Cronicas del castillo de Brass (7 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

—Es probable que sea de origen mortal —dijo Hawkmoon—. Creado por los científicos hechiceros que trabajaban para el Imperio Oscuro, o inventado por nuestros antepasados, antes del Milenio Trágico.

—He oído hablar de eso corroboró el conde Brass—, y prefiero esa explicación. Debo admitir que cuadra más con mi carácter.

—¿Os ofreció devolveros la vida después de matarme? —preguntó Hawkmoon.

—Sí… Así fue, en suma.

—También a mí me lo dijo —intervino D'Averc, y los demás asintieron.

—Bien, quizá tendríamos que interrogar a esa máquina, si de una máquina se trata —sugirió Bowgentle.

—De todos modos, hay otro misterio —dijo Hawkmoon—. ¿Cómo es que vivís en una noche perpetua, mientras que para mí los días pasan como de costumbre?

—Espléndido rompecabezas —comentó D'Averc, complacido—. Tal vez deberíamos preguntarlo. Al fin y al cabo, si es una maquinación del Imperio Oscuro, no entiendo por qué quieren hacerme daño… ¡Soy amigo de Granbretán!

Hawkmoon sonrió de manera enigmática.

—Lo sois ahora, Huillam D'Averc.

—Pensemos un plan —dijo el conde Brass, más práctico—. ¿Nos ponemos en marcha y vamos en busca de la pirámide?

—Esperadme aquí —pidió Hawkmoon—. Antes, he de pasar por casa. Volveré antes del alba… O sea, dentro de unas horas. ¿Confiaréis en mí?

—Prefiero confiar en un hombre que en una pirámide de cristal —sonrió el conde Brass.

Hawkmoon se encaminó hacia donde su caballo pastaba y montó sobre él.

Mientras se alejaba de la loma y dejaba atrás a los cuatro hombres, se obligó a pensar con la mayor lucidez posible, intentando dejar a un lado las implicaciones paradójicas de lo que había averiguado esta noche y concentrarse en el probable origen de la situación. Dada su experiencia, sólo se le ocurrían dos posibilidades: el Bastón Rúnico por un lado, el Imperio Oscuro por otro. Aunque también podía tratarse de otra fuerza. No obstante, la única otra gente que poseía ingentes recursos científicos era el pueblo fantasma, en Soryandum, y consideraba poco plausible que se entrometieran en asuntos ajenos. Además, sólo el Imperio Oscuro desearía destruirle, mediante sus amigos muertos. Era una ironía muy propia de sus mentes perversas. Sin embargo, recordó, todos los grandes líderes del Imperio Oscuro habían muerto. Pero también el conde Brass, Oladahn, Bowgentle y D'Averc estaban muertos.

Hawkmoon hinchó sus pulmones de aire frío cuando la ciudad de Aigues-Mortes apareció ante su vista. Se le había ocurrido la idea de que todo fuera una trampa muy complicada para terminar con su vida.

Y por eso volvía al castillo de Brass, para despedirse de su esposa, besar a sus hijos y escribir una carta que debería abrirse si no regresaba.

Libro segundo.
Viejos enemigos
1. La pirámide parlante

El corazón de Hawkmoon sangraba cuando salió del castillo de Brass por tercera vez. El placer que sentía por ver de nuevo a sus amigos se mezclaba con el dolor de saber que, en cierto sentido, eran fantasmas. Les había visto muertos a todos. Estos hombres eran unos extraños. Mientras él recordaba conversaciones, aventuras y acontecimientos que habían compartido, ellos no sabían nada de ello; ni siquiera se conocían entre sí. Además, planeaba sobre la situación la certeza de que morirían, en el futuro correspondiente a cada uno, y que esta reunión tal vez durase escasas horas, hasta que fueran arrebatados por aquel o aquello que les estuviera manipulando. Incluso era posible que cuando llegara a las ruinas ya se hubieran marchado.

Por eso había contado muy poco de lo ocurrido a Yisselda, comunicándole simplemente que debía marcharse en busca de lo que le amenazaba. Había confiado el resto a la carta, con el fin de que, si no regresaba, su mujer se enterara de lo que él sabía hasta este momento. No había mencionado a Bowgentle, D'Averc y Oladahn, y dejaba clara en la misiva su creencia de que consideraba al conde Brass un impostor.

No quería que Yisselda compartiera el peso que abrumaba sus hombros.

Faltaban varias horas para el amanecer cuando llegó por fin a la colina, donde le esperaban los cuatro hombres. Llegó a las ruinas y desmontó. Los cuatro surgieron de las tinieblas y Hawkmoon creyó por un instante que se encontraba en un submundo, en compañía de los muertos, pero desechó de inmediato tal pensamiento.

—Conde Brass, algo me conturba dijo.

El conde inclinó la cabeza.

—¿Y qué es?

—Cuando nos separamos, después de nuestro primer encuentro, os dije que el Imperio Oscuro había sido destruido. Vos afirmasteis lo contrario. Eso me asombró tanto que intenté seguiros, pero caí en el pantano. ¿Qué queríais decir? ¿Sabéis más de lo que me dijisteis?

—Os dije toda la verdad. El Imperio Oscuro se extiende por doquier y su fuerza aumenta día a día.

Entonces, Hawkmoon comprendió y lanzó una carcajada.

—¿En qué año tuvo lugar la batalla a la que os referísteis, en Tarkia?

—Este año, claro. El sexagésimo séptimo Año del Toro.

—No, os equivocáis dijo Bowgentle—. Estamos en el octogésimo Año de la Rata…

—El decimonoveno Año de la Rana —dijo D'Averc.

—El septuagésimo quinto Año del Macho Cabrío —corrigió Oladahn.

—Todos os equivocáis —dijo Hawkmoon—. Este año, el año en el que nos encontramos ahora mismo, sobre esta loma, es el octogésimo noveno Año de la Rata. Por lo tanto, el Imperio Oscuro aún existe para todos vosotros, aún no ha demostrado su inmenso poderío. En cambio, para mí, el Imperio ha terminado, derribado gracias sobre todo a nosotros cuatro. ¿Comprendéis ahora por qué sospecho que somos víctimas de la venganza del Imperio Oscuro? O algún hechicero del Imperio Oscuro ha escudriñado el futuro y visto lo que hicimos, o algún hechicero ha escapado al sino que infligimos a los Señores de las Bestias y trata de reparar la injuria que cometimos. Nosotros cinco nos aliamos hace seis años para servir al Bastón Rúnico, del cual habréis oído todos hablar sin duda, contra el Imperio Oscuro. Nuestra misión tuvo éxito, pero cuatro murieron en su consecución: vosotros cuatro. A excepción del pueblo fantasma indiferente a los avatares humanos, los únicos capaces de manipular el tiempo son los hechiceros del Imperio Oscuro.

—A menudo pensé que me gustaría saber cómo iba a morir —dijo el Conde Brass—, pero ya no estoy tan seguro.

—Contamos solamente con vuestra palabra, amigo Hawkmoon dijo D'Averc—. Aún quedan muchos misterios por resolver, entre ellos el hecho de que, si todo esto está ocurriendo en nuestro futuro, ¿por qué no recordamos que os conocimos antes?

Enarcó las cejas y tosió levemente en su pañuelo.

Bowgentle sonrió.

—Ya he explicado la teoría relativa a esta presunta paradoja. El tiempo no fluye necesariamente de una forma lineal. Son nuestras mentes las que perciben su flujo de esa manera. Es posible que el tiempo puro posea una naturaleza caprichosa…

—Sí, sí dijo Oladahn—. De alguna manera, buen caballero Bowgentle, vuestras explicaciones me confunden todavía más.

—En tal caso, digamos que el tiempo tal vez no sea lo que nosotros creemos —intervino el conde Brass—. Y tenemos alguna prueba de ello, al fin y al cabo, por lo que no es necesario creer al duque Dorian. Sabemos hasta cierto punto que fuimos arrebatados de diferentes años y ahora estamos aquí, todos juntos. Tanto si estamos en el futuro como en el pasado, resulta claro que moramos en períodos de tiempo diferentes de aquellos a quienes dejamos atrás. Lo cual, por supuesto, refuerza las teorías del duque Dorian y contradice lo que la pirámide nos dijo.

—Apruebo vuestra lógica, conde Brass —aprobó Bowgentle—. Tanto intelectual como emocionalmente, me inclino a dar la razón, de momento, al duque Dorian. No estoy seguro de lo que habría hecho si hubiera pensado en matarle, porque es contrario a mis creencias arrebatar la vida a otro ser humano.

—Bien, si vosotros dos estáis convencidos —bostezó D'Averc—, yo también. Nunca fue mi fuerte analizar el carácter de la gente. Apenas sabía cuáles eran mis auténticos intereses. Como arquitecto, puse mi arte, inmensamente ambicioso y muy bien pagado, al servicio de un principito que no tardó en ser destronado. Su sucesor no dio muestras de apreciar mi trabajo; además, le había insultado a menudo. Como pintor, me decanté por mecenas propensos a morir antes de empezar a apoyarme en serio. Por eso abracé la carrera diplomática, para aprender más sobre política antes de volver a mis antiguas profesiones. En realidad, creo que aún no he aprendido lo suficiente…

—Tal vez por eso prefiráis escucharos a vos mismo —dijo Oladahn—. ¿No sería mejor partir en busca de esa pirámide, caballeros? —Acomodó el carcaj sobre la espalda y colgó el arco de su hombro—. Al fin y al cabo, no sabemos cuanto tiempo nos queda.

—Tenéis razón —dijo Hawkmoon—. Cuando llegue la aurora, es posible que os desvanezcáis. Me gustaría saber por qué los días transcurren con plena normalidad para mí, mientras para vosotros sólo existe una noche eterna.

Volvió hacia su caballo y montó. Llevaba alforjas llenas de comida, y dos lanzas flamígeras sujetas a la parte trasera de la silla de montar. El alto caballo con cuernos que montaba era el mejor corcel de los establos que albergaba el castillo de Brass. Se llamaba Tizón, porque sus ojos refulgían como el fuego.

Los demás también montaron en sus caballos. El conde Brass señaló hacia el sur.

—Allí empieza un mar infernal. Imposible de atravesar, según me han dicho. Hemos de ir hacia su orilla, donde veremos al oráculo.

—Ese mar es aquel en el que desemboca el Ródano —dijo Hawkmoon—. Algunos lo llaman el Mar Medio.

El conde Brass lanzó una carcajada.

—Up mar que he cruzado cientos de veces. Espero que estéis en lo cierto, amigo Hawkmoon…, y así lo sospecho. ¡Oh, ardo en deseos de cruzar las espadas con los que nos han engañado!

—Confiemos en que nos concedas esa oportunidad —replicó D'Averc—. Porque tengo el presentimiento (y no sé juzgar a los hombres tan bien como vos, conde Brass) de que tendremos pocas oportunidades de batirnos en duelo con nuestros enemigos. Sus armas deben de ser un poco más sofisticadas.

Hawkmoon señaló las lanzas que llevaba sujetas a la silla de montar.

—He traído dos lanzas flamígeras, preveyendo la situación.

—Bueno, las lanzas flamígeras son mejor que nada —dijo D'Averc, sin abandonar su tono de escepticismo.

—Nunca me han gustado las armas embrujadas comentó Oladahn, mientras dirigía una mirada suspicaz a las lanzas—. Son propensas a desencadenar fuerzas incontrolables contra aquellos que las empuñan.

—Sois supersticioso, Oladahn. Las lanzas flamígeras no son producto de la brujería sobrenatural, sino de la ciencia que floreció antes del Milenio Trágico —repuso Bowgentle.

—Exacto —contestó Oladahn—. Creo que eso refuerza mi aseveración, maese Bowgentle.

No tardaron en divisar el mar, cuyo brillo no podía ocultar la oscuridad.

Hawkmoon notó que los músculos de su estómago se tensaban, cuando pensó en la misteriosa pirámide que había incitado a sus amigos a matarle.

Cuando llegaron, la orilla estaba desierta, a excepción de algunos montones de algas, matojos de hierba que crecían sobre las dunas y las olas que lamían la playa. El conde Brass les guió hasta donde había levantado un toldo con su capa, detrás de una duna. Había comida y algunos instrumentos que había dejado cuando salió en busca de Hawkmoon. Durante el trayecto, los cuatro relataron a Hawkmoon cómo se habían encontrado; al principio, cada uno tomó al otro por Hawkmoon y le desafió a duelo.

—Aquí es donde aparece, cuando aparece —dijo el conde Brass—. Sugiero que os escondáis detrás de aquel cañaveral, duque Dorian. Luego, diré a la pirámide que os hemos matado, a ver qué pasa.

—Muy bien.

Hawkmoon soltó las lanzas flamígeras y condujo a su caballo hacia el cañaveral. Desde lejos vio que los cuatro hombres conversaban, y después oyó los gritos del conde Brass.

—¡Oráculo! ¿Dónde estás? Ya puedes liberarme. ¡Misión cumplida! Hawkmoon ha muerto.

Hawkmoon se preguntó si la pirámide, o quienes la manipulaban, contaban con medios de verificar las aseveraciones del conde Brass. ¿Observaban todo este mundo, o sólo una parte? ¿Tenían a su servicio espías humanos?

—¡Oráculo! —gritó de nuevo el conde Brass—. ¡He matado a Hawkmoon con mis propias manos!

Hawkmoon tuvo la impresión de que no habían conseguido engañar al supuesto oráculo. El mistral continuaba aullando sobre las lagunas y los marjales. El mar azotaba la orilla. La hierba y las cañas se agitaban. El amanecer estaba cercano. Pronto alumbrarían los primeros rayos grisáceos, y sus amigos no tardarían en desvanecerse.

—¡Oráculo! ¿Dónde estás?

Algo centelleó, pero debía ser una luciérnaga. Volvió a centellear en el mismo lugar, justo sobre la cabeza del conde Brass.

Hawkmoon cogió una lanza flamígera y buscó el botón que, cuando lo apretara, escupiría fuego rubí.

—¡Oráculo!

Apareció un contorno, blanco y tenue, la fuente de la luz centelleante. Era el contorno de una pirámide. Y dentro de la pirámide se veía una sombra más oscura, que se difuminó gradualmente a medida que el contorno se afianzaba.

Y después, una pirámide similar a un diamante, de la altura de un hombre, flotó sobre la cabeza del conde Brass, ladeada un poco a la derecha.

Hawkmoon aguzó la vista y el oído cuando la pirámide empezó a hablar.

—Bien hecho, conde Brass. Como recompensa, os enviaremos a vos y a vuestros compañeros al mundo de los vivos. ¿Dónde está el cadáver de Hawkmoon?

Hawkmoon se quedó de una pieza. Había reconocido la voz de la pirámide, pero no daba crédito a sus oídos.

—¿El cadáver? —El conde Brass estaba estupefacto—. ¿No os referiréis a su cadáver? ¿Por qué motivo? Defendéis mis intereses, no los vuestros. Al menos, eso me dijisteis.

—Pero el cadáver…

La voz era casi suplicante.

—¡Aquí está el cadáver, Kalan de Vital! —Hawkmoon salió de su escondite y se precipitó hacia la pirámide—. Salid, cobarde. Así que, al fin y al cabo, no os suicidasteis. Bien, voy a echaros una mano…

Impulsado por su ira, apretó el botón de la lanza flamígera y el fuego rojizo se estrelló contra la pirámide pulsátil, que aulló, gimoteó, sollozó y se hizo transparente, mostrando a los cinco que observaban la escena a la criatura agazapada en su interior.

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