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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Cronicas del castillo de Brass (6 page)

—Sólo se me ocurren Taragorm y Kalan —contestó—. Son los únicos que murieron sin testigos.

—Pero Taragorm murió cuando estalló la máquina de guerra de Kalan. Nadie podría haber sobrevivido.

—Tenéis razón —sonrió Hawkmoon—. Es una tontería dedicarse a estas especulaciones. Tenemos mejores cosas que hacer.

Y devolvió su atención a las fiestas del día.

Pero sabía que aquella noche cabalgaría hacia las ruinas y se enfrentaría con el que se hacía llamar conde Brass.

4. Una reunión de muertos

Y así, al ponerse el sol, Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, Señor Protector de la Kamarg, cabalgó de nuevo por las carreteras del pantano, azotadas por el viento, y se adentró en sus dominios, contempló las evoluciones de los flamencos escarlatas, vio a lo lejos las manadas de toros blancos y caballos con cuernos como nubes de humo fugaces que pasaban entre las cañas verdes y atezadas, vio como el agonizante sol rojo transformaba las lagunas en charcos de sangre, respiró el aire seco que arrastraba el mistral, y llegó por fin a una pequeña colina sobre la cual se alzaban unas ruinas de inmensa antigüedad, ruinas invadidas por hiedra púrpura y ámbar. Y allí, mientras los últimos rayos del sol se apagaban, Dorian Hawkmoon descabalgó de su caballo con cuernos y esperó a que apareciera un fantasma.

El viento agitó su capa ceñida hasta el cuello. Azotó su rostro y congeló sus labios. La crin de su caballo se onduló como agua. Cortaba como un cuchillo los extensos y llanos pantanos. Y, al igual que de día los animales se aprestaban a dormir y empezaban a salir antes de anochecer, un terrible silencio cayó sobre la gran Kamarg.

Hasta el viento amainó. Las cañas ya no susurraron. Nada se movió.

Y Hawkmoon esperó.

Mucho más tarde escuchó el ruido de unos cascos de caballo sobre el húmedo suelo del pantano. Un sonido apagado: Llevó la mano hacia su cadera izquierda y preparó la espada envainada. Se había puesto la armadura, una armadura de acero que se amoldaba como un guante a su cuerpo. Se apartó el cabello de los ojos y ajustó su casco plano, tan plano como el del conde Brass. Echó la capa hacia atrás para que no estorbara sus movimientos.

Se aproximaba más de un jinete. Escuchó con suma atención. Había luna llena, pero los jinetes se acercaban desde el otro lado de las ruinas y no podía verlos. Contó. Cuatro jinetes, a juzgar por el sonido. El impostor venía con refuerzos. Era una trampa. Hawkmoon se puso a cubierto. El único refugio apropiado eran las ruinas. Avanzó con sigilo hacia ellas y gateó sobre las piedras viejas y desgastadas, hasta estar seguro de que no podía verle nadie que llegara por cualquier lado de la colina. Sólo el caballo traicionaba su presencia.

Los jinetes alcanzaron la cumbre de la colina. Divisó sus siluetas. Cabalgaban muy erguidos, con donaire y orgullo. ¿Quiénes podían ser?

Hawkmoon distinguió un destello de latón y supo que uno de los recién llegados era el falso conde. Los otros tres no llevaban armaduras características. Entonces, vieron su caballo.

Oyó la voz del conde Brass.

—¿Duque de Colonia?

Hawkmoon no contestó.

Oyó otra voz. Una voz lánguida.

—Quizá haya ido a orinar en las ruinas.

Y Hawkmoon, sobrecogido, también reconoció aquella voz.

Era la voz de Huillam D'Averc. D'Averc, que había muerto en Londra de una forma tan irónica.

Vio la figura que se acercaba, con un pañuelo en la mano, y reconoció la cara. Era D'Averc. Entonces, Hawkmoon supo, aterrorizado, quiénes eran los otros dos jinetes.

—Esperémosle. Dijo que vendría, ¿no es cierto, conde Brass?

Era Bowgentle quien había hablado.

—Sí, eso dijo.

—Pues espero que se apresure, porque este viento atraviesa incluso mi grueso pellejo.

La voz de Oladahn.

Y Hawkmoon supo que se trataba de una pesadilla, estuviera despierto o dormido. Constituía la experiencia más penosa de su vida ver a aquellos que tanto se parecían a sus amigos muertos, caminando y charlando como habían caminado y charlado juntos cinco años antes. Hawkmoon habría dado la vida por recuperarles, pero sabía que era imposible. Ninguna droga podía resucitar a alguien que, como Oladahn de las Montañas Búlgaras, había sido despedazado, y sus pedazos diseminados. Y ninguno mostraba señales de haber sido herido.

—Voy a coger una pulmonía, no me cabe duda, y tal vez muera por segunda vez.

Era D'Averc, siempre preocupado por su salud, más robusto que nadie. ¿Eran de verdad fantasmas?

—Me pregunto qué nos ha reunido de nuevo —musitó Bowgentle—. Y en un mundo tan sombrío y desolado. Creo que nos encontramos en una ocasión, conde Brass… En Rouen, ¿no es cierto? En la corte de Hanal el Blanco.

—Me parece que sí.

—Por lo visto, este duque de Colonia es peor que Hanal, en cuanto a derramar sangre indiscriminadamente. Lo único que tenemos en común, a mi entender, es que todos moriremos a sus manos si no le matamos antes. Aun así, me cuesta creer…

—Como ya os he dicho, insinuó que éramos víctimas de un complot —dijo el conde Brass—. Tal vez sea cierto.

—Somos víctimas de algo, no cabe duda dijo D'Averc, y se sonó delicadamente con su pañuelo de encaje—, pero convengo en que lo mejor sería discutir el asunto con nuestro asesino antes de acabar con él. Si le matamos y no ocurre nada, nos quedaremos en este desagradable y siniestro lugar durante toda la eternidad…, con él de compañía, porque también estará muerto.

—¿Cuáles fueron las circunstancias de vuestra muerte? —preguntó Oladahn, como sin darle importancia al tema.

—Fue una muerte sórdida; una mezcla de gula y celos. La gula fue mía. Los celos, de otro.

—Nos habéis dejado intrigados —rió Bowgentle.

—Una de mis amantes estaba casada, por esas cosas de la vida, con otro caballero. Era una espléndida cocinera; dominaba una increíble variedad de recetas, amigos míos, tanto en la cocina como en la cama, ya me entendéis. Bien, yo estaba pasando una semana con ella, mientras su marido se encontraba en la corte. Esto ocurrió en Hanoveria, donde me tenían ocupado ciertos negocios. La semana resultó espléndida, pero llegó a su fin, porque su marido iba a regresar aquella noche. Para consolarme, mi amante preparó una cena espléndida. ¡Un éxito! Jamás había cocinado mejor. Hubo caracoles, sopas, gulashes, aves con salsas exquisitas y soufflés… Bien, observo que os incomodo y os ruego me disculpéis… El ágape, en definitiva, fue soberbio. Comí más de lo aconsejable para un hombre de mi quebradiza salud y supliqué a mi amante que, como aún quedaba tiempo, me concediera el placer de su compañía en la cama durante una mísera hora, puesto que la llegada de su marido estaba prevista para dentro de dos. Accedió, no de muy bien grado. Nos acostamos. Prolongamos el éxtasis de la cena. Nos quedamos dormidos. Con tal celeridad, debo añadir, que sólo nos pudieron despertar los alaridos de su marido.

—Y os mató, ¿eh? —dijo Oladahn.

—En cierto modo. Salté de la cama. No tenía espada. Carecía de motivos para matarle, puesto que él era la parte ofendida (siempre he tenido un gran sentido de la justicia). Salté por la ventana y salí corriendo. Desnudo. Llovía a raudales. Ocho kilómetros distaba mi alojamiento. El resultado, por supuesto, fue pulmonía.

Oladahn rió y su alegría estremeció a Hawkmoon.

—¿De la cual fallecisteis?

—De la cual, para ser preciso, si ese oráculo tan peculiar está en lo cierto, estoy muriendo, mientras mi espíritu aguarda en una colina azotada por los vientos, no mucho mejor que yo, a lo que parece.

D'Averc se acercó a las ruinas, a menos de un metro y medio de donde Hawkmoon estaba acuclillado.

—¿Cómo fallecisteis vos, amigo mío?

—Me caí de una roca.

—¿Estaba muy alta?

—No, unos tres metros.

—¿Y os matasteis?

—No, fue el oso lo que me mató. Estaba esperando abajo.

Oladahn volvió a reír.

Y Hawkmoon experimentó una nueva punzada de dolor.

—Yo morí a consecuencia de la plaga scandiana —dijo Bowgentle—, o moriré de ella.

—Y yo en una batalla contra los elefantes del rey Orson, en Tarkia —afirmó el que creía ser el conde Brass.

Hawkmoon tuvo la fuerte impresión de que unos actores estaban ensayando sus escenas. Habría creído que eran actores, de no ser por sus inflexiones, sus gestos, su forma de expresarse. Existían pequeñas diferencias, pero ninguna capaz de despertar la sospecha en Hawkmoon de que aquellos no eran sus amigos. Sin embargo, al igual que el conde Brass no le había reconocido, ocurría lo mismo entre ellos.

Hawkmoon empezaba a sospechar la posible verdad cuando salió de su escondite y fue a su encuentro.

—Buenas noches, caballeros. —Hizo una reverencia—. Soy Dorian Hawkmoon de Colonia. Os conozco a los tres: Oladahn, Bowgentle, D'Averc, y también conocemos al conde Brass. ¿Habéis venido a matarme?

—A discutir si es preciso —dijo el conde Brass, acomodándose sobre una roca plana—. Me considero un buen juez de hombres. De hecho, soy un juez excepcional, o no habría sobrevivido tanto tiempo. Y dudo mucho que la traición anide en vuestro ser, Dorian Hawkmoon. Incluso en una situación que pudiera justificar la traición, o que vos la consideraseis pertinente, dudo también de que os convirtierais en un traidor. Y eso es lo que más me desconcierta de la situación. En segundo lugar, nos conocéis a los cuatro, pero nosotros no os conocemos. En tercer lugar, da la impresión de que somos los únicos cuatro emisarios enviados a este submundo en particular, y desconfío de esa coincidencia. Cuarto, a cada uno nos contaron una historia similar, que nos traicionarías en algún momento del futuro. Bien, si asumimos que hoy es ese momento del futuro, cuando los cinco nos hemos encontrado y entablado amistad, ¿qué os sugiere eso?

—¡Que todos venís de mi pasado! exclamó Hawkmoon—. Por eso me parecéis más joven, conde Brass…, y vos, Bowgentle…, y vos, Oladahn…, y vos, D'Averc…

—Gracias —dijo D'Averc con sarcasmo.

—Lo cual significa que ninguno de nosotros murió como cree… En la batalla de Tarkia, en mi caso, de enfermedad en los casos de Bowgentle y D'Averc, atacado por un oso en el caso de Oladahn…

—Exactamente —dijo Hawkmoon—, porque os conocí más tarde y todos estabais vivos. No obstante, recuerdo que una vez, Oladahn, me contasteis que un oso estuvo a punto de mataros, y vos me dijisteis que habías estado muy cerca de la muerte, conde Brass… Y vos, Bowgentle, recuerdo que mencionasteis cierta plaga de Scandia.

—¿Y yo? —preguntó D'Averc, muy interesado.

—Lo he olvidado, D'Averc…, porque vuestras enfermedades se encadenaban una tras otra, aunque yo siempre os veía rebosante de salud…

—¡Ah! ¿Se supone que estoy curado, pues?

Hawkmoon hizo caso omiso de D'Averc y continuó.

—Bien, eso significa que no vais a morir, aunque vosotros penséis que sí. Los que os han embaucado quisieron convenceros de que sobreviviríais gracias a ellos.

—Justo lo que imaginaba —asintió el conde Brass.

—Sin embargo, mi lógica no da para más —confesó Hawkmoon—, porque se nos presenta una paradoja: ¿por qué, cuando nos conocimos, no recordamos este encuentro en concreto?

—Debemos encontrar a esos malandrines y formularles esa pregunta —dijo Bowgentle—. He realizado ciertos estudios sobre la naturaleza del tiempo. Tales paradojas, según una escuela de pensamiento, tendrían que resolverse por sí mismas; se borraría de la memoria cualquier cosa contraria a la experimentación normal del tiempo. El cerebro, en definitiva, rechazaría toda inconsistencia. No obstante, existen ciertos aspectos de esa línea de razonamiento que no me acaban de convencer…

—Tal vez podríamos comentar en otro momento las implicaciones filosóficas dijo el conde Brass, malhumorado.

—El tiempo y la filosofía conforman un sólo tema, conde Brass. Y sólo la filosofía puede estudiar con facilidad la naturaleza del tiempo.

—Tal vez, pero pensemos en el otro problema: la posibilidad de que hombres malvados, capaces de controlar el tiempo, nos estén manipulando. ¿Cómo les encontramos y qué hacemos entonces?

—Recuerdo algo relativo a cristales —musitó Hawkmoon—, que transportaban a los hombres a través de las dimensiones alternativas de la Tierra. Me pregunto si estarán utilizando de nuevo esos cristales, o algo parecido.

—Yo no sé nada de cristales —dijo el conde Brass, secundado por los otros tres.

—Existen otras dimensiones —explicó Hawkmoon—. Y es posible que en algunas dimensiones vivan hombres casi idénticos a los que viven en ésta. Descubrimos una Kamarg no muy distinta de ésta. Me pregunto si ésa es la respuesta, o al menos una parte de ella.

—Me cuesta entenderos —gruñó el conde Brass—. Ya habláis como ese hechicero…

—Filósofo —corrigió Bowgentle— y poeta.

—Si, es complicado pensar en eso, si estamos demasiado cerca de la verdad —reconoció Hawkmoon.

Les narró la historia de la torre de Elvereza y de los Anillos de Cristal de Mygan, como D'Averc y él los habían utilizado para desplazarse a través de las dimensiones y cruzar mares, tal vez incluso para viajar en el tiempo. Y como todos habían jugado un papel importante en el drama, Hawkmoon era consciente de cuán extraña era la situación, pues hablaba de ellos y se refería a acontecimientos que tendrían lugar en el futuro. Cuando terminó, parecieron convencidos de que había aportado una explicación plausible a su actual situación. Hawkmoon también recordó al pueblo fantasma, aquella bondadosa gente que le había proporcionado una máquina para transportar el castillo de Brass a un continuo espacio temporal más seguro, cuando el barón Meliadus les atacó. Tal vez si viajaba de nuevo a Soryandum, en el desierto de Syrania, conseguiría de nuevo la ayuda del pueblo fantasma. Lo propuso a sus amigos.

—Sí, es una buena idea —dijo el conde Brass—, pero en el ínterin seguiremos con las garras de los que nos han traído aquí, y no sabemos cómo lo han conseguido, ni por qué.

—¿Dónde está ese oráculo del que hablasteis? —preguntó Hawkmoon—. ¿Podéis explicarnos en detalle qué os ocurrió… después de "morir"?

—Me encontré en este país, con las heridas cicatrizadas y la armadura en perfecto estado.

Los otros aportaron explicaciones muy parecidas.

—Con un caballo y abundantes provisiones…, aunque la comida era impresentable.

—¿Y el oráculo?

—Una especie de pirámide parlante de la altura de un hombre, resplandeciente como un diamante, y que flotaba sobre el suelo. Aparece y desaparece a voluntad, por lo visto. Me contó todo lo que os dije cuando nos encontramos por primera vez. Le atribuí un origen sobrenatural, si bien atentaba contra mis creencias anteriores…

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