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Authors: Kathryn Stockett

Tags: #Narrativa

Criadas y señoras (19 page)

—Supongo que tendré que ir de compras —respondí, encogiéndome de hombros.

En ese momento, Aibileen trajo una bandeja de café y la dejó en la mesita.

—Gracias —le dijo Elizabeth.

—Pues sí, gracias, Aibileen —añadió Hilly echando azúcar a su taza—. Tengo que admitir que eres la negra que mejor hace el café en esta ciudad.


Grasias,
señorita.

—Aibileen —siguió diciendo Hilly—, ¿qué te parece tu nuevo retrete de ahí fuera? Es agradable tener un lavabo para ti sola, ¿verdad?

Aibileen se quedó de pie, mirando la raja en la mesa del comedor.

—Sí, señorita.

—¿Sabes que mi marido, Mister Holbrook, se encargó de montar ese retrete, Aibileen? Fue él quien envió a los obreros; y el equipamiento, también —Hilly sonrió.

Aibileen seguía inmóvil en el mismo sitio. En ese momento, deseé no tener que estar en la habitación presenciando eso. «Por favor —pensé—, por favor, no le des las gracias.»

—Sí, señorita.

Aibileen abrió un armario y buscó algo en su interior, pero Hilly seguía mirándola. Resultaba muy evidente lo que quería de ella.

Pasó otro segundo y nadie se movió. Hilly carraspeó y por fin Aibileen agachó la cabeza y musitó:


Grasias,
señorita.

Después se retiró a la cocina. Con razón no quería hablar conmigo.

Al atardecer, Madre me quita el gorro vibrador de la cabeza y me aclara el potingue del cabello en el fregadero de la cocina. Rápidamente, me pone una docena de rulos y me coloca el casco secador de su cuarto de baño.

Una hora más tarde, salgo con la piel rosa, jaqueca y mucha sed. Madre me sienta delante del espejo, empieza a quitarme los rulos y peina los gigantescos tirabuzones de mi pelo.

Nos miramos la una a la otra, estupefactas.

—¡Santo Dios! —exclamo.

Lo único en lo que se me ocurre pensar es en mi cita, la cita a ciegas del próximo fin de semana.

Madre sonríe sin dar crédito a lo que ven sus ojos. Ni tan siquiera me regaña por haber soltado un juramento. Mi pelo está genial. ¡El Shinalator ha funcionado!

Capítulo 9

El sábado, día de mi cita con Stuart Whitworth, me paso dos horas sentada bajo el Shinalator (los resultados, por lo que he comprobado, sólo aguantan hasta el siguiente lavado). Después de secarme el cabello, voy a Kennington's y me compro los zapatos más planos que encuentro y un vestido ajustado de crepé negro. Odio ir de tiendas, pero en esta ocasión me viene bien, porque me distraigo un poco y así no paso toda la tarde pensando en Miss Stein o Aibileen. Cargo los ochenta y cinco dólares a la cuenta de Madre, pues siempre me está rogando que vaya a comprarme ropa nueva («Algo que vaya bien con tu tamaño»). Soy consciente de que Madre mostrará su más profundo rechazo al escote de este vestido. La verdad es que nunca he tenido una prenda así.

En el aparcamiento de Kennington's, pongo el coche en marcha, pero no empiezo a moverme porque de repente siento un agudo pinchazo en el estómago. Agarro el volante forrado de blanco, repitiéndome por décima vez que es absurdo hacerme ilusiones con algo que nunca tendré. ¿Por qué me imagino el tono azul de sus ojos cuando lo único que he visto de él es una fotografía en blanco y negro? Estoy tomándomelo como la oportunidad de mi vida cuando hasta ahora no es nada más que papel y cenas pospuestas. Pero el vestido y mi nuevo peinado me quedan bastante bien. No puedo evitar sentir esperanzas ante esta cita.

Cuatro meses antes, Hilly me enseñó su foto un día que estábamos en la piscina del patio trasero de su casa. Mi amiga tomaba el sol y yo me abanicaba resguardada a la sombra. En julio, se me había declarado la urticaria, y desde entonces no había remitido.

—No estoy libre —le dije.

Hilly se sentó en el borde de la piscina, fofa y con las carnes nacidas de las mujeres que acaban de dar a luz. Sin embargo, parecía inexplicablemente orgullosa de cómo le quedaba su bañador negro. A pesar de su tripa hinchada, mi amiga todavía conserva unas piernas torneadas y bonitas.

—¡Si todavía no te he dicho cuándo viene! —exclamó—. Además, es de muy buena familia.

Por supuesto, se refería a la suya, pues era primo segundo de su marido William.

—¿Por qué no pruebas a quedar con él y ver qué te parece?

Volví a mirar la foto. Era un joven de ojos claros muy abiertos y pelo rizado castaño, y destacaba por su estatura entre un grupo de hombres que posaban a la orilla de un lago. Su cuerpo aparecía medio oculto detrás de los otros. Quién sabe, igual lo hacía para que no se viera que le faltaba algún miembro.

—No tiene ningún defecto —aseguró Hilly—. Pregúntale a Elizabeth, lo conoció en la Gala Benéfica del año pasado, cuando tú estabas en la universidad. Además, estuvo saliendo en serio con Patricia van Devender.

—¿Patricia van Devender? —pregunto sorprendida—. ¡Esa chica fue elegida Miss Universidad de Misisipi durante dos años consecutivos!

—Por si eso fuera poco, acaba de abrir su propio negocio petrolero en Vicksburg, así que si la cita no funciona, no tendrás que cruzarte con él cada día cuando bajes al centro.

—Está bien —acepté finalmente, sobre todo para que Hilly dejara de atosigarme.

Son las tres pasadas cuando regreso a la plantación después de comprar el vestido. Se supone que tengo que estar en casa de Hilly a las seis para conocer a Stuart. Me miro al espejo. Mis bucles están empezando a deshacerse en las puntas, pero el resto del cabello todavía está liso. Madre se mostró encantada cuando le dije que quería volver a probar el Shinalator, y ni siquiera sospechó la causa. No sabe nada sobre mi cita de esta noche porque, si se enterara, se pasaría los próximos tres meses crucificándome con preguntas del tipo: «¿Ha llamado?» o «¿Qué hiciste mal?», en el caso de que las cosas no funcionasen.

Madre está abajo, en la sala de estar, aullando junto a Padre frente al televisor con el partido de baloncesto de los Rebels. Mi hermano Carlton les acompaña, sentado en el sofá con su radiante nueva novia. Acaban de llegar este mediodía de la Universidad de Louisiana. Ella tiene el pelo muy liso y recogido en una oscura cola de caballo y lleva un jersey rojo.

Cuando me encuentro con Carlton a solas en la cocina, se ríe y me tira del pelo como cuando éramos niños.

—¿Cómo estás, hermanita?

Le cuento que tengo un trabajo en el periódico y que soy la editora del boletín de la Liga de Damas. También le sugiero que, cuando termine sus estudios, debería volver a casa.

—Para que Madre se entretenga un poco contigo. Ahora me estoy llevando mi buena porción de atención —digo entre dientes.

Se ríe como si entendiera, pero dudo mucho que sea capaz de comprenderme. Es tres años mayor que yo y bastante atractivo: alto, con el pelo ondulado y rubio, y está terminando Derecho en la Universidad de Louisiana, separado de Madre por más de doscientos kilómetros de carreteras mal asfaltadas.

Cuando regresa junto a su novia, busco las llaves del coche de Madre, pero no las encuentro por ningún sitio. Son ya las cinco menos cuarto. Me asomo al hueco de la puerta del salón y trato de llamar la atención de Madre. Tengo que esperar a que termine su serie de preguntas a Cola de Caballo sobre su familia y sus orígenes. Madre no acaba hasta que no encuentra, por lo menos, a una persona en común entre ambas familias. Después vienen las cuestiones sobre la hermandad a la que pertenecía la chica en Vanderbilt y, por último, termina preguntándole cuál es su cubertería favorita. Madre siempre dice que es más efectivo que el horóscopo.

Cola de Caballo dice que su familia siempre ha usado cuberterías de plata Chantilly, pero que cuando se case le gustaría elegir su propio modelo, «...pues me considero un espíritu independiente». Carlton le acaricia la cabeza, y al notar su mano, ella retoza como una gatita. Ambos me miran y sonríen.

—Skeeter —me dice Cola de Caballo desde la habitación—, ¡qué afortunada eres de que tu familia tenga una cubertería Francisco I! ¿La conservarás cuando te cases?

—Querida, para mí la Francisco I es algo sagrado —contesto con una sonrisa falsa—. Cuando me case no pienso hacer otra cosa que pasarme horas enteras mirando esos tenedores.

Madre me lanza una mirada reprobadora. Me dirijo a la cocina y tengo que esperar otros diez minutos hasta que por fin aparece.

—¿Dónde demonios has puesto las llaves del coche, mamá? ¡Voy a llegar tarde a casa de Hilly! Por cierto, esta noche me quedaré a dormir con ella.

—¿Qué? ¡Si Carlton está hoy con nosotros! ¿Qué va a pensar su nueva novia si te marchas? ¿Es que tienes mejores planes que pasar la velada con tu familia?

He estado evitando contarle esto porque sabía que, con o sin Carlton en casa, terminaríamos peleando.

—Pascagoula ha preparado un asado y tu padre tiene lista la leña para encender esta noche la chimenea del salón.

—¡Pero si estamos a treinta grados, mamá!

—Escúchame bien, hija: tu hermano está en casa y espero que te comportes como una buena hermana. No quiero que te marches hasta que no hayas hecho buenas migas con esa chica. —Mira su reloj, mientras hago un esfuerzo por recordar que ya tengo veintitrés años, y añade—: Por favor, cariño.

Suspiro y llevo una maldita bandeja de julepes de menta al salón.

—Mamá —digo al regresar a la cocina a las cinco y veintiocho minutos—, tengo que irme. ¿Dónde están las llaves? Hilly me está esperando.

—¡Pero si todavía no hemos sacado los saladitos!

—Hilly está... mal del estómago —susurro—, y su criada no va mañana. Necesita que la ayude a cuidar de los críos.

—Supongo que eso quiere decir que mañana irás a misa con ellos —dice Madre tras un suspiro—. ¡Y yo que pensaba que iríamos a la iglesia como una familia unida y luego pasaríamos la tarde del domingo juntos!

—¡Mamá, por favor! —exclamo, revolviendo en la canastilla donde suele guardarlas—. Tus llaves no aparecen por ningún sitio.

—No puedes llevarte el Cadillac. Lo necesitamos para ir a la iglesia mañana.

En menos de media hora, mi cita estará en casa de Hilly. Tengo que vestirme y arreglarme el pelo allí para que Madre no sospeche. No puedo llevarme la furgoneta nueva de Padre porque está llena de fertilizantes, y además sé que la necesita mañana temprano.

—Está bien, me llevaré la camioneta vieja.

—Creo que tiene un remolque enganchado. Pregúntale a tu padre.

Pero no puedo preguntar a Padre, no estoy dispuesta a volver a pasar por esto delante de otras tres personas que se ofenderán al ver que me marcho. Agarro las llaves de la camioneta vieja y digo:

—No pasa nada. Me voy directamente a casa de Hilly.

Salgo enfurruñada y descubro que la vieja camioneta no sólo tiene un remolque enganchado, sino que en el remolque hay un tractor de media tonelada de peso.

Así que termino bajando a la ciudad, para acudir a mi primera cita en dos años, al volante de una camioneta Chevrolet de 1941, roja, de cuatro marchas y con una máquina John Deere enganchada detrás. El motor renquea y petardea, y me pregunto si aguantará hasta la ciudad. Los neumáticos escupen trozos de barro. El vehículo se cala al llegar a la carretera principal, y mi vestido y mi bolso se caen del asiento al sucio suelo. Tengo que volver a arrancarlo un par de veces.

A las seis menos cuarto, un bicho negro aparece corriendo delante de mí y noto un golpe en la carrocería. Intento parar, pero no es fácil frenar cuando detrás llevas maquinaria agrícola de varias toneladas. Soltando una maldición, me detengo en el arcén y bajo a comprobar qué ha pasado. Sorprendentemente, el gato se levanta, mira atontado a su alrededor y sale espantado hacia el bosque, tan rápido como apareció. A las seis menos tres minutos, tras recorrer la ciudad a veinte por hora, con cláxones sonando detrás de mí y adolescentes que hacen burla a mi paso, aparco en una calle cercana a la casa de Hilly, ya que su callejón no es el lugar más apropiado para maniobrar con lo que llevo en el remolque. Agarro mi bolso y entro en su casa sin tan siquiera llamar a la puerta, desfallecida, sudorosa y despeinada por el viento. Allí están ellos, los tres, mi pareja incluida, tomándose unas copas en la sala de estar. Me quedo paralizada en el recibidor mientras todos me miran. William y Stuart se ponen en pie. ¡Dios, es muy alto! Unos diez centímetros más que yo, por lo menos. Los ojos de Hilly se abren como platos y me agarra por el brazo.

—Chicos, ahora mismo volvemos. Poneos cómodos y hablad de béisbol y esas cosas de hombres.

Me arrastra hacia su vestidor y empezamos a rezongar. ¡Qué desastre!

—¡Skeeter, ni siquiera te has pintado los labios! Y tu pelo parece un nido de pájaros.

—Ya lo sé, ¡mírame! —Cualquier efecto que pudiera quedar del milagroso Shinalator ha desaparecido—. La camioneta vieja no tiene aire acondicionado, y he tenido que venir con las malditas ventanillas bajadas.

Me restriego la cara y Hilly me sienta en la silla de su cambiador. Empieza a peinarme el pelo como mi madre, enroscándolo en esos rulos gigantes y pulverizándolo con laca.

—¿Y bien? ¿Qué te ha parecido? —me pregunta.

Suspiro y cierro los ojos, aún sin rimel.

—Es bastante guapo.

Me pringo de maquillaje, algo que nunca he sabido muy bien cómo hacer. Hilly me contempla sorprendida ante mi falta de experiencia. Limpia mi chapuza con un pañuelo y vuelve a ponerme los cosméticos. Me enfundo en el vestido negro de amplio escote y me calzo mis zapatos planos marca Delman. Hilly me cepilla el pelo a toda prisa. Me lavo las axilas con un trapo húmedo mientras mi amiga entorna los ojos.

—He atropellado a un gato.

—Ya se ha tomado dos copas esperándote.

Me levanto y me estiro el vestido.

—Muy bien —digo—, ¿qué nota me pondrías de uno a diez?

Hilly me mira de arriba abajo y se detiene en la apertura delantera del vestido, alzando las cejas. Nunca en mi vida he llevado escote, así que seguro que mi amiga no se había dado cuenta de que tengo pecho.

—Un seis —declara, sorprendida.

Nos miramos por un segundo. Hilly suelta un gritito alegre y sonrío. Nunca antes me había puesto más de un cuatro.

Cuando regresamos a la sala de estar, William está apuntando a Stuart con el dedo.

—Voy a presentarme a ese escaño y, Dios mediante, si tu padre...

—Stuart Whitworth —anuncia Hilly—, permíteme que te presente a Skeeter Phelan.

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