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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (51 page)

—Creo que
usté
y Miss Skeeter se llevarían
mu
bien —añado, forzando una gran sonrisa.

—¡Oh, no! —Miss Celia me mira con los ojos muy abiertos, sujetando ese par de vestidos de cabaretera—. ¿No te has enterado? ¡Las damas de la Liga no soportan a Skeeter Phelan!


¿Usté
la conoce? —pregunto, cerrando los puños.

—He oído hablar de ella en la peluquería. Dicen que es la mayor vergüenza que ha conocido esta ciudad. También dicen que fue ella quien puso todos esos retretes en el jardín de Hilly Holbrook. ¿No viste las fotos que salieron en el periódico hace unos meses?

Rechino los dientes y tengo que esforzarme para no decir lo que pienso.

—Le he
preguntao
si la conoce.

—Pues no, pero si a todas no les cae bien debe de ser... bueno, algo debe... —responde, y su voz se va apagando como si sus propias palabras la hirieran.

Náuseas, asco, incredulidad... Todas esas sensaciones se enroscan a mi alrededor como la masa de un brazo de gitano. Me doy la vuelta y me sitúo frente al fregadero para resistir la tentación de terminar su frase. Me seco las manos con tanta fuerza que me hago daño. Ya sabía que esta mujer era tonta, pero no me imaginaba que fuera una hipócrita.

—¿Minny? —dice Miss Celia a mis espaldas.

—¿Sí, señora?

Habla tranquila, pero puedo notar la vergüenza en su voz.

—No me invitaron a entrar en su casa. Me tuvieron en la puerta como a un vendedor de enciclopedias.

Me vuelvo y veo que tiene los ojos clavados en el suelo.

—¿Por qué lo hacen, Minny? —susurra.

¿Qué puedo decirle? ¿Que es por su ropa, por su pelo, por cómo se le marcan las tetas en esos jerséis minúsculos que se pone? Pienso en las palabras de Aibileen sobre las barreras y la bondad. Recuerdo que mi amiga escuchó decir en casa de Miss Leefolt por qué a las mujeres de la Liga no les cae bien Miss Celia y me parece la respuesta más amable de todas.

—Porque saben que se quedó
preñá
de Mister Johnny y les molesta que apareciera de repente y se casara con uno de sus hombres.

—¿Lo saben?

—Además, porque Miss Hilly y Mister Johnny estuvieron saliendo juntos una buena
temporá.

Parpadea un segundo y me dice:

—Johnny me contó que salió con ella, pero... ¿fue durante mucho tiempo?

Me encojo de hombros como si no supiera la respuesta, aunque la sé. Cuando empecé a trabajar en casa de Miss Walter, hace ya ocho años, Miss Hilly no paraba de hablar de que algún día se casaría con Mister Johnny.

—Creo que lo dejaron más o menos cuando
usté
lo conoció —digo.

Espero que le duela saber que su vida social está acabada. Que no tiene sentido seguir llamando a las señoritas de la Liga de Damas. Pero, por el modo en que arruga el entrecejo, parece que esté haciendo álgebra. De repente, su rostro empieza a distenderse, como si hubiera descubierto algo.

—Entonces... ¡Hilly debe de creer que yo tonteé con Johnny cuando todavía salían!

—Probablemente. Y por lo que me han dicho, Miss Hilly todavía le quiere. Aún no le ha
olvidao.

Suponía que una persona normal, al enterarse de que una mujer anda detrás de su marido, se pondría en guardia automáticamente. Pero me he olvidado de que Miss Celia no es una persona normal.

—¡Claro! ¡Por eso no me traga! —dice, sonriendo por todas las deducciones que ha debido de hacer para llegar a esta conclusión—. Pero no me odian, sólo les molesta lo que hice.

—¿Qué dice? ¡La odian porque consideran que no es de su clase!

—Bueno, voy a tener que explicarle a Hilly que no soy una robanovios. Mira, se lo pienso decir el viernes, cuando la vea en la Gala Benéfica.

Sonríe como si acabara de descubrir la vacuna de la polio, contenta con su plan para ganarse la amistad de Miss Hilly.

Llegados a este punto, estoy ya demasiado cansada para seguir intentándolo.

El viernes de la Gala Benéfica, me quedo hasta tarde limpiando la casa de arriba abajo. Luego, frío un plato de chuletas de cerdo. Me imagino que cuanto más brillantes estén los suelos y más limpios los cristales de las ventanas, más posibilidades tendré de conservar mi trabajo el lunes. Lo más inteligente que puedo hacer, si Mister Johnny tiene vela en este entierro, es plantarle a ese hombre un buen plato de chuletas de cerdo ante las narices.

Se supone que hoy no vendrá hasta las seis, así que a las cuatro y media saco brillo una vez más a la encimera y me dirijo al interior de la casa, donde Miss Celia lleva cuatro horas arreglándose. He dejado para el final su dormitorio y su cuarto de baño para que, cuando llegue, Mister Johnny los encuentre relucientes.

—¡Miss Celia! Pero ¿qué es esto?

Hay medias colgando de las sillas, bolsos tirados por el suelo, bisutería suficiente para vestir a una familia de furcias, cuarenta y cinco pares de zapatos de tacón, abrigos, bragas, sujetadores y una botella de vino blanco medio vacía sobre el tocador, sin un posavasos.

Comienzo a recoger todas sus malditas cosas y a apilarlas en la silla. Lo mínimo que puedo hacer es pasar la aspiradora.

—¿Qué hora es, Minny? —pregunta Miss Celia desde el cuarto de baño—. Recuerda que Johnny estará aquí a las seis.

—Todavía no son las cinco —digo—, pero hoy tengo que marcharme pronto.

Debo pasar a recoger a Sugar y estar en la fiesta antes de las seis y media para empezar a servir.

—¡Ay, Minny! ¡Estoy tan ilusionada! —Oigo el vestido de Miss Celia tintinear detrás de mí—. ¿Qué te parece?

Me doy la vuelta.

—¡Santo Dios!

Con ese vestido me ha dejado tan ciega como Stevie Wonder. El rosa chillón y las lentejuelas plateadas brillan desde sus enormes tetas hasta las uñas de los pies, pintadas también de rosa.

—Miss Celia —exclamo—, tápese un poco antes de que se le escape algo.

Se sube un poco el vestido.

—¿No es precioso? ¿A que es el vestido más bonito que has visto en tu vida? Me siento como una estrella de Hollywood.

Parpadea, moviendo las pestañas postizas que sobresalen de sus ojos castaños. Lleva toda la cara untada de maquillaje, pintura y colorete. El peinado dorado le envuelve la cabeza como si llevara una pamela. Por la raja del vestido asoma una pierna hasta bien entrado el muslo. Aparto la vista porque me da vergüenza mirarla. Todo en ella rezuma sexo, sexo y más sexo.

—¿De dónde ha
sacao
esas uñas?

—He estado esta mañana en la tienda de cosméticos. Ay, Minny, estoy tan nerviosa que siento mariposas en el estómago.

Le da un buen trago a su copa de vino y se tambalea un poco sobre los taconazos.

—¿Qué ha
comío
hoy, Miss Celia?

—Nada. Estoy demasiado nerviosa para comer. ¿Y estos pendientes? ¿Me quedan bien?

—Quítese ese
vestío
y ahorita mismo le preparo unos bocadillos.

—¡Déjalo, Minny! Tengo un nudo en el estómago, no puedo comer nada.

Me dispongo a quitar la botella de vino de encima del carísimo tocador pero Miss Celia se me adelanta, se sirve lo que queda en el vaso y me la ofrece vacía con una sonrisa. Recojo el abrigo de pieles que ha dejado en el suelo. Esta mujer está empezando a acostumbrarse a tener criada.

Cuando hace unos días me enseñó el vestido, ya me di cuenta de lo descocado que era (está claro que ella lo ha elegido por el escote), pero no me hacía a la idea de lo impresionante que queda su cuerpo embutido en esa prenda. Parece que va a reventar, como una palomita de maíz. En las doce Galas Benéficas que llevo a mis espaldas, lo más exagerado que he visto es algún codo desnudo, pero nunca escotes ni hombros.

Entra en el cuarto de baño y se pone más colorete en sus brillantes mejillas.

—Miss Celia —digo, rezando con los ojos cerrados para que me salgan las palabras adecuadas—, cuando vea a Miss Hilly esta noche...

—No te preocupes, lo tengo todo planeado —me corta, sonriendo delante del espejo—. Cuando Johnny vaya al baño, pienso contarle que ya no estaban juntos cuando empecé a salir con él.

Suspiro.

—No me refería a eso... Es que... ella igual le habla de... le habla de mí.

—¿Quieres que le dé recuerdos de tu parte? —dice, saliendo del cuarto de baño—. ¡Claro! Como pasaste tantos años trabajando para su madre...

La miro. Con su conjunto rosa chillón y con tanto vino encima casi bizquea. Le entra un poco de hipo. En este estado, no merece la pena contárselo.

—No, señorita. No le diga
na
—suspiro.

Me da un abrazo.

—Te veré esta noche. Estoy tan contenta de que también vayas a estar... Así tendré a alguien con quien hablar.

—Miss Celia, yo voy a
está
en la cocina.

—¡Ay! Tengo que encontrar ese broche de... de cómo-se-llamen esas piedras...

Taconea hasta el armario y revuelve todas las cosas que acabo de ordenar.

«¿Por qué no te quedas en casa, palurda?», es lo que me gustaría decirle, pero ya no puedo. Es demasiado tarde. Ahora todo depende de Miss Hilly. La suerte está echada para Miss Celia, y quién sabe, puede que también para mí.

La Gala Benéfica

Capítulo 25

La Gala Benéfica Anual de la Liga de Damas de Jackson, o simplemente «la Gala», como la conoce todo el mundo por aquí, es famosa en esta ciudad y sus alrededores. A las siete en punto de un fresco atardecer de noviembre, los invitados empezarán a llegar al bar del hotel Robert E. Lee para el cóctel. A las ocho, se abrirán las puertas del salón de baile, cuyas ventanas están cubiertas por cortinones de terciopelo verde decorados con ramilletes de acebo natural.

Pegadas a las paredes, se han dispuesto unas mesas con las listas y los precios de los artículos subastados, donados por miembros de la Liga y por comerciantes locales. Se espera que la subasta recaude más de seis mil dólares este año, quinientos más que el anterior. Los beneficios se destinarán a los Pobres Niños Hambrientos de África.

En el centro de la sala, bajo una gigantesca lámpara de araña, hay veintiocho mesas dispuestas para la cena, que se servirá a las nueve. En un lateral, se encuentran la pista de baile y el estrado para la orquesta, justo enfrente de la tribuna desde la que Hilly Holbrook pronunciará su discurso.

Tras la cena, habrá un baile. Seguro que algunos de los caballeros se emborrachan, pero las damas jamás se permitirán caer tan bajo. Todas las integrantes de la Liga de Damas se consideran anfitrionas del evento, y las preguntas más habituales serán: «¿Se lo están pasando ustedes bien?», «¿Todo según lo previsto?» y «¿Ha hablado ya Hilly?». A nadie se le escapa que ésta es la noche de Hilly.

A las siete en punto, las parejas empiezan a presentarse en el recibidor del hotel y dejan sus abrigos de pieles a los camareros de color vestidos con fracs grises. Hilly, que lleva aquí desde las seis, luce un vestido largo de tafetán color granate, con cuello alto de volantes que trepan hasta su garganta y mangas ajustadas que descienden hasta las muñecas. Las únicas partes del cuerpo de Hilly que quedan a la vista son las manos y la cara.

Hay otras mujeres que visten un poco más atrevidas y, por aquí y por allá, se ven algunos hombros, pero sus guantes largos de piel aseguran que sólo unos pocos centímetros de brazo se expongan al público. Por supuesto, todos los años se presenta alguna invitada enseñando un poco de pierna o un asomo de escote. No suelen despertar muchos comentarios, porque no pertenecen a la Liga de Damas.

Celia Foote y su marido llegan más tarde de lo que habían planeado, a las siete y veinticinco. Cuando Johnny volvió a casa del trabajo, se quedó helado en la puerta del dormitorio y, con el maletín todavía en la mano, miró a su mujer y le preguntó:

—Celia, ¿no te parece que ese vestido es un poco... esto... abierto por arriba?

Celia le empujó hacia el lavabo.

—¡Ay Johnny! ¡Qué poco entendéis los hombres de moda! Venga, date prisa o llegaremos tarde.

Johnny se dio por vencido antes incluso de intentar hacerle cambiar de opinión. Además, lo cierto es que ya era un poco tarde.

El matrimonio Foote entra en el bar justo detrás del doctor Ball y su esposa. Los Ball se dirigen a la izquierda, Johnny a la derecha y, por un momento, Celia se queda en la entrada, debajo de las ramitas de acebo, con su deslumbrante vestido rosa chillón.

En el bar, parece que el tiempo se detiene. Los maridos se quedan con el vaso de whisky a medio trago contemplando ese bulto rosa que asoma por la puerta. Les cuesta un segundo enfocar bien. Al principio miran, pero no pueden ver. Poco a poco, van descubriendo que lo que tienen delante es de verdad (carne de verdad, escote de verdad, cabello rubio puede que no tan de verdad) y se les enciende el rostro. Parece que todos están pensando en lo mismo: «¡Ya era hora de que llegara!». Pero, entonces, notan las uñas de sus esposas clavadas en la mano y ponen gesto serio. En sus ojos se adivina el remordimiento, el despecho por su vida matrimonial («¡Nunca me puedo divertir!»), los recuerdos de juventud («¿Por qué no me fui a California aquel verano?»), la nostalgia del primer amor («¡Ay Roxanne...!»). Todo esto sucede en un lapso de apenas cinco segundos y, cuando termina, siguen mirando a Celia de reojo.

William Holbrook derrama la mitad de su Martini sobre el par de zapatos de charol que calza el principal donante de su campaña.

—Ay, Claiborne, perdona al torpe de mi esposo —se disculpa Hilly—. ¡William, tráele un pañuelo!

Pero ninguno de los dos hombres se mueve. La verdad es que lo único que les preocupa en ese momento es mirar a Celia.

Los ojos de Hilly siguen la dirección de las miradas y aterrizan en Celia. El centímetro de piel que asoma por el cuello de su vestido se pone rígido.

—Mira ese pecho —comenta un vejete—. Mirando ese par de melones me olvido de que tengo setenta y cinco años.

La esposa del anciano, Eleanor Causwell, una de las fundadoras de la Liga de Damas de la ciudad, pone mala cara y exclama, mientras se lleva una mano al pecho:

—El busto sólo se debe enseñar en el dormitorio y para alimentar a los bebés, nunca en reuniones de gente decente.

—¿Y qué quieres que haga la pobre mujer, Eleanor? ¿Que las deje en casa?

—¡Que se cubra! ¡Que se las tape!

Celia se cuelga del brazo de Johnny mientras avanzan por la sala. Se trastabilla un poco al andar, pero no está claro si es debido al alcohol o a los tacones. Dan una vuelta por la estancia y charlan con otras parejas, o mejor sería decir que Johnny habla y Celia sonríe. A veces se sonroja y, agachando la cabeza para mirarse el vestido, le pregunta a su marido:

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