Read Corazón Online

Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

Corazón (17 page)

Se llenan de júbilo y rebosan de dicha cuando un maestro les dice: «Tú llegarás a ser un artista». Para ellos, el primero en la música, el que sobresale en tocar el piano o el violín, es como un rey: lo admiran y lo veneran. Si se origina un altercado entre dos de ellos, si dos amigos se disgustan, acuden a él para dirimir la cuestión o para reconciliarlos. Él es quien se encarga de enseñar a tocar a los más pequeños, y lo consideran poco menos que como a un padre. Antes de acostarse, todos van a darle las buenas noches. Continuamente están hablando de música. Ya acostados, después de un día fatigoso de estudio y de trabajo, aun medio dormidos, se les oye charlar en voz baja de piezas musicales, de maestros, orquestas e instrumentos. Para ellos es un castigo privarles de la lectura o de la lección de música, y sufren tanto, que casi nunca se tiene el valor de recurrir a medida tan extremada.

La música es para ellos lo que la luz para nosotros.

Derossi preguntó si sería posible ir a verlos.

—Sí, se puede —respondió el maestro—; pero no conviene que vosotros vayáis por ahora; iréis más tarde, cuando estéis en condiciones de comprender toda la magnitud de la desventura que padecen y sentir la compasión que merecen. Es un espectáculo muy triste, hijos míos. A veces se ven allí chicos sentados frente a una ventana abierta de par en par, respirando con fruición el aire fresco, pero con la cara inmóvil, pareciendo que miran la extensa planicie verde y las azuladas montañas que vosotros podéis contemplar…; pero pensar que ellos no ven ni podrán ver jamás tanta belleza, deprime el corazón, como si se hubiesen quedado ciegos en aquel instante. Los ciegos de nacimiento, que por no haber visto nunca el mundo no conservan ninguna imagen de cosa alguna, inspiran menos compasión. Pero hay niños que se han quedado ciegos unos meses antes, se acuerdan de todo, se dan perfectamente cuenta de lo que han perdido, y éstos sufren más al notar que cada día se les van borrando un poco más las imágenes más queridas, como si fuera desapareciendo de su memoria el recuerdo de las personas amadas. Uno de esos muchachos me decía cierto día con inexpresable tristeza: «¡Desearía recobrar la vista, aunque sólo fuese un momento para volver a ver la cara de mi madre, que ya no la recuerdo!»

Y cuando van a visitarlos las madres, les pasan las manos por la cara, les tocan despacito desde la frente a la barbilla, luego los oídos, para darse cuenta de cómo son; casi no se convencen de que no podrán verlas, y las llaman muchas veces por su nombre como para rogarles que se dejen ver siquiera una vez.

¡Cuántos salen de allí llorando, aun los más duros de corazón! Al salir, nos parece que somos una excepción, que disfrutamos de un privilegio casi inmerecido al ver a la gente, las casas, el cielo… Estoy seguro que ninguno de vosotros, al salir de allí, dejaría de estar dispuesto a privarse de algo de la propia vista para dar aunque sólo fuese un ligero resplandor a todos aquellos infelices niños para quienes el sol carece de luz y no pueden ver o no han visto jamás las facciones de su madre.

El maestro está enfermo

Sábado, 25

Ayer tarde, al salir de la escuela, fui a visitar a mi maestro enfermo. El trabajo excesivo le ha hecho enfermar. Cinco horas de lección al día, luego una hora de gimnasia, luego otras dos horas de escuela de adultos por la noche, lo cual significa que duerme muy poco, que come a escape y que no puede ni respirar siquiera tranquilamente de la mañana a la noche; no tiene remedio, ha arruinado su salud. Esto dice mi madre. Ella me esperó abajo, en la puerta de la calle; subí, y en las escaleras me encontré al maestro de las barbazas negras, Coatti, aquel que mete miedo a todos y no castiga a nadie; él me miró con los ojos fijos, bramó como un león en broma, y pasó muy serio. Aún me reía yo cuando llegaba al piso cuarto y tiraba de la campanilla; pero pronto cambié, cuando la criada me hizo entrar en un cuarto pobre, medio a oscuras, donde se hallaba acurrucado mi maestro. Estaba en una cama pequeña de hierro, tenía la barba crecida. Se puso la mano en la frente como pantalla para verme mejor, y exclamó con voz afectuosa:

—¡Oh, Enrique!

Me acerqué al lecho, me puso una mano sobre el hombro y me dijo:

—Muy bien, hijo mío. Has hecho bien en venir a ver a tu pobre maestro. Estoy en mal estado, como ves, querido Enrique. Y, ¿cómo va la escuela? ¿Qué tal los compañeros? ¿Todo va bien, eh, aun sin mí? Os encontráis bien sin mí, ¿no es verdad? ¡Sin vuestro viejo maestro!

Yo quería decir que no; él me interrumpió:

—Ea, vamos, ya lo sé que no me queréis mal.

Y dio un suspiro.

Yo miraba unas fotografías clavadas en las paredes.

—¿Ves? —me dijo—. Todos esos muchachos me han dado sus retratos, desde hace más de veinte años. Guapos chicos. He ahí mis recuerdos. Cuando me muera, la última mirada la echaré allí, a todos aquellos pilluelos, entre los cuales he pasado la vida. ¿Me darás tu retrato también cuando termines el grado elemental?

Luego tomó una naranja que tenía sobre la mesa de noche, y me la alargó diciendo:

—No tengo otra cosa que darte; es un regalo de enfermo.

Yo le miraba y tenía el corazón triste, no sé por qué.

—Ten cuidado, ¿eh? —volvió a decirme—; yo espero que saldré bien de ésta; pero si no me curase…, cuídate de ponerte fuerte en Aritmética, que es tu punto débil; haz un esfuerzo; no se trata más que de un primer esfuerzo, porque a veces no es falta de aptitud; es una preocupación o, como si se dijese, una manía.

Pero, entretanto, respiraba fuerte; se veía que sufría.

—Tengo una fiebre muy alta… —y suspiró—. Estoy medio muerto. Te lo repito: ¡firme en Aritmética y en los problemas! ¿Que no sale bien a la primera? Se descansa un momento y se vuelve a intentar. ¿Que todavía no sale bien? Otro poco de descanso y vuelta a empezar. Y adelante, pero con tranquilidad, sin cansarse, sin perder la cabeza. Vete. Saluda a tu madre. Y no vuelvas a subir las escaleras; nos volveremos a ver en la escuela. Y si no nos volvemos a ver, acuérdate alguna vez de tu maestro del tercer año, que siempre te ha querido bien.

Al oír aquellas palabras, sentí deseos de llorar.

—Inclina la cabeza —me dijo. La incliné sobre la almohada y me besó sobre los cabellos. Luego añadió—: Vete —y volvió la cara del lado de la pared. Yo bajé volando las escaleras, porque tenía necesidad de abrazar a mi madre.

La calle

Sábado, 25

Esta tarde te he estado observando desde la ventana cuando venías de visitar al maestro y he visto que tropezabas con una señora. Ten más cuidado cuando vayas por la calle. También hay en ella deberes que cumplir. Si en una casa procuras medir los pasos y los gestos, ¿por qué no has de hacer otro tanto en la calle, que es de dominio público?

Recuérdalo, Enrique: cuando encuentres a un anciano, a una mujer con su criatura en brazos, a uno que anda con muletas, a un hombre con su carga a cuestas, a una familia vestida de luto, cédeles el paso, con respeto; debemos tener atenciones especiales con la vejez, la miseria, el amor maternal, la enfermedad, la fatiga y la muerte.

Cada vez que veas a una persona en peligro de ser arrollada por un vehículo, sácala de la calzada si es un niño; adviértele si se trata de un hombre. Cuando veas a un pequeño llorar, pregúntale siempre qué le pasa. Coge el bastón al anciano que lo ha dejado caer. Si dos niños riñen, sepáralos; si son dos hombres, aléjate para no presenciar el espectáculo de la violencia brutal, que ofende y endurece el corazón. Si ves pasar a un hombre maniatado entre dos guardias, no añadas tu curiosidad a la cruel de la gente, pues podría tratarse de un inocente. Deja de hablar con tu compañero y de sonreír cuando veas una camilla de hospital, que tal vez lleve un moribundo, o pase un cortejo fúnebre, pensando que bien podría salir mañana de tu casa. Mira con la mayor consideración a los chicos de un orfelinato, que van en fila de a dos, lo mismo que a los ciegos, a los mudos, a los raquíticos, a los huérfanos y a los niños abandonados; piensa que pasan la desventura y la caridad humana. Finge siempre no ver a quien tenga una deformidad repugnante o ridícula.

Apaga cualquier cerilla o colilla que veas encendida a tu paso, ya que puede ocasionar mucho mal. Contesta con educación al que te pregunte por una calle. No mires a nadie de manera burlona, no corras sin necesidad, ni grites.

Respeta la calle. La educación de un pueblo se juzga, ante todo, por el comportamiento que observa al ir por la vía pública. Si adviertes descortesía por las calles, también la hallarás en el interior de las casas.

Y apréndete bien las calles de la ciudad donde vives; si algún día tuvieras que estar lejos de ella, te alegraría tenerla presente en la memoria, poder recorrer con el pensamiento tu patria chica, la que ha constituido por tantos años tu mundo, donde diste los primeros pasos al lado de tu madre, donde sentiste las primeras emociones y encontraste los primeros amigos. Ha sido una madre para ti: te ha instruido, deleitado y protegido. Estúdiala en sus calles y en su gente, quiérela y defiéndela si alguna vez la desprecian delante de ti.

TU PADRE

MARZO
Clases nocturnas

Jueves, 2

Anoche me llevó mi padre a ver las clases nocturnas de nuestra sección Baretti. Estaban ya las aulas iluminadas y los obreros empezaban a entrar.

Al llegar vimos que el Director y los maestros estaban disgustados porque poco antes habían roto de una pedrada el cristal de una ventana. El bedel había salido inmediatamente, atrapando a un muchacho que pasaba; pero en el mismo momento se presentó Stardi, que vive enfrente de la escuela, diciendo:

—Éste no ha sido. El culpable es Franti, que tiró la piedra y me dijo: «¡Ay de ti como digas algo!» Pero yo no le tengo miedo.

El Director dijo que Franti quedaría definitivamente expulsado. Entretanto se iba fijando en los obreros que entraban por parejas o en grupitos de a tres, habiendo ya en las clases más de doscientos.

¡Nunca me había imaginado que fuese tan digna de verse una escuela nocturna! Había muchachos de doce años en adelante, y hombres con barba que volvían del trabajo, llevando libros y cuadernos. Eran carpinteros, fogoneros con la cara ennegrecida, albañiles con las manos blancas, mozos de panadería con el pelo enharinado; se notaba olor a barniz, a cuero, a pez, olores de todos los oficios. También entró un grupo de obreros de la Maestranza de Artillería, uniformados, mandados por el cabo. Todos ocupaban seguidamente su sitio en los bancos, quitaban el travesaño donde nosotros ponemos los pies y enseguida inclinaban su cabeza sobre el trabajo escolar. Algunos se acercaban al maestro para pedirle explicaciones, llevando los cuadernos abiertos. Vi al maestro joven y bien vestido, al que llaman «el abogadillo», con tres o cuatro obreros alrededor de su mesa, y hacía correcciones con la pluma; también estaba allí el maestro cojo, que se reía con un tintorero que le había llevado un cuaderno manchado de tinta roja y azul. Asimismo daba clase mi maestro, ya curado, que mañana volverá a encargarse de nosotros.

Las puertas de las aulas estaban abiertas. Me quedé admirado cuando empezaron las clases viendo lo atentos y quietos que estaban todos, oyendo sin pestañear las explicaciones de los maestros, a pesar de que, según nos dijo el Director, la mayoría no había ido a casa a comer algo, por lo que debían sentir hambre.

Los pequeños, al cabo de media hora de clase, daban cabezadas y algunos incluso se dormían. El maestro les despertaba haciéndoles cosquillas en las orejas. Los mayores, no; estaban muy despiertos, escuchando con la boca abierta, sin moverse lo más mínimo. Me causaba admiración ver en nuestros bancos a hombres barbudos.

Subimos al piso de arriba, corrí a la puerta de mi clase y vi sentado en mi sitio a un hombre de grandes bigotes, que llevaba una mano vendada, que tal vez se habría lastimado accionando alguna máquina o herramienta; pero con todo se esforzaba por escribir, aunque muy despacio. Lo que más me gustó ver fue que el puesto del albañilito lo ocupaba precisamente su padre, el albañil tan corpulento como un gigante, que apenas cabía sentado, con la barbilla sobre los puños y la vista en el libro, con una atención muy intensa, sin que se le oyera respirar. Y no era una casualidad que estuviese allí, puesto que ya había dicho al Director la primera noche:

—Señor Director, le agradecería que me pusiese en el mismo sitio de mi «hocico de liebre» —pues así es como siempre llama a su hijo.

Mi padre me tuvo allí hasta el final, y vimos en la calle muchas mujeres con los niños abrazados al cuello que esperaban a sus maridos, y, cuando éstos salían, se hacía el cambio: los hombres tomaban en sus brazos a las criaturas y las mujeres llevaban los libros y cuadernos hasta el propio domicilio. La calle permaneció algún tiempo llena de gente y de ruido. Después todo quedó nuevamente en silencio, y no distinguimos ya más que la figura alta y cansada del Director, que se alejaba.

La pelea

Domingo, 5

Era de esperar: Franti, al ser expulsado por el Director, quiso vengarse y esperó a Stardi en una esquina a la salida de la escuela, cuando acostumbra a pasar por allí todos los días con su hermana, a la que acompaña desde su colegio, sito en la calle Dora Grossa. Todo lo presenció mi hermana Silvia al salir de su sección, y llegó a casa muy asustada.

He aquí lo sucedido: Franti, que llevaba puesta su lujosa gorra de hule, aplastada y caída sobre una oreja, fue de puntillas hasta alcanzar a Stardi, y para provocarlo dio un estirón a la trenza de su hermana, pero tan fuerte que casi la hizo caer al suelo. La niña lanzó un grito y su hermano volvió la cara. Franti, que es mucho más alto y fuerte que él, pensaba: «O se aguanta o lo muelo a golpes. » Pero Stardi no lo pensó dos veces. A pesar de lo pequeñajo y débil que es, se arrojó de un salto sobre el chulo grandullón y le propinó muchos puñetazos; sin embargo, no le podía y recibió más golpes de los que dio.

A aquella hora sólo pasaban por la calle niñas y nadie podía separarlos. Franti lo tiró al suelo; pero Stardi se puso enseguida en pie y volvió a plantarle cara, aunque sin poder evitar que el otro lo zarandease y lo golpeara como a una puerta. Al cabo de unos momentos, le arrancó media oreja, le amorató un ojo y le rompió las narices, por las que le salía sangre abundante. Mas no por eso cejó Stardi, que decía:

—Tú me matarás, pero me las has de pagar.

Other books

Prince of Pleasure by Mandy M. Roth
Cosmic Rift by James Axler
The Feral Child by Che Golden
Motorcycle Man by Kristen Ashley
The Outback Heart by Fiona Palmer
Shadow of the Past by Thacher Cleveland
Tres ratones ciegos by Agatha Christie
Red Hot Deadly Peppers by Paige Shelton
A Matter of Trust by LazyDay Publishing
Dai-San - 03 by Eric Van Lustbader