Cronopaisaje (24 page)

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Authors: Gregory Benford

Tags: #Ciencia Ficción

—Sólo estamos divirtiéndonos, hombre, Antes, ya sabes, de que se nos caiga el techo encima.

—Me parece que las cosas andan bien.

—Oh, bueno, pues no. Vete a dar una vuelta por ahí, con el culo lleno de barro, y te darás cuenta. Los chinos están mordisqueándonos por todos lados. Cuba ocupa los titulares de los periódicos, pero donde están pasando realmente las cosas es ahí abajo.

—Terminó su vino, se sirvió otro vaso.

—Entiendo —dijo Gordon, muy rígido.

—Cliff —dijo Penny alegremente—, cuéntale la historia del conejo muerto en la clase de la señora Hoskins. Gordon, Cliff tomó…

—Mira, hombre —dijo Cliff lentamente, escrutando a Gordon como si fuera corto de vista y agitando erráticamente un dedo en el aire—, tú no…

Sonó el teléfono.

Gordon se levantó agradecido y fue a contestar. Cliff empezó a murmurar algo a Penny en voz baja mientras Gordon abandonaba la habitación, pero no pudo oír lo que decía.

Apoyó el receptor en su oído y, entre la estática, oyó la voz de su madre:

—¿Gordon? ¿Eres tú?

—Oh, sí. —Miró hacia la sala de estar y bajó la voz—. ¿Dónde estás?

—En casa, en la Segunda Avenida. ¿Dónde debería estar?

—Bueno… sólo me preguntaba…

—¿Si estaba de vuelta en California, para verte? —dijo su madre, con una irritante perspicacia.

—No, no. —Hizo una pausa de una fracción de segundo acerca de si llamarla mamá, no sintiendo de pronto el menor deseo de hacerlo, con el fuerzas especiales Cliff pudiendo oírlo—. Estás equivocada, no pensaba en eso en absoluto.

—¿Está ella contigo? —La voz gorjeó, ascendiendo y descendiendo, como si la conexión estuviera fallando.

—Por supuesto. Por supuesto que está aquí. ¿Qué es lo que esperabas?

—Quién sabe qué esperar en estos días, hijo mío. Cada vez que ella lo llamaba «hijo mío», sabía que se estaba preparando un sermón.

—No deberías haberte ido de aquel modo. Sin una palabra.

—Lo sé, lo sé. —Su voz se debilitó de nuevo—. Mi prima Hazel dijo que cometí un error haciéndolo.

—Teníamos cosas que hacer, lugares donde habíamos planeado llevarte —mintió él.

—Estaba tan… —no pudo terminar la frase.

—Hubiéramos podido hablar de… cosas. Ya sabes.

—Lo haremos. No me siento demasiado bien ahora, pero espero poder ir de nuevo dentro de poco.

—¿No te sientes demasiado bien? ¿Qué quieres decir, mamá, con no demasiado bien?

—Un poco de pleuresía, no es nada. He tenido que gastarme bastante dinero en un doctor y algunas pruebas. Pero ahora todo está bien.

—Oh, estupendo. Pero cuídate.

—No es peor que esa inflamación de garganta que tuviste tú, ¿recuerdas? Conozco estas cosas, Gordon. Tu hermana vino a cenar anoche, y estuvimos recordando como…

—Y siguió con su habitual tono de voz, relatando los acontecimientos de la semana, incluyendo el retorno al hogar de la hermana pródiga, la sopa de col y el kugel y el flanken y la lengua con la famosa salsa de uva húngara, todo ello para una cena. Y después, ellas dos yendo al «teatro», a ver el Lutero de Osborne (¡una crítica tan grande acerca de tantas cosas!). Nunca había permitido que su padre y ella fueran a la ciudad a gastarse su buen dinero tan difícilmente ganado en esas cosas, pero ahora el proceso de reclamar a sus hijos justificaba tales pequeños lujos. Él sonrió afectuosamente, escuchando el fluir de las palabras de otra vida más vieja a cinco mil kilómetros de distancia, y se preguntó si Philip Roth habría oído hablar de Laos.

En su cabeza se formaba la imagen de ella al otro lado de la larga línea de cobre, su mano al principio aferrada con los nudillos blancos al auricular. A medida que su voz se iba suavizando pudo sentir relajarse aquella mano, los nudillos recuperar parte de su color. Se sentía bien cuando finalizó la llamada. Colgó el pesado auricular negro en su horquilla de la pared, y sólo entonces reconoció el ahogado jadear de unos sollozos contenidos procedentes de la sala de estar.

Penny estaba sentada en el diván al lado de Cliff, abrazándole, mientras él sollozaba por entre sus manos unidas sobre su rostro.

—No, tú no entiendes… Estábamos cruzando ese arrozal, siguiendo a una banda del Pathet Lao desde el Vietnam hasta donde sabíamos que estaban operando, por los alrededores de la Llanura de los Choques. Estábamos con ese pelotón de asnos del ejército regular vietnamita, yo y Bernie… Bernie, el de nuestra clase, Penny… y aquellos cerdos empezaron a disparar directamente contra nosotros, y la cabeza de Bernie se sacudió hacia atrás… cayó sentado en el barro y su casco cayó entre sus manos, y él quiso tocarse el rostro, y empezó a coger algo que había dentro de su casco, y entonces cayó de lado. Yo estaba inmediatamente detrás de él con el fuego de aquellos cerdos cayéndonos directamente encima. Me arrastré hacia él, y el agua tenía un color rosado a todo su alrededor, y fue entonces cuando lo supe. Miré en el casco y lo que él había estado intentando coger era parte de su cráneo, con el cuero cabelludo aún pegado a él, el tiro había destrozado su mandíbula pero había seguido su camino hasta el cerebro. —Cliff estaba hablando ahora más claramente, lanzando enormes suspiros mientras sus palabras brotaban vacilantes, y clavaba sus ojos en las palmas de sus manos. Penny lo mantenía abrazado y murmuraba algo. Pasó un brazo por encima de sus anchos hombros y le besó en la mejilla con un gesto vago y resignado. Gordon comprendió, con una repentina y crispante conmoción, que ella se había acostado con él en algún momento allá en aquellos dorados años escolares. Había una vieja intimidad entre ellos.

Cliff alzó la vista y vio a Gordon. Se envaró ligeramente y luego agitó la cabeza, murmurando algo incorrecto. Suspiró.

—Entonces empezó la maldita lluvia —dijo con voz clara, como si decidiera seguir hasta el final y contar el resto sin importarle quién estuviera allí escuchando—. No podían enviarnos helicópteros. Esos cagones de pilotos vietnamitas no se atrevían a acudir bajo fuego. Estábamos atrapados en aquella pequeña tumba de bambú donde nos habíamos refugiado. El Pathet Eao y los congs nos habían rodeado en aquel agujero. Yo y Bernie éramos asesores, no se suponía que diéramos órdenes, nos habían puesto en aquel pelotón porque no se suponía que pudiéramos entrar en contacto con el enemigo. Todo el mundo pensaba que, con la estación de las lluvias encima, el enemigo iba a replegarse.

Agarró el garrafón de Brookside y se echó otro vaso. Penny permanecía sentada a su lado, las manos dobladas tímidamente sobre su regazo, los ojos húmedos. Gordon se dio cuenta de que él estaba de pie envarado, a medio camino entre la cocina y la sala de estar, los brazos rígidos. Se obligó a sí mismo a sentarse en la mecedora bostoniana.

Cliff bebió la mitad de su vaso y se frotó los ojos con la manga, suspirando. La emoción iba menguando en él, siendo sustituida por una creciente fatiga que se traducía en la lentitud en que sus palabras brotaban de su boca, como vaciando pequeñas gotas de emoción a medida que emergían.

—El jefe de aquel pelotón del ejército regular vietnamita fue espasmódicamente hacia mí. No sabía qué hacer, quería escapar de allí durante la noche. La bruma se estaba aposentando sobre los arrozales. Quería que yo saliera de reconocimiento con diez vietnamitas. Lo hice, con esos tipos pequeñitos llevando sus M-1 y cagados de miedo. Apenas habíamos recorrido un centenar de metros cuando el tipo que iba en cabeza se metió de lleno en una de esas trampas de espinos. Empezó a gritar, y esos cerdos no tardaron ni un segundo en disparar, y tuvimos que volver a los bambúes arrastrándonos.

Cliff se reclinó en el diván y, casualmente, pasó un brazo en torno a Penny, mientras miraba el garrafón de Brookside.

—La lluvia hace crecer hongos en tus calcetines. Tus pies se ponen todos blancos. Yo intenté dormir con todo aquello, con los pies tan fríos que parece que no los tengas. Y me desperté con una sanguijuela en mi lengua. —Permaneció sentado en silencio un momento.

Penny abrió la boca, pero no dijo nada. Gordon se dio cuenta de que estaba meciéndose con demasiada energía, y conscientemente redujo el ritmo.

—Al principio pensé que sería una hoja o algo así. No podía sacármela. Uno de los vietnamitas me hizo echarme al suelo… yo estaba corriendo dando vueltas, gritando. El jefe de aquel pelotón de imbéciles pensó que habíamos sido infiltrados. Finalmente me pusieron grasa para las botas en la lengua y aguardé tendido allí en el barro hasta que finalmente pudieron arrancarme aquella sanguijuela de mi boca, una pequeña cosa lanuda. Durante todo el día siguiente no dejé de tener sabor a crema de calzado en mi boca, y constantemente tenía ganas de vomitar. El batallón de auxilio llegó finalmente, y echó a los congs al mediodía. —Miró a Gordon—. Hasta que volví a la base no volví a pensar en Bernie.

Cliff se quedó hasta tarde, y sus historias acerca de su asesoramiento al ejército regular vietnamita fueron haciéndose más nostálgicas a medida que bebía más y más del dulzón vino. Penny permanecía sentada sobre sus piernas en el diván, un brazo apoyado sobre el respaldo, y asintiendo ocasionalmente con la cabeza, con una mirada distante en su rostro. Gordon hacía escuetas preguntas, asentía, murmuraba aprobadoramente a las historias de Cliff, sin escucharlas realmente, observando a Penny. Cuando se iba, Cliff se volvió repentinamente alegre, tambaleándose un poco a causa del vino, el rostro enrojecido y ligeramente sudoroso. Se inclinó hacía Gordon, alzó un dedo con un guiño de complicidad, y dijo:

—«Lleve al prisionero a la más profunda mazmorra». —Su voz tenía un tono condescendiente.

Gordon frunció el ceño, desconcertado, seguro de que el vino había nublado el cerebro del hombre.

—Es una Tom Swiftie —indicó Penny.

—¿Una qué? —gruñó Gordon. Cliff asintió con la cabeza.

—Oh, bueno, un chiste. Un retruécano —respondió ella, implorando con los ojos a Gordon que lo dejara correr, que permitiera que la velada terminara con una nota alegre—. Se supone que debes contestar con algo mejor.

—Oh… —Gordon se sintió incómodo; enrojeció ligeramente—. No puedo…

—Es mi turno. —Penny palmeó el hombro de Cliff, en parte como para ayudarle a mantener el equilibrio—. ¿Qué te parece: «Aprendí un montón de cosas sobre las mujeres en París, dijo Tot indiferentemente?».

Cliff lanzó una risotada, le dio una amistosa palmada en las posaderas a Penny, y se dirigió tambaleante hacia la puerta.

—Puedes quedarte con el vino que queda, Gordie —dijo Penn; lo siguió afuera. Gordon se apoyó en el marco de la puerta. A la débil luz amarillenta de la lámpara de fuera, vio que ella le daba un beso de despedida. Cliff sonrió y desapareció.

Echó el garrafón de Brookside a la basura, y lavó los vasos. Penny enrolló la abertura de la bolsa de patatas fritas. Gordon dijo:

—A partir de ahora no quiero que traigas aquí a ningún otro de tus viejos amigos. Ella se volvió hacia él, los ojos muy abiertos.

—¿Qué?

—Has oído lo que he dicho.

—¿Por qué?

—No me gusta.

—Oh. ¿Y porqué no te gusta?

—Ahora tú estás conmigo. No deseo que te vayas con nadie.

—Cristo, no me estoy «yendo» con Cliff. Quiero decir, él simplemente se presentó. No lo había visto desde hacía años.

—No tenías porqué besarle tanto.

Ella hizo girar sus ojos.

—Oh, Dios.

Él enrojeció y de pronto se sintió inseguro de sí mismo. ¿Cuánto había bebido? No, no demasiado, no podía ser eso.

—Lo digo en serio. Quiero decir que no me gustan esas cosas. Va a hacerse una idea equivocada del asunto. Tú hablando de vuestros viejos días escolares, con tus brazos en torno a su cuello…

—Jesús, «va a hacerse una idea equivocada». Esa es una frase típica de último curso. No has conseguido librarte de ella, ¿eh, Gordon?

—Tú le llevabas a ello.

—Una mierda le llevaba. Ese hombre es como si fuera un herido de guerra, Gordon. Estaba dándole ánimos. Escuchándole. Desde el momento en que llamó a la puerta supe que llevaba algo dentro, algo que esos tipos triunfalistas del ejército no habían conseguido sacarle. Casi murió allí, Gordon. Y Bernie, su mejor amigo…

—Está bien, está bien. Pero sigue sin gustarme. —Había perdido su primitivo impulso, y se estaba aferrando a cualquier forma de probar su argumentación. ¿Pero cuál era esa argumentación? Se había sentido amenazado por Cliff desde el momento mismo en que lo vio. Si su madre hubiera sido capaz de ver a través de aquel teléfono, hubiera sabido muy bien qué nombre darle a la forma en que se estaba comportando Penny. Hubiera…

Interrumpió sus pensamientos, evitando el hostil y rígido rostro de Penny, y miró al garrafón de Brookside allá en la basura, aguardando solitariamente su destrucción, no usado por completo. Había visto a Penny y a Cliff con los ojos de su madre, la huella que Nueva York había dejado en él, y sabía que había perdido la auténtica argumentación. Aquella charla sobre la guerra lo había desequilibrado, inseguro de cómo reaccionar, y ahora, de una forma extraña, le estaba echando toda la culpa a Penny.

—Mira —empezó—. Lo siento, yo… —adelantó las manos la mitad del camino que los separaba, y luego las dejó caer—. Voy a salir a dar una vuelta.

Penny se alzó de hombros. Él pasó por su lado y salió.

Fuera, en el frío aire lleno de salitre, la neblina se enroscaba en las copas de los viejos robles. Caminó a través de aquella La Jolla nocturna, con el rostro convertido en una brillante pantalla de repentino sudor.

Dos manzanas más allá, en el Fern Glen, una figura surgiendo de una casa lo distrajo por un momento del revoltijo de sus pensamientos. Era Lakin. El hombre miró a uno y otro lado, pareció satisfecho, y se metió rápidamente en su Austin-Healey. En la casa que había abandonado Lakin, unas persianas venecianas aletearon ligeramente en una ventana, silueteando momentáneamente el cuerpo, de una mujer a la luz que se filtraba desde detrás de ella. Gordon reconoció el lugar; allá era donde vivían dos mujeres que estaban en el último año de ciencias humanas. Sonrió para sí mismo mientras el Healey de Lakin se alejaba. De alguna forma, aquella pequeña evidencia de fragilidad humana lo alegró.

Dio un largo paseo, pasando por delante de cerradas casitas de verano con amarillentos periódicos abandonados en los escalones que conducían a su puerta principal, pasando ocasionalmente ante casas más grandes con luces en sus ventanas. Cliff y Laos y el sentido de las palabras de Cliff respecto a las cosas reales e importantes, lodosas y repulsivas… todos aquellos pensamientos se mezclaban en su cabeza, confundiéndose en la remolineante neblina con Penny y su distante e inevitable madre. La física experimental parecía un juguete, no mejor que un crucigrama, ante esas cosas. Una distante guerra podía cruzar todo un océano y venir a estrellarse en su orilla. Pensó confusamente en el embarcadero Scrips, que se proyectaba más abajo del campus, y que era utilizado como muelle de carga para hombres y tanques y municiones. Pero luego se rió de si mismo, seguro de que la bebida estaba empezando a nublar su mente. A su alrededor el tranquilo refugio que era La Jolla no podía ser amenazado por una pandilla de tipos pequeñitos que iban de un lado para otro con sus pijamas negros, intentando derribar el gobierno de Diem. Aquello no tenía ningún maldito sentido.

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