Authors: Mario Benedetti
2.
Le dije mirá esos tipos pero claro lo había dicho yo y él tenía que burlarse como siempre no seas estúpida me dijo deben ser obreros del turno de las doce a mí me parecían demasiado bien vestidos para venir de la fábrica Juan María volví a decirle fíjate vienen derecho aquí y él me contestó déjate de pavadas y yo me callé venían ya a unos treinta metros eran cinco uno más corpulento que todos los demás y empecé a estar segura de que eran una patota como las que aparecen en el diario una pareja fue asaltada anoche por una patota después de corta lucha ambos fueron víctimas de vejámenes la mujer fue internada en estado de suma gravedad y de pronto ya estaban frente a nosotros y el gordo dijo conque de amorcito eh está muy oscuro para andar de amorcito él les dijo vamos dejen pasar esta es mi mujer yo creo que le notaron en la voz que él estaba poco convencido de que nos dejarían pasar ah conque es tu mujer entonces mejor dijo el gordo no hay obligación de andar con la señora a lo oscuro para excitar a los amigos entonces le dio un golpe en la cara y yo vi que él comenzaba también a pegar y a mí me tomaron entre dos pero les di patadas que daba gusto a uno le pegué abajo y cayó al suelo retorciéndose dicen que ahí duele mucho igual que a las mujeres en los senos yo de vez en cuando miraba donde lo tenían a él medio inmovilizado porque el grandote lo agarró del pelo y no lo dejaba mover yo creo que más bien querían agarrarme a mí porque el gordo le gritó al que me tenía che negro en último caso acostala de una patada después le vamos a enseñar cómo hacemos nosotros el amorcito luego de corta lucha fueron víctimas de vejámenes yo quise darle también al negro una patada igual que al primero pero me sujetó la pierna en el aire y me fui al suelo de espaldas lindo porrazo el tipo se me echó encima y vino otro no el gordo otro de boina y me agarró las piernas pedazo de animal me hacía doler las pantorrillas creo que a uno alcancé a arañarle toda la cara porque todavía tengo sangre metida en las uñas pero de repente sentí un grito y vi que él se había soltado y le daba fuerte al grandote después por un rato no vi porque el negro me puso su manaza en la cara qué ricura con el otro brazo me había enganchado la cabeza qué olor dios mío los tres sudábamos como en enero al final uno me agarró el saco de cualquier modo iba a comprarme otro si él me puede dar algo a fin de mes siempre le parece que gasto demasiado quisiera ver cómo se las arreglaría para darnos de comer a los tres con los dos pesos miserables que me da por día sin duda piensa que todavía puedo ahorrar para comprarme un saco o mejor no comprármelo total qué le importa ahora como me visto pero claro se fija en las medias nailon de cualquier pelandusca que pasa haciéndole mimos con el trasero yo antes también lo movía de lo lindo pero ahora después de fregar dos pisos o dalequedale con la mugre que él deja en las medias y los calzoncillos y toda la porquería de los pañuelos no quedan ganas de irse a mover por ahí y para una casada no queda bien nunca falta una lechuza que le diga ya vi a su señora muy rica solita por Dieciocho no pasan los años por ella para que él les diga por usted tampoco como si lo oyera al muy hipócrita todas menos yo dicen qué monada eso es un marido pero no me diga delante de ésas habla con la elle claro todo fino y después conmigo suelta los carajos como dijo el negro aquél cuando yo le mordí la mano repugnante hasta que empecé a sentir en la boca el gusto a sudor y me vino una arcada fenomenal parecía mi suegra cuando le viene el ataque al hígado el tipo se asustó y le dijo al otro bruto che debe estar embarazada la pucha dijo el otro eso no es negocio ya me parecía muy barrigona el muy idiota lo que pasa es que viene sin faja y entonces miraron más allá donde estaba él a las trompadas con los otros y cuando el negro les gritó nosequé el grandote no lo estaba pasando muy bien y dijo entonces los dejamos no quiero líos recién al rato me di cuenta que se habían ido corriendo él me preguntó te lastimaron yo le dije no pero me rompieron el saco bueno ya estaba viejo dijo él qué milagro ahora está mansito seguro se habrá asustado cuando me vio patas arriba entre aquellos bestias él no lo pasó mejor tiene un ojo a la miseria yo con el pañuelo le sequé también la sangre del labio parecía parece más viejo bien hecho por qué me llamó estúpida cuando dije mirá esos tipos él siempre me llama estúpida cuando leo la crónica policial sin embargo se aprende enseguida me di cuenta de que era una patota menos mal que eran pocos y él está convencido que les metió miedo cuando yo sé que se fueron por mi arcada y también por mi barriga pero a él no le digo nada no tiene por qué darse cuenta que ahora no tengo la misma cinturita de cuando venía martes jueves y sábados siempre me miraba como a algo inmaterial a mí me daba rabia le hablaba por eso de Alberto a mí no me gustaba ese pituco pero él se lo creía todavía a veces lo fastidio para ver si me pega y pierde un poco esa blandura pero hoy estuvo mejor vi que les pegaba sin asco a esos cochinos así me gusta de vez en cuando podría mandarle una patota de encargo a ver si se despierta si no se va a endurecer siempre escribiendo a máquina o jugando al billar con tal de que no haya problemas es feliz no puedo aguantarme a veces por gusto le pongo cara rabiosa porque de lo contrario me empalaga bueno siempre fue así a Martín lo va a podrir a mimos tiene nueve años y cada vez que habla se le llena la boca de saliva por la maldita costumbre de hacerse el nene en vez de avanzar retrocede cualquier día va a salir otra vez gateando a veces le pego y claro soy el ogro para él es muy cómodo hacer de reimago porque no lo aguanta el día entero ahora también le sangra el ojo lo dejaron lindo parece una careta pero si me río se enoja siempre cree que me burlo sin embargo me gusta con la cara deshecha lo prefiero así serio triste preocupado por lo que hubiera podido pasar al menos la vida dio un salto y él tendrá esto para contar quién sabe si lo cuenta siempre tiene miedo de jactarse de algo naturalmente él y yo somos un poco raros cualquier otro otra enseguida se hubieran abrazado mi Dios qué peligro viejita viejito querido pero nosotros como si nada seguimos caminando a un metro de distancia uno del otro como si la patota hubiera sido una broma y solamente por jugar nos hubiéramos revolcado en la tierra con esos asesinos estoy segura que nos matan si no se le ocurre al negro lo de mi embarazo Santa María madre de Dios ruega por nosotros peca pucha eran cinco quién hubiera visto mañana en el diario la mujer fue internada en estado de suma gravedad ahora y en la hora de nuestra muerte amén menos mal que aquí está el farol de la fábrica en la luz no se van a atrever de nuevo sin embargo a él yo querría decirle algo no sólo Juan María ni querido otra cosa que sepa que estoy y lo quiero y me gusta que se haya pegado fuerte con ésos y quizá baste con acercarme y no decirle nada y suspirar un poco y tocarlo tocarlo.
(1948)
1.
A María Luisa no le agradaba que la interrumpieran. Por lo demás, a nadie le agradaba interrumpirla. Sin embargo, cuando esta vez descendió a referirse a «esa tonta de Clara», y, empuñando el cigarrillo como una batuta, quiso comentar con grosería sutil y llevadera, el apasionamiento con que aquélla defendía su tranquilidad, Roberto no pudo contenerse.
—No la imagino a Clara apasionada —dijo—. Por lo general, los que defienden su tranquilidad, son los que están lejos de su propia furia. Ya sé, no estás de acuerdo. Pero yo considero que si existe un reducto feliz sobre la tierra, no debe ser de los inquietos.
—Oh, querido, naturalmente... Cuanto más lejos de la tormenta, mejor. Se aprecia el espectáculo sin abrir el paraguas. Nunca saldrás de ese centro tranquilo, a menos que halles la bomba debajo de tu silla.
Aún sobrevivía en María Luisa un rito adolescente. Siempre que reaccionaba como ahora, recurría a imágenes de alguna estridencia, hechas para una acústica más que familiar. Allí, sin embargo, donde las paredes merecían sus libros, donde los pocos cuadros no eran cansadores y uno podía, sumergiéndose en los tímidos sillones, quedarse del otro lado del bullicio, esas palabras se tornaban gritos, y todos —mobiliario y personas— se miraban con un poco de pánico.
—Posiblemente en mi quietud —dijo Roberto—, en mi centro tranquilo, haya más actividad que en todas tus inquietudes. Te movés siempre. ¿Nunca te hace falta un apaciguamiento?
Había estado a punto de decir: «¿Nunca te pide el alma un apaciguamiento?», pero sabía que María Luisa tenía reacciones particulares frente a algunas palabras. En cambio, agregó:
—Además, no deja de dolerme que trates tan poco amablemente a Clara, que aunque te parezca irremediablemente estúpida, tiene mucho de lista en eso de no discutir contigo.
—Más que vos, por lo visto.
Él la miró entristecido, como buscando en ella algo a que asirse, algo en que confiar para —tan sólo eso— apostarse a la espera.
—Más que yo, por lo visto.
Roberto no tenía interés especial en defender a Clara. La apreciaba, sin duda, porque era muy callada, pasablemente música, bastante sincera. No era bonita ni —a primera o segunda vista— tampoco simpática. Lo mejor que podía conocerse de ella, aparecía recién a los varios meses de trato cauteloso. Roberto, que así la había tratado, reconocía en ella cierta impermeabilidad al enojo, cierto gusto de ampararse en su ambiente interior y una evidente atracción por el estudio racionado y severo. El reconocimiento de tales cualidades no había bastado, empero, para acercar a Roberto. Se sentía mejor si había entre ambos, cuando menos, alguna habitación de por medio.
Tampoco tenía Roberto un interés especial en atacar a los
inquietos
. Ni —en el caso de atacarlos— de incluir entre éstos a los famosos inquietos de espíritu. La inquietud del espíritu, así, como frase, como lugar común, era algo que no llegaba a comprender del todo ni se esforzaba en ello. Le parecía que para que su parte anímica funcionara normalmente, el individuo debía llegar a la paz interior. La paz interior y, de ser posible, también exterior, es decir, lisa y ecuménicamente, la tranquilidad, constituía para Roberto un esbozo tal de lo feliz, que se hubiera sorprendido de alcanzarlo algún día. Así de lejana llegaba a parecerle la aquiescencia del destino para semejante anhelo. Creía, como decía uno de sus ingleses preferidos, que las libertades particulares se gozan a condición de cierta forma de esclavitud general, y, sin que pudiera evitarlo, notaba cierta bambolla en el lujo de libertad con que se abrían paso los inquietos. Al fin de cada historia, se hallaba con que todos caían en un cogollito y comenzaban paulatinamente a suspender sus explosiones aisladas, espontáneas y particulares, para integrar alguno de los muchos coros disponibles. Y desde el momento en que el armatoste social se organizaba como ópera italiana, la libertad pasaba a ser un estribillo que quedaba muy bien en la voz del tenor ligero, y arrancaba alaridos, aplausos y pataditas de delirio allá en la galería.
Por eso le parecía preferible soportar la esclavitud general y defender su libertad particular, a tolerarse reclamando una libertad sin límites ni aplomo, demasiado general para ser asequible, demasiado altruista para no ser armada egoístamente. Como libertad particular, la tranquilidad era un estado ideal, el único, finalmente, en que el espíritu tenía derecho a revelarse inquieto.
Esta vez, su estallido mental había sido contemporáneo de otro intuitivo y ambos habían tenido por objeto a María Luisa. Pero ni durante el brevísimo, casi instantáneo proceso de intumescencia, ni durante la apenas esbozada discusión, tuvo Roberto tiempo y serenidad suficientes como para darse cuenta de cuánto se le había revelado. Ahora sí lo sabía. Había deseado que María Luisa lo traicionara.
2.
Hubo un silencio de tres horas. Después de la cena, María Luisa, ya no tan convencida de su indignación, se demoró tejiendo. Pero Roberto se fue al café.
El café, como ritual, como misterio masculino, tenía para Roberto dos colores de atracción. El de sus momentos solitarios (cuando, aislado en la niebla perfumada que despedía el pocillo, llegaba inconscientemente a conquistar cierto aspecto de visionario beatífico) y el de sus espaciados encuentros con Asdrúbal y Jaime, prolongados por lo común hasta la madrugada, cuando, cada vez más desvelados, cada vez más despiertos, se aventuraban —sin método y sin meta— hacia temas elásticos, limpios, potenciales.
Veinte años atrás, se habían reunido allí durante una huelga de estudiantes, mientras los otros derrochaban inútilmente la valentía del asueto en una grita empalagoso. Tuvieron épocas malas y épocas peores, en las que debían hacer treinta cuadras a pie (cuarenta, en el caso de Jaime) para ganar, con el ahorro del tranvía, el derecho de permanencia en el local. Tres cafés. Durante años, tres cafés. A poco de casarse, Roberto y Asdrúbal dejaron de estudiar. Jaime se doctoró en derecho. No obstante, siguieron viniendo dos o tres noches al mes.
Las diez y media. Todavía quince minutos de soledad. Hay que aprovecharlos. Aprovecharlos es sacarles el menor provecho. Dejarse estar. Ver. Escuchar. Al mirar hacia la izquierda, cierta presencia física le provoca un choque. A los treinta y cinco años no alcanza a recordar que él, a los veinte, haya sido tan ridículo como ése, tan inconsciente fantoche. (Alto, pelirrojo. Ojitos de ternero y patillas largas, color zanahoria. El pelo levantado en una instantánea de gomina, desafiante como un gorro frigio. No está solo. Tiene su corte. Él y la corte hablan de automóviles. De la cuarta para carreteras, del faro piloto, de la banda blanca, del neblero, de las espigas en el paragolpe, del buscahuellas, del ... )
Roberto fuma y piensa en María Luisa. Busca referencias sobre la historia de este enfriamiento. Nada. Aquello se hizo solo. Empezó un poco antes de la muerte del chico. Como si desde entonces ya lo vislumbraran. Que ese puente nada unía. Después del accidente, las cosas empeoraron. No era dolor. En el caso de Roberto, debido a que el hijo había sido absorbido por la madre y él se encontraba fuera de su mundo. En el de ella, porque no podía ni quería evitar un estremecimiento de egoísmo al hallarse sola frente al posible amor de Roberto. Naturalmente que al sentirse sola, sin el auxilio de la competencia que había representado el pequeño Andrés, aquel amor había dejado de interesarle, porque en la puja de. sentimientos sus propios celos le servían de estímulo.
Cuando la encontró, hacía once años, ella era novia de Jaime. No exactamente novia. En ese entonces, ellos no tenían —ni podían tener— novias. Apenas si disponían de lo suficiente para sobrellevarse a sí mismos. Pero algunos tenían amigas. Desde el más restringido significado sexual hasta el otro más amplio y afectivo. María Luisa era amiga de Jaime. De parte de éste, en el sentido amplio y afectivo. De parte de ella, ni ella misma sabía en qué sentido. Simpatizaba con Jaime, lo deseaba moderadamente. Leían a Baudelaire, festejaban a Nietzsche, se burlaban de Dios y de Renan. Se les veía juntos bastante a menudo. Recorrían la Rambla, iban a la Biblioteca, entraban por un rato en la iglesia del Cordón. Roberto lo sabía.