Authors: Mario Benedetti
Fue después de la novena o décima meditación que me convencí de dos cosas bastante importantes. La primera, que no podía existir la muerte como nada total y absoluta. La segunda, que la única forma de saberlo era morirse. En realidad, yo pensaba que esto era un negocio redondo, porque si me moría y después resultaba que no había Nada, poco me importaba perder contra mí mismo y no estaría, por otra parte, en condiciones de lamentarlo; si, por el contrario, había Algo, no sólo ganaba sino que sabría. Y esto me resultaba más importante que todos los otros argumentos. Sabría. Yo era mucho más curioso que cobarde. Por lo tanto, decidí morir a corto plazo.
Una noche mi abuela me besó con su baba de costumbre y como esta vez yo me porté bien y no me limpié el beso con la manga, me anunció que a la mañana siguiente iríamos de nuevo a la vereda alta. Yo estaba decidido a morir y un paseo más o menos era muy poco para conmover a quien iba a emprender el más largo —o el más corto, ya se vería— de todos los viajes. Sin embargo, en ese momento se me ocurrió que no estaría mal aprovechar la vereda. Después de todo, era lo que más quería, más aún que un disco que había sido de mi padre y en el cual serruchaban la Barcarola de Offenbach, más aún que una caja de soldados de plomo sin pintar, a quienes hacía desfilar en la cocina y cuya monotonía me volvió finalmente antimilitarista.
Al otro día me desperté temprano. Lo miré todo sin melancolía. Una muerte experimental no era para llorar ni para despedirse. Antes de salir, me di el gusto de hacer la composición sobre el tema La abuela.
Salimos a las diez. Pacientemente aguanté la visita al zapatero y hasta chupé un caramelo de los usuales en lo del boticario. Así el buen hombre tendría motivo para decir después: «¡Pensar que el pobrecito se fue hoy chupando una de mis golosinas!»
La vereda alta estaba más linda que de costumbre. Como había llovido la noche anterior, el barro estaba fresco y los ladrillos rozagantes. Los muchachos de siempre jugaban abajo a la guerra de siempre. Un aro de barrica cortó el aire y aunque a mi abuela se le estremeció el moño, cayó muy lejos de nosotros.
Sin que yo se lo pidiera, ella soltó mi mano. Yo di algunos pasos preparatorios. Miré hacia abajo y me extrañé de no sentir vértigo. Después de varias miradas prolijas, elegí la piedra sobre la que pensaba caer de cabeza.
Mi abuela estaba mascullando un no sé qué aviso, cuando yo simulé un paso en falso y me tiré. Un látigo de imágenes azotó mis ojos y enseguida sentí un dolor tremendamente intenso.
Naturalmente, todo quedó en una pierna rota y un arañazo de ladrillo. Pero en aquel momento yo creía que estaba muerto. Que la muerte era algo. Que ese Algo era espantoso. Y que desde la altísima vereda hasta esa muerte mía de dolor y de barro, el odio de mi abuela llegaba en bofetadas.
(1947)
1.
La otra cabeza en la almohada. Rafael mira hacia arriba, rígido.
Cuando despierte no sabrá dónde se halla. Luego ella dirá. «Querido», y todo volverá a su cauce
. Esta horrible posición le produce cansancio en los tobillos. Anoche di . Ni pensar en moverse. Ni pensar en nada que pueda despertarla. Entonces ella empezaría con sus empalagosos mimos matinales y se acabaría la sensación de reposo, esta especie de coherente aproximación a sí mismo.
Anoche dijo: Nadie puede saberlo, nunca
. Pasa un carro del mercado. Los únicos ruidos del mundo. Los ronquidos y el carro. ¿Nadie puede saberlo? Cuatro moscas recorren los párpados de Carlitos dormido.
Vamos por partes. Ella no quiere que venga Francisco. Sin embargo
.
Tiene la boca reseca. Si le trae agua, se despierta.
Estamos mejor solos, dijo ella. Antes quería que tuviese amigos, que los trajera a almorzar
. El sobretodo quedó sobre la silla, la manga izquierda a medio sacar. El papel blanco que sale del bolsillo no es un programa de cine.
Vamos por partes. Francisco vino por primera vez el día de los ravioles. Un sábado. El martes se lo había dicho en la oficina
. No es un programa, es la cuenta de.
Me habían traído el retrato de Aurora, recién encuadrado. Los ojos desentonaban en el rostro. Como si las cejas, los labios, las mejillas, para cuyo aderezo recurría a su equipo de trampas fuesen lo único natural, la verdad del semblante, en tanto que los ojos verdaderos llegaban con retraso al conjunto, estaban en otra escala de valores, parecían lo único adulterado
. Claro, la cuenta de Ocampo. De Ocampo, que había dicho: «No hay apuro». El apuro estaba en la reticencia de los gestos.
Se lo alcancé. Mi mujer, le dije. Simpática, dijo él, tiene cara de risa. Otra vez a flote mi orgullo imbécil por la alegría de Aurora. Hago lo que puedo, pensé. Doscientos treinta pesos. Vamos por partes. Fui yo el que dije. ¿Por qué no venís el sábado a cenar?
La otra cabeza en la almohada. Se ha movido. Sí, se ha movido. Paciencia.
2.
—Querido —dijo ella. Estaba despeinada, grotesca, maloliente. Los labios resecos, anteriores a toda pintura; los ojos colgantes y legañosos.
—Querido —dijo, y estiró una mano. Rafael retrocedió cinco centímetros imperceptibles. La mano estaba allí, sobre la colcha. Movía con torpeza su rechoncho meñique, lo montaba asquerosamente sobre el anular. Luego se estiraba, abriéndose en cinco dedos tumefactos.
Yo besaba esa mano. Yo era el idiota que cerraba los ojos al besar esa mano
. Entonces aquella cosa ajena le tocó el brazo, se lo acarició. Aquella cosa blanda le recorrió el brazo como una lengua.
—Tengo la cuenta de Ocampo —dijo él para huir—. Dice que no hay apuro. Pero yo creo que se le fue la mano.
Entonces ella dijo que Ocampo siempre había sido un abusador, que ella se había dado cuenta cuando el otro aborto.
—¿Qué pasa si no pagamos?
Pero regresaba a la caricia lo más pronto posible. No importaba la cuenta. No importaba el sudor, este sudor de abril, imposible de prever.
Él estaba conscientemente ridículo con su ramo de flores. Pero a ella le cayó bien. A demás, dijo enseguida tres o cuatro chistes
.
—Supongo que no pasa nada.
La primera vez que teníamos un invitado. Carlos lloriqueó. En el postre se reía a carcajadas
.
La mano se metía bajo su camisa, se deslizaba sobre los pelos y el sudor. Un asco.
Él estaba contento de su éxito. Y yo también
. Vio la cara de ella, el borrador de su cara, sin rastros de Ocampo ni del aborto ni de nada que no fuese
me atacó un deseo imprevisto, quería besarla y apenas si podía contenerme cuando pasaba con su nuca de cuatro lunares
el deseo insoportable, completamente vacío de ternura, de luna-de-miel, de fotografías-mirándose, sólo el deseo sin voz
en la cocina le besé el pescuezo, me gritó loco, idiota, bruto
el deseo sordo, sin memoria, hundido en el presente
de noche me dijo que no le gustaban los arrumacos delante de extraños
y Rafael no tuvo otra salida que mirar el reloj y como eran sólo las seis y cuarto, cansadamente se quitó el pijama.
3.
—Buenas noches —dijo Estévez. Siempre decía «buenas noches» cuando alguien llegaba después de las ocho y cuarto.
Se podía meter sus sarcasmos en
.
—Para mañana necesito el informe —agregó.
—Ayer me dijo que era para el viernes.
—Sí. Y ahora digo que es para mañana.
Estévez era sarcástico, pero Farías era gracioso. Cuando decía
Mr. Cuckold
se ahogaba de risa y de tos. Cuckold, Hahnrei, Cocu. Farías sabía decir «cornudo» en incontables idiomas y dialectos.
—Uy, Mr. Cuckold llegó tarde.
Verdaderamente, la risa le dolía.
—Uy, llegó tarde, ¿dónde está Francisco? (Esto dicho de corrido, como si fuese una sola palabra.) ¿Dónde está Francisco? (Pero se ahogaba, irremediablemente se ahogaba. Era demasiado para él.)
Francisco no estaba
mire que jode Estévez con el bendito informe, total ¿para qué?, de cualquier modo al tipo lo van a echar siempre llegaba a las nueve un solo cheque no es un robo y el muchacho vale, dijo Estévez, claro él pone sólo el visto bueno, pero yo lo firmo
.
4.
«Señor Director: De acuerdo con su comunicación de fecha 18 del corriente, por la que se me designa para investigar la irregularidad denunciada en el movimiento de Caja y Bancos correspondiente al día 27 del pasado mes de febrero
míster Cuckold es cierto nunca lo supe pero
paso a informar a usted, lo siguiente: Al efectuarse el arqueo en la última media hora de trabajo del día 27, el subjefe señor Mieres comprobó la falta de un cheque al portador
la certeza final la certeza final en realidad desde el principio todo estuvo claro y yo no estoy desesperado solo decidiéndome
girado contra la Caja Nacional de Ahorros y Descuentos por la firma Lanza, Salgado & Cía., por un importe
hacia adónde ahora
de $ 7.625,68 (siete mil seiscientos veinticinco pesos con sesenta y ocho centésimos moneda nacional). El cajero señor Luciano Valverde se había ausentado a primera hora de la tarde con permiso del jefe señor Estévez (según consta en boleto de salida No. 18206), pero no regresó esa tarde
la cosa es saber cuándo empezó bueno eso realmente importa poco yo creo que el día de los ravioles Francisco ya le había echado el ojo y la muy yegua diciéndome no me gustan los arrumacos delante de extraños lo siento verdaderamente por Carlitos pero ya sé lo que voy a hacer ya sé lo que voy a hacer míster Cuckold primero no negar los cuernos
ni tampoco concurrió a la Oficina los días 28 y 29. (Por indicación del señor Estévez
segundo no codiciar la mujer de Francisco
no se dio intervención a la policía. A primera hora del día 28 se avisó a la Caja Nacional de Ahorros y Descuentos, pero el cheque había sido cobrado la víspera. El señor Valverde no pudo ser localizado hasta la tarde
tercero comprarme el revólver
del día 30 y en esa misma fecha, el padre del nombrado cajero restituyó a la Compañía el importe íntegro del cheque. El señor Valverde (hijo) aduce que el día 27 no pudo volver a la Oficina por hallarse indispuesto, y, al parecer, siempre de acuerdo a sus declaraciones, dicha indisposición continúa pues no ha vuelto a la Oficina. Para mejor comprensión de la incidencia por parte del señor Director, el suscrito deja constancia que el señor Valverde padre, al ser interrogado sobre el proceder de su hijo, manifestó textualmente: "Siempre ha sido una porquería. Hagan con él lo que quieran. Si prefieren mandarlo a la cárcel mejor. Lo que es a mí, me tiene lleno." El suscrito comparte este criterio. Sin otro particular, saluda al señor Director con la mayor consideración y estima. Rafael Arias. Oficial Primero.»
5.
Aquella angustiada muchedumbre no tenía voces. Sólo el mozo pedía express, cortados, añejas. Los demás repasaban por centésima vez con el pedazo de diario en la mano, su rodoblona del que podía ganar en la tercera con el lance de la séptima. Pero Rafael seguía haciendo infantiles cabezas de gatos sobre la copia del informe que había leído al otro.
«Yo también podría razonar acerca de esto», respondió Valverde, «después de todo, no es tan difícil. Pero no me interesa razonar. Usted cree haber cumplido consigo mismo, acusándome. Bien, viejo. Yo, en cambio, creo haber cumplido conigo mismo sustrayendo ese cheque. Usted puede sermonearme, puede identificar mi reacción como un viejo resentimiento contra la sociedad. Y tendrá razón. He sido cómplice de tantas caridades, he pretendido borrar con el codo, sin que ni por asomo se debilitara mi conciencia, tantas miserias clandestinas, he contribuido tan eficazmente a la desigualdad, al odio, a la vergüenza, que me siento, bah, me sentía comprendido en un engaño solidario del que sólo podía rescatarme por un acto absurdo. Mi error estuvo en no lograr la absurdidad total. Para ello debería haber matado a alguien, o por lo menos haberme eliminado sin piedad. Pero la desdichada herencia de mi vida anterior, con su malsano culto de la emulación, con su aprendida renuncia a todo positivo desorden y sus virtudes agotadoras y anestésicas, me adelantó una impresión de desastre acerca de lo que tal vez hubiera sido, ¿no lo cree así?, mi única salvación. En realidad, creo que debo confesárselo, pensaba eliminarlo a usted y después matarme. Usted era un buen pretexto, una tarea que hubiera acometido con gusto. Precisamente el obstáculo fue que yo le tuviese antipatía, pues ello transformaba mi acto libre en un desahogo apasionado. Por otra parte, ¿comprende qué poca cosa hubiera sido nuestra desaparición? Infortunadamente, ahora pasó la euforia. Me quedé a mitad de camino. Iba a matar y sólo robé. Sin embargo, lo esencial para mí era salir del atascadero, comprender efectivamente qué me acontecía. Y eso lo he logrado. Es cierto que con su informe empezará el proceso de mi destitución. Me iniciarán sumario pero todavía cobraré mi sueldo por un año o dos. Mientras tanto, acaso vuelva la euforia y me suicide.»
«Oiga, Valverde», dijo Rafael al concluir las primeras ciento veinte cabezas de gato, «¿alguna vez su mujer le puso cuernos? ».
6.
A las tres Rafael pidió autorización para salir. No estaba desesperado, ni siquiera triste. Primero fue al café. Quería darles tiempo, que la escena no fuese demasiado sucia. Pidió un cortado. Cuando se sentó, sintió aquel peso en el bolsillo trasero del pantalón. Indudablemente, un revólver era de mal gusto. Sería pues una tarde de perfecta inmundicia. Nunca en su vida había apretado un gatillo. Un buen tipo, como quien dice. Una irritante beatitud le cercaba, una ternura nueva por su pasado, por su infancia sin padre, por su implacable adolescencia de tango y prostitutas, por el pelotón de sus amigos dispuestos encarnizadamente a ejecutarle, por míster Cuckold, sí, por míster Cuckold. La radio, obscena, se permitía un bolero, y Rafael sintió una bocanada tibia de asco y puteada. Hacía tanto que no lloraba que era una delicia sentir ese viejo sabor en los bigotes. Era el mismo del tercer año aplazado, del ferrocarril destrozado por la Tota, de los hermanos abrasándose cuando la muerte de Mamama. Una melancolía viscosa e insoportable le despertaba los recuerdos, escalonándolos en señales que aparecían como revelaciones. Un cornudo. Una palabra como un Mantram, sencillamente poderosa. ¡Qué joder! ¡Un cornudo! Y un cornudo con revólver, tomando serenamente su cortado. ¿Cuánto tiempo se necesita para engañar a un marido que es un buen tipo? Cuatro años. ¿Cuánto se necesitaba para engañar a un marido que resulta un idiota? Oh, también cuatro años. Evidentemente, un buen tipo es igual a un idiota. Ahora la radio terminó su bolero y hace reclame de medias, toallas higiénicas y coca-cola. Rafael miró hacia la calle. Extrañaba este sol todavía alto que no conocía, este sol de los ociosos, de los burgueses, de los estudiantes, de la mujer que uno deja en casa y de los amigos que faltan sin aviso. Se sentía pesado y liviano a la vez. Veía todo tan nítido, tan definido, que esa pesadez era únicamente la del tiempo, la del tiempo lento que le hacía esperar. Y también esperarse.