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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (23 page)

Creo que mejor me ocupo de esa mancha otro día.

La cama está deshecha, como de costumbre, con las sábanas revueltas y puestas del revés. Siempre parece que haya habido un combate de boxeo sobre el colchón. Hago un esfuerzo para dejar de pensar en ello. Cuando empiezas a preguntarte por lo que hace la gente en la cama, terminas metiendo las narices donde no te llaman antes de que te des cuenta.

Quito la funda de una de las almohadas. El rímel de Miss Celia ha dejado en ella unas manchas en forma de mariposa. Meto en la funda las ropas que hay tiradas por el suelo para transportarlas más fácilmente. Recojo los calzoncillos doblados de Mister Johnny del puf amarillo.

—¿Cómo voy a saber si están limpios o sucios? —me pregunto.

Decido echarlos al saco. Mi lema en la limpieza del hogar es: si dudas, lávalo.

Llevo la bolsa hasta el escritorio. El moratón del muslo me duele cuando me agacho para recoger un par de medias de seda de Miss Celia.

—¿Quién eres tú?

Se me cae la bolsa.

Lentamente, retrocedo hasta que mi trasero choca con el escritorio. El hombre está plantado en la puerta y me mira con los ojos entrecerrados. Muy despacito, bajo la vista y veo que empuña un hacha.

¡Ay, Dios! No puedo refugiarme en el cuarto de baño porque él está demasiado cerca y me alcanzaría. Tampoco puedo escapar por la puerta a no ser que le dé un empujón, pero lleva un hacha. Siento unas ardientes palpitaciones en la cabeza, fruto del terror. Estoy arrinconada.

Mister Johnny me observa y balancea un poco el hacha. Inclina la cabeza y sonríe.

Hago lo único que se me ocurre: poner cara de mala, enseñar los dientes y gritar:

—¡Más le vale que se aparte y que tire el hacha!

Mister Johnny contempla el hacha, como si se hubiera olvidado de que la lleva en la mano. Luego vuelve a mirarme y nos observamos durante otro segundo. No me muevo ni respiro.

Dirige la mirada a la bolsa que se me ha caído para ver qué le estaba robando. La pernera de sus pantalones asoma por la bolsa.

—Escuche —digo, a punto de saltárseme las lágrimas—, Mister Johnny, le pedí a su
mujé
que le hablara de mí. Se lo he
pedío
un millón de veces...

Pero él se echa a reír y mueve la cabeza divertido. Parece que le resulta gracioso estar a punto de cortarme en pedacitos.

—¡Escúcheme! Le digo que se lo he
pedío...

El hombre sigue riéndose.

—Tranquila, mujer. No voy a hacerte nada —dice—. Me has asustado, nada más.

Entre jadeos, me voy acercando al cuarto de baño. Todavía lleva el hacha en la mano y la balancea suavemente.

—Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Minny —consigo articular.

Estoy a un par de metros de la salvación.

—¿Cuánto tiempo llevas viniendo, Minny?

—No mucho —contesto, y niego con la cabeza.

—¿Cuánto?

—Unas... semanas —digo, mordiéndome el labio. ¡Llevo tres malditos meses con esta mierda!

Niega con la cabeza y dice:

—Sé que llevas viniendo bastante más tiempo.

Miro la puerta del cuarto de baño. ¿De qué me servirá refugiarme dentro si no hay pestillo y el tipo lleva un hacha para derribarla?

—Tranquila, te prometo que no voy a hacer ninguna locura —dice.

—¿Y ese hacha? —digo, apretando los dientes.

Pone los ojos en blanco, posa el arma en la alfombra y la aparta de una patada.

—Ven, vamos a la cocina a charlar un poco.

Da media vuelta y empieza a andar. Miro el hacha, preguntándome si debería hacerme con ella. Sólo de verla me dan escalofríos. La empujo de una patada debajo de la cama y le sigo.

Ya en la cocina, me quedo cerca de la puerta trasera y compruebo el pomo para asegurarme de que no está cerrada con llave.

—Minny, te lo digo en serio, no pasa nada porque estés aquí —insiste.

Le miro a los ojos, intentando descubrir si me está mintiendo. Es alto, por lo menos un metro noventa. Un poco rellenito, pero fuerte.

—Supongo que va a despedirme.

—¿Despedirte? —se carcajea—. ¡Pero si eres la mejor cocinera que conozco! Mira lo que has conseguido... —Se frota la pequeña barriga que empieza a asomarle por la camisa—. ¡Demonios! No comía tan bien desde que teníamos a Cora Blue de sirvienta. ¿Sabes que ella me crió?

Respiro aliviada porque el hecho de que conozca a Cora Blue suaviza un poco las cosas.

—Sus hijos van a mi parroquia. Yo la conocía.

—¡Cómo la echo de menos! —se lamenta; se gira, abre el frigorífico, mira su interior y lo vuelve a cerrar—. ¿Sabes cuándo va a regresar Celia?

—No sé. Supongo que habrá ido a la peluquería.

—Al principio, las primeras veces que probé tus platos, creía que por fin mi mujer había aprendido a cocinar. Hasta que un sábado que tú no viniste intentó preparar unas hamburguesas y... —Se inclina sobre el fregadero y suspira—. ¿Por qué no quiere decirme que te ha contratado?

—No lo sé. A mí tampoco me lo dice.

Mister Jonhny menea la cabeza, mira al techo y contempla la mancha oscura de aquel día en que a Miss Celia se le quemó el pavo.

—Minny, a mí me importa un rábano si Celia quiere pasarse el resto de su vida sin mover un dedo. Pero ella está empeñada en hacer las cosas sola. —Enarca un poco las cejas—. A ver, ¿te haces una idea de lo que he estado comiendo hasta que llegaste a esta casa?

—Está aprendiendo. Por lo menos... lo intenta.

Trato de decirlo con aplomo, pero casi me da un ataque de risa al afirmar esto. Hay cosas sobre las que no se puede mentir.

—No me importa que no sepa cocinar. Sólo quiero que esté aquí —se encoge de hombros—, conmigo.

Se frota las cejas con la manga de su camisa blanca y ahora me doy cuenta de por qué siempre sus camisas están tan sucias. Es bastante resultón, para ser un blanco.

—No parece muy feliz —prosigue—. ¿Es por mí? ¿Por la casa? ¿Será que vivimos muy lejos de la ciudad?

—No lo sé, Mister Johnny.

—Entonces, ¿qué le pasa?

El hombre se apoya con fuerza en la encimera y se dirige de nuevo a mí:

—Dime, ¿tiene...? —Traga saliva—. ¿Tiene un lío con otro hombre?

Aunque intento evitarlo, termino compadeciéndome un poco de él, pues está tan confuso como yo con toda esta historia de su mujer.

—Mister Johnny, esas cosas no son de mi
incumbensia.
Pero puedo asegurarle que Miss Celia no tiene ningún lío con nadie.

Relaja la cabeza, aliviado.

—Tienes razón, es una pregunta estúpida.

Contemplo la puerta, preguntándome cuándo aparecerá Miss Celia. No sé qué va a hacer cuando descubra a Mister Johnny en casa.

—Mira —me comenta—, no le digas que te he visto. Prefiero que me lo cuente ella cuando se sienta preparada.

Por fin consigo esbozar mi primera sonrisa.

—Entonces, ¿quiere que siga
hasiendo
como hasta ahora?

—Cuida de ella, no me gusta que pase tanto tiempo sola en esta casa tan grande.

—Sí,
señó.
Lo que
usté
diga.

—Hoy he venido para darle una sorpresa. Iba a cortar ese árbol de mimosa que tanto odia, y luego quería llevarla a la ciudad a cenar y comprarle algunas joyas como regalo de Navidad. —Mister Johnny se dirige a la ventana, mira hacia fuera y suspira—. En fin, supongo que me iré a comer solo a algún sitio del centro.

—Le prepararé algo. ¿Qué le apetece?

Se gira y sonríe como un niño travieso. Me dirijo al frigorífico y empiezo a sacar cosas.

—¿Recuerdas esas costillas de cerdo que comimos una vez? —Empieza a morderse las uñas—. ¿Podrías preparar ese plato para esta semana?

—Las tendrá listas
pa cená
esta noche. Hay costillas en el
congeladó
. Y
pa
mañana le prepararé pollo con
dumplings.

—¡Oh! Cora Blue nos preparaba siempre ese plato.

—Siéntese, que le hago un buen sandwich de beicon pa que se lleve.

—¿Con el pan tostado?


¡Pos
claro! Un sándwich de
verdá
no se hace con el pan tierno. Y esta tarde haré una de las famosas tartas de caramelo de Minny. Y
pa
la próxima semana le voy a
prepará
bagres fritos.

Saco el beicon para el bocadillo de Mister Johnny y preparo la sartén. Los ojos del hombre son claros y grandes. Sonríe con franqueza. Le preparo el sándwich y lo envuelvo en papel de cocina. Por fin disfruto de la satisfacción de estar alimentando a alguien.

—Minny, tengo que preguntarte una cosa. Si tú te ocupas de la casa..., ¿qué demonios hace Celia durante todo el día?

Me encojo de hombros.

—Nunca he visto a una blanca tan tirada como su esposa. Siempre están
mu ocupás,
corriendo
d'aquí p'allá
como si estuvieran más
atareás
que yo.

—Necesita amigas. Le pedí a mi amigo Will si podía convencer a su mujer para que le enseñara a jugar al bridge y la introdujese en algún grupo. Sé que Hilly es la jefa de la pandilla.

Me lo quedo mirando. Quizá, si no me muevo, no sea cierto lo que acabo de oír. Por último, le pregunto:

—¿Se refiere
usté
a Miss Hilly Holbrook?

—¿La conoces?


Pos
sí —asiento, aunque me cuesta tragar saliva como si tuviera una rueda de molino metida en la garganta.

Me da algo sólo de pensar en Miss Hilly pasándose por esta casa y contándole a Miss Celia la verdad sobre la terrible trastada que le hice. De ningún modo esas dos mujeres pueden ser amigas. Pero apuesto lo que sea a que Miss Hilly haría cualquier cosa que le pidiera Mister Johnny.

—Llamaré a Will esta noche y se lo recordaré —dice, y me palmea en el hombro.

Vuelvo a pensar otra vez en esa palabra: «Verdad». En Aibileen contándoselo todo a Miss Skeeter. Si se descubre la verdad, estoy perdida. Me he enemistado con la persona equivocada, así son las cosas.

—Voy a darte mi número de la oficina. Llámame si tienes algún problema, ¿vale?

—Sí,
señó
—digo, invadida de nuevo por un terror que borra cualquier alivio que pudiera haber sentido hoy.

Miss Skeeter

Capítulo 11

Técnicamente continúa siendo invierno en casi todo el país, pero en mi casa ya están todos en tensión, dispuestos a ponerse manos a la obra con las tareas del campo. Parece que la primavera se ha adelantado bastante este año. Padre está sumido en el frenesí de la siembra y ha tenido que contratar a diez jornaleros extra para las faenas de labranza y manejo de tractores, y así conseguir que las semillas se afiancen a tiempo. Aunque el tema de la siembra no le preocupa mucho, Madre ha consultado el
Almanaque del agricultor
y, llevándose la mano a la frente, me comunica las malas noticias:

—Dicen que va a ser el año más húmedo en mucho tiempo —suspira, consciente de que el Shinalator no ha resultado muy efectivo tras aquellas primeras experiencias—. Tendré que ir a Beemon's a comprar unos cuantos botes más de laca fijadora, de la extrafuerte. —Levanta la vista del almanaque y me lanza una mirada suspicaz—. ¿Por qué te has puesto esa ropa?

Llevo mi vestido más oscuro y un par de medias negras. Además, me he cubierto el pelo con un pañuelo también negro. La verdad es que me parezco más a Peter O'Toole en
Lawrence de Arabia
que a Marlene Dietrich. Llevo mi horrible mochila roja colgada al hombro.

—Tengo que hacer algunos recados esta tarde y luego he quedado con... unas chicas. En la parroquia.

—¿Un sábado por la noche?

—Madre, a Dios no le preocupa qué día de la semana es —concluyo, y me dirijo al coche antes de que pueda preguntarme más cosas.

Esta noche voy a ir a casa de Aibileen para hacerle la primera entrevista.

Con el corazón acelerado, conduzco a toda velocidad por las calles de la ciudad en dirección al barrio negro. Pienso que nunca me he sentado a la misma mesa que una persona de color sin que le pagaran por ello. Hace más de un mes que llevamos posponiendo la entrevista. Primero, llegaron las vacaciones y Aibileen se vio obligada a quedarse trabajando hasta tarde casi todas las noches: envolvía regalos, cocinaba para la fiesta de Navidad de Elizabeth y servía aperitivos en las veladas benéficas. En enero, cuando Aibileen tuvo la gripe, empecé a inquietarme. Me preocupaba que, después de tanto tiempo, Miss Stein perdiera el interés o se olvidase de que había accedido a leer mis textos.

Avanzo en el Cadillac a través de una oscura calle llamada Gessum. Preferiría haber venido con la camioneta vieja, pero Madre habría sospechado y, además, Padre la necesita para trabajar en los campos. Me detengo frente a una casa abandonada con aspecto de estar encantada, a tres manzanas de la casa de Aibileen, siguiendo sus indicaciones. El porche de esta mansión del terror está hundido y las ventanas no tienen cristales. Salgo a la oscuridad, cierro la portezuela del coche y camino a toda prisa. Mantengo la vista clavada en el suelo mientras escucho el repiqueteo de mis tacones sobre la acera.

Un perro ladra y se me caen las llaves al suelo. Miro asustada a mi alrededor y las recojo. Dos grupos de negros están sentados en los porches de sus casas, observando la calle mientras se mecen. La acera no está iluminada, así que me resulta difícil decir si me pueden ver. Sigo andando, y siento que llamo la atención, porque, lo mismo que mi coche, soy grande y blanca.

Llego al número veinticinco, la casa de Aibileen. Lanzo una última mirada a mi alrededor, deseando no haber llegado con diez minutos de antelación. El barrio negro parece que queda muy lejos, cuando en realidad está a unos pocos kilómetros de la parte blanca de la ciudad.

Llamo suavemente a la puerta. En el interior se escuchan pasos y un portazo. Por fin, Aibileen me abre.

—Adelante —susurra.

En cuanto entro, cierra la puerta con llave. Nunca había visto a Aibileen sin su uniforme de trabajo. Esta noche lleva un vestido verde con ribetes negros. No puedo evitar darme cuenta de que en su casa camina más erguida.

—Póngase cómoda. Ahora mismo vuelvo.

Aunque la solitaria bombilla de la estancia está encendida, el recibidor es oscuro y se halla sumido en marrones y sombras. Las cortinas, echadas y atadas una con la otra para que no haya espacio entre ellas. No sé si siempre las tendrá así o si se debe a mi visita. Me acomodo en el estrecho sofá. Hay una mesita de madera con una cenefa tallada a mano en los bordes. Los suelos están desnudos. Desearía no haberme presentado con un vestido y unos zapatos tan caros.

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