia

Sábado, 11

¡Y pensar que Carlos Nobis se limpia con afectación la manga cuando le toca Precossi al pasar! Es la soberbia personificada, y todo porque su padre es un ricachón. ¡También es rico el padre de Derossi! Carlos desearía tener un banco para él solo; teme que todos lo ensucien, mira a los compañeros por encima del hombro y siempre tiene a flor de labios una sonrisa de desdén. ¡Ay si se le pisa un pie cuando salimos en fila de dos! Por nada lanza al rostro una palabra injuriosa o amenaza con hacer venir a su padre a la escuela. ¡Y cuidado que su padre le regañó cuando trató de andrajoso al hijo del carbonero! Nunca he visto semejante altanería. Nadie le habla ni se despide de él a la salida, ni hay quien le apunte lo más mínimo cuando no se sabe la lección. El no se interesa por nadie, y finge despreciar a todos, en especial a Derossi, por ser el primero, y luego a Garrone porque todos le quieren. Pero Derossi ni siquiera repara en él, y en cuanto a Garrone, cuando le dijeron que Nobis hablaba mal de él, contestó:

—Me importa un higo ese orgulloso tonto. A decir verdad ni merece que le toque, ni siquiera con mis puños.

El mismo Coretti, un día que se burlaba de su gorra de piel de gato, llegó a decirle:

—Vete con Derossi para aprender a tener educación.

Ayer fue a quejarse al maestro porque el calabrés le había tocado una pierna con el pie. El maestro preguntó al calabrés si lo había hecho adrede, y al responderle con toda franqueza que no, dijo al querelloso:

—Eres demasiado quisquilloso, Nobis.

Éste, con su acostumbrado aire de mimado, contestó:

—Se lo diré a mi padre.

El maestro se encolerizó entonces y repuso:

—Tu padre no te hará caso, como ha ocurrido otras veces. Además, en la escuela es el maestro quien únicamente juzga y sanciona —luego añadió con dulzura—. Vamos, Nobis, cambia de modales, sé bueno y cortés con tus compañeros. Aquí hay hijos de trabajadores y de señores, de ricos y de pobres; todos se aprecian y se tratan como hermanos… ¿Por qué no haces tú lo mismo que los demás? ¡Qué poco te costaría hacerte querer por todos y encontrarte más contento en este ambiente…! ¿Qué? ¿No tienes nada que contestar?

Nobis, que había escuchado las reflexiones del profesor con su acostumbrada sonrisa despectiva, le respondió fríamente:

—No, señor.

—Siéntate —le dijo el maestro—; te compadezco. Eres un chico sin corazón.

Todo parecía haber terminado; pero el albañilito, que está en el primer banco, volviendo su cara redonda hacia Nobis, que se sienta en el último, le hizo la acostumbrada mueca, poniéndole hocico de liebre, con tanta exactitud y gracia, que en toda la clase estalló una sonora risotada. El maestro le regañó, pero tuvo que taparse la boca para ocultar su risa. Nobis también se rió, si bien su risa no pasaba de los dientes.

Heridos en el trabajo

Lunes, 13

Nobis puede hacer pareja con Franti: ni uno ni otro se conmovieron esta mañana ante lo que pasó delante de nuestras narices.

Fuera ya de la escuela, estaba yo con mi padre mirando a unos pilluelos de la sección segunda que se arrodillaban para restregar el hielo con las carpetas y las gorras y poder resbalar mejor, cuando vimos venir por medio de la calle una multitud de gente con paso precipitado, serios, espantados, hablando en voz baja. En medio venían tres guardias municipales, y detrás de éstos dos hombres que llevaban una camilla. De todas partes acudieron los muchachos. La muchedumbre avanzaba hacia nosotros. Sobre la camilla venía tendido un hombre, blanco como un muerto, con la cabeza caída sobre un hombro, el pelo enmarañado y lleno de sangre, que también le salía de la boca y de los oídos. Al lado de la camilla venía una mujer con un niño en brazos; parecía loca; a cada paso gritaba:

—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

Seguía a la muchedumbre un muchacho con su cartera bajo el brazo y sollozando.

—¿Qué ha pasado? —preguntó mi padre.

Alguien contestó que era un pobre albañil que se había caído de un cuarto piso donde estaba trabajando. Los que llevaban la camilla se detuvieron un instante. Muchos volvieron la cabeza horrorizados. Vi que la maestrita de la pluma roja sostenía a mi maestra de clase superior, casi desmayada. Al mismo tiempo sentí que me tocaban en el codo: era el pobre albañilito, pálido y tembloroso de pies a cabeza. Pensaba seguramente en su padre; también yo pensé en él. Por mi parte, tengo al menos el ánimo tranquilo cuando estoy en la escuela, porque sé que mi padre está en casa, sentado a su mesa, lejos de todo peligro; pero ¡cuántos de mis compañeros pensarán que sus padres trabajan sobre un alto puente o cerca de las ruedas de una máquina y que sólo un gesto o un paso en falso les puede costar la vida! Son como otros tantos hijos de soldados que tienen a sus padres en la guerra. El albañilito miraba y remiraba temblando cada vez más, y, al advertirlo mi padre, le dijo:

—Vete a casa, muchacho, vete a escape con tu padre, a quien encontrarás sano y tranquilo; anda.

El hijo del albañil se marchó, volviendo la cara hacia atrás a cada paso que daba. Entretanto la multitud se puso en movimiento, y la pobre mujer destrozaba el corazón gritando:

—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

—No, no está muerto —le decían todos.

Ella no hacía caso y se arrancaba los cabellos. Oigo en esto una voz indignada que dice:

—¡Te ríes!

Era un hombre con barba que miraba cara a cara a Franti, el cual seguía sonriendo. El hombre, entonces, de un cachetazo le arrojó la gorra al suelo, diciendo:

—¡Descúbrete, mal nacido! ¡Pasa un herido del trabajo!

Toda la multitud había pasado ya, y se veía en la calle un largo reguero de sangre.

El prisionero

Viernes, 17

He aquí el suceso quizá más extraño de todo el año.

En la mañana de ayer me llevó mi padre a los alrededores de Moncalieri para ver una casa que quería tomar en renta durante el próximo verano, porque este año no vamos a Chieri. Tenía las llaves de la finca el maestro, que, aparte de su labor escolar, llevaba la administración de los bienes del dueño. Nos hizo ver la casa y luego nos acompañó a su despacho, donde nos obsequió con unas copas.

Sobre la mesa escritorio había un tintero de madera, de forma cónica, tallado de forma singular. Viendo que mi padre lo miraba, le dijo el maestro:

—Ese tintero es algo preciado para mí. ¡Si usted supiese su historia…! —Y nos la refirió:

—Hace algunos años, siendo yo maestro en Turín, fui a dar clase todo un invierno a los presos de la cárcel. Explicaba las lecciones en la capilla del establecimiento penitenciario, una estancia redonda, de paredes altas y desnudas con muchas ventanitas cuadradas, cerradas por dos barras de hierro cruzadas, cada una de las cuales daba al interior de una reducida celda. Explicaba las lecciones paseando por la fría y oscura capilla, estando los alumnos asomados por sus correspondientes agujeros, con sus cuadernos apoyados en los hierros, sin que se les viera más que los rostros entre sombras, unas caras escuálidas y ceñudas, con barbas enmarañadas y grises, con ojos fijos de homicidas y ladrones. Entre todos, en el número 78, había uno que prestaba mayor atención, estudiaba mucho y me miraba con muestras de respeto y hasta de gratitud. Era un joven de barba negra, más desgraciado que malvado, un ebanista que, en un momento de arrebato, había dado con un cepillo a su patrón, que desde algún tiempo le perseguía de mil maneras, dejándole mortalmente herido, por lo cual le habían condenado a varios años de reclusión. En tres meses aprendió a leer y escribir, y no cesaba de leer; cuanto más aprendía tanto más parecía que se hacía mejor y se arrepentía de su delito. Un día, al terminar la clase, me hizo señas para que me acercase a su ventanita, y me dijo con tristeza que al día siguiente lo sacarían de Turín para llevarlo a Venecia a terminar de cumplir su reclusión. Después de darme el adiós de despedida me suplicó con acento sumiso y conmovido que le dejase tocar mi mano. Yo se la alargué y él me la besó. Me dio las gracias y desapareció. Cuando retiré la mano comprobé que estaba cubierta de lágrimas. Desde entonces lo perdí de vista. Pasaron seis años. Lo que menos pensaba yo era en aquel desventurado, cuando ayer por la mañana veo que se presenta en mi casa un desconocido, con gran barba negra, un poco entrecana y pobremente vestido.

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