Cronicas del castillo de Brass (33 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

—Esta noche nos alojaremos en Karlyle —dijo Hawkmoon—, y por la mañana partiremos hacia el Puente de Plata.

Los agentes del conde Brass en Karlyle ya habían reservado habitación para el duque de Colonia y Yisselda de Brass, en una pequeña pero confortable posada no lejos de la pista de aterrizaje, uno de los pocos edificios que habían sobrevivido a los desmanes del Imperio Oscuro. Yisselda recordó que se había alojado en ella con su padre cuando era pequeña. Al principio, sólo experimentó alegría, hasta que el recuerdo de su infancia le trajo a la mente a la perdida de Yamila, y su semblante se ensombreció. Hawkmoon, al comprender lo que ocurría, la rodeó con un brazo para consolarla cuando, después de un buena cena, subieron a acostarse.

El día había sido agotador y ninguno tenía ganas de quedarse a hablar, y se durmieron.

El sueño de Hawkmoon no tardó en verse importunado por sueños demasiado familiares; rostros e imágenes que pugnaban por llamar su atención, ojos que imploraban, manos extendidas hacia él, como si todo un mundo, tal vez todo un universo, solicitara su ayuda.

Y fue Corum, el extraño Corum de los Vadhagh, que se disponía a luchar contra el repugnante Fhoi Myore, el Pueblo Frío del Limbo… Y fue Elric, último príncipe de Melniboné, con una espada vociferante en la mano derecha, la izquierda apoyada sobre la perilla de una extraña silla, la silla dispuesta sobre el lomo de un enorme monstruo reptiliano, cuya saliva incendiaba todo aquello que tocaba…

Y fue Erekose, el desdichado Erekose, que condujo a los Eldren a la victoria sobre su propio pueblo… Y fue Urlik Skarsol, príncipe del Hielo Austral, que clamaba contra su destino, portar la Espada Negra…

TANELORN…

Oh, ¿dónde estaba Tanelorn?

¿No había estado allí, siquiera una vez? ¿Acaso no recordaba una sensación de absoluta paz mental, de entereza espiritual, de aquella felicidad que sólo pueden experimentar los que han sufrido mucho?

TANELORN…

«Demasiado tiempo he llevado esta carga; demasiado tiempo he pagado el precio del monstruoso crimen de Erekose…» Era su voz la que hablaba, pero no sus labios los que formaban las palabras… Eran otros labios, labios inhumanos… «He de descansar. He de descansar».

Apareció un rostro, un rostro de indecible maldad, pero no expresaba confianza, sino pesadumbre. ¿Tal vez desesperación? ¿Era su rostro? ¿También éste era su rostro?

¡AY, COMO SUFRO!

Los familiares ejércitos avanzaban. Las familiares espadas subían y bajaban. Los familiares rostros chillaban y perecían, y la sangre brotaba de cuerpo tras cuerpo… Un familiar río…

TANELORN… ¿No me he ganado la paz de Tanelorn? Aún no, Campeón aún no…

¡Es injusto que sólo yo sufra tanto!

No sufres solo. La humanidad sufre contigo.

¡Es injusto!

¡Pues impón justicia!

No puedo. Sólo soy un hombre.

Eres el Campeón. Eres el Campeón Eterno.

¡Soy un hombre!

Eres un hombre. Eres el Campeón Eterno.

¡Sólo soy un hombre!

Sólo eres el Campeón.

¡Soy Elric! ¡Soy Urlik! ¡Soy Erekose! ¡Soy Corum! Soy demasiados. ¡Soy demasiados!

Eres uno.

Y ahora, en sus sueños (si sueños eran), Hawkmoon experimentó un breve instante de paz, y comprendió demasiado bien las palabras. Era uno. Era uno…

Pero volvió a ser muchos de repente. Chilló en la cama y suplicó paz.

Yisselda se aferró a su cuerpo estremecido. Yisselda lloró. La luz que entraba por la ventana bañó su cara. Había amanecido.

—Dorian. Dorian. Dorian.

—Yisselda.

Respiró hondo.

—Oh, Yisselda.

Y agradeció que no se la hubieran quitado, porque era su único consuelo en el mundo, en todos los mundos que había recorrido mientras dormía. La atrajo hacia sí con su potente brazo de guerrero y lloró unos instantes, y ella lloró con él. Después, se levantaron, vistieron, salieron en silencio de la posada sin desayunar y montaron en los excelentes caballos que les aguardaban. Se alejaron de Karlye y siguieron la carretera de la costa, calados por las finas gotas que proyectaba el mar gris y turbulento, hasta llegar al Puente de Plata, que salvaba los cuarenta y cinco kilómetros de distancia entre el continente y la isla de Granbretán.

El Puente de Plata ya no era como Hawkmoon lo había visto años antes. Sus altos pilares, oscurecidos por la niebla, la lluvia y, en su extremo superior, por las nubes, ya no exhibían motivos sobre las glorias y gestas militares del Imperio Oscuro, sino que estaban decorados con imágenes proporcionadas por todas las ciudades del continente que los señores del Imperio Oscuro habían conquistado; una gran variedad de ilustraciones, que cantaban la armonía de la naturaleza. La gran carretera todavía medía cuatrocientos metros de ancho, pero cuando Hawkmoon la había recorrido por primera vez estaba transitada por máquinas de guerra, el botín de cien grandes campañas y los guerreros del Imperio Oscuro. Ahora, caravanas de comerciantes recorrían en ambos sentidos los dos carriles principales; viajeros de Normandía, Italia, Slavia, Rolance, Scandia, de las Montañas Búlgaras, de las grandes ciudades-estado de Alemania, de Pesht y Ulm, de Viena, de Krahkov e incluso de la lejana y misteriosa Muskovia. Pasaban carretas tiradas por caballos, bueyes, incluso elefantes; reatas de camellos, mulos y asnos. Se veían carruajes impulsados por artilugios mecánicos, a menudo defectuosos, a menudo vacilantes, cuyos principios sólo comprendía un puñado de hombres y mujeres inteligentes (si bien la mayoría sólo los comprendían en abstracto), pero que habían funcionado durante más de mil años; había hombres a caballo y hombres que habían caminado cientos de kilómetros para cruzar la maravilla conocida como el Puente de Plata. Las indumentarias solían ser extravagantes, algunas deslustradas, remendadas, cubiertas de polvo, algunas vulgares en su magnificencia. Pieles, cuero, sedas, pieles de animales extraños, plumas de aves exóticas, adornaban las cabezas y espaldas de los viajeros, y algunos ataviados con suma elegancia sufrían los efectos de la lluvia helada, que se filtraba por las sutiles telas teñidas y mojaba la piel. Hawkmoon y Yisselda viajaban con prendas gruesas y calientes, desprovistas de todo adorno, pero sus caballos eran robustos y no se cansaban. Pronto se unieron al grueso de aquellos que se dirigían al oeste, hacia un país temido en otro tiempo por todo el mundo y ahora transformado bajo el mandato de la reina Flana en un centro de las artes, el comercio y la cultura, y gobernado con justicia. Había métodos más rápidos de ir a Londra, pero Hawkmoon tenía muchas ganas de ver a la ciudad por el mismo sitio que la había dejado.

Su estado de ánimo mejoró cuando contempló los cables que sostenían la carretera principal, el complicado trabajo de los orfebres que habían ejecutado adornos de muchos centímetros de espesor para cubrir el fuerte acero de los pilares, construidos no sólo para soportar millones de toneladas de peso, sino también para resistir el constante choque de las olas y la presión de las corrientes submarinas. Era un monumento al genio del hombre, útil y hermoso a la vez, sin que lo sobrenatural hubiera intervenido para nada. Hawkmoon había despreciado toda su vida aquella deplorable e insegura filosofía de que el hombre solo no era lo bastante para realizar prodigios, que debía ser controlado por alguna fuerza sobrenatural (dioses, inteligencias más sofisticadas procedentes del más allá del Sistema Solar) para alcanzar lo que había alcanzado. Sólo gente aterrorizada por el poder de su mente podía necesitar tales supercherías, pensó Hawkmoon, mientras observaba que el cielo se estaba despejando y un débil sol acariciaba los cables plateados, que brillaban más que antes. Aspiró una profunda bocanada de aire rico en ozono, sonrió al ver las gaviotas que volaban alrededor de la parte superior de los pilares, señaló las velas de un barco antes de que pasara bajo el puente y lo perdieran de vista, comentó la belleza de un bajorrelieve, la originalidad de un adorno. Yisselda y él se fueron calmando a medida que concentraban su interés en lo que veían, y hablaron del placer que experimentarían si Londra fuera la mitad de hermosa que este puente renacido.

De pronto, Hawkmoon tuvo la impresión de que un gran silencio caía sobre el Puente de Plata, que se desvanecía el traqueteo de las carretas y los cascos de las bestias, que cesaban los gritos de las gaviotas, que se apagaba el sonido de las olas. Se volvió para comentarlo con Yisselda y ya no estaba. Paseó la vista en torno suyo y comprobó, aterrorizado, que se había quedado solo en el puente.

Oyó un débil grito muy a lo lejos (tal vez era Yisselda que le llamaba), pero también se desvaneció.

Hawkmoon volvió grupas con la esperanza de que, si actuaba con rapidez, se reunía con Yisselda.

Pero el caballo de Hawkmoon se rebeló. Relinchó. Golpeó con los cascos el metal del punte. Relinchó de nuevo.

Y Hawkmoon, traicionado, gritó una sola y agónica palabra.

—¡NO!

3. En la niebla

—¡No!

Era otra voz; una voz tonante, preñada de miedo, mucho más fuerte que la de Hawkmoon, mucho más fuerte que un trueno.

El puente osciló, el caballo se encabritó y Hawkmoon salió lanzado hacia la carretera de metal. Intentó levantarse, intentó gatear hasta donde creía que encontraría a Yisselda.

—¡Yisselda! —gritó.

—¡Yisselda!

Brutales carcajadas resonaron a su espalda.

Volvió la cabeza, tendido sobre el oscilante puente. Vio que su caballo, con los ojos enloquecidos, caía, resbalaba hasta el borde y chocaba contra la barandilla. Agitó las patas en el aire.

Hawkmoon intentó sacar la espada que llevaba debajo de la capa, pero no pudo. Su cuerpo la aprisionaba.

Sonaron risas otra vez, pero el tono había cambiado, era menos confiado. La voz chilló.

—¡No!

Hawkmoon sentía un miedo terrible, más miedo que nunca en su vida. Su impulso fue huir de la causa de aquel miedo, pero se obligó a volver la cabeza de nuevo y mirar el rostro.

El rostro llenaba todo su horizonte y surgía de la niebla que remolineaba alrededor del puente bamboleante. El rostro oscuro de sus sueños, de ojos amenazadores y terroríficos, y los gruesos labios formaron la palabra que era un desafío, una orden, una súplica:

—¡No!

Entonces, Hawkmoon se levantó, abrió las piernas para mantener el equilibrio, y miró al rostro gracias a un esfuerzo de voluntad que le dejó atonito.

—¿Quién eres? —preguntó Hawkmoon. Su voz era débil y la niebla parecía absorber sus palabras—. ¿Quién eres? ¿Quién eres?

—¡No!

En apariencia, el rostro carecía de cuerpo. Era hermoso, siniestro y de un color oscuro, indefinido. Los labios eran de un rojo brillante enfermizo; los ojos tal vez eran negros, o quizá azules, acaso pardos, con un toque dorado en las pupilas.

Hawkmoon intuyó que el ser sufría un espantoso tormento, pero al mismo tiempo sabía que era una amenaza para él, que le destruiría si podía. Se llevó la mano a la espada, pero la apartó cuando comprendió lo inútil e irrisorio que sería su gesto si la desenvainaba.

—LA ESPADA… —dijo el ser—. LA ESPADA… —La palabra poseía un significado considerable—. LA ESPADA…

Adoptó el tono de un amante rechazado, que suplica el retorno de su amor y se odiaba por su bajeza, odiando al mismo tiempo aquello que amaba. La voz era amenazadora, como un preludio a la muerte. ¿ELRIC? ¿URLIK? YO… FUI LEGION… ¿ELRIC? ¿YO…?

¿Se trataba de alguna temible manifestación del Campeón Eterno… del propio Hawkmoon? ¿Estaba contemplando su propia alma?

—YO… EL TIEMPO… LA CONJUNCION… PUEDO AYUDAR…

Hawkmoon desechó la idea. Cabía la posibilidad de que el ser representara una parte de su ser, pero no toda. Sabía que poseía una identidad separada y también sabía que necesitaba carne, necesitaba forma, y eso era todo cuando podía darle. No su carne, pero sí algo suyo.

—¿Quién eres?

Hawkmoon percibió un tono más firme en su voz, mientras se obligaba a mirar al oscuro rostro luminoso.

—YO…

Los ojos enfocaron a Hawkmoon y brillaron de odio. Hawkmoon estuvo a punto de retroceder, pero permaneció inmóvil y devolvió la mirada a aquellos ojos gigantescos y malvados. Los labios se entreabieron y revelaron unos dientes rotos y fulgurantes. Hawkmoon tembló.

Acudieron palabras a la mente de Hawkmoon y las pronunció sin vacilar, aunque ignoraba de dónde procedían o su significado; sólo sabía que eran las palabras correctas.

—Debes irte —dijo—. Aquí no hay sitio para ti.

—DEBO SOBREVIVIR… LA CONJUNCION… TU SOBREVIVIRAS CONMIGO, ELRIC…

—No soy Elric.

—¡ERES ELRIC!

—Soy Hawkmoon.

—¿Y QUÉ? UN SIMPLE NOMBRE. ME GUSTAS MAS COMO ELRIC. TE HE AYUDADO MUCHO…

—A destruirme, querrás decir, lo sé. No aceptaré la menor ayuda de ti. Gracias a tu ayuda, no he cesado de cambiar durante milenios. ¡La última acción del Campeón Eterno será participar en tu destrucción!

—¿ME CONOCES?

—Aún no. Temo el momento en que te conozca.

—YO…

—Debes irte. Empiezo a reconocerte.

—¡NO!

—Debes irte.

Hawkmoon notó que su voz desfallecía y dudó que pudiera contemplar aquella cara horrible ni un momento más.

—Yo…

La voz era más débil, menos amenazadora, más suplicante.

—Debes irte.

—Yo…

Entonces, Hawkmoon hizo acopio de voluntad y lanzó una carcajada.

—¡Vete!

Hawkmoon abrió los brazos cuando cayó, porque puente y cara habían desaparecido al mismo tiempo.

—El mar —contestó—. ¿Por qué salisteis a navegar?

—Un impulso.

Jhary aparentó fijarse por primera vez en el gatito blanco y negro y expresó sorpresa.

—¡Hola! De modo que soy Jhary-a-Conel, ¿verdad?

—¿No estáis seguro?

—Creo que tenía otro nombre cuando empecé a remar. Luego, apareció la niebla. —Jhary se encogió de hombros—. Da igual. Para mí, es de lo más normal. Bien, bien. Hawkmoon, ¿por qué estabais nadando en el mar?

—Me caí de un puente —respondió Hawkmoon, sin querer dar más explicaciones de momento.

No se molestó en preguntar a Jhary-a-Conel si estaban cerca de Francia o de Granbretán, sobre todo porque le había asaltado la idea de que era absurdo recordar el nombre de Jhary o tratarle con tanta familiaridad.

—Os conocí en las Montañas Búlgaras, ¿no es cierto? En compañía de Katinka van Bak.

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