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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (26 page)

—¿No os parece la cosa más grosera que puede hacer una persona?

Hilly mira ofuscada su reloj y frunce el ceño. Es la segunda vez que Lou Anne se retrasa. No durará mucho en nuestro grupo con Hilly de por medio.

Aibileen aparece en el comedor y me esfuerzo por no mirarla más de lo debido. Tengo miedo de que Hilly o Elizabeth noten algo en mis ojos.

—¡Deja de menear el pie, Skeeter! —dice Hilly—. Haces que la mesa tiemble.

Aibileen se mueve por la estancia dando tranquilas zancadas con su uniforme blanco, sin que se le escape ni una pizca de la complicidad que existe entre nosotras. Supongo que tiene experiencia en ocultar sus sentimientos.

Hilly baraja y reparte una mano de canasta. Intento concentrarme en el juego, pero hay pequeños detalles que revolotean por mi mente cada vez que miro a Elizabeth: Mae Mobley usando el retrete del garaje, que su frigorífico es tan pequeño que Aibileen no puede guardar en él la comida... Detalles de los que ahora estoy enterada.

Aibileen me ofrece una galleta en una bandeja de plata y me llena el vaso de té helado como si fuera la extraña que se supone que soy para ella. Desde que envié el texto a Nueva York he pasado un par de veces por su casa, en ambas ocasiones para llevarle libros de la biblioteca. Cada vez que la visito se pone el vestido verde con ribetes negros. A veces se quita los zapatos y los coloca debajo de la mesa. En la última ocasión, sacó un paquete de Montclair y se puso a fumar delante de mí. Eso fue un gesto que demostraba mucha naturalidad. Yo también me fumé un pitillo. Sin embargo, ahora está limpiando las migas que dejo con el raspador de plata que regalé a Elizabeth y Raleigh por su boda.

—Bueno, mientras esperamos, tengo una noticia que daros —dice Elizabeth, y al momento reconozco la mirada y el tono de confidencia, mientras se lleva la mano al estómago—. ¡Estoy embarazada!

Sonríe y le tiembla un poco el labio.

—¡Qué bien! —exclamo.

Dejo mis cartas y le acaricio el brazo. Parece que vaya a romper a llorar.

—¿Para cuándo?

—Octubre.

—Perfecto. Ya era el momento —dice Hilly, dándole un abrazo—. Mae Mobley ya empieza a ser mayor.

Elizabeth enciende un cigarrillo, mira sus cartas y concluye:

—Estamos todos muy emocionados.

Mientras jugamos unas cuantas manos de prueba, Hilly y Elizabeth hablan sobre nombres para niños. Intento participar en la conversación.

—Si es un chico, tiene que ser Raleigh —apunto.

Hilly habla sobre la campaña de William. Su marido se presenta a senador del Estado en otoño, aunque no tiene experiencia política.

Siento un gran alivio cuando Elizabeth le dice a Aibileen que sirva la comida.

Cuando Aibileen regresa con la ensalada de gelatina, Hilly se pone tiesa en la silla y dice:

—Querida Aibileen, tengo un abrigo viejo para ti, y una bolsa con ropa usada de mi madre. —Se limpia la boca con la servilleta—. Así que, después de recoger la mesa, pásate por el coche y llévatelos, ¿entendido?

—Sí, señora.

—No te vayas a olvidar. No pienso traer todo eso otra vez.

—¿Has visto, Aibileen, qué amable es Miss Hilly? —dice Elizabeth—. Anda, sal ahora a recoger esa ropa.

—Sí, señora.

Cuando se dirige a una persona de color, Hilly sube tres octavas el tono de voz. Elizabeth, por su parte, sonríe como si estuviera hablando con un niño, aunque con su propia hija no utiliza ese tono. Empiezo a darme cuenta de muchas cosas que antes no notaba.

Cuando aparece Lou Anne Templeton ya nos hemos terminado nuestro plato de gambas con sémola y estamos con el postre. Hilly se muestra sorprendentemente indulgente. A fin de cuentas, ha llegado tarde porque estaba ocupada con un deber de la Liga de Damas.

Más tarde, felicito de nuevo a Elizabeth y me dirijo a mi coche. Aibileen está fuera recogiendo un abrigo usado de 1942 y otras ropas viejas que, por alguna razón, Hilly no quiere entregar a su propia criada, Yule May. Hilly se acerca a mí y me pasa un sobre.

—Para el boletín de la próxima semana. ¿Me aseguras que lo incluirás por mí?

Afirmo con un gesto y Hilly regresa a su automóvil. Cuando Aibileen abre la puerta para entrar en casa, gira el rostro y me mira. Muevo la cabeza y articulo con mis labios la palabra «nada». Me hace una señal de «comprendido» y se mete dentro.

Esa noche trabajo en el boletín de la Liga, aunque desearía estar ocupada con las historias de Aibileen. Repaso las actas de nuestra última reunión y abro el sobre de Hilly. Encuentro una página escrita con su letra, basta y redondeada:

Hilly Holbrook les presenta la Iniciativa de Higiene Doméstica, una medida de prevención de enfermedades. Es preciso instalar económicos retretes en el garaje o el jardín de las casas que no dispongan de lavabos para el servicio.

Queridas damas, ¿conocían ustedes estos datos?:

—El 99 por ciento de todas las enfermedades de la gente de color se transmiten por la orina.

—Los blancos podemos quedar incapacitados de por vida debido a estas enfermedades, ya que no tenemos el mismo sistema inmunitario que posee la gente de color debido a su pigmentación oscura.

—Algunos gérmenes propios de los blancos pueden ser dañinos para los negros.

Protégete, protege a tus hijos, protege a tu criada. Los Holbrook les decimos: ¡Gracias!

El teléfono suena en la cocina y casi me caigo por las escaleras mientras bajo como una loca para responder, pero Pascagoula llega antes.

—Residencia de Miss Charlotte.

Observo cómo la flaquita Pascagoula asiente en el aparato y dice:

—Sí, señora, está en casa.

Y me pasa el teléfono con sus manos mojadas.

—Eugenia al aparato —respondo a toda prisa.

Padre está en el campo y Madre tiene una cita con el médico en la ciudad, así que me llevo el teléfono a la mesa de la cocina.

—Le habla Elaine Stein.

Contengo la respiración y digo:

—Hola, ¿qué tal? ¿Recibió mi sobre?

—Lo recibí —contesta, y durante unos segundos sólo escucho su respiración. Después añade—: Esa tal Sarah Ross... Me gustaron sus historias. Le encanta quejarse, pero sin pasarse... parece una
yiddish.

No tengo ni idea de lo que significa
«yiddish»,
pero supongo que debe de ser algo bueno.

—Sin embargo, todavía soy de la opinión de que un libro de entrevistas no puede funcionar. No es ficción, pero tampoco es no ficción. Quizá se pueda calificar como antropológico, pero éste es un término que detesto.

—Pero a usted... ¿le gustó?

—Eugenia —dice, soltando una larga bocanada de humo de su cigarrillo sobre el auricular—, ¿has visto la portada de la revista
Life
de esta semana?

He estado tan ocupada que hace un mes que no veo la portada de
Life
ni de ninguna otra revista.

—Querida, Martin Luther King acaba de anunciar una gran marcha sobre Washington D.C. y ha invitado a todos los negros de América a unirse, y también a los blancos. Nunca se había visto a tantos blancos y negros haciendo algo juntos desde los tiempos de
Lo que el viento se llevó.

—Sí, he oído algo acerca de esa... marcha —miento.

Me tapo los ojos, deseando haber leído el periódico esta semana. Parezco una idiota.

—Te aconsejo que escribas el libro, y rápido. La marcha es en agosto, y deberías tenerlo listo para Año Nuevo.

Sofoco un grito. ¡Me está pidiendo que escriba! Me está diciendo...

—¿Esto significa que lo van a publicar? ¿Si lo tengo listo para...?

—Yo no he dicho eso —me corta bruscamente—. Lo leeré. Cada semana me llegan centenares de manuscritos y los rechazo casi todos.

—Lo siento. Yo... lo escribiré —digo—. Para enero estará terminado.

—Cuatro o cinco entrevistas no serán suficientes para llenar un libro. Necesitarás una docena, o puede que más. Supongo que tienes ya todas las entrevistas programadas, ¿verdad?

Me muerdo los labios y digo:

—Sí, casi todas.

—Muy bien. Entonces, sigue adelante, antes de que se pase todo esto de los derechos civiles.

Esa misma tarde me presento en casa de Aibileen y le entrego tres nuevos libros de su lista. La espalda me duele de pasar tanto tiempo inclinada sobre la máquina de escribir. Hoy he anotado el nombre de todas las personas que conozco que tienen criada (que son todas mis amigas) y el nombre de las sirvientas, aunque no me he podido acordar de muchos.


¡Grasias!
¡Ay,
Señó,
fíjate en esto! —me sonríe, pasando las primeras páginas de
Walden,
como si quisiera empezar a leerlo en ese mismo momento.

—He hablado con Miss Stein esta tarde —le cuento.

Las manos de Aibileen se congelan sobre el libro.

—Sabía que algo iba mal, lo he
notao
en su cara.

Tomo aire y anuncio:

—Dice que le han gustado mucho tus historias, pero que... no sabe si se publicará hasta que no le enviemos todo el libro —digo, tratando de que mi voz suene optimista—. Tenemos que terminar para Año Nuevo.

—Bueno, eso son buenas noticias, ¿no?

Afirmo con un gesto de la cabeza, y trato de sonreír.


Pa
enero —suspira Aibileen, mientras se levanta y sale de la cocina.

Al poco rato regresa con un calendario de pared de caramelos Tom's, lo extiende sobre la mesa y comienza a estudiar los meses.

—Ahora parece que queda lejos, pero enero está a sólo dos, cuatro, seis... diez páginas. Antes de que nos demos cuenta, lo tenemos encima —protesta.

—También me ha dicho que tenemos que entrevistar por lo menos a una docena de criadas para que lo tenga en cuenta —le explico.

La angustia empieza a hacerse manifiesta en mi voz.

—Pero... si no tiene a ninguna otra criada
pa entrevistá,
Miss Skeeter.

Aprieto los puños y cierro los ojos.

—No sé a quién pedírselo, Aibileen —digo, alzando la voz. Llevo las cuatro últimas horas dándole vueltas a este asunto—. A ver, ¿a quién conozco yo? ¿A Pascagoula? Si se lo pido, Madre lo descubrirá. ¡Yo no soy la que más criadas conoce aquí!

Aibileen baja la mirada y siento deseos de echarme a llorar. ¡Joder, Skeeter! En cuestión de segundos, acabo de volver a levantar entre nosotras todas las barreras que había conseguido derribar en los pasados meses.

—Lo siento —me apresuro a decir—. Siento haberte levantado la voz.

—No, no pasa
na.
Se supone que yo me tenía que
encargá
de
convencé
a las otras.

—¿Qué hay de la criada de Lou Anne? —digo más tranquila, consultando mi lista—. ¿Cómo se llama? ¿Louvenia? ¿La conoces?

Aibileen asiente.

—Ya se lo pedí —sigue sin levantar la vista—. Louvenia es la que tiene un nieto que se quedó ciego. Dice que lo siente mucho, pero que está
mu ocupá
cuidándolo.

—¿Y la criada de Hilly, Yule May? ¿Se lo has preguntado?

—También dice que está
mu ocupá
intentando
ahorrá pa
que sus hijos vayan a la
universidá
el año que viene.

—¿Conoces a alguna otra criada en tu parroquia a la que se lo puedas pedir?

Aibileen asiente.


Toas
ponen excusas, aunque en
realidá
lo que pasa es que tienen miedo.

—Pero ¿cuántas? ¿A cuántas se lo has preguntado?

Aibileen saca su cuaderno, ojea unas páginas y mueve los labios contando en silencio.

—Treinta y una.

Suelto un suspiro, aunque no sé de dónde me sale el aire. Sólo acierto a decir:

—Son... muchas.

Aibileen me mira a los ojos.

—No me atrevía a decírselo —confiesa, arrugando la frente—. Hasta que no tuviéramos noticias de la señora...

Se quita las gafas y puedo ver un gesto de preocupación en su rostro. Intenta ocultarlo con una sonrisa temblorosa.

—Voy a pedírselo otra vez —me dice, inclinándose hacia delante.

—Vale —musito.

Traga saliva con dificultad y asiente con la cabeza para que yo sea consciente de la sinceridad de sus palabras:

—Por
favó,
no me abandone. Permítame
seguí
en el proyecto con
usté.

Cierro los ojos. Necesito dejar de ver su rostro de preocupación durante un segundo. ¿Cómo he podido levantarle la voz?

—Aibileen, por eso no te preocupes. Estamos juntas en esto.

Al cabo de unos días, estoy al calor de la cocina, aburrida, filmándome un cigarrillo, algo que últimamente no puedo parar de hacer. Creo que me estoy convirtiendo en una «adicta», por usar la palabra que tanto le gusta a Mister Golden. «Esos imbéciles son todos unos adictos.» De vez en cuando me pide que vaya a su despacho, ojea los artículos del mes, y marca y tacha todo con un lápiz rojo mientras gruñe maldiciones.

—No está mal —termina diciendo—. Y tú, ¿cómo va todo?

—Bien.

—Entonces, todo bien.

Antes de marcharme, la gorda recepcionista me entrega mi cheque de diez dólares. En eso consiste mi trabajo de Miss Myrna.

En la cocina hace mucho calor, pero tenía que salir de mi habitación porque lo único que hago allí es darle vueltas al hecho de que todavía ninguna criada ha aceptado colaborar con nosotras. Además, tengo que fumar aquí porque es la única habitación de la casa sin ventilador en el techo que esparza la ceniza por todos los lados y lo deje todo perdido. Cuando yo tenía diez años, Padre intentó instalar uno en la cocina sin consultárselo a Constantine. Cuando ella lo descubrió, se sorprendió como si hubiera visto el coche de su jefe aparcado en el techo.

—Es para ti, Constantine, para que no pases tanto calor todo el rato en la cocina.

—No pienso
trabajá
en una cocina con
ventiladó,
Mister Carlton.

—Sí que lo harás. Ahora mismo voy a conectarlo a la corriente.

Padre trepó por la escalera mientras Constantine llenaba un cubo de agua.



bien.
Usté
mismo —suspiró—. Póngalo en marcha.

Padre encendió el interruptor y en el segundo que tardó el aparato en ponerse en marcha, la harina del pastel salió volando del bol y se esparció por la estancia. Los papelitos donde Constantine apuntaba sus recetas volaron de la encimera y se prendieron en el fuego de la cocina. La criada agarró los papeles en llamas y los hundió en el cubo de agua. Todavía hay un agujero en el techo en el lugar donde el ventilador aguantó diez minutos colgado.

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