Cronopaisaje (33 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

Freeman Dyson llegó a California cedido por el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, para trabajar en el proyecto Orión. Dyson poseía una inmensa reputación como físico teórico, y por ello fue invitado a dar uno de los últimos coloquios de primavera en el departamento de física de la Universidad de La Jolla. Gordon se sintió complacido por ello. Él tenía que dar el último coloquio del año, y tener a Dyson hablando antes que él acerca de algunas ideas especulativas podía apaciguar algunas de las reacciones hacia Gordon.

Dyson era delgado y de buen humor, y se movía con vivacidad ante la pizarra, como si estuviera sumido en un ligero trance, pensando intensamente en lo que deseaba decir y lanzando cada frase para que incidiera en un punto muy preciso. Un poco antes había sido muy cuidadoso corrigiendo a George Feher cuando éste lo presentó como «doctor». Dyson nunca había terminado su doctorado y ahora parecía ligeramente orgulloso de ello, con el orgullo inglés de ser, al menos en términos formales, un aficionado. Pero no hubo nada de aficionado en el coloquio de Dyson. Sus diapositivas eran claras, con gráficos precisos, algunos de ellos en color. Tenían ese profesional acabado aeroespacial que para Gordon subrayaba los agradables oropeles de la prosperidad; en sus días anteriores a su graduación en Columbia, los croquis hechos de cualquier manera y las diapositivas escritas a mano eran algo universal.

Dyson describió sus años de trabajo en el proyecto Orión, un plan para propulsar enormes espacionaves haciendo estallar bombas nucleares bajo ellas. El estallido golpearía a una «plataforma de empuje», que transferiría el golpe a través de amortiguadores a la nave en sí. La idea parecía al principio como un dibujo de Rube Goldberg, pero a medida que Dyson hablaba iba haciéndose plausible. La única forma de enviar cargas auténticamente grandes a través del sistema solar era utilizando impulsores nucleares de algún tipo. Orión era básicamente simple, y utilizaba algo en lo que ya éramos bastante buenos: la fabricación de bombas eficientes. ¿Por qué no utilizar la capacidad destructiva del hombre para algo útil? Dyson pensaba que un poderoso esfuerzo no solamente pondría al hombre en la Luna allá por 1970 —la meta de Kennedy—, sino incluso más allá, todo el camino hasta Marte. Los principios implicados en el proyecto habían sido probados en experimentos a pequeña escala, y funcionaban.

El problema, por supuesto, era el primer estadio: alzar la nave desde la superficie de la Tierra mediante una serie de explosiones nucleares en cadena.

—¿Pero no van a cubrirnos ustedes con residuos radiactivos? —preguntó una voz entre la audiencia del coloquio.

Dyson frunció los labios. Era un hombre compacto, y sus afilados rasgos parecieron ensartar el problema como si fuera una mariposa.

—Mucho menos de lo que lo están haciendo las pruebas atmosféricas que nosotros y la Unión Soviética estamos llevando a cabo actualmente. Calculamos que Orión añadiría no más de un uno por ciento al nivel de radiación con que los políticos —pronunció cuidadosamente la palabra— ya nos han obsequiado.

En este punto Dyson se volvió melancólico, como si pudiera sentir a Orión escapársele de las manos. Los periódicos ofrecían reportajes diarios de los acuerdos en la Limitación de Pruebas Nucleares; los rumores de Washington decían que el acuerdo oficial sería firmado en cuestión de meses. Si era así, incluso la pequeña dosis de radiactividad de Orión debería ser desechada. Al final de la hora, tras las ecuaciones y los gráficos, sus palabras adquirieron una cierta amargura. La historia prescindiría de Orión. Era posible que algún día se pudiera volar por encima de la atmósfera, una vez los hombres lograran poner a punto una forma segura de alcanzar una órbita con cohetes químicos. Pero incluso entonces, muchos de los residuos encontrarían finalmente su camino de vuelta a la atmósfera. Quizá no hubiera ninguna forma completamente segura de dominar nuestro talento para construir bombas. Quizá no hubiera ningún atajo hacia los planetas.

El aplauso que rubricó la sombría conclusión de Dyson fue prolongado. Hizo una ligera inclinación hacia su auditorio, y sonrió con ojos tristes.

Gordon dio el último coloquio del año. El público era incluso más numeroso que el de Dyson la semana antes, y más ruidoso. Gordon abrió su exposición con detalles del experimento, la historia del campo, diapositivas de las líneas normales de resonancia. Había compilado todos los resultados convencionales de Cooper hasta la fecha, y mostró como éstos confirmaban la teoría habitual. Fue una discusión satisfactoria pero relativamente carente de excitación. Gordon había decidido dejar el asunto así… ninguna referencia a los mensajes, ningún riesgo. Pero algo le hizo interrumpir en seco la sucesión de diapositivas. Murmuró:

—Sin embargo, hay algunos rasgos muy poco usuales en el ruido observado en nuestro trabajo… —Y ahí estaba ya, describiendo las interrupciones de las curvas de resonancia de Cooper, sus sospechas de que había un esquema definido bajo aquel ruido de fondo, luego la primera decodificación. Gordon utilizó el proyector de diapositivas, deslizando los rectángulos transparentes de modo que aparecieran a la vista de todos mientras hablaba, al tiempo que sus frases se hacían más rápidas, las palabras más secas, y su voz adquiría un cierto impulso. Mostró la descomposición del primer mensaje. Discutió las posibilidades de que un mensaje como aquél pudiera ser una casualidad, un accidente. De la atestada sala brotó entonces un murmullo sostenido. Describió sus esfuerzos por intentar descubrir una fuente local del ruido, su fracaso, y luego el segundo mensaje, Gordon no hizo mención de Saul y de la rejilla de 29 por 53; simplemente ofreció los datos. Las coordenadas AR 18 5 36 DEC 30 29.2 llenaron toda una diapositiva. Sólo entonces mencionó Gordon la «resonancia espontánea», concediéndole a Isaac Lakin todo el crédito por el término y la idea. Mantuvo su rostro inexpresivo y su voz suave y calmada mientras describía la «resonancia espontánea», daba las probabilidades estadísticas de que un efecto como aquél fuera consecuencia de un ruido al azar, y dejó las líneas repetidas de AR 18 5 36 DEC 30 29.2 en el proyector de diapositivas como mudo testimonio. Con tonos secos y precisos habló de sus reticencias hacia las señales procedentes del exterior, de las fluctuaciones de la «resonancia espontánea»— ahora utilizaba el término entre comillas, haciendo una pausa antes y después de las palabras como para rodearlas de una distinción verbal, al tiempo que sonreía muy ligeramente—, y caminó arriba y abajo delante de las pizarras, intentando recordar la actitud comedida de Dyson, la cabeza ligeramente inclinada.

La voz brotó de entre el público. Antes de que hubiera terminado la primera frase, la mayoría de las cabezas se habían vuelto para ver quién hablaba. Era Freeman Dyson.

—Supongo que se da cuenta usted de que Saul Shriffer ha organizado un buen follón con todo eso. Lo de la 99 de Hércules.

—Oh, sí —dijo Gordon, sorprendido. No había visto a Dyson entre el público—. Yo… yo no le autoricé…

—Y que nadie en la 99 de Hércules tiene ninguna posibilidad de responder todavía a nuestras estaciones comerciales de radio. Están demasiado lejos.

—Bueno, sí.

—De modo que, si se trata de un mensaje procedente de allí, tienen que estar utilizando un medio de comunicación más rápido que la luz.

La audiencia guardó silencio.

—Sí. —Gordon vaciló. ¿Debería apoyar la idea de Saul? ¿O mantenerse en su lugar? Dyson agitó la cabeza.

—La semana pasada hablé acerca de un sueño. Es bueno soñar… pero hay que asegurarse de despertar luego.

Una oleada de risas brotó de la multitud y cayó sobre Gordon.

Retrocedió dos pasos, casi sin darse cuenta. El propio Dyson pareció sorprendido por la reacción, y luego sonrió allá en su posición en medio del auditorio en forma de cuenco, su rostro ablandándose mientras contemplaba a Gordon, como si deseara eliminar el mordiente de su observación. Alrededor de Dyson, algunos estaban palmeándose las rodillas y echándose hacia delante y hacia atrás en sus sillas, como si algo hubiera liberado en ellos una tensión y ahora, a una señal de Dyson, estuvieran seguros de cómo reaccionar.

—No me propongo… —empezó Gordon, pero fue ahogado por las constantes risas—. Yo no… —Vio a Isaac Lakin de pie, a unas pocas sillas de distancia hacia la izquierda. Algunos ojos de entre el público se desviaron de Gordon a Lakin. Las risas murieron.

—Desearía hacer una declaración —dijo Lakin con voz potente—. Inventé la idea de la resonancia espontánea para explicar unos hechos poco usuales. Lo hice de una forma completamente honesta. Creo que está ocurriendo algo en esos experimentos. Pero todo esto del mensaje… —agitó una mano en un gesto de rechazo—. No. No. Es un absurdo. Denuncio en este mismo momento cualquier asociación de mi nombre con ello. No deseo que mi nombre aparezca mezclado con tales… tales afirmaciones. Dejemos que Bernstein y Shriffer hagan lo que quieran… yo no cooperaré con ello.

Lakin se sentó con decisión. Hubo algunos aplausos.

—No propongo decidir lo que significa todo esto —empezó Gordon. Su voz era tenue, y le costaba pronunciar las palabras. Miró a Dyson. Alguien estaba murmurándole algo a Dyson y sonriendo ampliamente. Lakin, observó Gordon, estaba sentado con los brazos cruzados ante su pecho, mirando fijamente con ojos llameantes al AR y DEC. Gordon se volvió y miró a las coordenadas que gravitaban sobre su cabeza, grandes y anchas e indiferentes—. Pero creo que hay algo aquí. —Se volvió hacia el público—. Sé que suena ridículo, pero… —El zumbido en el auditorio se mantuvo. Tosió, pero no poseía la vibrante cualidad de llamar la atención que habían tenido las retumbantes palabras de Lakin. El ruido se hizo más intenso.

—Ah, Gordon… —Se sorprendió al descubrir al director del departamento a su lado. El profesor Glyer alzó una mano hacia el público, y el murmullo cesó—. Ya sabemos rebasado el tiempo previsto, y hay programada otra conferencia en este mismo lugar. Si hay más, esto, más cuestiones, pueden ser formuladas en el café que será servido arriba, en el salón. —El director recibió unos cuantos discretos aplausos, que fueron ahogados por un murmullo de voces mientras el público se levantaba para salir. Alguien pasó cerca de Gordon, diciéndole a su compañero.

—Bueno, quizá Cronkite lo crea, pero… —Y el compañero se echó a reír. Gordon se quedó inmóvil con la espalda apoyada contra la pizarra, observándoles marcharse. Nadie subió a hacerle ninguna pregunta. En torno a Lakin se había formado un núcleo de gente murmurante.

Dyson apareció al lado de Gordon.

—Lamento que las cosas hayan ido de este modo —dijo—. No pretendía…

—Lo sé —murmuró Gordon—. Lo sé.

—Sólo que todo esto parece tan condenadamente increíble…

—Shriffer piensa… —empezó Gordon, pero decidió dejarlo correr—. ¿Qué opina usted del resto del mensaje?

—Bueno, francamente, no creo que sea un mensaje. No tiene sentido.

Gordon asintió.

—Esto, la prensa no le ha ayudado mucho precisamente, supongo que ya se habrá dado cuenta.

Gordon asintió.

—Bueno, iremos a tomar un poco de café, entonces. —Dyson se despidió con una incómoda inclinación de cabeza y se mezcló con la gente que salía. El coloquio se había trasladado al café con pastas que se había preparado escaleras arriba, y Gordon sintió que la tensión desaparecía de él, para ser reemplazada por el familiar sopor del final del día. Mientras recogía sus diapositivas, sus manos temblaban. Debería hacer más ejercido, pensó. Estoy en baja forma. Bruscamente, decidió saltarse la hora del café. Al infierno con todos ellos. Al infierno con aquel maldito hatajo de estúpidos.

19 - 29 de mayo de 1963

El maítre d'hótel en el restaurante El Mirador dijo:

—¿Cena, señog, s'il vous plait?

—Oh, sí.

Les condujo hasta un lugar con una excelente vista sobre la ensenada de La Jolla. Las olas se desmenuzaban en una línea de espuma blanca bajo los focos.

—¿Les aggada esta mesa? —Gordon asintió, mientras Penny miraba maravillada a su alrededor. Después de que el hombre les hubo traído la enorme carta y se fue, ella dijo:

—Dios mío, ¿por qué tienen que apoyarse tanto en ese horrible acento francés?

—¿Qué tienes que decig al gespecto, queguida? ¿No te aggada ese falso acento? —dijo Gordon.

—Mi francés no es muy bueno, pero… —Se interrumpió al ver que se acercaba el camarero. Gordon se sumergió en el ritual del vino, seleccionando uno cuya marca reconoció en el grueso volumen. Cuando miró a su alrededor, vio a los Carroway sentados a una cierta distancia, riendo y pasándoselo bien. Se los señaló a Penny; ella anotó la circunstancia en su estadística. Pero no fueron hasta su mesa para comunicarles las últimas cifras. Hacía cinco días que se había producido el coloquio, y ahora Gordon se sentía incómodo en el departamento. La salida de aquella noche a El Mirador había sido sugerencia de Penny, para animarle un poco.

Alguien golpeó discretamente su brazo.

—La abgige ahoga —dijo el camarero, mostrándole la botella—. Necesita gespigag un poco.

—¿Qué? —dijo Gordon, sorprendido.

—Abgigla al aige, ya sabe… gespigag.

—Oh.

—Gesulta aconsegable. —El camarero le dirigió una sonrisa ligeramente condescendiente.

Una vez se hubo ido, Gordon dijo:

—Al menos no ha abandonado ni por un momento su sonrisa. ¿Acaso todos los restaurantes de categoría de por aquí son como éste?

Penny se alzó de hombros.

—Aquí no poseemos la vieja cultura mundana de Nueva York. Pero habrás observado que tampoco nadie nos ha atacado con una navaja.

Normalmente, Gordon hubiera eludido la conversación de cómo-están-las-cosas-en-Nueva-York, pero esta vez murmuró:

—No krechtz acerca de lo que no conoces. —Y, sin darse cuenta, estaba hablando ya de los días después de que se fuera de casa de sus padres y empezara a vivir en un diminuto apartamento, estudiando intensamente y sintiendo realmente por primera vez la ciudad a su alrededor, respirándola. Su madre había encargado al tío Herb que cuidara de él de tanto en tanto, puesto que al fin y al cabo estaban viviendo en la misma vecindad. El tío Herb era un hombre delgado y emprendedor que siempre estaba metiéndose en nuevos negocios en el mundo de la confección. Mostraba un desdén de hombre práctico hacia la física. «¿Cuánto te pagan?», decía bruscamente, en medio de una discusión sobre cualquier otro asunto. «Lo suficiente, si me administro». El rostro de su tío se crispaba mientras sopesaba aquella respuesta, e inevitablemente decía: «¿Te dan toda la física que puedas comer, y más?», y le daba una palmada en el muslo. Pero no era un ignorante. Utilizar su inteligencia para calcular los descuentos o valorar la comerciabilidad de una partida de suéteres de cuello vuelto… se necesitaba ser listo. Había convertido su único hobby también en un negocio. Todos los sábados y los domingos tomaba el metro hasta Washington Park Square para conseguir un asiento en una de las mesas de ajedrez de cemento cerca de las calles McDougal y Cuarta Oeste. Era un jugador profesional de ajedrez de fin de semana. Por un cuarto de dólar jugaba una partida contra quien se presentara, consiguiendo a veces incluso dos dólares en una hora. Al anochecer cambiaba de mesa para conseguir una cerca de una farola. En invierno jugaba en uno de los cafés del Village, sorbiendo café tibio con un audible ruido haciéndolo durar para que sus gastos no fueran demasiado elevados. Su único truco era hacer creer a sus oponentes que eran mejores que él. Puesto que cualquier jugador de ajedrez lo suficientemente mayor como para tener un cuarto de dólar que gastar en el juego era inevitablemente un caso avanzado de egolatría ajedrecística, eso no resultaba difícil. El tío Herb los llamaba «potzers»… jugadores tan malos como creídos de sí mismos. Su forma de jugar tampoco era una maravilla. Estratégicamente era débil, pero era brillante en desplegar trampas destinadas a cazar a los potzers que veían en ellas una insospechada abertura para conseguir un rápido jaque mate. Las trampas le proporcionaban rápidas victorias, a fin de maximizar su rendimiento por hora. La visión del mundo del tío Herb era simple: los potzers o tontos, y los mensch o listos. Él, por supuesto, era un mensch.

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