Authors: Mario Benedetti
Ahora la oficina está un poco agitada. Todos creen saber algo. Aunque hablan del próximo paro del transporte, todos creen saber algo. Lo del paro es el recurso a que se echa mano cuando viene Gálvez, cuando se acerca Ayolas. Lo del paro es un tema de urgencia para cuando no se habla de Gálvez o de Ayolas. Los expedientes llegan, pero no se trabaja con los expedientes. Hay temas, hay asunto, hay comidilla. El clan moviliza sus veedores, el clan formula sus teorías, el clan divídese en varios clanes. «Gálvez sabe lo que hace.» «Ayolas cayó en desgracia.» «Es un inadaptado.» «Gálvez tiene la sartén por el mango.» «Al otro no lo cazan así nomás.» «¿Será a causa de Celeste?» Ellos están suaves con Ayolas. No quieren comprometerse. No le discuten. Él dice «Soy otro». Y lo es. (Dos noches con Celeste.) Frente al escritorio verde, frente al escritorio verde percibe, se siente cercado por el sonido y el olor de anteayer, cuando Gálvez quiso hablarle sereno, en el despacho, quiso serenamente entrar en su papel de cínico de afición, y por eso mismo tanto más admirable. Y le dijo: «¿Qué tal va eso, Ayolas? ¿Cómo van esas conquistas? A su edad —¡qué carajo!—, a su edad yo solía ...» Pero no solía porque "vez no tuvo jamás la edad de Jorge, porque no tuvo nunca el pudor de la edad de Jorge Ayolas. «A su edad, yo solía atraer a las mujercitas —las buenas inclusive— como la miel sus moscas. A su edad... (... el cajón cerrado, sin pasar la llave ... ). Ahora me he tranquilizado. Soy un hombre de hogar.» (Dos noches con Celeste.) El periodista y el contador habían sonreído, habían hallado a Jorge realmente cómico en su papel de callado dueño de Celeste, habían recogido íntegramente la abultada ironía del jefe.
Jorge Ayolas está nuevamente en el despacho. Solo. «Soy otro», dice. Y lo es. Uno puede pensar fríamente. Uno puede pensar fríamente en todo esto. Hay dos hechos. El hecho Gálvez y el hecho Celeste. Aunque le afecte, el hecho Celeste puede quedar así. Ella seguirá trabajando en la Oficina. Acaso Gálvez la traslade a su despacho y a él lo mande al Archivo. Ella resultó sincera en su hipocresía. Uno sólo puede culparse a sí mismo. Basta. El hecho Gálvez no le afecta. Lo ve con serenidad. Sin duda, es un brote epidémico. No le odia, sin embargo. ¿Por qué va a odiarle? ¿Porque pasó dos noches con Celeste? No, por cierto. ¿Porque anteayer se burló de él frente a los adulones? No, por cierto. El burlado fue Gálvez. Ayer Jorge no vino, para pensarlo mejor. Ayer lo pensó bien. Hoy lo sabe. «¿No ha escrito usted nunca una carta sin la intención de mandarla, y la ha puesto en un sobre sin la intención de mandarla, y ha salido con ella... todavía sin el propósito de enviarla, y entonces ...» Ahora es la voz de Gálvez, del hombre alto, calvo y afeitado, con un enorme vientre desafiante y las piernas firmes, un poco separadas. (Dos noches con Celeste.) Escasamente a un metro de su mano, a medio metro quizá, está el cajón sin llave. Está el cajón sin llave. Está el revólver. Uno piensa en lo que uno pensó, en lo que uno pensaba. Que la religión puede ser útil y perjudicial, según el temperamento de cada uno. Que la religión es útil cuando no puede hallarse la conciencia, cuando es un sucedáneo de la conciencia. Esto... abrir el cajón... esto Esto ESTO ¿es la conciencia? ("vez.) ¿Hay Dios? (Cayó.) ¿Es la conciencia? (Cayó de espaldas.) ¿Hay Dios? ( ... «y entonces ha oído cómo caía en el buzón»)... ¿Es la conciencia? (Sangra. Naturalmente, sangra.) ¿Dios? (Las piernas no están ya firmes ni separadas.) ¿La conciencia? (Bueno.) ¿Dios? (Bueno, está hecho.) ¿La conciencia? (El pudor. Sí. El pudor.)
Entran. Ya entran. Son todos ellos. Menéndez, el primero. Tiene una teoría sobre... Ella está también. Son veinte. Treinta. Ella está también... Ella. Celeste. Mueve los labios. Pero él lo sabe. Ella dijo: «Asesino.» Ella pensó: «Asesino.» Mejor. Algo menos para que uno rumie. Algo menos para que uno extrañe. Algo menos, sin duda... Mejor. Así nadie se da cuenta que uno está llorando, que uno no se da cuenta que uno está llorando.
«Soy otro», dice. Pero no lo es.
(1947)
Yo vivía relativamente cómodo, acaso porque no se me había ocurrido creer en Dios. Ahora sé que muy pocos están en condiciones de aceptar esto que de tan sencillo es casi estúpido. Los más se imaginan que cada uno tiene la obligación de nacer con su pequeño dios. También se tiene el deber de nacer de cabeza y sin embargo siempre hay algún díscolo que nace de trasero.
Entonces no me gustaba enfrentarme a ciertos problemas ni tampoco tenía necesidad de hacerlo. No discutía el prestigio de la muerte y sentía por ella un miedo insignificante, sin escolta de libros, solitario. Después supe que mi miedo privado era sólo una variante del terror general. Y ésta fue la primera vergüenza de mi vida: que los otros usaran el mismo miedo que yo. Algo así como la rabia inexplicable que nos acomete cuando vemos a otro individuo con nuestros calcetines, con nuestros lunares o con nuestra calva.
Gracias a la muerte se liquidaba la aventura y era preciso renunciar definitivamente a los espejos, a los amaneceres, a la sed; retroceder hasta caer de espaldas, con todo el peso de la vida en las sienes, sin cuerpo, sin tacto, sin luz. Naturalmente, desaparecer así me llenaba de asco. Pero era un asco mórbido, que al fin de cuentas resultaba una invención, una especie de tanteo, casi una profecía particular.
A los treinta años yo era un tipo mediocre. Había fracasado como corredor de seguros, como periodista, como amante, creo que como hijo. De estos cuatro fiascos sólo llegó a preocuparme el primero. En realidad pensaba que mi vocación podía ser ésa: asegurar, es decir, hacer que los otros se aseguraran. Por otra parte, me encantaba —tal vez me encantaría aún— hallar a una persona verdaderamente segura. Para mí era un espectáculo tan absurdo ver a un pobre hombre tomando sus prudentes y espléndidas medidas para que su muerte beneficiase a alguien, que no podía evitar la risa, una risa increíblemente generosa y sin burla. Pero ¿qué medidas? Pero ¿medidas en dónde, hasta cuándo, en nombre de quién? Cuando uno adquiere la costumbre de la muerte, se habitúa también a que el futuro carezca de sentido, de posibilidad, hasta de espacio. ¿Acaso pueden tener significado una esposa o unos hijos cobrando el precio de algo que no existe? Por eso fracasé. Los presuntos clientes acababan por mirarme angustiados, espiando la menor posibilidad de evasión para abandonarnos, a mí y al formulario.
No sé si hará de esto siete u ocho meses. Una tarde vino a verme Aguirre a la pensión. Cuando abrió la puerta, yo me estaba secando la cara. Recuerdo esto porque al principio me pareció que la toalla tenía olor a axila. Después me di cuenta que venía de Aguirre. Era un olor agrio, penetrante, en medio del cual, Aguirre me dijo pomposamente que había hallado un Maestro de Compasión. Yo pensé que hubiera sido mejor que hallara un desodorante. Pero él insistió y me dio un nombre: Rosales, Eduardo Rosales. Era un chileno de unos cuarenta años, con barba y con discípulos, una especie de filósofo casero. Tres veces por semana reunía en su casa a gente como Aguirre: entusiasta, supersticiosa, no muy avispada. Precisamente, por no ser Aguirre muy avispado, no entendí un cuerno de la doctrina de Rosales. Porque el tipo tenía su doctrina: algo de herencia kármica, de evolución mental, de caridad sui géneris. En resumen: una mezcolanza inofensiva de teosofía y rosacrucismo.
Aguirre quería que yo fuese a las reuniones. Me sorprendí pensando que no estaría mal; un rato después, diciéndole que sí. Entonces me dedicó una mirada tan torpe como incrédula. Luego se iluminó. Le resultaba difícil admitir que me había convencido, que podría ¡por fin! llevar su neófito. Además, yo debía tener algún prestigio para él. Era, en cierto modo, un intelectual, es decir, un tipo que había escrito algún artículo para los diarios y que a veces trabajaba en traducciones.
Intenté imaginar el color de las reuniones. Viejos ex teósofos que conocerían a Blavatsky sólo de oído, algún espiritista que aún no se atrevería a proponer la aventura que aquietase algún escozor de su confortable conciencia, y mujeres, muchas mujeres esmirriadas y sin ovarios, que disfrutarían su placer supersticioso zambulléndose graciosamente en un lenguaje de meditación y esoterismo.
La realidad no alcanzó a defraudarme. Simplemente era eso. Con el complemento de algún enfermero jubilado que disfrutaba lo indecible al codearse con gente de
otra clase
, de una dama de pasado glorioso, que cumplía allí su cantada vocación de misericordia; de un jovencito casi miope, dotado de un convincente tic afirmativo que parecía representar la aceptación tácita de la modesta muchedumbre. Pero además estaba Rosales. A pesar de mi poco entusiasmo, tuve que reconocer que me impresionaba. Tenía una voz grave, sonora; quizá por eso sentí que mi pensamiento se distendía. Sin embargo, no expuso nada nuevo, es decir, presentó como nuevo lo que había dicho Krishnamurti o Eliphas Leví o el remoto Gautama. Naturalmente, yo tenía mis lecturas, pero nunca había sentido nada de esto en una voz. Quizá resulte inexplicable, pero lo cierto es que me venció sin convencerme.
Entonces supe que hacía mal en obstinarme, en ocultar mi rostro a Dios, en hundirme en el aburrimiento. Gracias a Rosales, o mejor, la voz de Rosales, un día me encontré creyendo. Hasta hallé razones para cambiar de vida. No es lo mismo una vida sin Dios que una vida con Dios. El secreto tal vez consistía en que yo lo tomaba como un juego. Rosales tenía una frase encantadoramente tonta: «Cada alma es una partícula de Dios.» Mentalmente yo jugaba a sentirme partícula, pero era notoria mi incapacidad para establecer contacto con el Todo.
Fue en una de esas reuniones que conocí a Valentina. Generalmente nos íbamos juntos y yo la acompañaba hasta su casa, un conventillo inverosímilmente limpio de la Ciudad Vieja. Ella solía decir que sólo gracias a la existencia nueva que Rosales nos descubría, podía parecerle soportable ese mezquino ambiente familiar. Yo la conformaba con un «Sí, es tremendo» o cualquier otra simpleza, a fin de que ella no interrumpiera la confidencia. Siempre que se ponía patética me tomaba del brazo, y eso a mí me gustaba. Un martes se puso más patética que de costumbre y entonces la besé. Pero el viernes siguiente Rosales habló de la concupiscencia y echó mano de tales símiles, de tales amenazas, que parecía un nuevo San Pablo amonestando a sus nuevos Gentiles. De ahí en adelante me sentí concupiscente cada vez que Valentina se ponía patética y, como no quise besarla más, ella abandonó las confidencias.
Después de eso me dio por cavilar acerca de que mi nuevo estado no era en realidad tan cómodo ni tan feliz como yo había esperado. Pensaba que de no haber sido por la arenga de Rosales, habría podido desear moderadamente a Valentina, besarla de vez en cuando y quizá algo más, exactamente como hubiera hecho con cualquier otra muchacha que me pusiera al tanto de sus infortunios. A los treinta años uno sabe que las mujeres hacen eso a fin de llevar a cabo su conquista pasiva por la vía conmovedora. Yo nunca dejé que me conmovieran, pero siempre tuve el prudente cuidado de aparentar lo contrario, de modo que tanto ellas como yo, quedáramos conformes y orgullosos.
Fuera de estas molestias, yo conseguía sobrellevar pasablemente mi fondo religioso de mediana tortura, sin que, por otra parte, pudiera acomodarlo a un dogma en particular. Sentía duramente que no podría hallarme a solas con el mundo, como isla en el tiempo, entre los confines mediatos de mi nacimiento y de mi muerte; que, por el contrario, debía ir más allá. Llegado el momento, me quitaría o me quitarían el cuerpo como una caparazón inútil y podría ingresar en otra ronda de existencia, acaso a la espera de otras caparazones. Seguro de mi vergonzosa inmortalidad e incómodo ante la prerrogativa de no ignorarla, llegaba a pensar que el secreto tal vez residiera en algo así como un desprendimiento del cepo somático. Si era egoísta con mi cuerpo, si quería a mi cuerpo, me costaría desprenderme de él, y desde el momento en que mutuamente nos necesitáramos —mi cuerpo y yo— hasta sernos el uno al otro casi indispensables, no podría abandonarlo y acaso me destruyese en su destrucción. Pero si soportaba a mi cuerpo como se sufre una costumbre, como se tolera un vicio menor, podría depositarlo en el pasado y acaso llegase también a olvidarlo.
Algo de esto le dije a Rosales en la primera oportunidad que se me presentó. Me contestó que, evidentemente, yo había aprovechado su enseñanza. Recuerdo que pensé que todo eso tenía muy poco que ver con ella, pero le dije, en cambio, que efectivamente sus palabras me habían servido de mucho. Entonces lo vi iniciar un gesto de menosprecio y obtuve la imprudente seguridad de que se trataba de un tipo increíblemente sórdido.
Lo natural hubiera sido que de inmediato me evadiera de su engranaje. Me quedé, sin embargo. No podía tolerarme a mí mismo pronunciando mentalmente —basado en un solo gesto— el juicio definitivo acerca de alguien.
Me hallaba dispuesto, pues, a investigar sus procedimientos, cuando una noche me encontré con Aguirre. Ya hacía unos dos meses que éste no aparecía por lo de Rosales. Mostrando ahora la misma exaltación con que antes lo había puesto por las nubes, me arrastró a un café y me contó todo. El chileno era sencillamente un vividor. Aguirre se había enterado, gracias a una imprevista relación, de que en Buenos Aires el
Maestro
había iniciado unas reuniones semejantes a las que organizaba aquí, para concluir fundando un Instituto Esotérico y escaparse más tarde con el fondo común. Se le acusaba además de bigamia y falsificación. Toda una alhaja, en fin. Pero había algo más. Según la versión de Aguirre, un viernes en que la reunión había estado poco concurrida (yo mismo había faltado), los escasos adeptos se habían retirado muy temprano. Aguirre, que también se había ido, volvió después a retirar un libro. Pero cuando fue a entrar en el despacho de Rosales, se halló con un espectáculo inesperado: el Maestro apretujaba a Valentina, sin mayor resistencia por parte de ella. «Usted perdone que le informe con tanta claridad», agregó Aguirre, «conozco cuáles son sus sentimientos respecto a la muchacha».
Estuve por preguntarle cuáles eran esos sentimientos, puesto que yo mismo los ignoraba, pero ya Aguirre había cerrado el paréntesis y seguía relatando el enojo con que Rosales lo había echado. «Es un demonio», concluyó, «yo estoy dispuesto a hacerle todo el mal que pueda». Inevitablemente me encontré pensando bien acerca de Rosales. Tal era la poca confianza que me inspiraba su antiguo iniciado.