Authors: Mario Benedetti
Digamos Isabel vacila. Se pone linda cuando vacila. Se interrumpe, y entonces tomo otro trago de Escocia, pero éste es el último. «Sé que algún día tendré que tomar una decisión. Y será grave. Porque: o sigo confundiendo y confundiéndome, o me libero de toda esta mierda. No es fácil. Para vos puede ser fácil, porque estás en cero. Como dijiste hace un rato, sos tu único equipaje. Pero yo he ido fabricándome tentaciones, y cayendo en ellas. Viste, te sentaste un cuarto de hora en ese monstruo, y cuando te pedí que vinieras a la alfombra, te costó abandonarlo. Todo es así. El confort es muelle, cada vez más muelle; ablanda, aquieta, inmoviliza. Y si a pesar de todo te movés, es para ganar más plata, a fin de conseguir más confort. Ese mueblazo me lo compré para leer con comodidad. Pero debo confesarte que nunca lo he usado para leer sino para dormir la siesta. Que es para lo único que sirve, porque ni siquiera es bueno para hacer el amor.»
Sospecho que esto quiere decir algo, pero Digamos Isabel no parece estar insinuando nada. ¿O estará insinuando y no me doy cuenta? ¿Por qué seré
tan
adolescente, diosmío? Por lo pronto me sirve otro whisky, ya que ha dejado la botella al alcance de la mano, junto a la alfombra. ¿Habrá querido decir que el mueblazo no sirve, pero la alfombra sí? Decido mirar a Digamos Isabel, pero de pronto me doy cuenta de que tampoco yo estoy insinuante. Debe ser que el tema es demasiado grave. Le pregunto qué la hace sentirse tan mal en su trabajo. «Mirá, quizá sea la tremenda distancia entre lo que podría hacer y lo que efectivamente hago.» ¿Y por qué no lo hace, carajo? «Razón número uno: tengo miedo. Pero es un miedo bastante complicado. Incluye, por supuesto, el pánico a que me pongan una bomba o me secuestren o me amenacen o me maten. Mientras haga estas boludeces de ahora, estoy a salvo, porque no se me oculta que indirectamente colaboro con ellos, les sirvo. La cursilería como factor de alienación. Así tituló su ponencia un sociólogo amigo mío, y el muy cínico me la dedicó. Pero hay otro miedo. Por ejemplo: el pánico a perder el nivel de vida, este apartamento, el confort, el auto, el mueblazo, la alfombra, el whisky escocés. Y te juro que no sé cuál de esos dos miedos es el más importante; cuál el que me frena y a la vez me liquida. Porque fijate: yo podría elegir un punto intermedio, algo por lo menos decoroso. No creo que los ovarios me den para hacer teatro o recitales políticos, porque hoy en día eso te puede costar el pellejo. Pero sí podría hacer teatro o cine o recitales con textos decentes, textos buenos. Ya que no me animo a trabajar por la justicia, y mucho menos por la revolución, podría trabajar al menos por la cultura.» ¿Y? «Pero así no se gana plata. Yo conozco esta mugre. Estoy en ella. Conozco cómo se fabrica un éxito. Te aseguro que es un asco.»
Ya hace un rato que la oigo como a través de una niebla, y cada vez le doy menos importancia a lo que está diciendo. Está a pocos centímetros de mi mano, bocarriba en la alfombra, con la mirada fija en algún centímetro del cielo raso. La polera se le ha subido un poco y queda a la vista una franjita de piel cobriza. Hacia allí extiendo mi mano. Siento que la piel se le estremece como la de un caballo cuando espanta las moscas. Pero yo no me espanto. La piel tostada de Digamos Isabel es además suavísima. Ella suspende la frase en un punto y coma. Quizá la tomé de sorpresa. No dice nada. Simplemente me deja hacer. Hay un cierre metálico que se atraca, como siempre. Entonces ella baja sus manos y me ayuda. Actúa fríamente, como si hubiera llegado a un punto inevitable. Lo sorprendente es que su cuerpo es increíblemente joven, como de quince y no de veintiséis. Me quito la ropa despacito, como si yo también tomara las cosas con calma. También puedo ser actor, qué joder. Incluso tengo presencia de ánimo como para tenderme luego junto a ella [la verdad es que tengo un poco de frío] que sigue bocarriba mirando el cielo raso. Con una mano le doy vuelta la cabeza, para verle los ojos. Está llorando. Eso no lo esperaba, y no puedo evitar que me conmueva. Le paso con suavidad los dedos por la mejilla. Ella dice: «Así como estamos hay menos diferencia entre vos y yo. No importa que mis ropas sean modelos exclusivos y en cambio las tuyas sean tan baratas como las que yo usaba cuando iba al colegio de San Nicolás. No importa, quedaron ahí, en ese montón, y ya no nos discriminan. Y cuando me acaricies [¿me vas a acariciar?], no importa que no tengas un mango y yo en cambio posea una jugosa cuenta bancaria. Los cuerpos no tienen bolsillo ¿viste? Tampoco importa que vos vengas huyendo de tu policía, y yo en cambio esté huyendo de mí. Mirá, tus vellos y los míos son casi del mismo color.» Yo los arrimo, para que Digamos Isabel y yo podamos comparar. Efectivamente, son casi del mismo color. Se mezclan y no se nota la diferencia. Todo parece formar parte del mismo vellón.
14.
Dionisio se ha propuesto analizar la derrota: la del país y la suya propia. «¿Tengo derecho a sentirme deshecho, simplemente porque a Vicky la convirtieron en un cactus, y a mí en un testigo lleno de odio y de vergüenza? ¿No te parece imperdonable que sólo hayamos calculado nuestra victoria y jamás nuestra derrota?» No sé qué decirle. La verdad es que yo, personalmente, no calculé nada: ni victoria ni derrota. ¿Será porque odio las matemáticas? Ni siquiera calculé las patadas y piñazos que me dieron en San José y Yi. «Ésta es la prueba de que estábamos inmaduros. Pensamos que el enemigo era un caballero conservador y resultó ser una bestia asesina. ¿Querés decirme qué puedo hacer ahora con este odio? Te aseguro que no es un odio creador. En todo caso es un odio ciego, porque no sé quiénes son: cuando me sacaban la capucha, ellos se la ponían. Recuerdo las voces, claro, nunca las olvidaré, pero ¿cómo reconstruir un rostro y un nombre a partir de una voz? Porque lo más jodido, desde un punto de vista político, es que en este momento el triunfo me importa menos que la posibilidad de reventarles la cabeza a quienes nos arruinaron a Vicky y a mí. Y eso no está bien. Pero no puedo evitar sentirlo así.»
Al final, yo mismo casi lo siento como él. O me figuro que lo siento. Es difícil meterse en el pellejo de otro. Y a mí me es más difícil porque probablemente nunca he estado enamorado de una muchacha como Dionisio lo estaba de Vicky, y entonces es imposible que yo imagine qué se siente cuando un montón de tipos se van montando por turno sobre la muchacha que es todo para uno. O casi todo, que ya es bastante. Vamos a ver, ¿qué sentiría yo si viera que una docena de esos monos se la dan a Digamos Isabel mientras a mí me tienen amarrado e impotente? Es claro que yo no estoy enamorado de Digamos Isabel, pero de cualquier manera debe ser muy jodido ser testigo de una cosa así. Y debe ser jodido aunque uno ni conozca a la mujer. Digo que yo no debo estar enamorado de Digamos Isabel porque, si bien me gustó mucho la
jam-session
de la otra tarde, y realmente ella tiene una piel que es una maravilla y un cuerpito que es un monumento, en realidad yo no siento [al menos, todavía] esa locura que otros me han contado que sienten. Cosas como querer estar toda la vida junto a ella, o sentir una opresión en el pecho [al punto que a veces se parece al infarto] o venirle a uno incontenibles ganas de salir a caminar solo y bajo la luna, y si no hay luna bajo los semáforos. No, ése no es mi caso. Me sentí prodigiosamente libre y disfrutante, sin ninguna opresión en el pecho pero sí con un deseo mayúsculo, como nunca antes había experimentado en mi larga vida. Ella también me deseaba, y cómo, y me gustó que no sintiera vergüenza de demostrármelo. Es claro que está el otro problema: todas esas dudas que ella tiene sobre lo que hace y lo que debería hacer. Mi pronóstico es que va a ser difícil que retroceda. El confort atrapa, y mucho. ¡Cómo atrapará, que hasta yo siento un poquito de nostalgia del mueblazo y de la alfombra, sobre todo de la alfombra! Y no es sólo eso. Está la gente que la detiene en la calle, la que la mira pasar y la señala, la que le pide autógrafos. Ella dice que no, pero también eso le gusta y la entrampa. Yo no la juzgo. Más bien la comprendo. Probablemente si yo fuera famoso y las muchachas me pararan en la calle y me miraran con la boca abierta, tendría más berretines que ella. A lo mejor la vanidad es proporcional al talento y yo no tengo vanidad sencillamente porque no tengo talento. ¿No tendré? También es posible que ahora no me interese tener talento, y después sí. Ahora me alcanza con ser joven; después, algún día, cuando yo sea un carcamal de 35 años a lo mejor me interesa tener talento. El problema es si uno puede adquirir el talento mediante un extraordinario esfuerzo de voluntad. Depende de muchas cosas, claro. Porque conozco a algunos tipos que no podrían ser talentosos ni aunque se herniaran en el esfuerzo. Después de todo, ¿para qué quiero yo ahora el talento? Tremenda incomodidad. Tremenda responsabilidad. Tremendo laburo. Además, pienso que cuando uno es un bocho [como Dionisio, por ejemplo] no tiene más remedio que amargarse con lo que está pasando. Y yo no quiero amargarme. Me parece que la única forma de mantenerme joven es no amargarme. ¿Podré?
15.
La espero a la salida del ensayo y esta vez sí me hace una seña desde lejos y cuando se acerca me besa livianito y me presenta a la compañía, empezando por una mujerona que, por supuesto, es la actriz de carácter. Y luego el director, y el iluminador, y el escenógrafo. Y un ambiguo jovenzuelo que no me saca los ojos de encima. Y a todos les dice: «Éste es Eduardo», con tanta naturalidad, que al rato yo mismo empiezo a creer que me llamo Eduardo. Pero no. Ahora bien, ya que me inventa un nombre, podría haber buscado uno más clandestino, como Asdrúbal o Eusebio o Saúl. «Che, Eduardo», me llama el iluminador, y yo, claro, de puro distraído no respondo y el tipo se ofende y me da la espalda, y entonces caigo en que Eduardo soy yo, y le pregunto si me llamaba, y él entonces elogia mis reflejos.
Vamos en patota a cenar. Yo no como nada, porque «ya había cenado». El problema es que si voy y como, tengo que pagar, como es lógico, y éstos van a comer al Edelweiss, donde te cobran hasta el escarbadientes. De modo que veo pasar frente a mí, detrás de mí, y a mis costados, brochettes, ensaladas, liebres a la cazadora, ñoquis a la bolognesa, y yo haciéndome el saciado, con las glándulas salivares superactivas y en realidad pasando un hambre del carajo. Para completar la desgracia no sólo quedo ubicado lejos de Digamos Isabel [después de todo, yo creí que iba a encontrarme con ella y no con toda esta comparsa] sino que resulto premiado: tengo a mis flancos al ambiguo y a la actriz de carácter, y sencillamente no sé qué hablar con ellos. Los únicos temas que se me ocurren tienen que ver con digestiones, menús, condimentos, etc., y no quiero mencionarlos; tengo miedo de quedarme sin saliva, y eso siempre es peligroso.
Allá lejos, en la otra punta de la mesa, Digamos Isabel festeja los chismes en cadena que narra el iluminador. No me gusta cómo sacude esa peluca. Tampoco me gusta cómo le queda el iluminador. De pronto ella me ficha desde lejos, y me hace un guiño y un mohín con los labios. Yo no hago nada. >Quizá el hombre me vuelva resentido. Entonces abre el bolso, saca un papel, anota algo, lo dobla en cuatro, y le pide al mozo que me lo alcance: «Dentro de un rato nos vamos a casa. Vos y yo». Lo vuelvo a doblar en cuatro, y lo meto en el bolsillo. La miro nomás, pero sin mensaje.
Entonces el escenógrafo empieza a hablar de política. Que hay quienes dicen que están torturando. Y que es cierto: torturan. Pero él está de acuerdo. Ya que esos nenes quieren cambiar el país, ya que quieren que el país deje de ser occidental y cristiano, ya que quieren acabar con la propiedad privada olvidando que para los padres de la patria, como Rivadavia o Saavedra, la propiedad privada fue siempre algo sagrado, ya que quieren acabar con la familia, con el culto a la madre, con la Navidad, con nuestras lindas vaquitas, o sea con todo lo bueno que ha heredado esta generación, bueno, entonces que paguen, che, y si el precio es la tortura, entonces que los torturen, che, y aclara que a él no se le va a mover un pelo. La actriz de carácter me susurra: «Claro, si es pelado».
Pienso en Dionisio y en Vicky. Es otra represión, claro. ¿Será otra? Oigo al escenógrafo y no puedo borrar la imagen de Vicky, violada frente a Dionisio, y luego viva y muerta, refugiada para siempre en su automarginación. Y no puedo. Entonces saludo a la actriz de carácter y al ambiguo [«mañana tengo que madrugar»], miro hacia el otro extremo de la mesa donde Digamos Isabel ya no sacude su peluca y quizá por eso puede observar cómo me pongo de pie y hago un discreto adiós y me retiro. Antes de abrir la puertita que da a la calle, miro hacia atrás, y allá quedan todos, humeantes y espesos, masticando.
16.
¿Hasta cuándo podré seguir escribiendo esta libreta? Lo de hoy me hace dudar. Vengo de la Editorial por Rivadavia, y hay, a la altura de Billinghurst, un extraño movimiento. No retrocedo, eso siempre despierta sospechas. Cientos de tipos contra la pared, con las manos en alto. Los soldados no los revisan, sin embargo; sencillamente, los vigilan. Llegan cuatro Ford Falcon con energúmenos y metralletas, y los tipos se lanzan a la calle con los coches aún en movimiento. Al parecer, los candidatos son una pareja. Ella es pelirroja, con un tapado claro y un bolso de lana; él es alto, morocho, de bigote, con un portafolios negro. El ataque toma a ambos de sorpresa. Ella cae al suelo, sobre el barro. Él hace un ademán para protegerla, pero dos integrantes del comando lo voltean con cuatro o cinco golpes secos, contundentes. El hombre se recupera, sin embargo, e inicia otro gesto de rebeldía. Pero esta vez el golpe lo desmaya. La mujer, sujeta entre tres, grita desaforadamente: «¡Somos Luis y Norma Sierra! ¡Somos Luis y Norma Sierra! ¡Avisen que nos secuestran!» Un culatazo le revienta la boca y entonces sólo subsiste un gemido entrecortado, algo así como la música de aquella letra. Estoy a treinta metros, en una esquina. Mientras dura el episodio, los soldados siguen vigilando a los de la pared. Nadie hace el menor ademán en defensa de la pareja. Yo tampoco. Nunca hasta ahora me había sentido tan poca cosa, tan despreciable cosa. Al muchacho, que sigue desvanecido, lo meten entre dos en el primer Falcon; a ella, sangrante y embarrada, en el tercero. Los cuatro vehículos arrancan y se alejan como bólidos hacia Congreso. Los de la pared son autorizados a bajar los brazos y a seguir caminando. Yo me voy por Billinghurst. Tengo vergüenza de que me vean por Rivadavia. Me hacen falta los perros de la otra noche.
17.