Crítica de la Religión y del Estado (6 page)

[T. I (pp. 49-54) O. C. De la primera prueba.]

ORIGEN DE LA IDOLATRÍA

Se dice que el primer inventor de estas falsas divinidades fue un tal Nisus, hijo de Bel, primer rey de los sirios, aproximadamente en la época del nacimiento del patriarca Isaac, por el año del mundo dos mil ciento uno, según los hebreos, el cual tras la muerte de su padre le erigió un ídolo, que después tomó el nombre de Júpiter, con la intención de ser adorado por todos como un dios, y de allí, se dice, provinieron todas las idolatrías que se extendieron en el mundo. Cecrops, primer rey de los atenienses, fue después el primero que invocó seguidamente a este Júpiter, ordenando hacerle sacrificios en sus Estados, y de este modo fue el autor de todas las demás idolatrías que se aceptaron después. Jano, que era un rey de Italia muy antiguo, según Macrobio, fue el primero que dedicó templos a los dioses y les hizo ofrecer sacrificios, y como era el primero que había dado a conocer algunos dioses a sus pueblos, tras su muerte fue asimismo reconocido por ellos y adorado como dios, de tal forma que los romanos no sacrificaban jamás a otro dios sin invocar primero a este Jano. Los mismos autores que nuestros cristícolas llaman santos y sagrados hablan aproximadamente de la misma manera respecto a la invención y al origen de todas estas falsas divinidades, y no sólo atribuyen su origen e invención a los hombres, sino que además dicen incluso que la invención y adoración de estas falsas divinidades son la causa, la fuente y el origen de todas las maldades que se han difundido en el mundo, pues se dice en su Libro del Génesis que fue un tal Enos, hijo de Seth, nieto de Adán según ellos, quien empezó a invocar el nombre de Dios,
«iste coepit invocare ñamen Dominio
(Gen. 426). Y en su Libro de la Sabiduría se dice expresamente que la invocación y el culto de los ídolos o de las falsas divinidades es el origen, la causa, el principio y el fin de todos los males que hay en el mundo:
«Infandorum enim idolorum cultura, omnis mali causa est, et initium etfinís»
(Sap., 14.27).

He aquí cómo estos pretendidos Libros santos hablan de la invocación de estas falsas divinidades y de su comienzo. «Un padre —indican—, hallándose extremadamente afligido por la muerte de su hijo, hizo reconstruir su imagen para tratar de consolarse de su pérdida mirando esta imagen que al principio consideraba sólo la imagen de su hijo bienamado que la muerte le había arrebatado, pero poco después, habiéndose dejado cegar por un exceso de amor hacia este hijo y hacia la imagen y el retrato que había hecho esculpir, empezó a mirar y a adorar como a un dios lo que antes no veía sino como la imagen y el retrato de un hombre muerto, y ordenó a sus criados que lo honraran, le ofrecieran sacrificios y finalmente que le rindieran honores divinos. Esta práctica perjudicial, tras haberse difundido rápidamente y extendido por doquier, pasó muy pronto a ser una costumbre, el error particular se convirtió en un error público y finalmente esta costumbre pasó a ser fuerza de ley también, que fue confirmada y autorizada por los mandos de los príncipes y de los tiranos que obligaron a, sus súbditos a adorar las estatuas de los que colocaban o hacían colocar en el rango de los dioses, bajo rigurosas penas.

»Esta idolatría —dicen los mismos Libros— se extendió tanto que los pueblos alejados del príncipe se hacían traer su imagen, consolándose de su ausencia mediante la presencia de su imagen, a la que rendían los mismos honores y las mismas adoraciones que habrían hecho a su príncipe de hallarse presente. La vanidad y la habilidad de los pintores y escultores —continúan los mismos Libros— no contribuyó al progreso de esta detestable idolatría, pues como trabajaban a porfía unos con otros para hacer bellas estatuas, la belleza de su trabajo atrajo a sus obras la admiración y la adoración de los débiles y de los ignorantes, de forma que los pueblos, de cuya simplicidad es fácil abusar, dejándose seducir tranquilamente por la belleza de la obra, imaginaban que una estatua hermosa sólo podía ser la representación de un dios y pensaban que aquel a quien hasta entonces sólo habían estimado como un hombre debía ser adorado y servido como un dios. He aquí —dicen estos Libros santos y sagrados de nuestros propios cristícolas— cómo la idolatría, que es la vergüenza y el oprobio de la razón humana, ha penetrado en el mundo mediante el interés de los obreros, mediante la adulación de los súbditos, mediante la ignorancia de los pueblos y la vanidad de los príncipes y reyes de la tierra que, al no poder detentar su autoridad dentro de unos límites justos, han dado el nombre de dios a unos ídolos de piedra y de madera, o a ídolos de oro y de plata, en honor de cuyos ídolos celebraban fiestas llenas de extravagancias y de locuras y en las que ofrecían sacrificios inhumanos, inmolándoles cruelmente a sus propios hijos, y llamaban paz a la ignorancia en que se hallaban, aunque ésta los hiciera más miserables y más desdichados de lo que hubiera podido hacerlos la guerra más encarnizada,
tot et tanta mala pacem appellant.»
Finalmente, estos mismos Libros de la Sabiduría dicen: «El culto y la adoración de estos ídolos detestables es la causa, el comienzo, el progreso y la cumbre de todos los vicios y de toda clase de maldades
(Infandorum enim indolorum cultura omnis mali causa est, et, initium et finís»)
(Sao. 14.27).

Todos estos testimonios que acabo de referir nos hacen ver claramente no sólo que todas las religiones que existen o han existido en el mundo no son ni han sido jamás otra cosa que invenciones humanas, sino que además nos hacen ver claramente que todas las divinidades que se adoran sólo son fabricadas e inventadas por los hombres y que los mayores males de la vida proceden todos de la misma adoración de estas falsas divinidades,
omnis malí causa est et initium et finís.
Y lo que aún confirma más esta verdad es que en ninguna parte se ve ni se ha visto jamás que alguna divinidad se haya mostrado a los hombres pública y manifiestamente, ni que alguna divinidad se haya dado jamás por sí misma alguna ley manifiesta y públicamente, ni haya hecho precepto u orden alguna. «Mirad —dice el señor de Montaigne— el registro que la filosofía ha llevado desde hace varios millares de años respecto a los asuntos celestes y divinos: los dioses, dice, nunca han actuado ni nunca han hablado más que a través de los hombres, e incluso a través de algún hombre particular únicamente, y además en secreto y como a escondidas, y frecuentemente durante la noche, a través de la imaginación y en sueños»
(Essáis),
como se indica claramente en los Libros de Moisés, acogidos y aprobados por nuestros cristícolas. He aquí cómo hacen hablar a su Dios: «Si hay algún profeta entre vosotros —dice Dios—, me apareceré a él durante la noche y le hablaré en sueños
(si quis fuerit inter vos propheta domini, in visione apparebo ei, vel per somnium loquar ad illum)»
(Num., 12.6). Fue así, efectivamente, como habló a Samuel cuando lo llamó (1 Reg., 3.4); Tal como está indicado, apareció y habló a varios otros, si se quiere creer a nuestros supersticiosos deícolas y cristícolas, que cantan en una de sus solemnidades estas palabras que extraen de su Libro de la Sabiduría: «Durante la noche, cuando todo se halla en silencio, vuestra Palabra, Señor, se oye de lo alto de los cielos (Dum enim medium silentium tenerent omnia, et nox in suo cursu medium iter haberet, omnipotens sermo tuus de caelis a regalibus sedibus venit)-»
(Sap. 18.15).

Pero si fueran verdaderamente dioses quienes hablasen así a los hombres, como se quisiera hacernos creer, ¿por qué fingirían ocultarse siempre así al hablarles?, y ¿por qué, por el contrario, no manifestarían más bien por doquier su gloria, su poder, su sabiduría y su autoridad suprema? Si hablan no es, o al menos no debe ser, más que para hacerse oír, y si quieren dar leyes, preceptos y órdenes a los hombres debe ser para que se sigan y observen, ¿y para esto hace falta que hablen en secreto y a escondidas? ¿Necesitan para ello el órgano y el ministerio de los hombres a tal punto que no podrían prescindir de ellos? ¿No saben hablar y hacerse oír por sí mismos a todos los hombres? ¿No pueden publicar sus leyes, ni hacerlas observar inmediatamente por sí mismos? Si es así, esto ya es una señal muy evidente de su debilidad y de su impotencia, puesto que no pueden prescindir del auxilio de los hombres en lo que les atañe de tan cerca. Y si lo que ocurre es que no quieren o no se dignan mostrarse ni hablar manifiesta y públicamente a los hombres, esto supone querer darles todo motivo de desconfianza, supone querer darles todo motivo para dudar de la verdad de su palabra, pues todas estas pretendidas visiones y revelaciones nocturnas de las que nuestros idólatras deícolas se halagan, ciertamente son demasiado sospechosas y están demasiado sujetas a ilusiones para que merezcan que se ponga fe en ellas y no es creíble que unos dioses que fueran absolutamente buenos y honestos quisieran jamás servirse de una vía tan sospechosa y tan equívoca como ésta para dar a conocer sus voluntades a los hombres. Y esto no sólo sería querer darles lugar a dudar de la verdad de sus palabras, sino que incluso sería querer darles todo motivo para dudar de su propia existencia y darles motivo para creer que ni siquiera son ellos mismos, como efectivamente ellos no son nada, pues no es creíble, si hubiera verdaderamente dioses, que quisieran soportar que tantos impostores abusaran de sus nombres y de su autoridad para engañar con absoluta inmunidad a los hombres.

Por lo demás, si sólo se tratara de unos simples particulares quienes dijeran que Dios se les ha aparecido en secreto o en sueños, y que les ha hablado y les ha revelado en secreto tales o cuales misterios, o que les ha dado en secreto tales o cuales leyes y órdenes, si sólo se tratara de simples particulares quienes dijeran esto e incluso supusieran aun, si fuera necesario, algunos pretendidos milagros para que sus palabras fueran creídas, es claro y evidente que no habría ningún impostor que no pudiera hacer lo mismo en su favor y que no pudiera decir con la misma seguridad que los otros que habrían tenido visiones y revelaciones del Cielo, que Dios les habría hablado y que les habría revelado todo cuanto quisieran hacer creer a los demás; así, los que pretenden haber tenido revelaciones secretas de los misterios, de las leyes, de las órdenes o de las voluntades de Dios o de los dioses si se quiere, no son creíbles por lo que dicen y no merecen siquiera ser escuchados por lo que dicen, porque no es creíble, como he dicho, que los dioses que fueran perfectamente buenos y honestos, como se supone, quisieran servirse de una vía tan sospechosa y tan equivoca como ésta para dar a conocer sus voluntades a los hombres.

Pero cómo, se dirá, ¿cómo es posible que tantos errores y tantas imposturas hayan podido extenderse tan generalmente por todo el mundo? y ¿cómo han podido mantenerse tanto tiempo y tan fuertemente en el espíritu de los hombres? En efecto, sería motivo de sorpresa más que suficiente para aquéllos que sólo saben juzgar las cosas humanas por el exterior y no ven todos los resortes ocultos que los hacen mover, pero para aquellos que saben juzgar de otro modo y que miran las cosas de cerca, que ven jugar los resortes de la política más refinada de los hombres y que conocen los subterfugios y artificios de que son capaces de servirse los impostores para alcanzar sus objetivos, ya no es un motivo de sorpresa; están desengañados de todos sus refinamientos y de todas sus sutilidades. Por una parte, saben lo que el orgullo y la ambición son capaces de hacer en el espíritu de los hombres; por otra, saben que los grandes de la tierra encuentran siempre suficientes aduladores, que mediante cobardes complacencias aprueban todo lo que hacen y todo lo que tienen por objeto hacer; saben que los impostores y los hipócritas emplean toda clase de subterfugios y artificios para conseguir sus fines. Y, finalmente, saben que los pueblos, al ser débiles e ignorantes como son, no podrían ver ni descubrir por sí mismos las trampas y los artificios de los que se sirven para engañarlos y que no podrían resistir contra el poder de los grandes, los cuales les obligan a doblegarse como quieren bajo el peso de su autoridad. Y justamente a través de estos medios, es decir, mediante la autoridad de los grandes, las cobardes complacencias de los aduladores, mediante los subterfugios y artificios de los impostores y de los embaucadores, y a causa de la ignorancia y de la debilidad de los pueblos, todos los errores, todas las idolatrías y todas las supersticiones se han extendido en la tierra, y por estos mismos medios se mantienen y se fortalecen aún todos los días cada vez más. Pero nada es tan favorable a la impostura y a su progreso en el mundo como esta ávida curiosidad que los pueblos tienen por lo común de oír hablar de cosas extraordinarias y prodigiosas y esta gran facilidad que tienen para creerlas, pues como se ve que les gusta oír hablar de ellas, que las escuchan con asombro y con admiración y que miran todas estas cosas como verdades constantes, los hipócritas por su lado y los impostores por el suyo se complacen en forjarles fábulas y en contarles tantas como quieren. (...).

Al comienzo de la Iglesia cristiana, los encantadores y los heréticos la perturbaban mucho mediante diversas imposturas, dice al autor de las
Crónicas.
Sería demasiado largo referir aquí infinidad de otros testimonios semejantes; lo que acabo de deciros basta para haceros ver claramente que todas las religiones verdaderamente sólo son invenciones humanas y, por consiguiente, que todo lo que enseñan y obligan a creer como sobrenatural y divino no es más que error, mentira, ilusión e impostura; errores en los que creen con demasiada ligereza cosas que no existen ni han existido jamás, o que son de otra manera de lo que creen; ilusiones en los que se imaginan ver u oír cosas que no son; mentiras en los que hablan de esta clase de cosas contra su propia ciencia y conocimiento; y, finalmente, imposturas en los que las inventan y propalan, a fin de imponerlas y hacerlas creer a los demás, lo que es tan cierta y evidentemente verdad que nuestros idólatras deícolas y nuestros mismos cristícolas no podrían estar en desacuerdo, porque también ellos reconocen, cada uno por su parte y de común consentimiento, que efectivamente todas las demás religiones que no sea la suya no son más que errores, ilusión, engaños e imposturas. Así, como podéis ver, al reconocerse como falsas la mayor parte de religiones, no se trata pues ahora más que de saber si en tan gran número de falsas sectas y falsas religiones como hay en el mundo no hay al menos alguna que sea verdadera y que pueda asegurarse que sea más verdadera que las demás y ser verdaderamente de institución divina.

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