Corazón (19 page)

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Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

¡VIVA EL DIPUTADO DE CALABRIA!

Era; naturalmente, una broma, pero sin ningún sabor a escarnio, sino todo lo contrario, para demostrarle afecto, pues es un chico al que todos queremos; y él se sonreía de satisfacción.

Así lo llevaron hasta la esquina, donde se encontraron con un señor de barba negra, que también se echó a reír. Al decir el calabrés que era su padre, los otros le dejaron a su lado y se esparcieron en todas direcciones.

Los premios

Martes, 14

El amplio teatro estaba ya completamente lleno a eso de las dos. El patio de butacas, las plateas, los palcos, el escenario, estaban ocupados por entero, viéndose millares de caras de niños, señoras, maestros, obreros, mujeres del pueblo y hombres. Era como un mar de cabezas que se movían, un continuo vaivén de lazos y rizos, percibiéndose un murmullo denso y alegre que producía mucho gozo.

El teatro aparecía adornado con colgaduras de paño rojo, blanco y verde. En el patio de butacas habían puesto dos escaleras, una a la derecha, por donde debían subir al escenario los premiados, y otra a la izquierda, por donde deberían bajar después de recibir el premio. Delante, en el escenario, había una fila de sillones rojos, y del respaldo del que ocupaba el centro pendía una pequeña corona de laurel; el fondo del escenario era un bosque de banderas; a un lado había una mesita con tapete verde con todos los premios enrollados y atados con cintas de seda tricolores. La banda de música ocupaba una platea cerca del escenario. Los maestros y las maestras llenaban la mitad de la primera galería, que les había sido reservada; los bancos y los corredores estaban atestados de centenares de chicos cantores con los papeles de música en las manos. Por el fondo y por los lados iban y venían maestros y maestras que ponían en las primeras filas a los designados para recibir los premios, y por todas partes había padres y madres que daban el último toque a las cabezas y a las corbatas de sus hijos y no dejaban de mirarlos.

En cuanto entré con mi familia en el palco que nos correspondía, vi en otro de enfrente a la maestrita de la pluma roja, con sus graciosos hoyuelos, que se reía, y con ella a la maestra de mi hermano, así como a la «monjita», vestida de negro, y mi maestra de primero superior; pero la pobre estaba tan pálida y tosía tan fuerte, que se le oía desde todas partes. En el patio de butacas distinguí enseguida la simpática cara de Garrone y la pequeña cabeza rubia de Nelli, que estaba muy pegado a él. Algo más allá vi a Garoffi, con su nariz de lechuza, que se afanaba para recoger listas impresas de los que iban a recibir el premio, y ya tenía un buen fajo de ellas, seguramente para alguno de sus negocios… Mañana lo sabremos. Cerca de la puerta se hallaba el vendedor de leña juntamente con su mujer vestidos de fiesta, al lado de su hijo que con no pequeño asombro mío no llevaba la gorra de piel de gato ni el jersey color chocolate, sino que estaba trajeado como un señorito. En una galería vi unos instantes a Votini, con su gran cuello bordado, pero enseguida desapareció. En un palco de proscenio, lleno de gente, estaba el capitán de Artillería, padre de Robetti, el de las muletas.

Al dar las dos, empezó a tocar la banda de música y al mismo tiempo subieron por la escalera de la derecha el señor Alcalde, el Gobernador, el Secretario, el Inspector y muchos otros señores, todos vestidos de negro, que tomaron asiento en los sillones rojos colocados en la parte delantera del escenario.

Cuando la banda cesó de tocar, se adelantó el director de canto de las escuelas con la batuta en la mano. A una señal suya todos los chicos del patio de butacas se pusieron de pie, y a otra, empezaron a cantar. Eran setecientos los que interpretaban una bellísima canción. ¡Qué gusto daba oír aquel inmenso coro! Todos escuchaban inmóviles. Era un canto dulce, de voces claras, tan lento como uno de iglesia. Cuando callaron, todos aplaudieron y luego guardaron completo silencio.

Iba a comenzar la distribución de premios. Mi maestro de la sección segunda ya se había adelantado, con su cabeza rubia y sus avispados ojos, por ser el encargado de leer los nombres de los premiados. Se esperaba que entrasen los doce chicos designados para ir dando los diplomas. Los periódicos ya habían anunciado que serían muchachos de todas las regiones italianas. Todos lo sabían y los esperaban, mirando con curiosidad hacia la parte por donde debían hacer su aparición. También guardaban silencio el señor Alcalde y demás señores de los sillones rojos.

De pronto aparecieron contentos y sonrientes los doce, que subieron rápidamente al escenario, donde se situaron en correcta formación. Las tres mil personas que llenaban el teatro se pusieron de pie súbitamente, oyéndose un estruendoso aplauso. Los chicos permanecieron unos instantes como aturdidos.

—¡Eso es Italia! —dijo una voz.

Enseguida reconocí a Coraci, el calabrés, vestido de negro, como siempre. Un señor del Ayuntamiento, que estaba con nosotros y conocía a todos, le iba diciendo a mi madre:

—Aquel pequeño rubio es el representante de Venecia. El romano es el otro alto y con el pelo rizado.

Había dos o tres bien trajeados; los demás eran hijos de obreros, aunque todos estaban limpios y aseados. El florentino, que era el más pequeño, llevaba una faja azul en la cintura. Pasaron todos por delante del señor Alcalde, que fue besándolos en la frente mientras que un señor sentado junto a él le decía por lo bajo y sonriendo los nombres de las ciudades:

—Florencia, Nápoles, Bolonia, Palermo… —y el teatro aplaudía conforme iban pasando. Luego todos ellos se acercaron a la mesita verde para tomar los diplomas. El maestro empezó a leer la lista, mencionando los grupos escolares, las secciones y las clases a que pertenecían, así como los nombres de los premiados, y éstos comenzaron a subir, según los iban nombrando, al escenario.

Apenas habían subido los primeros cuando empezó a oírse por detrás del escenario una suave música de violines, que no cesó mientras desfilaban los agraciados. Era una melodía grata al oído, que parecía un murmullo de muchas voces en sordina, las de las madres, maestros y maestras, como si todos a una les diesen consejos, rezasen por ellos o les hicieran amorosas reconvenciones. Entretanto, los premiados desfilaban uno a uno por delante de los señores sentados en los sillones rojos, que les iban entregando los diplomas, diciendo a cada uno unas palabritas o haciéndoles una caricia. Los muchachos de las butacas y de las galerías aplaudían cada vez que pasaba alguno muy pequeño o más pobremente vestido. Había algunos de primero superior que, una vez en el escenario, se confundían y no sabían hacia dónde tenían que dirigirse, provocando una risa general. Pasó uno que apenas tendría tres palmos de alto, con un gran lazo color de rosa en la espalda, que a duras penas podía andar, el cual tropezó en la alfombra y cayó; el Gobernador le levantó y fue motivo de risa y de aplausos. Otro se resbaló por la escalerilla, yendo a parar al patio de butacas; aunque se oyeron gritos de alarma, no se hizo daño alguno. Fueron desfilando chicos de toda clase, caritas de galopines, semblantes asustados, algunos tan encarnados como la grana, chiquitines graciosos que a todos sonreían, y en cuanto volvían a donde estaban sus padres, las mamás los cogían y se los llevaban.

Cuando tocó la vez a nuestro grupo, ¡entonces sí que me divertí! Pasaban muchos a los que conocía. Entre ellos Coretti, vestido de nuevo de pies a cabeza, con su risueño y alegre semblante, enseñando sus blancos dientes, y sin embargo, nadie podía saber los quintales de leña que habría llevado a sus espaldas por la mañana. Al entregarle el diploma, el señor Alcalde le preguntó qué era una señal roja que tenía en la frente, manteniendo entretanto una mano sobre su hombro. Yo busqué con la vista a su padre y a su madre por el patio de butacas, y observé que se reían, tapándose la boca con una mano. Luego pasó Derossi, luciendo un bonito traje azul con botones dorados que brillaban mucho y sus dorados rizos, esbelto, decidido, con la frente alta, tan simpático como siempre; de buena gana le habría dado un abrazo; los señores le decían algo y le daban la mano.

El maestro gritó después:

—¡Julio Robetti!

Vimos avanzar al hijo del capitán de Artillería, apoyándose en sus muletas. Cientos de muchachos conocían el hecho heroico y al momento corrió la noticia por el inmenso salón estallando una salva de aplausos y de vítores que hizo temblar las paredes; los hombres se pusieron de pie, las señoras empezaron a agitar sus pañuelos, y Robetti se detuvo en medio del escenario aturdido y tembloroso… El señor Alcalde, le puso junto a sí, le entregó el premio, le dio un beso, y, sacando del respaldo del sillón la coronita de laurel, se la puso en la almohadilla de la muleta… Después lo acompañó hasta el palco del proscenio donde estaba el capitán, su padre, quien lo tomó y subió en vilo al interior, en medio de vítores y aclamaciones. Entretanto continuaba la suave y grata música de los violines y seguían desfilando los chicos premiados: los del grupo de la Consolata, en su mayoría hijos de comerciantes; los del grupo de «Vanquiglia», hijos de trabajadores; los del grupo de «Boncompagni», muchos de ellos hijos de agricultores; los de la escuela «Ranieri», que fue la última.

En cuanto terminó el reparto de premios, los setecientos chicos de las butacas entonaron una canción muy bonita; después habló el señor Alcalde y a continuación el Secretario, que terminó diciendo:

—…No salgáis de aquí, queridos niños, sin antes enviar un saludo a quienes tanto se afanan por vosotros, a los que os dedican todas las energías de su inteligencia y de su corazón, y que viven y mueren por vosotros.

Y señaló la galería de los maestros.

Entonces se levantaron los chicos que había en el teatro y tendieron los brazos hacia las maestras y los maestros, que contestaron moviendo las manos, los sombreros y los pañuelos, de pie y visiblemente emocionados.

Por último tocó otra vez la banda de música y el público dedicó un postrero y estruendoso aplauso a los chicos representantes de las regiones italianas, que se presentaron en el escenario en fila y con los brazos entrelazados, bajo una lluvia de ramos de flores.

La disputa

Lunes, 20

Puedo asegurar que no ha sido la envidia por haber recibido él un premio y yo no, el motivo de la disputa que esta mañana he tenido con Coretti. No ha sido por envidia, pero reconozco que he obrado mal.

El maestro le puso junto a mí. Yo estaba escribiendo en mi cuaderno de caligrafía; él me dio un empujoncito en el codo y me hizo echar un borrón hasta manchar el cuento mensual, Sangre romañola, que debía copiar para el albañilito, que está enfermo. Yo me enfadé y le dije una palabrota. El me contestó sonriendo:

—No lo he hecho adrede.

Debería haberle creído, pues le conozco bien; sin embargo, me desagradó que se sonriese y pensé: «Éste se siente orgulloso porque le han dado el premio»; y luego, para vengarme, le di un empujón que le estropeó la plana. Entonces, montando en cólera, me dijo:

—¡Tú sí que lo has hecho aposta! —Y levantó la mano, que retiró de inmediato porque le observaba el maestro. Pero añadió en voz baja—: ¡Te espero a la salida!

Yo me quedé mortificado, se me desvaneció la furia y me arrepentí en mi interior.

No; ciertamente no podía haberlo hecho Coretti con mala intención. Es buen muchacho, pensé. Me acordé de cómo le había visto en su casa trabajar, atender a su madre enferma y la alegría con que después le recibí en mi casa y la buena impresión que había causado a mi padre. ¡Cuánto habría dado por no haberle dicho aquella palabrota ni haberme portado tan soezmente con él! Me acordé del consejo de mi padre: «¿Has obrado mal? Pues pide perdón». Sin embargo no quería hacerlo, me avergonzaba tener que humillarme. Le miraba de reojo; veía la malla de su jersey abierta por la espalda, quizá de la mucha leña que había tenido que transportar, notaba que me inspiraba gran afecto, y decía para mí: «Ten valor»; pero la palabra «perdóname» se me quedaba en la garganta. El también me miraba de reojo, de vez en cuando, y me parecía que estaba más apesadumbrado que enfadado. Pero entonces yo le miraba con gesto adusto para darle a entender que no le tenía miedo. El me repitió:

—Nos veremos las caras cuando salgamos.

—Sí, nos las veremos —le contesté.

Pero pensaba en lo que me aconsejaba mi padre: «Si te ofenden, defiéndete; pero sin llegar nunca a pelearte». Y en conformidad con tal máxima pensaba, efectivamente, defenderme, pero sin pelearme a golpes y puñetazos. Sin embargo estaba muy nervioso y apesadumbrado, y ni siquiera seguía las explicaciones del maestro.

Por fin llegó el momento de salir. Cuando estuve solo en la calle vi que me seguía Coretti. Me detuve y le esperé con la regla en la mano. El se me acercó, yo levanté la regla en son de amenaza y él me dijo, sonriendo amablemente y apartándome la regla:

—No, Enrique; seamos tan amigos como antes.

Por un momento me quedé aturdido y sin saber qué hacer, pero luego, como si una mano me hubiese empujado por la espalda, me encontré entre sus brazos. El magnífico compañero me dio un beso y me dijo:

—Nada de enfados entre nosotros, ¿no te parece?

—Sí, tienes razón —le respondí.

Y nos separamos contentos.

Cuando llegué a casa y se lo conté todo a mi padre, creyendo que le agradaría, se enojó y me dijo:

—Tú debías haber sido el primero en tenderle la mano, puesto que habías faltado. —Luego añadió—: ¡No debiste usar la regla con un compañero mejor que tú, sobre el hijo de un antiguo soldado!

Y, tomándome la regla, la hizo dos pedazos y la tiró contra la pared.

Mi hermana

Viernes, 24

¿Por qué, Enrique, después de afearte nuestro padre tu mal comportamiento con Coretti, has sido tan descortés conmigo? No puedes figurarte lo mucho que me ha dolido. ¿No sabes que cuando eras pequeñín pasaba horas enteras junto a tu cuna en lugar de ir a jugar con mis amigas y que cuando estabas enfermo saltaba todas las noches de la cama para ver si tenías fiebre? ¿No sabes tú que ofendes a tu hermana, que, si sobre nosotros se abatiera una tremenda desgracia, te haría de madre y te querría como a un hijo? ¿No sabes que, cuando nuestro padre y nuestra madre ya no existan, seré yo tu mejor amiga, la única con quien podrás hablar de nuestros difuntos y de tu infancia, y que si fuese preciso trabajaría para sostenerte y proveer a tus estudios, y que te querré aun cuando seas mayor, que te seguiré con el pensamiento cuando te encuentres lejos, siempre, porque hemos crecido juntos y tenemos la misma sangre? ¡Oh, Enrique! Ten por cierto que si cuando seas hombre te sucede alguna desgracia y, encontrándote solo, vinieras a decirme: «Silvia, hermana mía, déjame estar contigo; hablemos de cuando éramos dichosos, ¿te acuerdas? Hablemos de nuestra madre, de nuestra casa, de aquellos venturosos días tan lejanos», entonces, Enrique, encontrarás a tu hermana con los brazos abiertos.

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