Cronicas del castillo de Brass (20 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

—Es posible, pero tampoco poseo pruebas de que el conde Brass piense como decís. Tendría que hablar de nuevo con él para confirmar vuestras palabras, Hawkmoon cabeceó. Reflexionó unos momentos.

—Suponed que poseo medios de vencer a este ejército —prosiguió— ¿Qué diríais? En el caso de que mis teorías apunten a la verdad relativa al ejercito y sus orígenes, y a su vez me conduzcan al conocimiento de sus puntos débiles.

—En ese caso, vuestras teorías podrían ser llevadas a la práctica pero, por desgracia, sólo hay una forma de probarlas, lo cual implica perder la vida si son erróneas. ¿no?

—No me importa correr el riesgo. Cuando luché contra el Imperio Oscuro comprendí enseguida que era imposible derrotarlo en un enfrentamiento directo, pero si se buscaban los puntos débiles de sus dirigentes y se utilizaban debidamente, podían ser derrotados. Eso es lo que aprendí al servicio del Bastón Rúnico.

—¿Insinuáis que sabéis como derrotar a esa chusma?

Katinka van Bak estaba casi convencida.

—Desconozco los puntos débiles en concreto, como es natural, pero soy la persona más indicada del mundo para descubrirlos.

—¡Estoy segura! —exclamó la mujer, sonriente—. Os apoyo, pero creo que es demasiado tarde para buscar puntos débiles.

—Si pudiera observarles, si pudiera encontrar un escondite, tal vez en las propias montañas, para vigilarles, quizá se me ocurriría alguna manera de derrotarles.

Hawkmoon pensaba en otra cosa que lograría observando al ejército, pero calló.

—Vos os escondisteis durante mucho tiempo en esas montañas, Katinka van Bak. Vos, mejor que nadie, excepto Oladahn, podríais encontrar una madriguera desde la que pudiera vigilar a esas langostas.

—Podría, pero acabo de huir de aquellos parajes. Como ya os he dicho, mi joven amigo, no tengo el menor deseo de perder la vida. ¿Por qué he de conduciros a las Montañas Búlgaras, la fortaleza de nuestros enemigos?

—¿Acaso no albergáis siquiera una leve esperanza de vengar a vuestra Ukrainia? ¿No habéis acariciado la idea, al menos en secreto, de conseguir la ayuda del conde Brass y sus súbditos para luchar contra vuestros adversarios?

Katinka van Bak sonrió.

—Bien, sabía que la esperanza era vana, pero…

—Os ofrezco la oportunidad de llevar a cabo esa venganza. Bastará con que me guiéis hacia esas montañas, encontréis un lugar relativamente seguro, y después podéis marcharos, si tal es vuestro deseo.

—¿Vuestros motivos son altruistas, duque Dorian?

Hawkmoon titubeó.

—Quizá no del todo —admitió—. Deseo probar mi teoría de que Yisselda aún vive, y que puedo salvarla.

—En ese caso, creo que os guiaré a las Montarlas Búlgaras. Desconfío de un hombre que se ofrece para algo desinteresadamente. Con todo, creo que puedo confiar en vos.

—Estáis en lo cierto.

—El único problema que se me ocurre es si sobreviviréis al viaje. Vuestro estado es de lo más lamentable. —Extendió una mano y tocó sus ropas, como una campesina que comprara gansos en el mercado—. Para empezar, tenéis que engordar un poco. Dejaremos pasar una semana. Alimentad un poco vuestro estómago. Ejercicio. Equitación. Nos batiremos en duelo un par de veces, para entrenaros…

Hawkmoon sonrió.

—Me alegro de que no abriguéis rencor hacia mí, mi señora, de lo contrario me lo pensaría dos veces antes de aceptar a pies juntillas vuestra última sugerencia.

Katinka van Bak echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.

5. Una búsqueda penosa

Hawkmoon tenía todos los miembros doloridos. Su aspecto era lamentable cuando salió, casi tambaleante, al patio, donde Katinka van Bak ya le esperaba, montada en un corcel retozón cuyo cálido aliento se dibujaba en el transparente aire matinal. La montura de Hawkmoon era un animal menos nervioso, famoso por su paciencia y aguante, aunque Hawkmoon no se veía con ánimos de subir a la silla. Tenía el estómago revuelto, la cabeza le daba vueltas y sus piernas flaqueaban, pese a que había dedicado más de una semana al ejercicio y a seguir una buena dieta. Su apariencia había mejorado un poco, y estaba más limpio, aunque ya no era el héroe del Bastón Rúnico que había luchado contra Londra siete años atrás. Sintió escalofríos, porque el invierno se acercaba a la Kamarg. Se envolvió en su gruesa capa de piel. La capa estaba forrada de lana y casi daba calor al cerrarla. De tan pesada, estuvo a punto de caer al suelo mientras andaba. No llevaba armas encima pero la espada y la lanza flamígera colgaban de la silla. Además de la capa, vestía un grueso justillo a cuadros de color rojo oscuro, polainas de ante bordadas con complicados dibujos por Yisselda, cuando vivía y botas altas hasta la rodilla de excelente piel reluciente. Sobre la cabeza, un yelmo. No llevaba armadura. Aún no estaba lo bastante fuerte para permitírselo.

No había recobrado la salud por completo, ni física ni mental. Lo que le había impulsado a mejorar su estado no era desagrado hacia su baja forma, sino la insensata creencia de que encontraría viva a Yisselda en las Montañas Búlgaras.

Montó en el caballo con algunas dificultades. Se despidió de los senescales, olvidando que el conde Brass había dejado la responsabilidad de la provincia en sus manos, y siguió a Katinka van Bak a través de las puertas y por las calles desiertas de Aigues-Mortes. No había nadie en las calles. Sólo los criados del castillo sabían que se marchaba del castillo de Brass en dirección este, cuando el conde Brass se había encaminado hacia el oeste.

A mediodía, habían dejado atrás los cañaverales, los pantanos y las lagunas, y seguían una blanca carretera que pasaba frente a una de las grandes torres de piedra blanca que señalaban los límites del país cuyo señor protector era el conde Brass.

Cansado de cabalgar, incluso un trayecto tan corto, Hawkmoon empezaba a arrepentirse de su decisión. Le dolían los brazos de agarrarse a la perilla de la silla, tenía agujetas en los muslos y las piernas completamente entumecidas. Por su parte, Katinka van Bak parecía inagotable. Solía detenerse para que Hawkmoon la alcanzara, pero era sorda a sus súplicas de descansar un rato. Hawkmoon se preguntó si aguantaría el viaje, si moriría antes de llegar a las Montañas Búlgaras. A veces, se preguntaba cómo había llegado a simpatizar con esta despiadada mujer.

Un guardián que les vio desde lo alto de una torre les dio el alto. Junto a él se erguía el flamenco que le servía de montura, y su capa escarlata se agitaba al compás de la brisa. Por un momento, Hawkmoon creyó que hombre y animal eran un sólo ser. El guardián alzó su larga lanza flamígera a guisa de saludo cuando reconoció a Hawkmoon. Este logró mover apenas la mano, pero fue incapaz de responder al grito del centinela.

Después, la torre disminuyó en la distancia, cuando se desviaron hacia la Lyonesse. Desde la carretera divisaron las Montañas Suizas, que se creían emponzoñadas aún por las secuelas del Milenio Trágico, y que además eran infranqueables. Por suerte, Katinka van Bak y Hawkmoon tenían conocidos en la Lyonesse, que les proporcionarían provisiones para el resto del viaje.

Aquella noche acamparon en la carretera y, al amanecer, Hawkmoon se convenció de que su muerte era inminente. El dolor del día anterior no era nada comparado con la agonía que experimentaba ahora. Sin embargo, Katinka van Bak continuó sin demostrar piedad, y le exhortó a montar sobre su paciente caballo antes de hacerlo ella. Luego, cogió la brida del corcel y arrastró a bestia y jinete.

Así avanzaron tres días más, casi sin descansar, hasta que Hawkmoon se desmayó y cayó a tierra. Ya le daba igual encontrar o no a Yisselda. Tampoco culpaba o disculpaba a Katinka van Bak por el trato inhumano que le dispensaba. Sus dolores se habían convertido en una agonía permanente. Se movía cuando el caballo se movía. Se paraba cuando el caballo se paraba. Comía lo que Katinka van Bak ponía, a veces, delante de él. Dormía las escasas horas que le dejaban. Y luego se desmayaba.

En una ocasión, se despertó y vio que sus pies oscilaban al otro lado del caballo, y adivinó que Katinka van Bak había proseguido el viaje después de atarle a la silla de su montura.

Fue de esta forma que, unos días después, Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, campeón del Bastón Rúnico, héroe de Londra, entró en la antigua ciudad de Lyon, capital de la Lyonesse, su caballo tirado por una anciana cubierta con una armadura polvorienta.

Y la siguiente vez que Dorian Hawkmoon se despertó, yacía en una mullida cama, rodeado de jóvenes doncellas que le sonreían y ofrecían comida. Por un momento, se negó a aceptar su existencia.

Pero eran reales, la comida buena, y el descanso le revivió. Dos días más tarde, el reacio Hawkmoon, mucho más recuperado partió en compañía de Katinka van Bak para continuar la búsqueda del miserable ejército atrincherado en las Montañas Búlgaras.

—Por fin habéis echado carnes —dijo una mañana la mujer, mientras cabalgaban en dirección al sol, que teñía de un verde resplandeciente las suaves colinas del país que atravesaban. Katinka cabalgaba a su lado, pues ya no consideraba necesario tirar de su caballo. Palmeó su hombro—. Y vuestros huesos se han fortalecido. Ninguno de vuestros males era irremediable, como veis.

—No sé si vale la pena someterse a tan crueles sacrificios para sanar —replicó Hawkmoon.

—Algún día me lo agradeceréis.

—No estoy muy seguro, Katinka van Bak, y os los digo con toda sinceridad.

Y entonces, Katinka van Bak, regente de Ukrainia, lanzó una estruendosa carcajada y espoleó a su caballo.

Hawkmoon se vio obligado a admitir que sus dolores casi habían desaparecido y que se sentía mucho mejor dispuesto a resistir un largo viaje a caballo. Su estómago aún se revolvía de vez en cuando y no estaba tan fuerte como antes, pero casi había llegado al punto de poder disfrutar de los olores, sonidos y paisajes que les rodeaban. Le asombraba lo poco que necesitaba dormir Katinka van Bak. Realizaban la mitad del trayecto por las noches, hasta que la mujer permitía que acamparan. Como resultado, llevaban un buen ritmo, pero Hawkmoon padecía un cansancio permanente.

Llegaron a la segunda parte del viaje cuando entraron en los territorios del duque Mikael de Bahzel, pariente lejano de Hawkmoon y a cuyo servicio había luchado Katinka van Bak, durante las disputas del duque con otro de sus parientes, el ya fallecido Pretendiente de Estrasburgo. Cuando el Imperio Oscuro ocupó sus tierras, el duque Mikael fue objeto de las más groseras humillaciones, y nunca se recuperó por completo. Se había convertido en un misántropo y su esposa ejercía casi todas sus funciones en su nombre. Se llamaba Julia de Padova, hija del Traidor de Italia, Enric, que había establecido un pacto con el Imperio Oscuro contra su propio pueblo y, como recompensa, fue asesinado por los Señores de las Bestias. Tal vez por conocer la bajeza de su padre, Julia de Padova gobernaba la provincia con gran justicia. Hawkmoon reparó en la evidente prosperidad del campo. Ganado bien alimentado pacía en una hierba excelente. Las granjas, recién pintadas y de piedra pulida, resplandecían. Los tejados estaban labrados en el estilo recargado tan apreciado por los campesinos de estos parajes.

Sin embargo, cuando llegaron a la capital, Bazhel, fueron recibidos por Julia de Padova con moderada gentileza, y su hospitalidad no fue excesiva, como si se esforzara en olvidar los viejos tiempos en que el Imperio Oscuro había gobernado toda Europa. Por lo tanto, ver a Hawkmoon no la hizo feliz, porque había jugado un papel muy importante en la lucha contra el Imperio y le recordaba el pasado: la humillación de su marido y la traición de su padre.

De ese modo, la pareja no pasó mucho tiempo en Bazhel, sino que siguió hasta Munchenia, donde el viejo príncipe intentó halagarles con regalos y les suplicó que se quedaran más tiempo y le contaran sus aventuras. Aparte de advertirle sobre lo que había ocurrido en Ukrainia (se mostró escéptico), mantuvieron en secreto su misión y se marcharon a regañadientes, provistos de mejores armas y mejores ropas, Si bien Hawkmoon no había querido desprenderse de su gran capa de piel, porque la llegada del invierno era inminente.

Cuando Dorian Hawkmoon y Katinka van Bak llegaron a Linz, ahora una república, las primeras nieves habían caído sobre las calles de la pequeña ciudad de madera, reconstruida después de haber sido arrasada por los ejércitos de Granbretán.

—Hemos de acelerar la marcha —dijo Katinka van Bak a Hawkmoon, mientras tomaban algo en una buena posada situada en la plaza central de la ciudad—. De lo contrario, encontraremos cerrados los pasos de las Montañas Búlgaras y nuestro viaje habrá sido en vano.

—Me pregunto si no habrá sido en vano desde un principio —contestó Hawkmoon, sosteniendo la copa de vino humeante con sus manos enguantadas.

Ya no recordaba en nada al ser que habitaba en el castillo de Brass, si bien sus antiguas amistades le habrían reconocido de inmediato. Sus facciones eran marcadas de nuevo y los músculos abultaban bajo la camisa de seda. Sus ojos eran brillantes, enérgicos, y su piel brillaba, así como su largo cabello rubio.

—¿Aún os preguntáis si encontraréis allí a Yisselda?

—Sí, y también me pregunto si ese ejército es tan fuerte como pensáis. Quizá tuvieron la suerte de su lado cuando aplastaron a vuestras fuerzas.

—¿Qué os hace pensar eso?

—No hemos oído ningún rumor. Ni la menor insinuación de que nadie tenga noticia de este ejército.

—Yo he visto ese ejército. Y era grande, creedme. Es poderoso. Podría conquistar el mundo entero. Es cierto.

Hawkmoon se encogió de hombros.

—Bien, os creo, Katinka van Bak, pero considero extraño que no hayan llegado rumores a nuestros oídos. Cuando hablamos de este ejército, nadie confirma lo que decimos. ¡No me extraña que nos presten tan poca atención!

—Vuestro ingenio se agudiza —aprobó Katinka—, pero como resultado estáis menos predispuesto a creer en lo fantástico. —Sonrió— Ocurre a menudo, ¿verdad?

—Sí, a menudo.

—¿Queréis dar media vuelta?

Hawkmoon estudió el vino caliente de la copa.

—El viaje hasta casa es largo, pero ahora me siento culpable por haber abandonado mis obligaciones en la Kamarg y emprender esta búsqueda.

—No os ocupabais demasiado bien de esas responsabilidades —le recordó ella—. No estabais en condiciones…, ni físicas ni mentales.

Hawkmoon le dedicó una sonrisa sombría.

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