Cronopaisaje (28 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

Peterson frunció el ceño.

—Esos… microuniversos… ¿son otros… otros lugares donde se puede vivir? ¿Qué pueden estar habitados?

Markham sonrió.

—Seguro. —Sentía la serena confianza de un hombre que siempre ha trabajado las matemáticas hallando las soluciones. Era esa despreocupada certeza que brota de la primera comprensión de todas las ecuaciones de campo de Einstein, arabescos de letras incomprensibles llenando tenuemente toda la página, una fina telaraña. Parecían insustanciales cuando uno las veía por primera vez, una hilera de garabatos. Sin embargo, seguir los delicados tensores a medida que se contraían, a medida que los superíndices se emparejaban con los subíndices, colapsándose matemáticamente hasta convertirse en entidades clásicas concretas potencial; masa; fuerzas vectoriales en una geometría curva, ésa era una experiencia sublime. El puño de hierro de lo real, dentro del guante de terciopelo de unas etéreas matemáticas. Markham vio en el rostro de Peterson el vacilante asombro que flota sobre las personas cuando luchan por visualizar ideas que están más allá de las confortables tres dimensiones y las certezas euclidianas que constituyen su mundo. Tras las ecuaciones había inmensidades de espacio y polvo, materia muerta pero furiosa sometida a la voluntad geométrica de la gravedad, estrellas como cabezas de fósforos estallando en una vasta noche, destellos anaranjados que iluminaban tan sólo un delgado anillo de planetas recién nacidos. Las matemáticas eran quienes habían edificado todo aquello; las imágenes que llevaban los hombres dentro de sus cabezas eran útiles pero burdas, dibujos animados en un mundo que era tan sutil como la seda, infinitamente más suave y variado. Una vez uno había visto esto, lo había visto realmente, el hecho de que podían existir mundos dentro de los mundos, que podían medrar universos dentro del universo propio, no era tan difícil de aprehender. Las matemáticas ayudaban a sostenerlo a uno.

—Creo —dijo Markham— que ésa puede ser una explicación para el anómalo nivel de ruido. No es generado técnicamente, en absoluto, si es que estoy en lo cierto. De hecho, el ruido procede de los taquiones. La muestra de antimoniuro de indio no está simplemente transmitiendo taquiones, también los está recibiendo. Hay un fondo de taquiones que no hemos tenido en cuenta.

—¿Un fondo? —preguntó Renfrew—. ¿Procedente de dónde?

—Veámoslo. Probemos el correlacionador.

Renfrew hizo algunos ajustes y se apartó del osciloscopio.

—Eso debería conseguirlo.

—¿Conseguir qué? —preguntó Peterson.

—Éste es un analizador de coherencia en circuito cerrado —explicó Markham—. Recoge y elimina el genuino ruido de la muestra de indio, el ruido de la onda de sonido, quiero decir, y deja intactas todas las señales procedentes del fondo errático.

Renfrew miró intensamente la pantalla del osciloscopio. Una compleja forma ondulada osciló a través de la escala.

—Parece ser una serie de impulsos generados a intervalos regulares —dijo—. Pero la señal decae en el tiempo. —Señaló a una línea fluida que se desvanecía en el nivel de ruido a medida que se acercaba al lado derecho de la pantalla.

—Completamente regular, sí —dijo Markham—. Aquí hay un pico, luego una pausa, luego dos picos juntos, luego nada de nuevo, luego cuatro casi uno encima del otro, luego nada. Extraño.

—¿Qué creen que es? —preguntó Peterson.

—No un ruido de fondo ordinario, eso está claro —respondió Renfrew.

—Es coherente, no puede ser natural —dijo Markham.

—No —era Renfrew—. Más bien parecido a…

—Un código —terminó Markham—. Tomemos nota de algo de esto. —Empezó a escribir en un bloc—. ¿La imagen es a tiempo real?

—No. Simplemente lo ajusté para tomar una muestra del ruido en un intervalo de cien microsegundos. —Renfrew avanzó hacia los mandos del osciloscopio—. ¿Prefieres otro intervalo?

—Espera a que termine de copiar éste.

—¿Por qué no simplemente lo fotografiamos? —preguntó Peterson. Renfrew lo miró significativamente.

—No tenemos película. Hay escasez, y la prioridad no la tienen los laboratorios en estos días, ya sabe.

—Ian, tome nota de esto —dijo Markham.

Al cabo de una hora, los resultados eran obvios. El ruido era de hecho la suma de varias señales, cada una de ellas sobreponiéndose a las demás. Ocasionalmente aparecía un tartamudeante grupo de impulsos, sólo para ser tragado en una tormenta de rápido zangloteo.

—¿Por qué hay tantas señales contrapuestas? —preguntó Peterson.

Markham se alzó de hombros. Frunció la nariz en un esfuerzo inconsciente por remontar sus gafas. Aquello le dio una no intencionada expresión de enorme y repentino desagrado.

—Supongo que es posible que procedan de un lejano futuro. Pero también me gusta la idea de los universos de bolsillo.

—Yo no me apoyaría mucho en una nueva teoría astrofísica —dijo Renfrew—. Esos tipos especulan con las ideas como los bolsistas con las acciones.

Markham asintió.

—Estoy de acuerdo, a menudo toman un granito de verdad y lo hinchan como si fuera un grano de arroz metido en agua intelectual. Pero esta vez tienen algo a su favor. Hay fuentes inexplicadas de emisión infrarroja, muy lejos entre las galaxias. Los microuniversos podrían tener ese aspecto. —Unió sus dedos formando como una tienda y los miró sonriendo, su gesto académico favorito. En momentos como ése era reconfortante tener un toque de ritual al que poder acudir—. Este osciloscopio tuyo muestra un centenar de veces el ruido ordinario que esperabas, John. Me gusta la idea de que no somos los únicos, y aquí hay un fondo de señales de taquiones. Señales de distintos tiempos, sí. Y de esos universos microscópicos también.

—Sin embargo, vienen y van —observó Renfrew—. Aún puedo seguir transmitiendo durante una fracción del tiempo.

—Estupendo —dijo Peterson. Llevaba un rato sin hablar—. Siga con ello, entonces.

—Espero que los tipos allá en 1963 no hayan empleado el detector de sensibilidad para estudiar este ruido. Si se mantienen enfocados a nuestras señales, que tienen que mantenerse por encima de este ruido de fondo cuando estamos transmitiendo adecuadamente, todo irá bien.

—Greg —musitó Peterson, los ojos remotos—, hay otro asunto.

—¿Oh? ¿Cuál?

—No deja de hablar usted de los universos más pequeños dentro del nuestro y de cómo estamos captando sus mensajes de taquiones.

—Correcto.

—¿No es eso un poco egocéntrico? ¿Cómo sabemos que nosotros, a nuestra vez, no somos un universo de bolsillo dentro del universo de alguien?

Gregory Markham se escabulló del Cav a primera hora de la tarde. Peterson y Renfrew seguían siendo incapaces de resistir el aguijonearse mutuamente. Peterson se sentía obviamente atraído por el experimento, pese a su automático hábito de distanciarse. Renfrew apreciaba el apoyo de Peterson, pero seguía pidiendo más. Markham encontraba cómico el complicado ballet entre los dos hombres, principalmente debido a que en realidad era inconsciente. Con su forma de hablar típica de la oratoria, ambos se peleaban a la primera divergencia. Si Renfrew hubiera sido simplemente un hijo de obrero, sin duda se hubiera llevado perfectamente con Peterson, puesto que cada uno hubiera sabido cuál era su papel ordenado por los tiempos. Siendo sin embargo un hombre nadando en las exóticas aguas académicas, Renfrew no tenía puntos de referencia. La ciencia tenía una forma propia de originar tales conflictos. Uno podía salir de la nada y conseguir un gran logro sin haber aprendido ninguno de los nuevos hábitos sociales. La estancia de Fred Hoyle en Cambridge había sido un caso ejemplar. Hoyle había sido un astrónomo moldeado al viejo estilo del excéntrico-buscador-de-la-verdad, avanzando controvertidas teorías y echando a un lado los fríos y racionales hábitos cuando no encajaban con su talante. Renfrew podía muy bien revelarse como un Hoyle, un esforzado salmón nadando todo su camino contracorriente, si su experimento tenía éxito. La mayor parte de los científicos surgidos de entornos humildes adoptaba por aquel entonces un exterior afable, neutral; era más seguro. Renfrew no lo hacía así. Los grandes equipos modernos de investigación dependían para su progreso de bien organizadas y cuidadosamente calculadas operaciones a gran escala cuya estabilidad exigía un mínimo de trastornos —ésa era la jerga— «en relaciones interpersonales». Renfrew era un solitario con una psique de papel de lija. Lo más sorprendente era que Renfrew era enormemente cortés con la mayor parte de la gente; sólo el deliberado exhibicionismo de los símbolos de clase de alguien como Peterson lo sacaba de sus casillas. Markham había observado que las fricciones de clase llevaban décadas empeorando en Inglaterra, y captaba atisbos de ello en cada una de sus ocasionales visitas. La época parecía fortalecer el sentimiento de clase, para gran confusión de los condescendientes marxistas que tendían a aceptar los densos programas gubernamentales. La explicación le parecía clara a Markham: en la pronunciada cuesta económica, posterior a los años prósperos del petróleo del mar del Norte, la gente marcaba cada vez más sus diferencias a fin de mantener vivo su sentimiento de valía. Nosotros contra ellos era algo que agitaba la sangre. Mejor jugar ese antiguo y derivativo juego que enfrentarse a la tenaza gris del próximo futuro.

Markham se alzó de hombros, rechazando aquellos pensamientos, y caminó a lo largo del sendero peatonal que conducía a las solemnes torres de la ciudad. Él era un americano y por lo tamo estaba exento de los sutiles rituales de clase, no era más que un visitante con un pasaporte temporal. Un año aquí lo había habituado a las diferencias del idioma; las frases típicamente británicas que aparecían en medio de sus lecturas ya no le hacían volver los ojos atrás para releer el párrafo en busca de algún error de interpretación. Ahora reconocía el escéptico arco de las cejas de Peterson alzándose y su seco «¿Hummm?» como una bien estudiada arma social. El preciso y elegante tono de voz de Peterson en palabras como «asentimiento» o «socialmente» era a todas luces mucho mejor que el mecánico graznido de los administradores americanos, que llamaban a cualquier información una «entrada de datos», siempre estaban «orientando un problema», sometían sus proposiciones como un «paquete» pero no siempre «lo compraban», y entablaban «diálogo» con su público; si uno ponía objeciones a ese deliberado charloteo robótico, su respuesta era siempre que se trataba tan sólo de «una cuestión semántica».

Markham metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y apresuró el paso. Llevaba varios días agotándose con elusivos cálculos de física matemática, y deseaba un largo paseo en solitario para que le ayudara a desembarazarse de su irritación. Pasó ante un edificio en construcción, donde chimpancés vistiendo monos llevaban ladrillos de un lado para otro y hacían todo el trabajo pesado. Era notable lo que el trastear con el ADN había conseguido en los últimos años. Mientras se acercaba a una cola para el autobús, algo llamó su atención. Un hombre negro con zapatillas de tenis estaba de pie al final de la cola, los ojos bailoteando, la cabeza bamboleándose como si estuviera manejada por hilos. Markham se acercó a él y murmuró:

—Hay un bobby al otro lado de la esquina —y siguió su camino. El hombre se quedó helado.

—¿Eh? ¿Qué? —Miró alocadamente a su alrededor. Echó una ojeada a Markham. Una vacilación, luego se decidió… echó a correr en dirección opuesta. Markham sonrió. La táctica estándar era aguardar hasta que llegara el autobús, y la atención de la cola se centrara en subir a él. Entonces agarrabas los bolsos de unas cuantas mujeres, y salías corriendo a toda velocidad. Antes de que la gente hubiera podido centrar en ti su atención, ya estabas a varias calles de distancia. Markham había visto aquella maniobra en Los Ángeles. Se dio cuenta, un poco apesadumbrado, de que tal vez no la hubiera reconocido si el hombre no hubiera sido negro.

Bajó por High Street. Las manos de los mendigos aparecieron como por arte de magia cuando vieron su chaqueta americana, y luego desaparecieron rápidamente cuando él frunció el ceño. En la esquina de St. Andrews y Market estaba la peluquería de Barrett, con un cartel proclamando: «Barrett está dispuesto a afeitar únicamente a los hombres que se sienten incapaces de afeitarse a sí mismos». Markham se echó a reír. Se trataba de un chiste privado de Cambridge, una referencia a la astucia de Bertrand Russell y los matemáticos de hacía un siglo. Aquello lo devolvió al problema que estaba preocupándole, a la maraña de razonamientos que rodeaban los experimentos de Renfrew.

La pregunta obvia era: «¿Pero y qué pasa con Barrett? ¿Quién puede afeitar al pobre viejo Barrett?» Si Barrett era capaz de afeitarse a sí mismo, y si el cartel era cierto, entonces no era capaz de afeitarse a sí mismo. Y si Barrett no podía afeitarse a sí mismo, entonces, según el cartel, era capaz de afeitarse a sí mismo. Russell había imaginado esta paradoja, y había intentado resolverla inventando lo que él llamaba un «metacartel» que decía: «Barrett queda excluido del tipo de hombres a los que se refiere el primer cartel». Eso arreglaba el problema para Barrett, pero en el mundo real las cosas no eran tan sencillas. La sugerencia de Peterson de aquella mañana, acerca de no enviar el mensaje referente al banco, había alterado a Markham más de lo que había querido evidenciar. El problema con la teoría de los taquiones era que aquella idea del lazo causal no encajaba con nuestra propia percepción del tiempo avanzando hacia delante. ¿Qué ocurriría si ellos no enviaban el mensaje del banco? El nítido pequeño lazo, con flechas yendo del futuro al pasado y de vuelta de nuevo, se desmoronaba. No había seres humanos en ello. El objetivo de la moderna teoría física era hablar acerca de la realidad como algo independiente del observador… al menos mientras fuera dejada de lado la mecánica cuántica. Pero si Peterson se hallaba implicado en el lazo causal, tenía la posibilidad de cambiar de opinión en cualquier momento, y cambiar todo el maldito asunto. ¿Podía realmente? Markham hizo una pausa, mirando a través del cristal coloreado a un muchacho haciéndose recortar su ambarino pelo. ¿Existía el libre albedrío humano en aquel rompecabezas?

Las ecuaciones eran mudas. Si Renfrew tenía éxito, ¿cómo cambiarían las cosas a su alrededor? Markham tuvo una repentina y aprensiva visión de un mundo en el cual la floración del océano simplemente no se había producido. El y Renfrew y Peterson saldrían del Cav para descubrir que nadie sabía de qué estaban hablando. ¿Floración del océano? Resolvimos eso hace años. Así que se convertirían en unos chiflados, un curioso trío compartiendo una ilusión común. Sin embargo, para ser consecuentes, las ecuaciones decían que enviar el mensaje no podía tener unos efectos tan grandes. En primer lugar, no podían anular la auténtica razón de enviar los taquiones. De modo que tenía que haber un esquema consistente, en el cual Renfrew siguiera teniendo su idea inicial y contactara al Consejo Mundial, y sin embargo…

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