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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (29 page)

—Skeeter —dice Liza Presley antes de que consiga llegar a los termos de café—, he oído que estuviste en el Robert E. Lee hace unas semanas.

—¿Es cierto lo que dicen? ¿Estás saliendo con Stuart Whitworth? —me pregunta Frances Greenbow.

La mayoría de las preguntas son amables, no como las de Susie en la biblioteca. Sin embargo, me encojo de hombros intentando no darme cuenta de que cuando se pregunta a una chica normal, es información, pero cuando se pregunta a Skeeter Phelan, son noticias.

Pero es verdad. Estoy saliendo con Stuart Whitworth desde hace ya tres semanas. Hemos ido un par de veces al Robert E. Lee, incluyendo la cita desastre, y en otras tres ocasiones hemos estado bebiendo en mi porche antes de que él se marchara a Vicksburg. Incluso un día Padre retrasó su hora de acostarse a las ocho de la tarde para hablar con él. «Buenas noches, hijo. Dile al senador que apreciaríamos que sacara adelante ese proyecto de ley para reducir los impuestos a los productores agrícolas.»

Madre ha estado temblando, atrapada entre el terror a que lo estropee todo y el regocijo de descubrir, por fin, que me gustan los hombres.

El foco de atención me sigue mientras me acerco a Hilly. Las mujeres sonríen y me hacen gestos al cruzarse conmigo.

—¿Cuándo vas a volver a verlo? —Esta vez es Elizabeth, enroscando una servilleta y con los ojos como platos, como si estuviera contemplando un accidente de circulación—. ¿Te lo ha dicho?

—Mañana por la noche, en cuanto baje a la ciudad.

—¡Qué bien! —Hilly, con el botón de su gabán rojo sobresaliendo, sonríe como un niño regordete ante la vitrina de una heladería—. Haremos una cita doble, entonces.

No contesto. Preferiría que Hilly y William no vinieran con nosotros. Lo único que me apetece es estar con Stuart, que me mire a mí y sólo a mí. Un par de veces, estando a solas, me ha recogido el pelo que me caía sobre los ojos. Si hay gente con nosotros, no creo que se atreva a hacerlo.

—William llamará a Stuart esta noche. ¡Podemos ir al cine!

—De acuerdo —suspiro.

—Me muero de ganas por ver
El mundo está loco, loco, loco.
¿No te parece divertido? —exclama Hilly—. Tú y yo, y William y Stuart.

Me resulta sospechosa la forma en que ha emparejado los nombres. Como si lo importante fuera que William y Stuart estuvieran juntos, en lugar de Stuart y yo. Sé que estoy siendo paranoica, pero últimamente no me fío de nadie. Hace un par de noches, nada más cruzar el puente que lleva al barrio de color, un policía me hizo parar. Inspeccionó la camioneta con su linterna, enfocando la luz sobre mi mochila. Me pidió el permiso de conducir y me preguntó adonde me dirigía.

—Le llevo un cheque a mi criada... Constantine. Me olvidé de pagarle.

Otro policía apareció y se acercó a la ventanilla.

—¿Por qué me han parado? —pregunté, alzando demasiado la voz—. ¿Ha pasado algo?

El corazón se me salía del pecho. ¿Qué sucedería si se les ocurriera comprobar el contenido de la mochila?

—Unos mierdas del Norte han estado causando problemas en el Estado. Pero no se preocupe, señorita, los atraparemos —dice, acariciando su porra—. Termine sus recados y regrese pronto.

Cuando llegué a la calle de Aibileen, aparqué mucho más lejos de lo habitual. Incluso di la vuelta a la casa y entré por la puerta trasera, en lugar de por el porche de entrada. Durante la primera hora todavía estaba temblando, así que me costó bastante leer las preguntas que había escrito para Minny.

Hilly da el aviso de que faltan cinco minutos para abrir la sesión, dando unos golpes con su maza. Me dirijo a mi silla y coloco la mochila en mi regazo. Busco mi cuaderno en su interior y me topo con el librito de las leyes Jim Crow. De hecho, en la mochila está todo mi trabajo: las entrevistas a Aibileen y Minny, el bosquejo del libro, una lista de posibles criadas, un comentario sarcástico a la iniciativa de los retretes de Hilly que no me he atrevido a publicar... Todo aquello que no puedo dejar en casa por temor a que Madre fisgue en mis cosas y dé con ello. Lo guardo todo en un bolsillo lateral de la mochila, oculto por una solapa. Apenas se nota.

—Skeeter, esos pantalones de popelina te quedan genial; ¿cómo no te los había visto antes? —me dice Carroll Ringer desde unas cuantas sillas atrás.

La miro y sonrío, pensando «porque no se me ocurriría repetir la ropa que me pongo para una reunión, y a ti tampoco». Las preguntas sobre cómo visto me irritan mucho, después de tantos años con Madre acosándome todo el rato.

Siento que me tocan el hombro, me giro y veo que Hilly está metiendo la mano en mi mochila, justo en el lugar donde tengo el librito.

—¿Has traído los apuntes para el próximo boletín? ¿Es esto?

Ni tan siquiera la he notado acercarse.

—¡No! ¡Espera! —digo, arrebatándole la mochila y ocultando el librito entre mis papeles—. Tengo que... corregir un par de cosas. Te lo entrego ahora mismo.

Contengo la respiración.

Ya en el estrado, Hilly consulta su reloj mientras juguetea con la maza, deseosa de utilizarla. Deslizo la mochila debajo de la silla. Por fin se abre la sesión.

Anoto las noticias de la campaña PNHA: quién está en la lista negra, quién no ha traído todavía sus latas de comida... La agenda de eventos está llena de reuniones de comités y fiestas de presentación en sociedad de bebés. Me remuevo nerviosa en la silla, esperando que la reunión termine pronto. Tengo que devolver el coche a Madre antes de las tres.

Una hora y media más tarde, a las tres menos cuarto, salgo corriendo de la acalorada sala hacia el Cadillac. Seguro que me echarán en cara haberme marchado pronto, pero, Jesús, ¿qué es peor, la cólera de Madre o la de Hilly?

Llego a casa cinco minutos antes de las tres, tarareando
Love Me Do
y pensando que debería comprarme una minifalda como la que llevaba hoy Jenny Foushee. Dice que la ha conseguido en Nueva York, en los almacenes Bergdorf Goodman. A Madre le daría un patatús si me presento con una falda por encima de la rodilla cuando Stuart pase a recogerme el sábado.

—Madre, ya estoy en casa —grito desde el recibidor.

Saco un refresco del frigorífico y suspiro sonriente. Me siento sana, fuerte. Me dirijo a la puerta principal para recoger mi mochila y empezar a pasar a limpio las historias de Minny. Puedo notar que se muere de ganas por hablar de Celia Foote, pero en cuanto empieza a comentar algo sobre su jefa, se detiene y cambia de tema. El teléfono suena y contesto, pero es para Pascagoula. Anoto en una hoja el mensaje. Es Yule May, la criada de Hilly.

—Hola, Yule May —contesto, pensando en lo pequeña que es esta ciudad—. En cuanto vuelva, le pasaré tu mensaje.

Me apoyo en la encimera, deseando que Constantine estuviera en esta cocina como antes. Me encantaba compartir cada momento del día con ella.

Suspiro y me termino el refresco. Después salgo al porche para recoger mi mochila, pero no la encuentro. Me dirijo al coche a buscarla, pero tampoco está allí. «¡Vaya!», pienso, y subo las escaleras sintiendo que mi color se va tornando amarillo pálido. ¿He estado en mi cuarto antes? Reviso mi habitación, pero no encuentro nada. Me quedo pensando en medio del dormitorio, sintiendo que un hormigueo de terror trepa lentamente por mi espina dorsal. ¡Todo está dentro de la mochila!

«¡Madre!», pienso de repente, y bajo las escaleras a toda prisa. La busco en la sala de estar, pero entonces me doy cuenta de que ella no tiene la mochila. En ese momento me llega la respuesta, y se me paraliza todo el cuerpo. ¡Con las prisas que tenía por devolver a tiempo el coche a Madre, me la he dejado en la sede de la Liga de Damas! Entonces suena el teléfono y sé que va a ser Hilly la que llama.

Agarro el teléfono mientras Madre se despide desde la puerta principal.

—¿Diga?

—¿Cómo has podido olvidarte un trasto tan pesado? —me pregunta Hilly.

Mi amiga es de las que no tiene reparos en fisgonear las cosas de los demás. De hecho, le encanta hacerlo.

—¡Madre! ¡Espera un segundo! —le grito desde la cocina.

—¡Por Dios, Skeeter! ¿Qué llevas dentro de esta mochila? —dice Hilly.

Tengo que alcanzar a Madre, pero la voz de Hilly suena lejana, como si se estuviera agachando para abrir la bolsa.

—¡Nada! Sólo... todas esas cartas de Miss Myrna, ya sabes.

—Bueno. Me la he traído a casa, así que pásate a recogerla cuando puedas.

Madre está arrancando el coche.

—¡Vale! Ahora mismo me paso, lo que tarde en llegar.

Salgo fuera a todo correr, pero Madre ya está en la carretera. Miro a mi alrededor y tampoco veo la vieja camioneta; la estarán utilizando para repartir semillas de algodón por los campos. El nudo que siento en el estómago se aprieta, me duele y me quema como un ladrillo puesto al sol.

En la carretera veo que el Cadillac reduce la velocidad y se detiene bruscamente. Arranca, pero se para de nuevo. Después da la vuelta y regresa zigzagueando hacia casa. Gracias a un Dios, en el que nunca he confiado ni creído mucho, Madre vuelve.

—Fíjate que me he olvidado la cazuela de Sue Anne... ¿Dónde tendré la cabeza?

Me cuelo en el asiento del copiloto y espero a que regrese al coche. Cuando se sienta al volante, le digo:

—¿Me llevas a casa de Hilly? Tengo que recoger algo que me he dejado. —Me paso la mano por la frente para secarme el sudor—. Vamos, Madre, antes de que se nos haga tarde.

Pero Madre no se mueve.

—Skeeter, tengo un millón de cosas que hacer esta tarde...

El pánico asciende por mi garganta.

—Madre, por favor, llévame...

Pero el coche sigue inmóvil sobre la gravilla, con el motor al ralentí temblando como una bomba de relojería.

—Vamos a ver —dice Madre—, tengo que hacer una serie de recados personales y no creo que sea el momento adecuado para que me acompañes.

—No serán más que cinco minutos. ¡Venga, mamá!

Madre sigue con las manos enfundadas en sus guantes blancos sobre el volante y aprieta los labios.

—Resulta que tengo algo importante y confidencial que hacer esta tarde.

Dudo mucho que lo que tenga que hacer ella sea más importante que esa cosa que me asfixia en la garganta.

—¿Qué pasa? ¿Una mexicana ha pedido que la admitáis en la Asociación de Hijas de la Revolución Americana? ¿Habéis pillado a alguien leyendo el
Nuevo diccionario americano?

—Está bien —acepta Madre tras soltar un suspiro, y empieza a mover la palanca de cambios—. Vamos.

Salimos hacia la carretera a medio kilómetro por hora, con cuidado de que la gravilla no salte sobre la chapa. Al terminar la pista, Madre pone el intermitente con extremada precaución y el Cadillac trepa lentamente a la carretera. Apretando los puños, piso un acelerador imaginario. Cada vez que Madre se sienta al volante parece que sea la primera vez que conduce.

Ya en la carretera, se pone a veinte por hora y aferra el volante como si fuéramos a ciento cincuenta.

—Mamá, déjame conducir a mí.

Suspira y me sorprendo al ver que me hace caso y se detiene en la hierba de la cuneta.

Salgo y doy un rodeo a toda prisa mientras ella cambia de asiento desde el interior. Arranco el coche y lo pongo a cien rezando: «Por favor, Hilly, resiste la tentación de husmear en mis papeles...».

—¿Y qué es esa cosa tan secreta que tienes que hacer esta tarde? —pregunto.

—Voy... voy a ver al doctor Neal para hacerme unas pruebas. Unos análisis rutinarios, pero no quiero que tu padre se entere. Ya sabes cómo se pone cada vez que alguien tiene que ir al médico.

—¿Qué tipo de análisis?

—¡Nada! Una prueba de yodo para mis úlceras, la misma que me hago todos los años. Puedes dejarme en el Hospital Baptista y luego irte a casa de Hilly. Así por lo menos no tendré que preocuparme por aparcar.

La observo para ver si esconde algo más, pero está sentada con la espalda recta y bien tiesa, con su vestido azul claro y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. No recuerdo que el año pasado se hiciera esos análisis de los que habla. Aunque fuera mientras yo estaba en la universidad, Constantine me habría escrito para contármelo. Madre debe de haberlos estado manteniendo en secreto.

Cinco minutos más tarde, en el Hospital Baptista, salgo del coche para ayudarla a bajarse del asiento.

—Eugenia, por favor. Sólo porque estemos en un hospital no significa que esté inválida.

Le abro la puerta de cristal y ella entra con la cabeza muy erguida.

—Madre, ¿quieres que... te acompañe? —le pregunto, consciente de que no puedo.

Tengo que arreglar el asunto de Hilly, pero de repente me da pena dejarla así en un lugar como éste.

—Es algo rutinario. Ve a casa de Hilly y vuelve a buscarme dentro de una hora.

Observo cómo se va empequeñeciendo su figura al avanzar por el pasillo del hospital, con el bolso agarrado bajo el brazo. Soy consciente de que debo marcharme a toda prisa, pero antes de hacerlo pienso en lo frágil y endeble que se ha vuelto Madre. Solía llenar una habitación con su respiración, y ahora parece tan poca cosa... Dobla una esquina y desaparece tras la pared amarillo claro. Permanezco un segundo más observando, antes de salir corriendo hacia el coche.

Un minuto y medio más tarde estoy llamando a la puerta de Hilly. En circunstancias normales, le hablaría de Madre, pero no puedo distraerla. La primera impresión me lo dirá todo. Hilly es una gran mentirosa, aunque justo antes de que comience a hablar se puede notar si va a decir la verdad.

Hilly abre la puerta. Tiene la boca tensa y roja. Observo sus manos: están entrelazadas, como atadas con nudos. Me doy cuenta de que he llegado demasiado tarde.

—¡Vaya, sí que te has dado prisa! —dice, mientras la sigo al interior.

El corazón se me va a salir del pecho. Me parece que he dejado de respirar.

—Ahí tienes tu trasto. Espero que no te importe, he repasado alguna de las actas de la reunión.

Me quedo mirando a mi mejor amiga, intentando adivinar qué habrá leído de mis cosas. Pero ya esboza una sonrisa amplia y muy profesional. El momento revelador ha pasado.

—¿Quieres que te traiga algo de beber?

—No, gracias —respondo—. ¿Te apetece ir a jugar un poco al tenis? Hace un día magnífico.

—William tiene una reunión de campaña y luego vamos a ir a ver
El mundo está loco, loco, loco.

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