Cronopaisaje (29 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

Markham agitó la cabeza para liberarse de aquellos pensamientos, sintiendo un extraño estremecimiento recorrer todo su cuerpo. Había algo más profundo allí, alguna laguna crucial en física.

Se apartó rápidamente de la barbería, turbado. Una partida de críquet se estaba desarrollando perezosamente a lo largo de la tarde en el gran terreno en forma de tarta conocido como el Lugar de Parker. El matemático G. H. Hardy había contemplado a otra gente jugar allí mismo, hacía un siglo. Y a menudo, pensó Markham, había haraganeado también por aquellos lugares a lo largo de la tarde, exactamente como él lo estaba haciendo ahora. Markham podía comprender la motivación del juego, pero no los detalles. Nunca había comprendido la jerga del cricket, y todavía era incapaz de darse cuenta de cuándo se realizaba una buena jugada. Caminó por detrás de las hileras de espectadores, sentados en sus sillas de lona, y se preguntó qué hubieran pensado los espectadores de críquet de hacía un siglo de la Inglaterra de hoy. Sospechaba, sin embargo, que, como la mayor parte de la gente incluso hoy, hubieran supuesto que el mañana sería aproximadamente igual al presente.

Markham giró hacia Regent Street y pasó el jardín botánico de la universidad. Más allá había una escuela de niños. Disponiendo las normas y gracias de las clases superiores, según una antigua frase real. Cruzó el arco de la entrada y se detuvo en el tablero de anuncios de la escuela. Los siguientes alumnos han perdido sus posesiones personales. Serán llamados al Estudio del Prefecto el jueves día 4 de junio.

No «se ruega que se presenten». Nada de innecesarios circunloquios: simplemente una afirmación directa. Markham podía imaginar la breve conversación. «Lo siento, yo…».

«Castigo estándar. Cincuenta líneas, con su mejor caligrafía. Me las traerá mañana en el recreo». Y el estudiante saldría murmurando: A partir de ahora seré más cuidadoso con mis cosas personales.

El hecho de que el estudiante pudiera utilizar una de las recientes máquinas vocoescritoras para casi todo su trabajo en la escuela no importaba; el principio persistía.

Era extraño cómo se mantenían las formas, cuando todo lo demás —edificios, política, fama— se desmoronaba. Quizá fuera aquélla la fuerza de aquel lugar. Había como una intemporalidad allí, demasiado frágil como para que el seco aire de California pudiera mantenerla. Ahora que había llegado el pleno verano, los amaneramientos de las escuelas y facultades parecían todavía más antiguos, una rebanada de tiempo caduco. Descubrió que su propio espíritu se elevaba ante el final del interminable invierno, con las lluvias de primavera.

Sintió que su mente se despegaba del problema de los taquiones, buscando refugio en aquella confortable aura del pasado. Se dio cuenta de que todo era diferente para él, allí. Los ingleses eran peces nadando en aquel mar del pasado. Para ellos era como una presencia palpable, una extensión viva, comentando los acontecimientos como un susurro a medias oído desde un escenario. Los americanos contemplaban el pasado como un paréntesis en el torrente de frases del presente, un apartado, algo independiente del fluir general.

Caminó de vuelta hacia las facultades, dejando que sus sensaciones acerca de las presiones del tiempo se infiltraran en él. Él y Jan habían estado en la mesa de profesores en varias de aquellas facultades, la experiencia anglófila definitiva. La placa conmemorativa que brillaba como mercurio, y los tazones descascarillados en el borde. En la sala de descanso de madera pulida, los dorados marcos contenían ceñudos retratos de los fumadores de la universidad. En el gran salón comedor, Jan se había mostrado sorprendida al descubrir la evidente segregación: los de Eton en una mesa, los de Harrow en otra, los alumnos de las escuelas públicas en una tercera, y finalmente, los graduados de las escuelas estatales y todos los demás en una heterogénea última mesa. Para un americano llegado a una tal ciudadela de la educación, tras décadas de feroz política de igualdad-a-toda-costa, todo aquello parecía extraño. Allí persistía una confianza en las ventajas heredadas, e incluso la idea de que un sistema como aquél era también una virtud heredada. El pasado resistía. Uno podía estar rabiosamente al día, conocer absolutamente todos los tugurios de moda de los placeres carnales, y sin embargo permanecer tranquila y confortablemente sentado en las sillas del coro en la capilla del King's College, escuchando a los querubines con gorgueras isabelinas hacer vibrar las vidrieras emplomadas con sus agudos. Parecía como si en un cierto confuso sentido el pasado estuviera aún allí, que todos ellos estuvieran conectados a él, y que la percepción del futuro como algo tangible viviera también en el presente.

Markham se relajó por un momento, dejando que la idea derivara fuera de su subconsciente. Caminar era el suave ejercicio que su mente necesitaba; había utilizado antes sus efectos. Algo… algo acerca de la realidad necesitando ser independiente del observador… Alzó la vista. Una enorme nube amarillenta, avanzando rápida y baja sobre las grises torres, apretaba las sombras contra los flancos de la iglesia de St. Mary. Las campanas repiqueteaban una cascada de sonido a través del momentáneamente frío aire; la nube parecía estar sorbiendo el calor de la brisa.

Observó los remolineantes dedos de neblina que se disolvían sobre su cabeza en el rastro de la nube. Luego, bruscamente, lo captó. El quid del problema era el observador, el tipo que tenía que ver objetivamente las cosas. ¿Quién era él? En mecánica cuántica, las propias ecuaciones no te decían nada acerca de en qué sentido fluía el tiempo. Una vez efectuabas una medición, había que pensar en el experimento en curso como en algo que generaba probabilidades. Todo lo que las ecuaciones podían decirle era cuan probable podía ser un acontecimiento «posterior». Ésa era la esencia del cuanto. La ecuación de Schródinger podía hacer que las cosas evolucionaran hacia delante en el tiempo, o hacia atrás. Sólo cuando el observador metía su dedo y efectuaba una medición surgía algo que fijaba la dirección del flujo del tiempo. Si el todopoderoso observador medía una partícula y la hallaba en una posición x, entonces la partícula recibía un pequeño empuje del observador, por el hecho mismo de la observación. Ése era el principio de incertidumbre de Heisenberg. Uno no podía decir exactamente cuánto del empuje había sido proporcionado por el observador a la infeliz partícula, de modo que en un cierto sentido su posición futura era incierta. La ecuación de Schródringer describía el abanico de posibilidades acerca de dónde podría aparecer la partícula a continuación. Las probabilidades aparecían bajo la imagen de una onda, moviéndose hacia delante en el tiempo y haciendo posible que la partícula apareciera en varios lugares diferentes en el futuro. Una onda de probabilidad. La vieja imagen de la bola de billar, en la cual la partícula se movía con certidumbre newtoniana hasta su siguiente punto, era simplemente falsa, engañosa. La localización más probable de la partícula era, de hecho, exactamente la misma que en la posición newtoniana… pero eran posibles otros caminos. Muy poco probables, cierto, pero eran posibles. El problema surgía cuando el observador volvía a meter su dedo y efectuaba una segunda medición. Encontraba la partícula en un lugar, no diseminada en un conjunto de lugares posibles. ¿Por qué? Porque el observador se consideraba esencialmente a sí mismo newtoniano… un «medidor clásico», según el modo de hablar técnico.

Markham sonrió ampliamente mientras giraba por King's Parade arriba. Había una trampa en esa argumentación. El observador clásico no existía. Todo en el mundo era regido por la mecánica cuántica. Todo se movía de acuerdo con ondas de probabilidad. De modo que el masivo e intocado experimentador era empujado a su vez. Recibía un empuje de incierta intensidad de la ultrajada partícula, y eso significaba que el observador también era regido por la mecánica cuántica. El formaba parte del sistema. El experimento era mayor, y más complejo, que las simples ideas del pasado. Todos formaban parte del experimento; nadie podía quedar separado de él. Uno podía hablar acerca de un segundo observador, mayor que el primero, que no resultara afectado por el experimento… pero eso simplemente llevaba el problema un paso más allá. El último recurso consistía en considerar a todo el universo como el «observador», de modo que todo se convirtiera en un sistema coherente, pero eso significaba que uno tenía que resolver inmediatamente el problema completo del movimiento del universo, sin dividirlo en experimentos separados más convenientes.

La esencia del problema era, ¿qué es lo que hace que la partícula aparezca en un solo lugar? ¿Por qué elige uno de los posibles estados y no todos? Era como si el universo tuviera varias formas posibles de actuar, pero que algo le hiciera elegir una en particular.

Markham se detuvo, estudiando la vertiginosa altura de la Great St. Mary. Un estudiante se asomó allá arriba, una minúscula cabeza contra el cielo azul.

¿Cuál era la analogía correcta?

El haz de taquiones planteaba el mismo problema. Si sus ideas eran correctas, había una especie de onda de probabilidad viajando hacia delante y hacia atrás en el tiempo. Estableciendo una paradoja se conseguía convertir la curva en un lazo, fijando el sistema en una especie de atónito frenesí, incapaz de decidir hacia qué estado decantarse. Algo debía efectuar la elección. ¿Había alguna analogía allí, algún tipo de observador inmóvil, que hacía que el tiempo fluyera hacia adelante en vez de hacia atrás?

Si era así, entonces la paradoja tenía una respuesta. De alguna manera, las leyes de la física tenían que proporcionar una respuesta. Pero las ecuaciones permanecían mudas, inescrutables. Como era siempre el caso, la cuestión básica que respondían las matemáticas era el cómo, no el porqué. ¿Había que hacer intervenir pues al movedor inmóvil? ¿Y quién era… Dios? Era posible.

Markham agitó frustrado la cabeza. Las ideas zumbaban como enjambres de abejas, pero no podía atraparlas. Bruscamente gruñó y cruzó por entre una fila de estudiantes en bicicleta, entrando en Bowes & Bowes.

La sección de novedades era cada vez más escasa; el negocio editorial estaba en crisis, acosado por la oleada de la televisión. Una mujer en la caja registradora atrajo su atención; muy sexy. Pero estaba más allá de las posibilidades de su edad, pensó amargamente. Estaba llegando al estadio en el que las ambiciones casi siempre superaban las posibilidades de éxito.

El asunto de los taquiones volvió a preocuparle mientras se dirigía a casa, cruzando el Cav y las piscinas. Una extensión de césped, llamada Lammas Land, Tierras del Primero de Agosto, por alguna antigua razón, probablemente derivada de la fiesta de recolección de la cosecha, se extendía ante él en la húmeda y cálida tarde. Todo parecía como inmóvil, como si el año se hubiera detenido al final de la larga cuesta que había trepado para escapar del invierno, y ahora estuviera dudando antes de empezar a descender por el otro lado. Se volvió hacia el sur, hacia Grantchester, donde el reactor nuclear era aún un edificio en construcción. Parecía como si con todos los retrasos nunca fueran a terminar la pelota de squash que formaba el aislamiento del reactor. Las praderas que lo rodeaban eran una bolsa de paz rural. Las vacas se refugiaban en la oscura sombra de los árboles agitando sus colas para alejar a las moscas. Había amodorrados sonidos, el reclamo de palomas torcaces, el zumbido de un avión, murmullos y chasquidos. El aire estaba lleno con el aroma de cardos, milenrama, hierba cana, tanaceto. Los colores brotaban entre la densa hierba: el amarillo de la manzanilla, el azul de las campánulas, el escarlata de la pimpinela a la que había dado fama la literatura.

Jan estaba leyendo cuando llegó a casa. Hicieron perezosamente el amor en el dormitorio de arriba con los postigos cerrados, empapando las sábanas. Más tarde, la imagen de la mujer en Bowes & Bowes destelló en su medio adormiladamente. Un intenso olor almizcleño flotaba en el aire. El largo día se arrastraba hasta casi las diez, rechazando la noche. Markham recordó, mientras se dedicaba a unos rápidos cálculos a la pálida luz del anochecer, que en algún lugar del planeta alguien debía estar pagando por esos largos días de verano un alto precio en heladas noches de invierno. Las deudas se compensan, pensó. Y mientras contemplaba aquel anochecer, tuvo la sensación de que otro anochecer mucho más largo se estaba acercando.

16 - 8 de abril de 1963

Gordon iba con retraso para la reunión del comité de la facultad, y caminaba apresuradamente cuando Bernard Carroway interceptó su trayectoria.

—Oh, Gordy, necesito hablar contigo. —Algo en el tono de Bernard hizo que Gordon se detuviera—. He oído hablar de esa cosa que llevas adelante con Shriffer. Vi algo de ello en las noticias de última hora… uno de mis estudiantes me telefoneó para decirme que lo viera. —Carroway unió sus manos tras su espalda, un gesto que le daba el aspecto de un juez.

—Bueno… sí, creo que Saul fue un poco demasiado lejos…

—¡Me alegra oírte decir eso! —Bernard se mostró repentinamente jovial—. Yo también pensé en ello. Bueno, Saul suele pasarse con ese tipo de cosas, ya sabes. —Escrutó a Gordon, buscando su confirmación.

—A veces.

—Ni yo mismo puedo imaginar algo más improbable que eso… ¿experimentos de resonancia nuclear, dijo? Una forma malditamente extraña de comunicarse.

—Saul piensa que parte de… del mensaje… lo constituyen coordenadas astronómicas. Recordarás cuando vine a preguntarte…

—¿Esa era la base de todo el asunto, entonces? ¿Simplemente unas cuantas coordenadas?

—Bueno, él descifró los impulsos convirtiéndolos en esa imagen —admitió Gordon sin convicción.

—Oh, eso. A mí me parecen como los garabatos de un crío.

—No, hay una estructura. En cuanto al contenido, no podemos…

—Creo que tienes que ser cuidadoso con todo esto, Gordy. Compréndelo, me gusta algo del trabajo de Shriffer. Pero yo y algunos otros de la comunidad astronómica tenemos la impresión de que él, bueno, quizá se pasó ya un poco con eso de las radiocomunicaciones. ¡Y ahora esto…! ¡Encontrar mensajes en experimentos de resonancia nuclear! Creo que Shriffer ha ido mucho más allá de los límites.

Bernard asintió seriamente y miró a sus pies. Gordon se preguntó qué decir. Bernard exhibía una gravedad al respecto que frenaba cualquier contradicción directa. Llevaba su exceso de peso con una energía agresiva que parecía desanimar a cualquiera a enfrentársele. Era bajo, con un pecho en forma de barril que, cuando se relajaba, se revelaba de pronto tan sólo como un estómago demasiado alto, mantenido deliberadamente allí. Ahora, mientras Gordon observaba, se relajó; Bernard lo había olvidado, en su concentración sobre los pecados de Shriffer. Su chaqueta en punto de espiga se hinchó, los botones se tensaron. Gordon imaginó poder oír el cinturón de Bernard crujir bajo la nueva presión. Pero esa tortura de sus ropas parecía redimida por el inconsciente flujo de placer que se extendió por el serio rostro de Bernard mientras su estómago descendía.

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