Authors: Mario Benedetti
Esa paz ya resuelta y casi definitiva que pesaba en nuestra Oficina, dejándonos conformes con nuestro pequeño destino y un poco torpes debido a nuestra falta de insomnios, se vio un día alterada por la noticia que trajo el Oficial Segundo. Era sobrino de un Oficial Primero del Ministerio y resulta que ese tío —dicho sea sin desprecio y con propiedad— había sabido que allí se hablaba de un presupuesto nuevo para nuestra Oficina. Como en el primer momento no supimos quién o quiénes eran los que hablaban de nuestro presupuesto, sonreímos con la ironía de lujo que reservábamos para algunas ocasiones, como si el Oficial Segundo estuviera un poco loco o como si nosotros pensáramos que él nos tomaba por un poco tontos. Pero cuando nos agregó que, según el tío, el que había hablado de ello había sido el mismo secretario) o sea el
alma parens
del Ministerio, sentimos de pronto que en nuestras vidas de setenta pesos algo estaba cambiando, como si una mano invisible hubiera apretado al fin aquella de nuestras tuercas que se hallaba floja, como si nos hubiesen sacudido a bofetadas toda la conformidad y toda la resignación.
En mi caso particular, lo primero que se me ocurrió pensar y decir, fue «lapicera fuente». Hasta ese momento yo no había sabido que quería comprar una lapicera fuente, pero cuando el Oficial Segundo abrió con su noticia ese enorme futuro que apareja toda posibilidad, por mínima que sea, en seguida extraje de no sé qué sótano de mis deseos una lapicera de color negro con capuchón de plata y con mi nombre inscripto. Sabe Dios en qué tiempos se había enraizado en mí.
Vi y oí además como el Auxiliar Primero hablaba de una bicicleta y el jefe contemplaba distraídamente el taco desviado de sus zapatos y una de las dactilógrafas despreciaba cariñosamente su cartera del último lustro. Vi y oí además cómo todos nos pusimos de inmediato a intercambiar nuestros proyectos, sin importarnos realmente nada lo que el otro decía, pero necesitando hallar un escape a tanta contenida e ignorada ilusión. Vi y oí además cómo todos decidimos festejar la buena nueva financiando con el rubro de reservas una excepcional tarde de bizcochos.
Eso —los bizcochos— fue el paso primero. Luego siguió el par de zapatos que se compró el jefe. A los zapatos del Jefe, mi lapicera adquirida a pagar en diez cuotas. Y a mi lapicera, el sobretodo del Oficial Segundo, la cartera de la Primera Dactilógrafa, la bicicleta del Auxiliar Primero. Al mes y medio todos estábamos empeñados y en angustia.
El Oficial Segundo había traído más noticias. Primeramente, que el presupuesto estaba a informe de la Secretaría del Ministerio. Después que no. No era en Secretaría. Era en Contaduría. Pero el jefe de Contaduría estaba enfermo y era preciso conocer su opinión. Todos nos preocupábamos por la salud de ese jefe del que sólo sabíamos que se llarnaba Eugenio y que tenía a estudio nuestro presupuesto. Hubiéramos querido obtener hasta un boletín diario de su salud. Pero sólo teníamos derecho a las noticias desalentadoras del tío de nuestro Oficial Segundo. El jefe de Contaduría seguía peor. Vivimos una tristeza tan larga por la enfermedad de ese funcllblwio, que el día de su muerte sentimos, como los deudos de un asmátio grave, una especie de alivio al no tener que preocuparnos más de él. En realidad, nos pusimos egoístamente alegres, porque esto significabala posibilidad de que llenaran la vacante y nombraran otro jefe que estudiara al fin nuestro presupuesto.
A los cuatro meses de la muerte de don Eugenio nombraron otro jefe de Contaduría. Esa tarde suspendimos la partida de ajedrez, el mate y el trámite administrativo. El jefe se puso a tararear un aria de
Aida
y nosotros nos quedamos —por esto y por todo— tan nerviosos, que tuvimos que salir un rato a mirar las vidrieras. A la vuelta nos esperaba una emoción. El tío había informado que nuestro presupuesto no había estado nunca a estudio de la Contaduría. Había sido un error. En realidad, no había salido de la Secretaría. Esto significaba un considerable oscurecimiento de nuestro panorama. Si el presupuesto a estudio hubiera estado en Contaduría, no nos habríamos alarmado. Después de todo, nosotros sabíamos que hasta el momento no se había estudiado debido a la enfermedad del jefe. Pero si había estado realmente en Secretaría, en la que el Secretario —su jefe supremo— gozaba de perfecta salud, la demora no se debía a nada y podía convertirse en demora sin fin.
Allí comenzó la etapa crítica del desaliento. A primera hora nos mirábamos todos con la interrogante desesperanzado de costumbre. Al principio todavía preguntábamos «¿Saben algo?» Luego optamos por decir «¿Y?» y terminamos finalmente por hacer la pregunta con las cejas. Nadie sabía nada. Cuando alguien sabía algo, era que el presupuesto todavía estaba a estudio de la Secretaría.
A los ocho meses de la noticia primera, hacía ya dos que mi lapicera no funcionaba. El Auxiliar Primero se había roto una costilla gracias a la bicicleta. Un judío era el actual propietario de los libros que había comprado el Auxiliar Segundo; el reloj del Oficial Primero atrasaba un cuarto de hora por jornada; los zapatos del jefe tenían dos medias suelas (una cosida y otra clavada), y el sobretodo del Oficial Segundo tenía las solapas gastadas y erectas como dos alitas de equivocación.
Una vez supimos que el Ministro había preguntado por el presupuesto. A la semana, informó Secretaría. Nosotros queríamos saber qué decía el informe, pero el tío no pudo averiguarlo porque era «estrictamente confidencial». Pensamos que eso era sencillamente una estupidez, porque nosotros, a todos aquellos expedientes que traían una tarjeta en el ángulo superior con leyendas tales como «muy urgente», «trámite preferencial» o «estrictamente reservados, los tratábamos en igualdad de condiciones que a los otros. Pero por lo visto en el Ministerio no eran del mismo parecer.
Otra vez supimos que el Ministro había hablado del presupuesto con el Secretario. Como a las conversaciones no se les ponía ninguna tarjeta especial, el tío pudo enterarse y enterarnos de que el Ministro estaba de acuerdo. ¿Con qué y con quién estaba de acuerdo? Cuando el tío quiso averiguar esto último, el Ministro ya no estaba de acuerdo. Entonces, sin otra explicación comprendimos que antes había estado de acuerdo con nosotros.
Otra vez supimos que el presupuesto había sido reformado. Lo iban a tratar en la sesión del próximo viernes, pero a los catorce viernes que siguieron a ese próximo, el presupuesto no había sido tratado. Entonces empezamos a vigilar las fechas de las próximas sesiones y cada sábado nos decíamos: «Bueno ahora será hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces». Llegaba el viernes y no pasaba nada. Y el sábado nos decíamos: «Bueno, será hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces.» Y no pasaba nada. Y no pasaba nunca nada de nada.
Yo estaba ya demasiado empeñado para permanecer impasible, porque la lapicera me había estropeado el ritmo económico y desde entonces yo no había podido recuperar mi equilibrio. Por eso fue que se me ocurrió que podíamos visitar al Ministro.
Durante varias tardes estuvimos ensayando la entrevista. El Oficial Primero hacía de Ministro, y el jefe, que había sido designado por aclamación para hablar en nombre de todos, le presentaba nuestro reclamo. Cuando estuvimos conformes con el ensayo, pedimos audiencia en el Ministerio y nos la concedieron para el jueves. El jueves dejamos pues en la Oficina a una de las dactilógrafas y al portero, y los demás nos fuimos a conversar con el Ministro. Conversar con el Ministro no es lo mismo que conversar con otra persona. Para conversar con el Ministro hay que esperar dos horas y media y a veces ocurre, como nos pasó precisamente a nosotros, que ni al cabo de esas dos horas y media se puede conversar con el Ministro. Sólo llegamos a presencia del Secretario, quien tomó nota de las palabras del jefe —muy inferiores al peor de los ensayos, en los que nadie tartamudeaba— y volvió con la respuesta del Ministro de que se trataría nuestro presupuesto en la sesión del día siguiente.
Cuando —relativamente satisfechos— salíamos del Ministerio, vimos que un auto se detenía en la puerta y que de él bajaba el Ministro.
Nos pareció un poco extraiío que el Secretario nos hubiera traído la respuesta personal del Ministro sin que éste estuviese presente. Pero en realidad nos convenía más confiar un poco y todos asentimos con satisfacción y desahogo cuando el jefe opinó que el Secretario seguramente habría consultado al Ministro por teléfono.
Al otro día, a las cinco de la tarde estábamos bastante nerviosos. Las cinco de la tarde era la hora que nos habían dado para preguntar. Habíamos trabajado muy poco; estábamos demasiado inquietos como para que las cosas nos salieran bien. Nadie decía nada. El jefe ni siquiera tarareaba su aria. Dejamos pasar seis minutos de estricta prudencia. Luego el jefe discó el número que todos sabíamos de memoria, y pidió con el Secretario. La conversación duró muy poco. Entre los varios «Sí», «Ah, sí», «Ah, bueno» del jefe, se escuchaba el ronquido indistinto del otro. Cuando el jefe colgó el tubo, todos sabíamos la respuesta. Sólo para confirmarla pusimos atención: «Parece que hoy no tuvieron tiempo. Pero dice el Ministro que el presupuesto será tratado sin falta en la sesión del próximo viernes.»
(1949)
Desde antes de despertarme, oí caer la lluvia. Primero pensé que serían las seis y cuarto de la mañana y debía ir a la oficina pero había dejado en casa de mi madre los zapatos de goma y tendría que meter papel de diario en los otros zapatos, los comunes, porque me pone fuera de mi sentir como la humedad me va enfriando los pies y los tobillos. Después creí que era domingo y me podía quedar un rato bajo las frazadas. Eso —la certeza del feriado— me proporciona siempre un placer infantil. Saber que puedo disponer del tiempo como si fuera libre, como si no tuviera que correr dos cuadras, cuatro de cada seis mañanas, para ganarle al reloj en que debo registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y pensar en temas importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra. Durante la semana no tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me esperan cincuenta o sesenta asuntos a los que debo convertir en asientos contables, estamparles el sello de
contabilizado en fecha
y poner mis iniciales con tinta verde. A las doce tengo liquidados aproximadamente la mitad y corro cuatro cuadras para poder introducirme en la plataforma del ómnibus. Si no corro esas cuadras vengo colgado y me da nausea pasar tan cerca de los tranvías. En realidad no es nausea sino miedo, un miedo horroroso.
Eso no significa que piense en la muerte sino que me da asco imaginarme con la cabeza rota o despanzurrado en medio de doscientos preocupados curiosos que se empinaran para verme y contarlo todo, al día siguiente, mientras saborean el postre en el almuerzo familiar. Un almuerzo familiar semejante al que liquido en veinticinco minutos, completamente solo, porque Gloria se va media hora antes a la tienda y me deja todo listo en cuatro viandas sobre el primus a fuego lento, de manera que no tengo mas que lavarme las manos y tragar la sopa, la milanesa, la tortilla y la compota, echarle un vistazo al diario y lanzarme otra vez a la caza del ómnibus. Cuando llego a las dos, escrituro las veinte o treinta operaciones que quedaron pendientes y a eso de las cinco acudo con mi libreta al timbrazo puntual del vicepresidente que me dicta las cinco o seis cartas de rigor que debo entregar, antes de las siete, traducidas al ingles o al alemán.
Dos veces por semana, Gloria me espera a la salida para divertirnos en un cine donde ella llora copiosamente y yo estrujo el sombrero o mastico el programa. Los otros días ella va a ver a su madre y yo atiendo la contabilidad de dos panaderías, cuyos propietarios —dos gallegos y un mallorquín— ganan lo suficiente fabricando bizcochos con huevos podridos, pero mas aún regentando las amuebladas mas concurridas de la zona sur. De modo que cuando regreso a casa, ella esta durmiendo o —cuando volvemos juntos— cenamos y nos acostamos en seguida, cansados como animales. Muy pocas noches nos queda cuerda para el consumo conyugal, y así, sin leer un solo libro, sin comentar siquiera las discusiones entre mis compañeros o las brutalidades de su jefe, que se llama a sí mismo un pan de Dios y al que ellos denominan pan duro, sin decirnos a veces buenas noches, nos quedamos dormidos sin apagar la luz, porque ella quería leer el crimen y yo la página de deportes.
Los comentarios quedan para un sábado como éste. (Porque en realidad era un sábado, el final de una siesta de sábado). Yo me levanto a las tres y media y preparo el té con leche y lo traigo a la cama y ella se despierta entonces y pasa revista a la rutina semanal y pone al día mis calcetines antes de levantarse a las cinco menos cuarto para escuchar la hora del bolero. Sin embargo, este sábado no hubiera sido de comentarios, porque anoche después del cine me excedí en el elogio de Margaret Sullavan y ella sin titubear, se puso a pellizcarme y, como yo seguía inmutable, me agredió con algo mas temible y solapado como la descripción simpática de un compañero de la tienda, y es una trampa, claro, porque la actriz es una imagen y el tipo ese todo un baboso de carne y hueso. Por esa estupidez nos acostamos sin hablarnos y esperamos una media hora con la luz apagada, a ver si el otro iniciaba el tramite reconciliatorio. Yo no tenía inconveniente en ser el primero, como en tantas otras veces, pero el sueño empezó antes de que terminara el simulacro de odio y la paz fue postergada para hoy, para el espacio blanco de esta siesta.
Por eso, cuando ví que llovía, pensé que era mejor, porque la inclemencia exterior reforzaría automáticamente nuestra intimidad y ninguno de los dos iba a ser tan idiota como para pasar de trompa y en silencio una tarde lluviosa de sábado que necesariamente deberíamos compartir en un departamento de dos habitaciones, donde la soledad virtualmente no existe y todo se reduce a vivir frente a frente. Ella se despertó con quejidos, pero yo no pense nada malo. Siempre se queja al despertarse.
Pero cuando se despertó del todo e investigue en su rostro, la note verdaderamente mal, con el sufrimiento patente en las ojeras. No me acordé entonces de que no nos hablábamos y le pregunté que le pasaba. Le dolía en el costado. Le dolía muy fuerte y estaba asustada.
Le dije que iba a llamar a la doctora y ella dijo que si, que la llamara en seguida. Trataba de sonreír pero tenia los ojos tan hundidos, que yo vacilaba entre quedarme con ella o ir a hablar por teléfono. Después pensé que si no iba se asustaría mas y entonces bajé y llamé a la doctora.