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Authors: Mario Benedetti

Cuentos completos (46 page)

La señora Galván se para junto a él: «Señor, quiero decirle que comprendo perfectamente que usted esté asombrado, estupefacto, y hasta que no me mire, y apenas me salude». «¿Yo?», balbucea Marcelo. «Sí, usted. Pero no quiero que piense mal de mí. Soy una distraída, eso lo admito, pero nada más, ¿sabe? Yo tenía la secreta esperanza de que usted no se hubiera dado cuenta. Pero su actitud es demasiado elocuente, señor. Y aunque usted tiene todo el derecho de pensar que soy una fresca o una mentirosa, le aseguro que anoche yo creí que había cerrado mis persianas.»

Transparencia

A Diana y Juan, y a su rebanada de felicidad

Desde la muerte de Jorge, Claudia venía todas las tardes a recostarse en esta baranda, como si le agradara contemplar el río de gente. Hombres maduros con su valijita rectangular de casi ejecutivos, lentos viejos en la etapa del bastón, muchachas de espléndido vaivén, señoras con perro, trabajadores de
overall
, policías, mendigos, todos concurrían y transcurrían. En aquella esquina clave, donde tantas veces había esperado a Jorge cuando salía del Banco a encontrarse con ella, Claudia sabía, estaba absolutamente segura, que en algún instante [nunca era el mismo] aparecería Jorge, la imagen de Jorge, caminando entre los otros, pero mucho más simpático y apuesto que los demás.

Era una imagen nítida, poco menos que real, sólo que transparente. Todo en él [traje, brazos, piernas, hasta los zapatos] era transparente. Todo, menos la mirada. Quizá esto se debiera a que lo último vivo que recordaba de Jorge eran sus ojos. O tal vez se debiera a que Jorge tenía ojos muy cálidos y a la vez penetrantes. Lo cierto era que en la visión aquellos ojos no eran transparentes. Más bien tenía la sensación de que ella se volvía transparente cuando esos ojos [que ella conocía tanto] la miraban. Y esto no sólo acontecía en el presente espejismo; también en la realidad había sido así.

Era tan transparente la imagen que, a través de ella, Claudia distinguía a los demás transeúntes como detrás de un cristal coloreado. Porque se trataba de una transparencia de color. Como el traje azul que vestía Jorge era transparente, ella veía, por ejemplo, los brazos bajo las mangas, pero como los brazos eran a su vez transparentes, no ocultaban el pedacito de calle o de gente que permanecía detrás.

Claudia no se inmutaba. No creía en absoluto que aquello fuese algo mágico. Una noche se lo contó a Germán, y éste sonrió y le tocó la frente con el índice: «Lo que pasa es que lo tenés aquí». Entonces ella le tomó el dedo con una mano y lo apoyó sobre su propio corazón: «Y también aquí». Pero ambos sabían [y sobre todo Claudia] que la imagen era una proyección de muchas cosas más.

En su momento había llorado, claro. Había llorado mucho. Pero a esta altura ya había admitido para sí misma la muerte de Jorge. Sin embargo, la imagen venía todas las tardes, y ella no podía evitar el venir a esperarla. «Después de todo, es una forma insólita de asumir tu duelo», le diagnosticó Lidia, que era sólo cuñada de un analista pero manejaba con espíritu
amateur
la jerga profesional. Claudia asentía con la cabeza, pero en el fondo sabía que no. En realidad, ya había tenido su «duelo» y se había sentido destruida; «hecha bolsa» como dice su sobrina adolescente, o «hecha mierda» como se decía ella misma cuando se miraba al espejo y veía el trajinado dolor, no sólo en sus ojeras [que es lo clásico] sino también en su pelo, en su boca, en su pescuezo. Lo que más le costó aceptar era que Jorge muriera cuando vivían su etapa más feliz como pareja. Nunca se había sentido tan cerca de Jorge como en la mañana de ese puto día en que él se quedó de pronto mudo e inmóvil, no ya en medio de una frase sino en mitad de una palabra. Todavía recordaba con exactitud el sonido de la sílaba viva, pero aún no tenía el coraje de imaginar, de hacer sonar para sí misma, la impronunciable sílaba muerta. No obstante, había acabado por aceptar hasta esa palabra rota.

La recuperación del ánimo vino de a poco. «No te martirices tratando de animarte artificialmente», le había dicho Germán. «Sos una tipa muy vital, y si dejás que el tiempo pase, simplemente pase, ya vas a ver cómo la vida te invade de nuevo». Y fue rigurosamente cierto. El tiempo pasó, simplemente pasó, y una mañana se miró al espejo y tuvo un poco de vergüenza al encontrarse linda. Pero se encontró. Días después advirtió en la calle que era contemplada con atención, y el que la miraba era un tipo joven [«de ojos verdes», lo fichó al pasar] y por primera vez, después de tanto tiempo, eso la estimuló. En dos semanas más, se le pasó la vergüenza de sentirse cada día mejor.

Pero igual iba a recostarse todas las tardes, a la misma hora, en aquella baranda, para esperar a Jorge el transparente. La imagen se acercaba caminando, al mismo ritmo que los otros, y también se iba con los otros, ni sin antes mirarla, y era la mirada honda que ella conocía.

En realidad, no eran muchos los que estaban en el secreto: Germán, Lidia, Héctor. Pero Lidia y Héctor se preocupaban demasiado cuando ella empezaba a hablar de la transparencia. Quizá les parecía que ese espejismo podía desembocar en una neurosis, o en un simple desajuste mental. Trataban entonces de tomarlo a broma, pero inmediatamente advertían que eso podía agraviar a Claudia. Y cambiaban de tema.

Germán en cambio la escuchaba con naturalidad, y si le preguntaba: «¿Cómo estaba hoy? ¿Triste, alegre?», Claudia sabía que no había en la pregunta el menor atisbo de burla o de ironía. Sencillamente, Germán quería saber de qué talante había estado Jorge, la transparente imagen de Jorge. Y era lógico que así fuera, porque Germán también lo había querido mucho. Cuando Jorge murió, para Germán había sido algo así como la pérdida de un hermano. Por eso ella se encontraba tan cómoda con él; porque ambos recordaban a Jorge sin ningún preconcepto [ni posconcepto] y hasta se reían a veces cuando evocaban una situación embarazosa, o ridícula, de un pasado que incluía a los tres.

A veces, después de ver la transparencia, Claudia se encontraba con Germán e iban al cine. También iba al cine con Héctor, o con Lidia, o con ambos a la vez, pero nunca después de la baranda. Porque después de la baranda ella quedaba en un estado de ánimo muy particular [no exactamente de tristeza, ni de nostalgia, ni siquiera de euforia, pero de todos modos un estado de ánimo especial] que sólo Germán era capaz de bancar. Él sabía que cuando la encontraba después de la baranda, tenía que quedarse callado una media hora, y él respetaba escrupulosamente el convenio tácito. A veces el a hablaba antes de cumplirse el plazo, y entonces, por supuesto, Germán continuaba el diálogo. Pero en ese caso no importaba, porque la responsabilidad era de ella.

Una de esas tardes no fueron al cine, pero sí a la casa de Claudia. Muchas veces había ido Germán, en vida de Jorge, y también después. Pero esa tarde se dio una especial comunicación. Tal vez todo empezó cuando ella le ofreció un trago: ¿whisky?, ¿vodka?, ¿ron? Él dijo vodka, y casi se arrepintió. Ella se dio cuenta: «¿Qué pasa?» «Nada, sólo pensé que la vodka me gusta helada. No con hielo, sino helada.» «Claro. Está en la heladera», dijo ella, y él celebró largamente ese alarde de cultura etílica.

Después hablaron largamente, como cuatro horas. Un poco acerca de Jorge, pero como Germán recordaba las opiniones políticas de Jorge, el tema de pronto se amplió. «Eso me gustaba en él», dijo Germán. «Era claro, era concreto. No te tiraba por la cabeza todas sus lecturas. A mí personalmente no me gusta cuando alguien me empieza a apabullar con todos los Marx y Lenin que en el mundo han sido. La pucha. Me siento un pigmeo. Y Jorge tenía eso de bueno. No te aplastaba. Vos pensabas que te estaba hablando de un tema tan cercano como la huelga de carniceros, y sólo después te dabas cuenta de que había estado desarrollando su personalísimo enfoque de las relaciones sociales de producción. Su conversación era eso: una conversación. No un ensayo, con notas al pie.»

Claudia se quedó un rato como absorta. Ella también podía haber aportado, a ese respecto, sus propias reminiscencias y experiencias: por ejemplo aquellas madrugadas que los encontraban, a Jorge y a ella, discutiendo [él, en la cama, apoyado en un codo, fumando y fumando; ella, fumando también, pero sentada a la turca, con la pared como respaldo] sobre las contradicciones entre práctica y teoría, o la fórmula para evitar las caídas en el elitismo de vanguardia, o la manera de encontrar el punto medio entre obrerismo e intelectualismo, o [un tema que a ella la fascinaba] cómo distinguir el gusto legítimo del pueblo, de ese otro gusto, también popular pero deforme y estragado, que es producto de una alienante cursilería, minuciosamente planificada por un clan internacional de canallas y especialistas. A veces los encontraba el día en ese intercambio, y Jorge concluía por trabar el despertador diez minutos antes de que sonara [«para que no chille la histérica del octavo»]. Luego, durante la jornada, andaban como zombis, pero valía la pena.

Sobre eso cavilaba Claudia, tan ensimismada que no percibió la mirada de Germán. De pronto él dijo: «¿Sabés qué es lo que más me gusta de vos?» Claudia se sobresaltó, un poco porque estaba en otra cosa, y otro poco porque se erizó frente a la chocante posibilidad de que, en aquel preciso instante, Germán le soltara un piropo. Pero él completó: «Lo que más me gusta de vos, es que tengas la vodka en la heladera». Claudia rió, desarmada. Y a partir de ese momento crítico, la afirmación en la confianza mutua tuvo mucha importancia.

Al día siguiente, la transparencia de Jorge demoró un poco en aparecer. Claudia, apoyada en la baranda, no se impacientó. Sabía que llegaría. Y así fue: surgiendo entre un lustrador de zapatos y un hombre de guardapolvo gris, estuvieron de pronto la transparencia y la mirada de Jorge. La mirada la miró, como sonriendo. Y desapareció antes que de costumbre.

Más tarde se encontró con Germán y fueron al cine. La película era tan melancólica, que Claudia no tuvo más remedio que tomar una mano de Germán. Después la película dejó atrás su melancolía, pero las manos siguieron juntas. Claudia se sorprendió con cierto inesperado despertar de su piel. La mano de Germán fue persuasiva. También ingenua, pero sobre todo persuasiva. Cuando salieron, caminaron varias cuadras, sin hablar. Claudia no se habituaba así nomás a sus nuevas sensaciones.

A la mañana se miró al espejo y se halló tan linda como en tiempos de Jorge. No se sintió incómoda. Ni culpable. Fue como de costumbre a la baranda. La gente estaba más apurada o más nerviosa o más tensa que de costumbre. En alguna parte sonaban estridentes sirenas de ambulancias, bomberos o coches policiales. Nunca había sabido cuál era cuál: todas la asustaban. Algunos muchachos pasaron corriendo. Otras personas se limitaban a mirar, tratando infructuosamente de parecer lejanas. De pronto, en medio de un grupo de gente que se acercaba, le pareció distinguir a Germán. Al principio no quiso creerlo. Pero efectivamente era Germán. Él miró hacia la baranda, y Claudia agitó la mano. Le gustó que él hubiese tenido la osadía de venir a buscarla allí, precisamente allí. Él levantó los dos brazos, como haciéndole entender, aun desde lejos, que estaba contento de encontrarla. Le costaba acercarse. Había mucha gente y muchos automóviles. Además era viernes, y los viernes el mundo parece crecer y a la vez apretujarse.

Por fin, Germán pudo avanzar entre el gentío. Subió de a dos los escalones y llegó a la baranda. La besó en la mejilla, como siempre, pero le puso un brazo sobre los hombros. Qué alto es, pensó ella. Se alejaron lentamente. Desde lejos, parecían una pareja. Desde cerca, también.

Sólo cuando habían caminado dos cuadras, Claudia tomó conciencia de que la transparente imagen de Jorge había faltado a la cita. Entonces supo que, de ahora en adelante, aunque ella siguiese viniendo a la baranda, Jorge no iba a volver. Estaba segura. No iba a regresar más. Era como si él se hubiera propuesto una misión y la hubiese cumplido. No, no iba a volver. Ella lo conocía mejor que nadie.

Los viudos de Margareth Sullavan

Uno de los pocos nombres reales que aparecen en mis primeros cuentos [«Idilio», «Sábado de gloria»] es el de Margaret Sullavan. Y aparece por una razón sencilla. Es inevitable que en la adolescencia uno se enamore de una actriz, y ese enamoramiento suele ser definitorio y también formativo. Una actriz de cine no es exactamente una mujer; más bien es una imagen. Y a esa edad uno tiende, como primera tentativa, a enamorarse de imágenes de mujer antes que de mujeres de carne y hueso. Luego, cuando se va penetrando realmente en la vida, no hay mujer de celuloide —al fin de cuentas, sólo captable por la vista y el oído— capaz de competir con las mujeres reales, igualmente captables por ambos sentidos, pero que además pueden ser disfrutadas por el gusto, el olfato y el tacto.

Pero la actriz que por primera vez nos corta el aliento e invade nuestros insomnios, significa también nuestro primer ensayo de emoción, nuestro primer borrador de amor. Un borrador que años después pasaremos en limpio con alguna muchacha —o mujer— que seguramente poco o nada se asemejará a aquella imagen de inauguración, pero que en cambio tendrá la ventaja de sus manos tangibles con mensajes de vida, de sus labios besables sin más trámite, de sus ojos que no sólo sirvan para ser mirados sino también para mirarnos.

Sin embargo, el amor de celuloide es importante. Significa algo así como un preestreno. Frente a aquel rostro, a aquella sonrisa, a aquella mirada, a aquel ademán, tan reveladores, uno prueba sus fuerzas, hace la primera gimnasia de corazón, y algunas veces hasta escucha campanas. Y como, después de todo, no se corre mayor riesgo [la imagen por lo general está remota, en un Hollywood o una Cinecitá inalcanzables], uno se deja soñar, desinhibido, resignado y veraz, aunque el fondo de tanta franqueza sea un amor de ficción.

Margaret Sullavan había sido eso para mí. Es claro que, cuando escribí los cuentos, ya no era por cierto un adolescente. Aunque todavía daban en los cines montevideanos alguna que otra película de su última época, y aunque por supuesto no me perdía ninguna, yo ya había pasado más de una vez en limpio aquel borrador de amor, y en consecuencia podía verlo con distancia y objetividad, pero también con una cálida nostalgia, con una alegre gratitud, como siempre se mira, a través del tiempo esmerilado, a la mujer que de alguna manera nos ha iniciado en el viaje amoroso.

No obstante, sólo años después advertí con precisión qué lugarcito había ganado en mi vida la incanjeable, maravillosa protagonista de
Y ahora qué
y
El bazar de las sorpresas.
En enero de 1960 estaba con mi mujer en Nueva York. Una tarde nos encontramos con cuatro amigos uruguayos y decidimos cenar temprano e ir luego a un teatro del Village donde se representaba
Our Town
, de Thornton Wilder, en la notable versión de José Quintero. La pieza llevaba ya varios meses en cartel, pero no era fácil conseguir entradas en las horas previas a cada función; de modo que, mientras los otros se instalaban en un restorán italiano de ruidosa clientela, yo me largué hasta el teatro a ver si conseguía localidades para seis.

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