A Hawkmoon no le habría importado tanto, pues sabía que Oladahn había sobrevivido al ataque del oso, de no ser por la certeza de que Kalan poseía un inmenso poder.
Bien a su pesar, Hawkmoon se estremeció. Se volvió y observó que tanto la tripulación como el capitán le dirigían extrañas miradas suspicaces.
Volvió a su camarote sin pronunciar palabra.
Ahora, era más urgente que nunca encontrar Soryandum y al pueblo fantasma.
Poco después del incidente en el puente, el viento se levantó con gran fuerza y dio la impresión de que se avecinaba una tormenta. El capitán ordenó desplegar todas las velas para huir de la tormenta y llegar a Behruk lo antes posible.
Hawkmoon sospechó que las prisas del capitán se debían más al deseo de librarse de sus pasajeros que a la preocupación por el cargamento, pero el hombre le caía bien. Otro capitán, después de un incidente parecido, habría arrojado a los cuatro por la borda con toda la razón del mundo.
El odio de Hawkmoon hacia Kalan de Vitall se intensificó. Era la segunda vez que un señor del Imperio Oscuro le robaba un amigo, y le dolió más esta segunda pérdida que la primera, cuando había estado más preparado para ella. Tomó la determinación de buscar a Kalan y destruirle.
Cuando desembarcaron en el muelle blanco de Behruk, los cuatro tomaron menos precauciones para ocultar su identidad. Los pueblos que habitaban la costa del Mar de Arabia conocían su leyenda, pero no así su fisonomía. No por ello perdieron el tiempo, y se encaminaron directamente a la plaza del mercado, donde compraron cuatro robustos camellos para su expedición al interior.
Tardaron cuatro días en acostumbrarse a cabalgar sobre aquellos animales oscilantes, y en desaparecer sus dolores. En esos cuatro días llegaron al borde del desierto de Syrania, siguiendo el curso del Éufrates, que serpenteaba entre grandes dunas, mientras Hawkmoon echaba frecuentes vistazos al mapa y suspiraba porque Oladahn, el Oladahn que había combatido a su lado en Soryandum contra D'Averc, cuando aún eran enemigos, estuviera a su lado para ayudarle a recordar la ruta.
El gigantesco sol incandescente había convertido la armadura del conde Brass en un espejo dorado. Deslumbraba los ojos de sus compañeros tanto como la pirámide de Kalan de Vitall. Y la armadura de acero de Dorian Hawkmoon brillaba, en contraste, como la plata. Bowgentle y Huillam D'Averc, que no llevaban armadura, comentaron con acritud este efecto, si bien se detenían cuando era evidente que sus compañeros sufrían más los efectos del sol por culpa de la armadura y, cuando se aproximaban al río o a charcas, llenaban cascos con agua y los vertían por el cuello de sus petos.
El quinto día atravesaron el río y se internaron en el desierto. Arena amarilla se extendía en todas direcciones. En ocasiones, cuando una débil brisa soplaba, se ondulaba y les recordaba, de forma intolerable, el agua que habían dejado atrás.
El sexto día cabalgaron inclinados sobre los pomos de sus sillas de montar, agotados, los ojos vidriosos y los labios agrietados, pues racionaban el agua porque no sabían cuándo encontrarían la siguiente charca.
El séptimo día, Bowgentle cayó de la silla y quedó tendido sobre la arena. Les costó casi la mitad del agua que quedaba revivirle. Después de la caída buscaron la escasa sombra de una duna y permanecieron bajo su protección toda la noche, hasta que a la mañana siguiente Hawkmoon se puso en pie con un gran esfuerzo y anunció que pensaba continuar solo.
—¿Solo? ¿Por qué?
El conde Brass se levantó. Las correas de su armadura chirriaron.
—¿Por qué razón, duque de Colonia?
—Iré a explorar mientras vosotros descansáis. Juraría que Soryandum está cerca. Caminaré en círculos hasta que la encuentre…, o encuentre el lugar donde estaba. Además, allí tiene que haber agua.
—Me parece muy sensato —dijo el conde Brass—. Y cuando os canséis, uno de nosotros os relevará, y así sucesivamente. ¿Estáis seguro de que nos encontramos cerca de Soryandum?
—Sí. Buscaré las colinas que indican el final del desierto. Tienen que estar cerca. Si estas dunas no fueran tan altas, estoy seguro de que las veríamos.
—Muy bien —dijo el conde Brass—. Esperaremos.
Hawkmoon obligó a su camello a levantarse y se alejó.
Pero no fue hasta el atardecer cuando coronó la vigésima duna del día y divisó por fin las verdes laderas de las montañas a cuyo pie había estado Soryandum.
No vio la ciudad en ruinas del pueblo fantasma. Había señalado su ruta en el mapa con todo cuidado y volvió sobre sus pasos.
Casi había llegado al punto donde esperaban sus amigos cuando volvió a ver la pirámide. Se reprochó haberse dejado las lanzas flamígeras; no estaba seguro de que sus amigos supieran manejarlas, ni de si se tomarían la molestia, visto lo ocurrido con Oladahn.
Desmontó del camello y avanzó con el mayor sigilo posible. Desenvainó la espada automáticamente.
Escuchó las palabras de la pirámide. Trataba de convencer una vez más a sus tres amigos de que le mataran cuando volviera.
—Es vuestro enemigo. No sé lo que os habrá dicho, pero juro que os conducirá a la muerte. Huillam D'Averc, sois amigo de Granbretán; Hawkmoon os pondrá en contra del Imperio Oscuro. Y vos, Bowgentle, odiáis la violencia; Hawkmoon os convertirá en un hombre violento. Y a vos, conde Brass, que siempre habéis observado neutralidad hacia los asuntos de Granbretán, os conducirá a luchar contra la fuerza que consideráis un factor de unión en el futuro de Europa. Y, además de obligaros mediante añagazas a luchar contra vuestros propios intereses, moriréis. Matad a Hawkmoon ahora y…
—¡Matadme, pues! —Hawkmoon se puso en pie, harto de las intrigas de Kalan—. Matadme vos mismo, Kalan. ¿Por qué no lo hacéis?
La pirámide continuó flotando sobre las cabezas de los tres hombres, mientras Hawkmoon la observaba desde su duna.
—¿Por qué matarme ahora cambiará lo sucedido antes, Kalan? ¡O vuestra lógica es muy mala, o no nos habéis contado todo!
—Y encima, sois de lo más aburrido —dijo Huillam D'Averc. Sacó su espada de la vaina—. Y estoy muy sediento y aburrido, barón Kalan. ¡Creo que mediré mis fuerzas contigo, porque no hay mucho más que hacer en este desierto!
De repente, se lanzó hacia adelante y hundió una y otra vez su espada en el blanco material de la pirámide.
Kalan chilló, como si estuviera herido.
—¡Pensad en vuestros intereses, D'Averc! ¡Yo los defiendo!
D'Averc rió y volvió a clavar la espada en la pirámide.
—Os lo advierto, D'Averc —gritó Kalan—. ¡Si me canso, os sacaré de este mundo!
—Este mundo no tiene nada que ofrecer, y tampoco le complace mi presencia. Me parece, barón Kalan, que si sigo buscando encontraré vuestro corazón.
Lanzó otro mandoble.
Kalan chilló una vez más.
—¡Tened cuidado, D' Averc! —gritó Hawkmoon.
Se deslizó por la duna, con la intención de coger la lanza flamígera, pero D' Averc desapareció, sin el menor ruido, antes de que alcanzara el arma.
—¡D'Averc! —El grito de Hawkmoon recordó a un lamento, a una queja—. ¡D'Averc!
—A callar, Hawkmoon —dijo la voz de Kalan desde la pirámide resplandeciente—. Los demás, escuchadme. Matadle ahora…, o seguiréis la suerte de D'Averc.
—No me parece una suerte tan terrible —sonrió el conde Brass.
Hawkmoon cogió la lanza flamígera. Kalan debió advertirlo, porque chilló.
—Oh, Hawkmoon, mirad que sois bruto, pero moriréis igualmente.
La pirámide se desvaneció.
El conde Brass miró a su alrededor, con una expresión sardónica en su rostro bronceado.
—Si encontramos Soryandum —dijo—, puede que no quede ninguno de nosotros para verlo. Nuestras fuerzas se reducen a marchas forzadas, amigo Hawkmoon.
Dorian exhaló un profundo suspiro.
—Perder buenos amigos dos veces es difícil de soportar. Vosotros no podéis comprenderlo. Oladahn y D'Averc os eran tan extraños como yo a ellos, pero eran viejos amigos, a los que quería mucho.
Bowgentle apoyó una mano en el hombro de Hawkmoon.
—Os comprendo dijo—. Esta aventura os pesa más a vos que a nosotros, duque Dorian. Mientras nosotros estamos perplejos (arrebatados de nuestras épocas, amenazados de muerte por todas partes, confrontados a máquinas extravagantes que nos ordenan matar a desconocidos), vos estáis triste. Y podría decirse que el dolor es la más debilitadora de todas las emociones. Roba la voluntad cuando más necesaria es.
—Sí —suspiró de nuevo Hawkmoon. Tiró la lanza flamígera—. Bien, he encontrado Soryandum, o las colinas entre las que se levanta Soryandum. Calculo que llegaremos al caer la noche.
—Pues démonos prisa —dijo el conde Brass. Se limpió la cara y el bigote de arena—. Con un poco de suerte, tardaremos unos días en volver a ver al barón Kalan y a su maldita pirámide. Y para entonces, puede que hayamos avanzado uno o dos pasos en la resolución de este misterio. —Palmeó la espada de Hawkmoon—. Vamos, muchacho. Montemos. Nunca se sabe; puede que todo esto salga bien. Quizá volveréis a ver a vuestros amigos.
Hawkmoon dibujó una amarga sonrisa.
—Tengo la sensación de que podré considerarme afortunado si vuelvo a ver a mi mujer y a mis hijos, conde Brass.
Pero no encontraron Soryandum en las verdes laderas que bordeaban el desierto de Syrania. Encontraron agua. Encontraron el contorno que delimitaba el recinto urbano, pero la ciudad había desaparecido. Hawkmoon había presenciado el prodigio, cuando el Imperio Oscuro la amenazó. Los habitantes de Soryandum habían sido cautos, al juzgar que el peligro aún existía. Más cautos que él, pensó Hawkmoon con ironía. El viaje había sido en vano, por lo visto. Sólo quedaba una leve esperanza: que la caverna de las máquinas siguiera intacta. De ella había sacado, años atrás, los artefactos de cristal. Se internó con sus amigos en las colinas, deprimido, hasta que dejaron atrás Soryandum.
—Tal parece que os he arrastrado a una búsqueda inútil, amigos míos —dijo Hawkmoon al conde Brass y a Bowgentle—. ¡Y encima, os he dado falsas esperanzas!
—Tal vez no —contestó Bowgentle, con aire pensativo—. Es posible que las máquinas sigan intactas y que yo, que poseo cierta experiencia en tales artilugios, consiga encontrarles alguna utilidad.
El conde Brass, que precedía a los otros dos, trepó a lo alto de la colina y escudriñó el valle que se extendía a sus pies.
—¿Es ésa vuestra caverna? —gritó.
Hawkmoon y Bowgentle se reunieron con él.
—Sí, reconozco el despeñadero —contestó Hawkmoon.
Daba la impresión de que una espada gigante hubiera partido en dos una colina. A lo lejos, hacia el sur, divisó el túmulo de granito, hecho de la piedra extraída de la colina para crear la caverna en donde se almacenaban las armas. Y también distinguió la boca de la caverna, una estrecha grieta en la pared del despeñadero. Parecía incólume. Hawkmoon recobró algo de optimismo.
Bajó la colina a toda prisa.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Confiemos en que sus tesoros sigan intactos!
Sin embargo, Hawkmoon había olvidado que la antigua tecnología del pueblo fantasma tenía un guardián al que Oladahn y él se habían enfrentado en una anterior ocasión y que no habían logrado destruir. Un guardián del que D' Averc escapó por poco. Un guardián con el cual no se podía razonar. Hawkmoon se arrepintió de haber dejado los camellos descansando en el emplazamiento de Soryandum, porque necesitaban un medio de escapar a toda velocidad.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó el conde Brass, cuando un aullido ahogado surgió de la grieta—. ¿Lo reconocéis, Hawkmoon?
—Sí —respondió Hawkmoon, en tono pesaroso—, lo reconozco. Es el grito de la fiera mecánica, el ser mecánico que custodia la caverna. Pensé que lo habíamos destruido, pero temo que ahora nos destruirá a nosotros.
—Tenemos espadas —dijo el conde Brass.
Hawkmoon lanzó una áspera carcajada.
—Sí, ya lo creo.
—Y somos tres —señaló Bowgentle—. Tres hombres habilidosos.
—Sí.
Los aullidos aumentaron de intensidad cuando la bestia les olfateó.
—Sólo tenemos una ventaja —dijo Hawkmoon en voz baja—. La bestia es ciega. Nuestra única oportunidad es salir corriendo hacia Soryandum y nuestros camellos. Una vez allí, nos defenderemos con mi lanza flamígera.
—¿Huir? —gruñó el conde Brass. Desenvainó su espadón y se frotó el bigote—. Nunca he combatido contra un animal mecánico. No me apetece huir, Hawkmoon.
—¡Pues moriréis, quizá por tercera vez! —gritó Hawkmoon, frustrado—. Escuchadme, conde Brass, sabéis muy bien que no soy un cobarde. Si queremos sobrevivir, hemos de volver a nuestros camellos antes de que la bestia nos atrape. ¡Mirad!
La bestia mecánica ciega surgió de la boca de la caverna. Su enorme cabeza buscó los sonidos y olores que tanto detestaba.
—¡Cáspita! —siseó el conde Brass—. Es inmensa.
Doblaba en envergadura al conde Brass. A lo largo del lomo surgía una hilera de cuernos afilados como cuchillas. Sus escamas eran de múltiples colores, y les cegaron cuando la bestia avanzó hacia ellos. Tenía patas traseras cortas y patas delanteras largas, terminadas en garras metálicas. Del tamaño de un gorila grande, poseía ojos multifacetados, que se habían roto durante su anterior pelea con Hawkmoon y Oladahn. Producía un ruido metálico al moverse. Los dientes de los tres héroes castañetearon cuando oyeron su rugido metálico. Su olor, que percibían incluso desde aquella distancia, también era metálico.
Hawkmoon cogió del brazo al conde Brass.
—Os lo suplico, conde Brass. No es el lugar apropiado para celebrar un combate.
Este razonamiento convenció al conde Brass.
—Sí, ya lo veo —dijo—. Muy bien, bajemos a terreno llano. ¿Nos seguirá?
—¡Oh, tenedlo por seguro!
Entonces, los tres salieron corriendo en tres direcciones diferentes hacia el emplazamiento de Soryandum, antes de que la bestia decidiera a cuál seguir.
Comprendieron que los camellos habían olfateado a la bestia en cuanto llegaron a donde los habían dejado. Los animales tiraban de las cuerdas clavadas con estacas al suelo. Agitaban la cabeza, retorcían la boca y las fosas nasales y golpeaban el suelo con los cascos.
El aullido estridente de la máquina despertó ecos en las colinas que se alzaban a sus espaldas.