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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (14 page)

—Como una hora. Hasta que se seque.

Leo la siguiente carta y Aibileen responde con la misma rapidez. Tras cuatro o cinco consejos, respiro aliviada.

—Gracias, Aibileen. No tienes ni idea de cuánto me sirve tu ayuda.

—No hay de qué. Mientras Miss Leefolt no me necesite
pa
otros menesteres...

Recojo mis papeles y le doy un último sorbo a mi refresco, permitiéndome cinco segundos de relax antes de marcharme a escribir la columna. Aibileen comienza a limpiar brotes de helecho. La habitación está en silencio, a excepción de la radio en la que suena, muy bajito, el sermón del predicador Green, como de costumbre.

—Aibileen, ¿de qué conocías a Constantine? ¿Erais parientes?

Aibileen mueve nerviosa los pies enfrente del fregadero.

—No. Estábamos... en el mismo grupo de amigas de la iglesia.

Siento un amargo picor que se ha convertido en algo habitual cuando hablo de Constantine.

—Ni siquiera dejó una dirección. Yo... No me puedo creer que se marchara así.

Aibileen parece estudiar con mucho detenimiento los brotes de helecho.


Güeno,
no se fue por su propia
voluntá.

—¡Sí lo hizo! Mi madre dice que se despidió ella misma, allá por marzo. Que se fue a Chicago a vivir con unos parientes.

Aibileen toma otro brote de helecho y se pone a lavar su largo tallo y su punta curvada y verde.

—No fue así, mamita —niega, tras una pausa.

Me cuesta unos segundos ser consciente de lo que me está contando.

—Aibileen —digo, intentando que me mire a los ojos—, ¿estás diciendo que Constantine fue despedida?

Pero el rostro de Aibileen se ha vuelto impenetrable, como un cielo azul.

—Creo que no me acuerdo bien —contesta.

Soy consciente de que piensa que ya me ha contado demasiado para ser yo una mujer blanca. Se oye gritar a Mae Mobley, y Aibileen se disculpa y sale por la puerta. Pasan unos segundos antes de que me dé cuenta de que debo irme a mi casa.

Cuando entro en casa, diez minutos más tarde, encuentro a mi madre leyendo en la mesa del comedor.

—Madre —digo, apretando mi cuaderno contra el pecho—, ¿despedisteis a Constantine?

—Que si hicimos... ¿qué? —me pregunta Madre.

Pero sé que me ha oído bien, porque ha posado sobre la mesa el boletín de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana. Sólo una pregunta comprometida podría apartarla de una lectura tan apasionante.

—Eugenia, ya te expliqué que su hermana se puso enferma, así que se marchó a Chicago con su familia —responde—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Alguien te ha contado otra cosa?

Ni en un millón de años mencionaría a Aibileen.

—Esta tarde oí decir algo en la ciudad.

—¿Quién podría contar algo así? —Madre entrecierra los ojos tras sus gafas de leer—. Seguro que ha sido algún negro.

—¿Qué le hiciste, Madre?

Madre se humedece los labios y me lanza una larga y penetrante mirada por encima de sus lentes bifocales.

—No lo entenderías, Eugenia. No, mientras no hayas tenido una sirvienta tú misma.

—¿La... despediste? ¿Por qué?

—Eso no importa ahora. Es algo que ya pasó y no tengo intención de volver a pensar en ello.

—Pero madre, ella me crió. ¡Cuéntame ahora mismo lo que sucedió! —exijo, molesta por el deje chillón de mi voz y el aire infantil de mi petición.

Madre levanta las cejas ante el tono de mi voz y se quita las gafas.

—Fueron cosas de negros. Es cuanto te puedo decir.

Se pone las gafas de nuevo y regresa a la lectura de su boletín de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana.

Estoy temblando de ira. Subo corriendo las escaleras. Me siento ante la máquina de escribir, atónita ante la idea de que mi madre haya podido deshacerse de alguien que le hizo el mayor favor de su vida: educar a sus hijos, enseñarme a ser buena y tener dignidad. Contemplo mi habitación, con su papel de color rosa, las cortinas de rieles, las amarillentas fotografías de familia en la pared, que ahora me resultan tan deleznables... Constantine se pasó veintinueve años trabajando para nosotros.

Durante la siguiente semana, Padre se levanta antes de que amanezca. Me despierto con el ruido de los motores de las camionetas, el traqueteo de las cosechadoras y los gritos de los trabajadores para darse prisa. Los campos están marrones y crujen con tallos muertos de algodón ya defoliados para que las máquinas puedan recoger los capullos. La hora de la cosecha ha llegado.

Durante la época de cosecha, Padre no deja de trabajar ni tan siquiera para ir a misa. Sin embargo, el domingo por la noche, después de la cena y antes de que se vaya a dormir, le abordo en el oscuro recibidor de casa:

—Papá, ¿puedes contarme qué pasó con Constantine? —Está hecho polvo y suspira sin darme una respuesta—. ¿Cómo pudo Madre despedirla, papá?

—¿Qué? Cariño, Constantine se marchó. Sabes que tu madre nunca la despediría.

Parece decepcionado conmigo por hacerle una pregunta como ésa.

—¿Sabes dónde fue? ¿Tienes su dirección?

Niega con la cabeza.

—Pregúntale a tu madre, ella sabrá. —Me palmea en el hombro—. A veces la gente tiene que marcharse, Skeeter. A mí también me habría gustado que se quedara con nosotros.

Se arrastra por el pasillo hacia la cama. Es un hombre demasiado sincero para esconderme algo, así que estoy convencida de que no tiene más información sobre lo que sucedió.

Esa semana, como todas a partir de entonces, me paso de nuevo por casa de Elizabeth para hablar con Aibileen. Mi amiga parece cada vez más disgustada con lo que hacemos. Cuanto más tiempo me quedo en la cocina, más entra Elizabeth con nuevas tareas para Aibileen hasta que me marcho: que si debe sacar brillo a los pomos de las puertas, que si hay que quitar el polvo de encima del frigorífico, que si tiene que cortarle las uñas a Mae Mobley... Aibileen me dispensa un trato cordial, pero guarda las distancias conmigo. Siempre permanece de pie junto al fregadero y nunca deja de trabajar mientras hablamos. No tardo en entregar mis textos con adelanto y Mister Golden se muestra complacido con mi columna. Las dos primeras apenas me costó veinte minutos escribirlas.

Cada semana, le pregunto a Aibileen por Constantine. ¿No podría conseguirme su dirección? ¿No podría explicarme por qué la despidieron? Debió de montarse una buena, porque no me imagino a Constantine agachando la cabeza, diciendo «Está bien, señora» y marchándose por la puerta de atrás. Cuando madre le echaba la bronca porque había encontrado una cucharilla sucia, Constantine le servía su tostada quemada durante una semana. No quiero pensar cómo podrían llevar entre las dos un despido.

De todos modos, no importa mucho, porque lo único que hace Aibileen es encogerse de hombros y afirmar que no sabe nada.

Una tarde, después de preguntarle cómo eliminar las manchas resistentes de la bañera (en mi vida he limpiado una bañera), vuelvo a casa. Paso por el cuarto de estar y veo que la televisión está encendida. Pascagoula la mira de pie, a apenas diez centímetros de la pantalla. Oigo que están hablando de la Universidad de Misisipi y en las borrosas imágenes puedo ver a un grupo de hombres blancos con trajes oscuros arremolinándose alrededor de la cámara. Me acerco al aparato y veo a un hombre de color, más o menos de mi edad, en medio de la turba de blancos, protegido por militares. La cámara gira y aparece el rectorado de mi universidad. El gobernador Ross Barnett está allí, de brazos cruzados, mirando desafiante a los ojos al alto chico negro. Junto al gobernador aparece el senador Whitworth, con cuyo hijo una vez Hilly intentó organizarme una cita a ciegas.

Contemplo la escena embobada. No estoy alegre ni molesta ante la noticia de que vayan a admitir por primera vez a un negro en la Universidad de Misisipi, sólo sorprendida. Sin embargo, Pascagoula parece tan emocionada que puedo oír su respiración acelerada. Permanece inmóvil, sin darse cuenta de que estoy justo detrás de ella. Roger Sticker, un presentador local, está nervioso, sonríe y habla muy rápido.

—El presidente Kennedy ha ordenado al gobernador que se aparte y deje pasar a James Meredith. Repito, el presidente de Estados...

—¡Eugenia, Pascagoula! ¡Apagad ese trasto ahora mismo!

Pascagoula se gira bruscamente y nos ve a Madre y a mí. Agacha la cabeza y abandona la estancia a toda prisa.

—No pienso tolerarlo, Eugenia —suspira Madre—. No voy a permitir que les apoyes en cosas como éstas.

—¿Apoyarles? Mamá, sólo estamos viendo las noticias.

Madre toma aire y dice:

—No está bien que veáis las noticias juntas.

Cambia de canal, y se detiene en una reposición vespertina del
Show de Lawrence Welk.

—Mira, ¿no te parece que esto es mucho más entretenido?

En un fresco sábado de finales de septiembre, con el algodón ya cosechado y los campos vacíos, Padre trae a casa un nuevo televisor en color y pone el viejo, en blanco y negro, en la cocina. Sonriente y orgulloso, enchufa su nuevo receptor en el cuarto de estar y el partido de fútbol entre la Universidad de Misisipi y su eterno rival, la Universidad de Louisiana, retumba por casa el resto de la tarde.

Madre, por descontado, está pegada a los colores de la pantalla, soltando exclamaciones de admiración ante los vibrantes rojos y azules de los jugadores. Ella y Padre son unos fanáticos de los Rebels, el equipo de mi universidad. Madre lleva puestos unos pantalones con los colores del equipo, a pesar del sofocante calor, y tiene extendida sobre la silla la vieja manta de la hermandad Kappa-Alfa de los tiempos universitarios de Padre. Nadie menciona a James Meredith, el estudiante de color al que la institución acaba de admitir.

Me dirijo a la ciudad en el Cadillac. Madre no se explica cómo puede ser que no me interese quedarme viendo al equipo de mi universidad corriendo detrás de una pelota. Pero sé que Elizabeth y su familia están viendo el partido en casa de Hilly, así que Aibileen se ha quedado sola en casa, trabajando. Espero que le resulte un poco más cómodo hablar conmigo sin Elizabeth rondando por ahí. Lo cierto es que tengo la esperanza de que me cuente algo, lo que sea, sobre Constantine.

Aibileen me abre la puerta y la sigo a la cocina. Apenas se la nota algo más relajada por el hecho de que la casa esté vacía. Contempla la mesa de la cocina, como si hoy se atreviera a sentarse, pero cuando la invito a acompañarme, responde:

—No, estoy bien de pie. Siéntese
usté.

Saca un tomate de una bolsa de papel y empieza a pelarlo con un cuchillo.

Me apoyo en la encimera y le presento el último acertijo para resolver: cómo evitar que los perros revuelvan los cubos de la basura que el vago de tu marido siempre saca a la calle el día que no hay recogida y no se entera porque se pasa todo el tiempo borracho.

—Que ponga un poco de
neumoniaco
en la basura. Los chuchos no volverán a acercarse a los cubos.

Tomo nota del consejo, corrigiendo
«neumoniaco»
por «amoniaco», y saco la siguiente carta. Cuando levanto la mirada, Aibileen me está sonriendo.

—No quisiera ser grosera, Miss Skeeter, pero... ¿no es un poco extraño que sea
usté
la nueva Miss Myrna cuando no sabe
na
sobre tareas del
hogá?

Esta mujer me acaba de presentar la realidad de una forma muy distinta a como lo hizo mi madre hace un mes. En esta ocasión, me echo a reír y le cuento lo que todavía no he confesado a nadie: las llamadas de teléfono a Nueva York, el currículo que envié a Harper & Row, que me encantaría ser escritora, los consejos que me dio Elaine Stein... Es agradable poder contárselo a alguien.

Aibileen asiente y pasa el cuchillo por otro tomate rojo y maduro.

—A mi pequeño Treelore le gustaba mucho
escribí.

—No sabía que tuvieras un hijo.

—Murió. Hace dos años.

—¡Oh, cuánto lo siento!

Por un momento, en la cocina sólo se oye al predicador Green y el sonido de las mondas del tomate al caer en el fregadero.

—Sacaba sobresalientes en
tos
los exámenes de lengua. Luego, cuando era más
mayó,
se agenció una máquina de
escribí
y empezó a
trabajá
en una idea... —Los hombros plisados de su uniforme se hundieron—. Decía que iba a
escribí
un libro él solito, ¡sí
señó!

—¿Sobre qué escribía? Si no te importa contármelo, claro...

Aibileen se queda callada unos instantes, mientras sigue pelando tomates sin parar.

—Había
leío
un libro que se llamaba
El hombre invisible.
Cuando lo terminó, dijo que iba a
escribí
sobre cómo es la vida de un negro que trabaja
pa
los blancos en Misisipi.

Aparto la mirada, consciente de que en este punto Madre abandonaría la conversación. Sonreiría y cambiaría de tema: lo difícil que resulta sacar brillo a la plata, el precio del arroz...

—Yo también leí
El hombre invisible,
aunque más tarde —prosigue Aibileen—. Me gustó mucho.

Asiento, aunque no conozco la obra. Nunca pensé que Aibileen leyera.

—Escribió unas cincuenta páginas —añade—. Dejé que su novia, Frances, se las quedara.

Aibileen deja de pelar. Veo que su garganta se mueve y luego traga saliva.

—Por
favó,
no le cuente esto a nadie —me ruega, bajando la voz—. Quería
escribí
sobre su patrón blanco.

Se muerde el labio y me sorprende que todavía tema por él. Aunque haya perdido a su hijo, el instinto protector todavía pervive en ella.

—No te preocupes. Gracias por contármelo, Aibileen. Me parece una idea... muy valiente.

Mantiene mi mirada por un momento. Luego, sostiene otro tomate y se dispone a hundir el cuchillo en la piel. La contemplo, esperando que brote el jugo rojo. Pero Aibileen se detiene antes de cortarlo y observa la puerta de la cocina.

—No me parece justo que no sepa lo que le pasó a Constantine. Es sólo que... Lo siento, pero no creo que esté bien contárselo...

Me quedo callada. No sé qué ha provocado que salga el tema, pero no quiero desperdiciar la oportunidad.

—Sólo
pueo
decirle que fue algo que tuvo que ver con la hija de Constantine... La chica se pasó a ver a su madre de
usté.

—¿Hija? ¡Constantine nunca me contó que tuviera una hija! Conocí a Constantine durante veintitrés años, ¿por qué me iba a ocultar algo así?

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