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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (49 page)

Aunque estamos en la tercera semana de octubre, el verano parece no haberse marchado y sigue machacándonos con su ritmo de secadora. El césped del jardín de Miss Celia todavía está de un verde maravilloso y las dalias anaranjadas siguen sonriéndole al sol. Por la noche, los malditos mosquitos salen a la caza de sangre. Las cajas de compresas para el sudor han subido a tres centavos y mi ventilador eléctrico está estropeado en el suelo de la cocina.

Una mañana, tres días después de la llamada de Miss Hilly, llego con media hora de adelanto a trabajar. He dejado a Sugar encargada de llevar a los críos a la escuela. Pongo el café en la máquina y añado el agua. Apoyo el trasero en la encimera. ¡Qué tranquilidad! Me he pasado toda la noche esperando este momento.

El frigorífico empieza a zumbar después de tirarse un rato en silencio. Poso la mano en la puerta para sentir su vibración.

—¡Qué pronto has venido, Minny!

Abro el frigorífico y escondo la cabeza dentro.


Güenos
días —la saludo desde el cajón de las verduras.

«Todavía es pronto para que me vea», digo para mis adentros. Toco unas alcachofas y las frías espinas del tallo se me clavan en las manos. Con la espalda inclinada de este modo, el dolor aumenta.

—Voy a prepararle a Mister Johnny y a
usté
un asado y... unas... —pero las palabras se me atascan en la garganta.

—Minny, ¿te pasa algo?

Antes de que me dé cuenta, Miss Celia está junto a la puerta del frigorífico. Mi rostro se tensa y el corte de la ceja se vuelve a abrir. La sangre caliente se desliza por mi rostro como si me pasaran una cuchilla por la cara. Normalmente, Leroy no me deja marcas visibles, pero esta vez sí.

—Ay, cariño, siéntate. ¿Te has caído? —Miss Celia pone los brazos en jarras sobre su camisón rosa—. ¿Has vuelto a tropezar con el cable del ventilador?

—Estoy bien —le digo, y procuro girarme para que no pueda verme.

Pero Miss Celia se acerca a mí y contempla con asco el corte, como si fuera lo más doloroso que ha visto en su vida. Una vez, una blanca me dijo que la sangre de las personas de color parece más roja. Saco del bolsillo una bola de algodón y la aprieto contra el rostro.

—No es
na.
Me resbalé en la bañera.

—Minny, eso está sangrando. Creo que necesitas puntos. Espera, que llamo al doctor Neal. —Descuelga el teléfono de la pared, pero enseguida cuelga—. ¡Anda! Si está de caza con Johnny. Pues llamaré al doctor Steele.

—Miss Celia, no necesito a ningún
doctó.

—Necesitas atención médica, Minny —protesta, y levanta otra vez el teléfono.

¡No me lo puedo creer! ¿De verdad esta idiota necesita que se lo explique? Rechinando los dientes, le digo:

—Miss Celia, esos médicos de los que habla no tratan a la gente de
coló.

Cuelga otra vez.

Me doy la vuelta y me dirijo al fregadero. Intento concentrarme. «Esto no es asunto de nadie, Minny, haz tu trabajo y ya está.» Pero no he pegado ojo en toda la noche. Leroy no ha parado de gritarme, me lanzó el tarro del azúcar a la cabeza y tiró mi ropa por el porche. A ver, cuando se pone tibio a vino barato es una cosa, pero... ¡Ay! Siento una humillación tan pesada que me parece que me aplasta contra el suelo... Esta vez Leroy no estaba como una cuba. Esta vez me pegó totalmente sobrio, sin una gota de alcohol en las venas.

—Salga de aquí, Miss Celia, déjeme
hacé
mi trabajo —digo, porque necesito quedarme un rato a solas.

Al principio, pensé que Leroy se había enterado de que colaboro con las historias de Miss Skeeter. Era la única razón que se me ocurría para que me moliera a palos. Pero no mencionó el tema. Parecía que me estuviera pegando sólo por el placer de hacerlo.

—Minny —dice Miss Celia, mirando otra vez el corte—, ¿estás segura de que te hiciste eso en la bañera?

Dejo correr el agua del grifo para que haya algo de ruido en la habitación.

—Ya se lo he dicho, me lo hice en la bañera, ¿está claro?

Me mira con recelo y, señalándome con el dedo, añade:

—Está bien, pero ahora mismo voy a prepararte un café y quiero que te tomes el día libre, ¿entendido?

Miss Celia se dirige a la máquina de café y prepara dos tazas. Pone leche en la suya y luego se detiene y me contempla sorprendida.

—No sé cómo tomas el café, Minny.

—Igual que
usté
—digo, entornando los ojos.

Echa dos azucarillos en cada taza. Me sirve el café y se queda de pie, mirando por la ventana que da al jardín trasero, con la mandíbula tensa. Empiezo a fregar los platos de la noche anterior, deseando que me deje en paz.

—¿Sabes? —dice en voz baja—. Puedes contármelo todo, Minny, no pasa nada.

Sigo fregando, sintiendo que me arde la nariz.

—Cuando vivía en Sugar Ditch vi muchas cosas. De hecho...

La miro, dispuesta a decirle que no se meta en mis asuntos, cuando de repente sus ojos se abren como platos y dice con voz extraña:

—Minny, creo que deberíamos llamar a la policía.

Dejo caer mi taza, que salpica de café la mesa.

—¡Ah, no, eso sí que no! No pienso
meté
a la policía de por medio en mis...

Señala a la ventana y dice:

—Hay un hombre ahí fuera.

Me vuelvo para mirar en la dirección que me indica. Hay un hombre, ¡desnudo!, entre los arbustos de azaleas. Parpadeo para comprobar que es verdad lo que estoy viendo. Es alto, blanco y paliducho. Está de espaldas a nosotras a unos cinco metros de la ventana. Tiene el pelo enmarañado y largo como los mendigos. Aunque sólo puedo verle la espalda, está claro que se está tocando.

—¿Quién es ese tipo? —me susurra Miss Celia—. ¿Qué está haciendo aquí?

El hombre mira hacia nosotras, como si nos hubiera oído. Las dos abrimos la boca, pues el muy guarro se agarra el cipote entre las manos y nos lo ofrece como si fuera un bocadillo.

—¡Ay, Dios mío! —dice Miss Celia.

Los ojos del hombre buscan la ventana y se encuentran con los míos. Me observa desde el césped y siento un escalofrío. Parece que me conociera. Me mira con desprecio, como si me mereciera cada mal trago que he sufrido, cada noche que me he pasado sin dormir, cada tortazo que me ha dado Leroy. Como si me mereciera todo eso y más.

El hombre empieza a darse puñetazos en la palma de su mano con un ritmo lento. ¡Placa, placa, placa! Como si supiera perfectamente lo que va a hacerme. Siento que la herida de mi ceja vuelve a abrirse.

—¡Tenemos que llamar a la policía! —susurra Miss Celia.

Busca con los ojos el teléfono que está al otro lado de la cocina, pero no se atreve a moverse de su sitio.

—Tardarán tres cuartos de hora en
llegá
hasta aquí —digo—.
Pa
entonces, ese tipo ya habrá
tirao
la puerta abajo.

Corro a la puerta del jardín y echo el pestillo. Me dirijo a la entrada principal y la cierro también, agachada cuando paso ante la ventana de la cocina. Con mucho sigilo, miro por la ventanita que hay junto a la puerta del jardín, mientras Miss Celia le vigila desde la de la cocina.

El hombre se acerca muy despacito a la casa, sube las escaleras del porche e intenta abrir la puerta. Observo cómo sacude el pomo sintiendo que el corazón me golpea con fuerza las costillas. Escucho a Miss Celia en el teléfono:

—¿Policía? ¡Están invadiendo nuestra propiedad! Un hombre desnudo está intentando entrar en...

Me aparto de la ventanita justo antes de que una piedra la atraviese y evito que los fragmentos de cristal me den en la cara. Por la ventana de la cocina, veo que el hombre retrocede unos pasos, buscando otro lugar por el que intentarlo. «Señor —rezo—, no quiero hacerlo. No me obligues a hacerlo.»

El hombre nos contempla de nuevo desde fuera de la casa. Sé que no podemos quedarnos aquí paradas como unas pavas esperando a que entre. Lo tiene muy fácil, basta con que rompa una de las grandes ventanas del salón y colarse dentro.

Ay, Dios, ya sé lo que me toca hacer. Tengo que salir ahí fuera y plantarle cara.

—Quédese aquí, Miss Celia —le ordeno con voz temblorosa.

Voy en busca del cuchillo de caza de Mister Johnny que está dentro de su funda en la habitación del oso. El filo es demasiado corto, tendría que acercarme demasiado al hombre para poder rozarle, así que agarro también la escoba. Miro al exterior y veo que está en medio del jardín; observa la casa, discurriendo cómo entrar.

Abro la puerta trasera y salgo. Desde el jardín, el hombre me sonríe, enseñándome los dos únicos dientes que le quedan en la boca. Deja de darse golpes en la palma de la mano y vuelve a sobarse, ahora con un ritmo más suave.

—¡Cierre la puerta! —bufo a Miss Celia—. Déjela
cerrá.

Oigo el pestillo de la puerta. Me cuelgo el cuchillo del cinturón del uniforme, asegurándome de que está bien prieto, y sujeto la escoba con ambas manos.

—¡Fuera de aquí, loco! —grito.

Pero el hombre ni se inmuta. Avanzo unos pasos, y él hace lo mismo. Empiezo a rezar:
«Señó,
protégeme de este blanco desnudo...».

—¡Tengo un cuchillo! —aúllo.

Me acerco un poco más y él también. Cuando estoy a un par de metros, no puedo parar de jadear. Los dos nos miramos a los ojos.

—¡Eres una negra gorda! —me dice en voz alta mientras se la menea más rápido.

Contengo la respiración, me abalanzo sobre él y le ataco con la escoba. ¡Pumba! Pero fallo por unos centímetros. El hombre escapa de mí dando saltitos. Embisto de nuevo contra él y sale corriendo hacia la casa, en dirección a la puerta trasera junto a la que Miss Celia nos observa por la ventana.

—¡La negra no puede alcanzarme! ¡La negra está muy gorda y no puede correr!

Llega al porche y me asusto al pensar que va a intentar derribar la puerta. Sin embargo, se vuelve y empieza a rodear la casa con esa salchicha hinchada en la mano.

—¡Sal de aquí! —grito mientras le persigo.

Siento un dolor agudo en la ceja, pues el corte se me está abriendo cada vez más.

Corro detrás de él, por los arbustos y junto a la piscina, asfixiada y jadeando. Se detiene al borde del agua y aprovecho para acercarme y darle un buen escobazo en el trasero. ¡Pumba! El palo se parte y el cepillo sale volando.

—¡No me ha dolido! —exclama, mientras sigue tocándose abajo—. ¿Quieres un bocadillo de rabo, negra? ¡Anda, ven, toma un poco de rabo!

Le persigo otra vez por el jardín, pero el hombre es demasiado alto y rápido y yo ya no puedo más. Los golpes que intento darle con lo que me queda de escoba son cada vez más alocados y ya casi no soy capaz de andar. Me detengo y me agacho un poco, con la respiración acelerada, apoyándome en el palo de la escoba. Me busco el cuchillo en la cintura, pero no está. Me doy la vuelta y... ¡plas!

Me tambaleo un poco. Me silban los oídos con tanta fuerza que siento que me voy a desmayar. Me tapo la oreja pero el zumbido suena más alto. El muy bastardo me ha dado un puñetazo en el lado de la cara donde tengo el corte.

Se acerca otra vez y cierro los ojos. Sé lo que va a hacerme, sé que tengo que apartarme pero no puedo. ¿Dónde está el cuchillo? ¿No lo tendrá él? Este pitido es como una pesadilla.

—¡Largo de aquí ahora mismo o te mato! —retumba una voz en mi cabeza.

Abro los ojos y veo a Miss Celia con su camisón rosa de satén. Lleva un pesado y afilado atizador de chimenea en la mano.

—¡Hombre!, ¿la blanquita también quiere un poco de bocadillo de rabo?

El hombre se vuelve y apunta con su pene a Miss Celia, que se acerca lentamente a él, moviéndose como una gata. Contengo la respiración mientras el tipo salta de un lado a otro, riéndose y haciendo chocar sus desnudas encías. Miss Celia, mientras tanto, se queda quieta.

Pasados unos segundos, el hombre frunce el ceño. Parece enfadado porque Miss Celia no reacciona ante sus locuras, no intenta golpearle ni le grita. Entonces, mira hacia mí y me dice:

—¿Qué pasa contigo? ¿La negra está cansada y no...? ¡Pumba!

La mandíbula del hombre se desencaja y un chorro de sangre le sale de la boca. Se tambalea, intenta darse la vuelta y Miss Celia le atiza en el otro lado de la cara, como queriendo ayudarle a recuperar el equilibrio.

El hombre se trastabilla con la mirada perdida y cae de morros.

—¡Santo Dios! Le... ¡Le ha
noqueao!
—grito.

En mi interior, una voz me pregunta con toda tranquilidad, como si estuviéramos tomándonos un té en el jardín: «¿Esto está sucediendo de verdad? ¿Una mujer blanca le acaba de romper la crisma a un hombre blanco para salvarme a mí, a una negra? ¿O el puñetazo que me ha dado este tipo me ha partido la cabeza y estoy tirada en el suelo, muerta?».

Intento enfocar la mirada. Miss Celia gruñe algo, levanta el atizador y, ¡pataclam!, le zurra en los muslos.

Esto no puede estar pasando, todo es muy extraño.

¡Pataclam! Le vuelve a pegar, esta vez en los hombros. Con cada golpe, Miss Celia suelta un juramento.

—Le... le digo que le ha
noqueao,
Miss Celia —repito.

Pero resulta evidente que Miss Celia no está muy convencida. A pesar del pitido que tengo en los oídos, puedo escuchar los golpes que le da. Suenan igual que cuando parto huesos de pollo en la cocina. Me incorporo e intento centrarme antes de que esto termine en un asesinato.

—Ya vale, Miss Celia, ya vale... De hecho —preciso mientras forcejeo con ella para quitarle el atizador—, puede que esté muerto.

Consigo quitarle el objeto, que sale por los aires y aterriza sobre el césped. Miss Celia se aparta de él y escupe sobre la hierba. Se ha manchado de sangre el camisón rosa de satén y la tela se le pega a las piernas.

—No está muerto —dice.

—Pero casi —apunto.

—¿Te ha hecho daño, Minny? —me pregunta, sin apartar la vista del hombre—. ¿Te duele mucho?

Noto que la sangre me resbala por la cara, pero sé que es del corte que me hizo Leroy al tirarme el tarro de azúcar, que se ha vuelto a abrir.

—Bueno, no me ha hecho tanto daño como
usté
a él.

El hombre suelta un gemido y las dos retrocedemos un paso. Me hago con el atizador y el mango de la escoba, pero para mantenerlos lejos de Miss Celia.

El hombre se da la vuelta en el suelo. Tiene sangre a ambos lados de la cara y los ojos cerrados por los moratones. Su mandíbula está desencajada, pero, no sé muy bien cómo, consigue ponerse de pie y empieza a alejarse con pasos inestables. Ni siquiera nos mira. Nos quedamos allí observando cómo atraviesa cojeando los arbustos y desaparece entre los árboles.

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