Authors: Mario Benedetti
7.
«Por favor», murmuró, todavía sin odio, «acaben de vestirse». Rafael se sorprendió vigilando las oscilaciones de su propia sombra sobre las baldosas. Oyó el galope metálico del tranvía, el 10 de
y veinticinco
que le traía a casa sólo los viernes, porque los otros días debía atender la contabilidad de Vega. La radio sonaba en el comedor, entreverando las noticias de Corea con un tango arrastrado.
Aurora ensayó un viejo ademán de rebeldía. Puso la nuca rígida, los ojos duros, como botones, dirigiendo la indignación y la sorpresa al amarillento cielo raso.
«Ahora lo sabés», dijo Francisco. Estaba aún en mangas de camisa, apoyado en la estufa. Fumaba, como siempre, llevando el cigarrillo entre el índice y el anular y apretándose la boca con toda la mano mientras pitaba. «Algún día tenía que ser. » Rafael lo vio sonreír, con los dientes escondidos, cauteloso y burlón, débilmente canalla. Tenía la camisa bastante sucia, una mugre de sólo tres días, con sudores ya en reposo del lunes y del martes, secados de noche en el respaldo de la silla. Seguramente iba a mostrar la dentadura (si él lo dejaba: esto era Esencias) y estaría amarilla de huevo y tradición. Pero nada importaba. El se cepillaba los dientes tres veces al día, renovaba diariamente sus calcetines y su camisa, la ropa interior cada tres días, y sin embargo ella prefería revolcarse con el otro, que sería un mugriento, pero. «Está bien», dijo. En un rincón, desde su silla alta, Carlitos contemplaba la escena en agitado silencio. Con las manos en alto recorría aquel fondo imprevisto de seriedad, de pesada desdicha, moviendo los labios sin decir esas locas, singulares palabras que ignoraba. «Está bien. Todo tiene compostura.» «Todo menos vos», contestó Francisco, «vos sos míster Cuckold, viejo. como te puso Farías. Convencete». Claro, quería llegar a las trompadas. Sonrió y no había rastros de huevo, sino otro verde inusual, como de torta pascualina. «Vamos a salir», dijo simplemente Rafael. Luego, sacó el revólver. Le gustaba pensar: «Ahora están fritos, fritos», pero dijo: «Parece que estamos todos tranquilos; mucho mejor.» Francisco escondió la sonrisa pascualina. «Pensé que serías comprensivos, dijo. «Oh, naturalmente.» «¿Y eso?» Ero era el arma. Ya lo verás. Aurora se puso el saco sin que nadie se acercara a ayudarla. Por primera vez, Rafael la miró de lleno. Estaba rabiosa, claro, pero la vía láctea de lunares conservaba su atractivo. «Ponele el sobretodo al nene», dijo él. Pero cuando lo levantaban de la silla, Carlitos, desconcertado, empezó a vomitar.
8.
Las siete y veinte cuando tomaron el taxi. Rafael dio una dirección. Francisco respiró, aliviado. «¿Vamos de visita?», preguntó. El otro abotonó el sobretodo de Carlitos. En realidad, no pasaba nada. Rafael era consciente del carácter patético de aquel viaje. La mujer, el amante, el marido, paseando en taxi, tan comprensivos y modernos como en una buena película inglesa, mirando hacia las caras fugaces de las aceras, alternativamente verdes, rosadas, amarillas, según la temblorosa voluntad de los primeros letreros luminosos. Rafael se abandonó al recuerdo de cierto antiguo placer de estarse quieto mientras la madre lavaba calzoncillos ajenos y sacudía de vez en cuando las manos cubiertas de espuma. Acaso desde entonces había sido susceptible a la desgracia y ésta se había incorporado a su vida como un apellido, como esa cosa espeluznante que era su meñique deforme de nacimiento. Pero Rafael no distinguía ninguna revelación en esa imagen remendada de sí mismo. Estaba imaginando por el contrario qué otras cosas apremiantes e irrevocables le hubiera otorgado una vida sin Aurora, a qué exigente comunidad de deliciosas molestias se veía ahora sustraído por la despótico vulgaridad, por la insondable malicia de su mujer. Bajo esa pantomima de cornudo, de esta sencillamente frívola trampa del azar, demasiado soez cuando se tienen cuarenta años, había también una sacudida inopinadamente trágica que lo despojaba de aquellas íntimas, oblicuas ternuras en que solía posarse clandestinamente, cuando no había testigos, cuando estaba solo, cuando nada ni nadie le impedía compadecerse, despreciarse. Lo peor era eso: no precisamente la frustración del amor (hacía demasiado tiempo que rechazaba el sonsonete) ni siquiera la violenta expulsión de su aquiescente beatitud, sino la pérdida de ese último reducto de emociones ordinarias, vergonzantes, que si bien le habían permitido insistir en ciertos placeres dolorosos, por lo menos lo mantenían a una distancia respetuosa y cordial. Aunque se trataba más bien de otra cosa. Ahí estaba por fin la verdad, y con ella una promesa —desde ya, vulnerable— de una solemne liberación: el retroceso a la buena vida de soltero, las tardes de pesca en la escollera, las madrugadas por la calle, el desorden sexual, las soledades. del café, los alardes de ingenio y de machismo.
«Rafael», dijo ella. Nadie se daba cuenta de que ella lloraba. Todos estaban fríos, crueles, ensimismados. El taxi se detuvo, obligado, y el chófer maldijo, por su turno, de la lentitud de los tranvías, de las viejas que cruzan sin mirar, de la Dirección de Tránsito Público, del proyectado subterráneo, de las bocinas prepotentes. Luego pudo arrancar, pero continuó sacudiendo la enorme cabeza con su gorra sucia, pelada en la visera.
«Rafael», repitió la mujer. Pero Rafael estaba pensando que nada de aquello (la infancia, el café, las prostitutas) era recuperable, ni como presente decisivo, ni como sucedáneo de otros buenos, desmentidos recuerdos.
9.
La pobre vieja los recibió disculpándose. El olor a fritos. La cama destendida. Ella en delantal y zapatillas.
—No importa —dijo él—. Lo que voy a decirle, es mejor que lo escuche en zapatillas.
—Pero, Rafael.
—Se trata simplemente de que su hija es una puta.
Había sonado bien. Se sentía contento. Ante todo porque lo había dicho, pero también porque la vieja no sabía qué cara poner, porque Aurora y Francisco se quedaban callados, porque Carlitos le tendía los brazos a la abuela.
—No se preocupe. Francisco le explicará todo. Tendrá tiempo, porque se va a quedar aquí, con Aurora y el nene. Como yerno aficionado.
Rafael vio que el otro se le abalanzaba con el rostro descompuesto, olvidado de cierta primaria circunspección que aconsejaba la mano en el bolsillo. Pero enseguida se calmó.
—No es para tanto —dijo él—. Vamos a ver, seamos comprensivos, como dice Francisco. ¿Se quieren? Macanudo. Yo me retiro. Francisco ganará lo necesario para todos. ¿Querían saber para qué era el arma? Bueno, es para garantía. Para garantizar que Francisco no abandonará a Aurora, para garantizar que nada le faltará a Carlitos. Quiero que vaya al British School, ¿sabés, Francisco? Hoy en día es una buena defensa saber inglés. Y además, por el apellido. Los Cuckold somos una extendida, poderosa familia. Naturalmente, el día en que me entere de que no cumplís, recibirás puntualmente dos balazos. Antes no. Dos balazos en la cabeza, para mayor seguridad. De modo que no te aflijas. Si yo fuera cursi te diría que tenés tu destino en tus manos. Pero como no lo soy, simplemente te recuerdo que lo tengo en las mías.
Rafael tenía la seguridad de que estaban asombrados e inmóviles. Calmosamente, se acercó a la puerta. Aún podría alcanzar el ómnibus de
menos diez
. Entonces Aurora se le acercó.
—Aunque esta vez —balbuceó— aunque esta vez no hayas sido feliz...
Pensó que no era cierto, que en realidad había sido estúpido y feliz. No pudo sentir otra cosa que cansancio, que un rotundo, infectado cansancio. Y sólo dijo: «Otra vez será.» Ella le dio la espalda, compungido y huraña. Entonces, él quiso poner a prueba su antiguo deseo, y le miró la nuca. Ahora estaba seguro. No tenía lunares. Para su memoria, para sus manos, para su sexo, ya no tenía lunares.
(1951)
1.
A las diez de la mañana, Isabel Ríos abre un solo ojo. Enseguida lo cierra para convencerse de que duerme aún. Tuvo una madrugada embarazosa, con alcohol, boogies, guarangos y sexo. Necesita reponerse. Necesita estar bien, completamente bien para esta noche. Pero su cuerpo de veintitrés años, redondeado, tibio, fatigado, se niega a obedecer.
A las diez de la mañana, Isabel Ríos no se ha incorporado al día, vive porfiadamente en la atmósfera de ayer, oye aún las bromas indecentes de Juan Pedro, siente los manoseos del menor de los Fuentes —un niño prodigio, verdaderamente una ricura—, baila con todos, salta con todos, está en el torbellino como la mejor pieza de una máquina enloquecida, que no puede arrepentirse ni sabe detenerse.
Cuando estaban en la séptima vuelta, es decir, casi frescas, María Recalde la llevó al balcón y le dijo muy seria: «¿Te parece que hacemos bien?» La idiota. Siempre se preocupa hasta la octava copa, después goza como todas, como todas se deja besuquear, los deja propasarse. Juan Pedro lo sabe y le ofrece más: «Hay que emborrachar esos escrúpulos, mi hijita.» Pero ella no lo dice por sí misma. Piensa en los novios que le ha hecho perder a su hermana, la decente.
Isabel sabe por experiencia que si se pone a pensar de veras, inevitablemente llora. Por eso no le gusta María. ¡Como si no se hubiera decidido! Todas se han decidido alguna vez, aun la primera. Ella sabe que no existen las «engañadas», las «pobres inocentes». Así que reconoce su culpa y sigue. ¿Acaso es posible detenerse? Hubiera preferido la vida buena, claro. Pero una vez en el baile, hay que bailar. ¡Y cómo baila! Que lo digan ellos. Después de todo, ¿hubiera preferido otra existencia? El matrimonio con casita y suegra, con hijos y abortos alternativamente, le produce a la vez asco y envidia. Quién puede saberlo.
Ahora está despierta. Entre el ropero y la pared cuelga una telaraña. El vestido gris está hecho una pelota sobre la silla, pero no necesita plancharlo. Esta noche se pondrá el verde.
Eso la deja momentáneamente tranquila, pero los dedos de la mano izquierda reconocen el papel que han estrujado durante el sueño.
Usted no me conoce, no me ha visto nunca. Hace un mes que no me ha visto nunca, ni siquiera para tener el derecho de olvidarme. Usted no me ha olvidado, usted me ignora. Yo puedo seguiría, en cambio, diariamente. Sólo dos cuadras. No quiero, no quise perseguirla, penetrar en zonas que no son usted. Pero la vi hablar con su amiga y pude seguirla a ella, recibir de ella sus señas. Mañana de noche, a las once yo estaré en la esquina. Usted vendrá o no
. ¿Su amiga? Claro: Julieta. ¿A qué se meterá? Éste, naturalmente, está loco. Que se pierda la noche por él. Está chiflado. Pero qué estilo, señor. Qué telegrama. Usted vendrá o no. Menos mal que le da permiso. Claro que no. Algún vivo.
Entonces decide ordenar la jornada. Desayuno. Almuerzo y siesta con Gonella. Después, el dentista. Dios mío, el dentista. El doctor Valles. Verlo ahora como profesional. Buen chismoso el tipo. De soltero era más simpático. Pensándolo bien, hace lo menos dos años que no se acuesta con él.
2.
Isabel miró detenidamente la calva del diputado Gonella. El munífico amo la ofrecía a su contemplación, mientras intentaba liberar de su hueso el último trozo de patito asado. Era de un rosa subido, con un magnífico golfo central, y dos discretos fiordos laterales.
El diputado Gonella almorzaba con Isabel todos los miércoles, porque era el único día en que tenía libre la siesta: su mujer almorzaba con la madre, en Pueblo Soca. Se podía decir que era un tipo generoso. Isabel le había cobrado cierta despectiva afección, porque se portaba bastante bien, y, después de todo, no era demasiado exigente.
—¿Ayer hubo sesión? —preguntó ella, con un módico interés.
—Hasta las dos de la madrugada.
—Pobre Ramiro.
—Imaginate. Desde las doce hasta la una y media, un discurso de Ortega.
El mozo se acercó lentamente, puso su vieja cara de perro humilde, y balbuceó: «¿Qué postrecito traemos?» Lo exasperante era el diminutivo. Isabel prefería aquel cordobés del Hotel Carena (había ido allí con Gonella en 1949) que invariablemente, sin cambiar la cantinela, interrogaba: «Siendo el último platito de cocina, ¿qué se van a servir?»
—Dos flanes —dijo Gonella.
Nunca la consultaba. Pedía
su
menú. Ella deseaba rabiosamente un helado, alguna de esas copas en equilibrio que no terminaban de pasar frente a ella. Pero debía comer flan, como Gonella.
Sin duda pasaba algo. Gonella estaba un poco cohibido. Lo había notado desde el comienzo. Pero siempre que él llevaba algo oculto, estallaba en el postre.
—Che, pichona... —pero llegaron los flanes. Isabel estaba segura. Cuando él decía
pichona
era que había traído algún estuche.
Ella empezó a comer, despacito. Pero Gonella estaba nervioso. Su pequeño, inocente flan, desapareció al segundo bocado. Posibles candidatos: el collar de ciento veinte, la pulsera de doscientos, el anillo de doscientos treinta y cinco.
—Mirá, nena, quería decirte...
—Desembuchá.
—Sabés, con estas sesiones hasta la madrugada, uno se siente algo...
—Sí.
—Bueno, mirá, pensaba invitarte, no sé si te parece bien, a que hoy realmente durmiéramos la siesta.
3.
Gonella dormía ruidosa, apasionadamente, como si se jugara entero en esa siesta, como si se destruyese en los ronquidos. Los párpados enrojecidos le temblaban a veces y también le temblaba una zona limitada de la mejilla. Isabel no sabía qué recuerdo le traía todo aquello. Él dormía sudando, con las varicosas piernas abiertas. Bajo la rodilla derecha tenía una mancha amarilla, sin vello, repugnante. Había también un vientre relleno, estirado, que excedía los calzoncillos, y un pecho hundido, como de asmático. A Isabel le llegaba con intermitencia el aliento cálido de aquella mole, y le producía una felicidad vergonzante, insatisfecha, el solo hecho de saberse despierta, precariamente a salvo. Claro, ahora sí, el temblor de la mejilla parece el de un caballo cuando se espanta las moscas. Él se pasó el puño por la nariz, sin piedad, como intentando aplastarla para siempre, y ella se incorporó sobre un codo, con un aire huidizo, defensivo. Pero Gonella hoy no quería guerra, simplemente quería dormir la siesta. Su infidelidad conyugal de este miércoles consistía en hacer la digestión junto a su querida en lugar de hacerla junto a su mujer.
Isabel cerró los ojos y volvió a ver la carta. Quedó más bien atónita, porque la había olvidado y ahora de pronto sabía que iría. Apretó bien los ojos, obstinadamente, para verla mejor, con su letra vigorosa y abierta, como si todo lo que se podía decir, estuviera allí.
Hace un mes que no me ha visto nunca
. Gonella levantó trabajosamente una pierna con los dedos doblados hacia abajo, en un violento calambre. Luego emitió dos gruñidos sordos, como parodiando la queja que efectivamente referían.
Usted no me ha olvidado, usted me ignora
. Gonella se restregaba Curiosamente el pie, sin desprenderse de su sueño. De golpe se sintió impulsada hacia aquel
otro
que ignoraba.