Cronicas del castillo de Brass (16 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El salón del castillo parecía un poco diferente de cuando Hawkmoon lo había visto por última vez. Daba la sensación de que faltaba algo.

—¿Yisselda duerme? —preguntó Hawkmoon.

—Sí —respondió el conde Brass en tono de cansancio—. Duerme.

Hawkmoon contempló sus ropas manchadas de barro. Ya no llevaba armadura.

—Será mejor que tome un baño y me acueste —dijo. Dirigió una mirada penetrante al conde Brass y sonrió—. Pensaba que os habían matado en la batalla de Londra.

—Sí —contestó el conde Brass, en el mismo tono de preocupación—. Lo sé. Ahora ya sabéis que no soy un fantasma, ¿verdad?

—¡Ya lo creo! —rió Hawkmoon—. Los planes de Kalan nos sirvieron mucho más a nosotros que a él, ¿eh?

El conde Brass frunció el ceño.

—Supongo que sí —dijo, vacilante, como si no estuviera seguro de lo que Hawkmoon quería decir.

—Pero escapó —prosiguió Hawkmoon—. Puede que vuelva a darnos problemas.

—¿Escapó? No. Se suicidó después de quitaros la joya de la cabeza. Eso es lo que alteró tanto vuestro cerebro.

—Entonces, ¿no recordáis nada de nuestras recientes aventuras?

Se acercó al conde Brass, que se estaba calentando junto a la chimenea.

—¿Aventuras? ¿Os referís al pantano? Salisteis a caballo como en trance, murmurando que me habíais visto allí. Vedla os vio marchar y vino a advertirme. Por eso fuimos a buscaros y os encontramos antes de que murierais…

Hawkmoon, desvió la vista. ¿Lo había soñado todo? ¿De veras se había vuelto loco?

—¿Desde cuándo…, desde cuándo padezco este trance que habéis mencionado, conde Brass?

—Desde Londra, claro. Después de que os quitaran la joya aparentasteis normalidad, pero después empezasteis a hablar de Yisselda como si aún continuara con vida. También os referíais a otros que creíais muertos, como yo, por ejemplo. No me sorprende que padecierais tal enajenación, porque la joya estaba…

—¡Yisselda! —gritó de repente Hawkmoon—. ¿Decís que está muerta?

—Sí… Murió en la batalla de Londra, combatiendo como un guerrero más… Cayó…

—Pero los niños…, nuestros hijos… —Hawkmoon se esforzó en recordar los nombres de los niños—. ¿Cómo se llaman? No consigo recordar…

El conde Brass exhaló un profundo suspiro y apoyó su mano enguantada sobre el hombro de Hawkmoon.

—También hablabais de niños, pero no tuvisteis hijos. No pudo ser.

—No tuvimos hijos…

Hawkmoon se sintió extrañamente vacío. Luchó por recordar algo que había dicho hacía muy poco: «Daría cualquier cosa por que el conde Brass viviera de nuevo…»

Y ahora el conde Brass vivía de nuevo y su amor, su hermosa Yisselda, sus hijos, se habían esfumado en el limbo… No habían existido en aquellos cinco años transcurridos desde la batalla de Londra.

—Parece que habéis recobrado la razón —dijo el conde Brass—. Tenía la esperanza de que vuestra mente sanara. Creo que ese momento ha llegado.

—¿Sanara? —La palabra se le antojó una burla. Se volvió hacia su viejo amigo.— ¿Ha pensado todo el mundo en la Kamarg, en el castillo de Brass… que estaba loco?

—Quizá la palabra locura sea demasiado fuerte —protestó el conde Brass—. Estabais en una especie de trance, como si soñarais en acontecimientos algo diferentes de los reales… No se me ocurre una forma mejor de describirlo. Si Bowgentle estuviera aquí, tal vez podría explicarlo mejor. Tal vez os habría ayudado más que nosotros. —El conde meneó su rotunda cabeza rojiza—. No lo sé, Hawkmoon.

—Y ahora estoy curado —dijo Hawkmoon con amargura.

—Sí, tal parece.

—Entonces, tal vez la locura sea preferible a esta realidad. —Hawkmoon se encaminó con paso lento hacia la escalera—. No podré soportarla.

No todo podía haber sido un sueño. Yisselda y los niños tenían que haber existido.

Pero los recuerdos ya se estaban desvaneciendo, como ocurre con los sueños. Cuando llegó al pie de la escalera se volvió hacia el conde Brass, que no se había movido de donde estaba. Contemplaba el fuego con su triste y anciana cabeza inclinada.

—¿Vos y yo… vivimos? Y nuestros amigos están muertos. Vuestra hija está muerta. Teníais razón, conde Brass; se perdió mucho en la batalla de Londra. También perdisteis a vuestros nietos.

—Sí —musitó el conde Brass—. Se podría decir que perdimos el futuro.

Epílogo

Habían transcurrido casi siete años desde la gran batalla de Londra, cuando el Imperio Oscuro quedó destruido. Y muchas cosas habían sucedido a lo largo de aquellos siete años. Durante cinco, Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, había padecido la tragedia de la locura. Incluso ahora, dos años después de recuperarse, no era el mismo hombre que se había dedicado con tanto entusiasmo a los asuntos del Bastón Rúnico. Vivía solo y retirado. Ni tan sólo su viejo amigo el conde Brass, el otro superviviente del conflicto, le conocía ahora.

—Es por la pérdida de sus amigos, de su Yisselda —susurraban los habitantes de la reconstruida Aigues-Mortes.

Y compadecían a Dorian Hawkmoon cuando cabalgaba solo por la ciudad, atravesaba las puertas y salía a la Kamarg, y se perdía por los pantanos donde volaban los flamencos escarlatas gigantescos y galopaban los toros blancos.

Y Dorian Hawkmoon se dirigía hacia una loma que se alzaba en el corazón de los pantanos, desmontaba y guiaba a su caballo hasta la cumbre, donde se erguían las ruinas de una antigua iglesia, construida antes del Milenio Trágico.

Y oteaba las cañas que se agitaban y las lagunas, mientras el mistral soplaba y su voz melancólica se hacía eco del dolor que expresaban sus ojos.

Y trataba de recordar un sueño.

Un sueño protagonizado por Yisselda y dos niños cuyos nombres no podía recordar. ¿Acaso les había dado nombre en su sueño?

Un sueño demencial de lo que habría pasado si Yisselda hubiera sobrevivido a la batalla de Londra.

Y en ocasiones, cuando el sol empezaba a ponerse al otro lado de los inmensos pantanos y la lluvia caía en las lagunas, se erguía sobre la parte más elevada de las ruinas, alzaba los brazos hacia las nubes que surcaban el cielo ennegrecido y gritaba su nombre al viento.

—¡Yisselda! ¡Yisselda!

Y las aves que volaban sobre el viento repetían su grito.

—¡Yisselda!

Y después, Hawkmoon agachaba la cabeza y lloraba y se preguntaba por qué intuía, a pesar de la verdad evidente, que algún día recobraría a su amor perdido.

¿Por qué se preguntaba si existía un lugar (tal vez en otra Tierra) donde los muertos continuaban con vida? ¿Demostraba tamaña obsesión que aún quedaban restos de locura en su mente?

Entonces, suspiraba y componía su expresión para que nadie que le viera supiera el dolor que le afligía. Subía a su caballo y, mientras anochecía, cabalgaba de vuelta hacia el castillo de Brass, donde su viejo amigo le esperaba.

Donde el conde Brass le esperaba.

Así concluye la primera Crónica del castillo de Brass.

El campeón de Garathorm
Libro primero.
Despedidas
1. Teorías y posibilidades

Dorian Hawkmoon ya no estaba loco, pero tampoco había recobrado la salud. Algunos decían que su cordura se había resquebrajado cuando le quitaron la Joya Negra de la frente. Otros afirmaban que la guerra contra el Imperio Oscuro le había despojado de las energías necesarias para toda una vida, y que ya no le quedaba ninguna. También había quienes se decantaban por creer que Hawkmoon sufría por la ausencia de Yisselda, hija del conde Brass, que había muerto en la batalla de Londra. Durante los cinco años que duró su locura, Hawkmoon insistió en que continuaba con vida, que vivía con él en el castillo de Brass y le había dado un hijo y una hija.

Pero si las causas eran tema de controversia en las posadas y tabernas de Aigues-Mortes, la ciudad protegida bajo la sombra del castillo de Brass, todo el mundo coincidía en los efectos.

Hawkmoon meditaba.

Hawkmoon rechazaba la compañía humana, incluso la de su viejo amigo el conde Brass. Hawkmoon se sentaba a solas en una pequeña estancia situada en lo alto de la torre más elevada del castillo, apoyaba la barbilla en la mano y contemplaba los pantanos, cañaverales y lagunas, pero no clavaba los ojos en los toros blancos salvajes, los caballos con cuernos o los gigantescos flamencos escarlatas de la Kamarg, sino en la distancia.

Hawkmoon intentaba recordar un sueño o una fantasía demencial. Intentaba recordar a Yisselda. Intentaba recordar los nombres de los niños que había imaginado mientras estaba loco. Pero Yisselda era una sombra y no lograba ver a los niños. ¿Qué añoraba? ¿Por qué sentía una pérdida tan profunda y permanente? ¿Por qué alimentaba en ocasiones la idea de que el presente era la locura, y de que el sueño de Yisselda y los niños era la realidad? Hawkmoon vivía en la duda y, como resultado, había perdido la propensión a comunicarse con los demás. Era un fantasma. Embrujaba sus propios aposentos. Un triste fantasma que sólo sabía sollozar, gruñir y suspirar.

Al menos, se comportó con orgullo durante su locura, decían los lugareños. Al menos, se mantuvo fiel a sus fantasías.

—Cuando estaba loco, era más feliz.

Hawkmoon se habría mostrado de acuerdo con tales teorías, de haberlas sabido.

Cuando no estaba en la torre, ocupaba la habitación en que había dispuesto sus Mesas de Guerra, bancos altos sobre los cuales descansaban maquetas de ciudades y castillos habitados por miles de soldados de juguete. Impulsado por su locura, había encargado tan ingente obra a Vaiyonn, el artesano local, para celebrar sus victorias sobre los señores de Granbretán. Y encarnados en metal pintado estaban el propio duque de Colonia, el conde Brass, Yisselda, Bowgentle, Huillam D'Averc y Oladahn de las Montañas Búlgaras, los héroes de la Kamarg, la mayoría de los cuales habían perecido en Londra. Y también tenía modelos de sus antiguos enemigos, los Señores de las Bestias: el barón Meliadus con su yelmo de lobo, el rey Huon en su globo-trono, Shenegar Trott, Adaz Promp, Asrovak Mikosevaar y su esposa Flana (actual reina de Granbretán). Infantería, caballería y fuerzas aéreas del Imperio Oscuro alineadas contra los Guardianes de la Kamarg, los Guerreros del Amanecer y los soldados de cien pequeñas naciones.

Dorian Hawkmoon movía estas piezas en sus inmensos tableros, realizando una permutación tras otra, mil versiones diferentes de una misma batalla, con el fin de averiguar en qué habría cambiado la siguiente batalla. Sus enormes dedos solían apoyarse sobre las reproducciones de sus amigos muertos, y sobre todo de Yisselda. ¿Cómo podría haberse salvado? ¿Qué cúmulo de circunstancias habrían garantizado su supervivencia?

A veces, el conde Brass entraba en la habitación con semblante preocupado. Se pasaba los dedos por su cabello rojo, que ya empezaba a encanecer, mientras contemplaba a Hawkmoon, absorto en su mundo en miniatura, que adelantaba un escuadrón de caballería allí y replegaba una línea de infantería allá. En tales ocasiones, o bien Hawkmoon no advertía la presencia del conde Brass, o prefería no hacerle caso, hasta que el conde Brass carraspeaba o demostraba de alguna manera que había entrado. Entonces, Hawkmoon levantaba sus ojos, inexpresivos, hoscos, aturdidos, y el conde Brass le preguntaba en tono bondadoso cómo se encontraba.

Hawkmoon contestaba que estaba bien.

El conde Brass asentía y le expresaba su satisfacción.

Hawkmoon esperaba impaciente, ansioso de reanudar sus maniobras en los tableros, en tanto el conde Brass paseaba la vista por la habitación, inspeccionaba una línea de batalla o fingía admirar la manera en que Hawkmoon había empleado una táctica concreta.

Después, el conde Brass decía:

—Esta mañana iré a inspeccionar las torres. El día es magnífico. ¿Queréis acompañarme, Dorian?

Dorian Hawkmoon sacudía la cabeza.

—Tengo cosas que hacer.

—¿Esto? —El conde Brass indicaba los caballetes con un ademán—. ¿De qué sirve? Están muertos. Todo ha terminado. ¿Van a traerles de vuelta vuestras especulaciones? Sois como un místico, un mago; pensáis que el facsímil puede controlar aquello que imita. Os torturáis. ¿Cómo vais a cambiar el pasado? Olvidadlo. Olvidadlo, duque Dorian.

Pero el duque de Colonia se humedecía los labios como si el conde Brass le hubiera ofendido con sus comentarios, y devolvía la atención a sus juguetes. El conde Brass suspiraba, falto de argumentos, y salía de la habitación.

El abatimiento de Hawkmoon contaminaba la atmósfera del castillo y había quien opinaba que, pese a ser un héroe de Londra, el duque debía regresar a Alemania, a sus propias tierras, que no había visitado desde que los señores del Imperio Oscuro le capturaron en la batalla de Colonia. Allí gobernaba ahora un pariente lejano, autodenominado Primer Ciudadano. Presidía una especie de gobierno electo que sustituía a la monarquía, cuyo último descendiente directo con vida era Hawkmoon. Nunca se le había ocurrido a Hawkmoon que su hogar fuera otro que sus aposentos del castillo de Brass.

Incluso el conde Brass pensaba a veces, para sí, que habría sido mejor para Hawkmoon perecer en la batalla de Londra. Morir al mismo tiempo que Yisselda.

Y así transcurrían tristemente los meses, preñados de dolor y especulaciones estériles, mientras la mente de Hawkmoon se cerraba con más firmeza en torno a su única obsesión, hasta que apenas se acordaba de comer o dormir.

El conde Brass y su antiguo compañero, el capitán Josef Velda, discutían el problema, pero no llegaban a ninguna solución.

Se sentaban durante horas en cómodas butacas, a cada lado de la inmensa chimenea que presidía el gran salón del castillo, bebían vino de la tierra y comentaban la melancolía de Hawkmoon. Los dos eran soldados y el conde Brass había sido estadista, pero ninguno poseía el vocabulario suficiente para tratar temas como las enfermedades del alma.

—Tendría que hacer más ejercicio —dijo el capitán Vedla una noche—. "
Mens sana in corpore sano
". Todo el mundo lo sabe.

—Sí, si la mente está sana, pero ¿cómo convencer a una mente enferma de los beneficios que proporciona el ejercicio? Cuanto más tiempo pasa en sus aposentos, jugando con esas dichosas piezas, peor se pone. Y cuanto peor está, más cuesta abordarle desde la racionalidad. Las estaciones carecen de significado para él. La noche no se diferencia del día. ¡Tiemblo al pensar en lo que pasará por su cabeza!

El capitán Vedla asintió.

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