Authors: Mario Benedetti
1.
El obrero le dijo al militar progresista: «Buenas intenciones tal vez, pero serás mandón hasta la muerte». El militar progresista le dijo al blanco nacionalista: «¿Querés que te sea franco? Tu reforma agraria cabe en una maceta». El blanco nacionalista le dijo al batllista: «Lo que pasa es que ustedes siempre se olvidan de la gente del Interior». El batllista le dijo al demócrata cristiano: «Yo escribo dios con minúscula ¿y qué?» El demócrata cristiano le dijo al socialista: «Comprendo que seas ateo, pero jamás te perdonaré que no creas en la propiedad privada». El socialista le dijo al anarco: «¿No se te ocurrió pensar por qué ustedes no han ganado nunca una revolución?» El anarco le dijo al trosco: «Son un grupúsculo de morondanga». El trosco le dijo al foquista: «Estás condenado a la derrota porque te desvinculaste de las masas». El foquista le dijo al bolche: «También ustedes tuvieron delatores». El bolche le dijo al prochino: «Nosotros nos apoyamos en la clase obrera: ¿también en esto nos van a llevar la contra?» Y así sucesivamente. «Apunten ¡fuego!», dijo el gorila acomodándose el quepis, y un camión recogió los cadáveres.
2.
El batllista le dijo al blanco nacionalista: «Y bueno, hay que reconocer que ustedes han tenido a veces una actitud antiimperialista que nos faltó a nosotros». El blanco nacionalista le dijo al socialista: «Quizá a mí me falta tu obsesión por la justicia social». El socialista le dijo al demócrata cristiano: «Yo creo que nuestras discrepancias acerca del cielo no tienen por qué entorpecer nuestras coincidencias sobre el suelo». El demócrata cristiano le dijo al anarco: «¿Sabés qué rescato yo de tus tradiciones? Ese metejón que tienen ustedes por la libertad». El anarco le dijo al prochino: «Pensándolo mejor, no está mal que se abran las cien flores». El prochino le dijo al bolche: «¿Qué te parece si hacemos una excepción y coincidimos en eso de la justicia social?» El bolche le dijo al trosco: «Ojalá fuera cierto lo de la revolución permanente». El trosco le dijo al foquista: «¡Ustedes por lo menos se arriesgan, carajo!» El foquista le dijo al militar progresista: «No creo que ustedes, como institución, vayan alguna vez a estar del lado del pueblo. Pero puedo creer en vos como individuo». El militar progresista le dijo al obrero: «Cuando suene aquello de Trabajadores del Mundo uníos, ¿me hacés un lugarcito?» Y así sucesivamente. «Apunten» dijo el gorila acomodándose el quepis. Entonces los soldados le apuntaron a él. Por las dudas no gritó: «¡Fuego!» Se quitó el quepis, lo arrojó a la alcantarilla, y algo desconcertado se retiró a sus cuarteles de invierno.
Quizá se debiera a la vieja costumbre de no reconocerse en público. Lo cierto es que en el
métro
no se hablaron. De vez en cuando él la miraba y ella esbozaba una sonrisa tristona y nada más. Era la complicada hora del cierre comercial. El vagón iba repleto y había un olor agridulce, mezcla de sobaco y
chanel.
Igual que en el 65.
Fue un alivio llegar por fin a la estación Vaugirard. Él tomó la valijita con la que ella había aparecido, dos horas antes, en la Gare de Lyon. Ahora nevaba, y cómo.
—¿Compramos
baguettes, gruyère
y
beaujolais?
—Sí, claro, como siempre.
—Así no salimos a cenar.
—Mejor. La calle está asquerosa.
—Por lo menos en la
mansarde
hay calefacción.
—Qué bueno.
Hicieron las compras. Agregaron
gaulois
y fósforos para él; chocolate para ella. Ella cargó con los nuevos paquetes, y él otra vez con la valija. Remontaron la rue Cambronne, del brazo y bien apretaditos para protegerse de la nieve, pero caminando despacio para no resbalar.
En el hotelito de la rue Blomet, madame Benoit los saludó con la sonrisa afilada y distante de costumbre. A ella le tendió la mano y le dijo la frasecita clásica: se alegraba de que la señora Méndez [madame Mandés] hubiera llegado bien. Ella sonrió y balbuceó en respuesta otra amabilidad banal. Él recogió su llave y subieron a la habitación.
Era una
mansarde
con una sola ventanita, en cuyo antepecho se juntaba la nieve. Cerca de la ventana había una mesa y dos sillas. La cama doble tenía una colcha azul. En la pared, una descolorida reproducción de Renoir. La sencillez era suficiente y acogedora.
—No pude conseguir la misma habitación. La 42 está ocupada.
—No importa. Es linda, y además hace calorcito.
Sin embargo, ella no se quitó el abrigo. Estaba helada. Abrió la valijita y empezó a sacar algunas prendas.
Él abrió las puertas de un armario casi enano.
—Te dejé libre todo el lado derecho.
Ella no contestó, pero empezó a acomodar su ropa en los estantes y perchas que él le había adjudicado. Él fue hasta el lavabo, abrió la canilla y esperó que el agua saliera caliente. Se lavó las manos. Luego se puso a deshacer los paquetes y fue colocando los comestibles sobre la mesa. Descorchó la botella. Cortó cada
baguette
en dos partes y fue distribuyendo las rebanadas de queso.
Ella estaba todavía acomodando sus cosas en el armarito cuando él se acercó por detrás y le puso una mano en el hombro. Ella inclinó la cabeza hacia ese costado para sentir el contacto de la mano. Entonces él la quiso abrazar.
—Ahora no. Tengo hambre.
—Yo también.
Ella se lavó la cara. Después se acercó a la mesa. Durante un buen rato masticaron en silencio.
—Qué banquete.
—Debo confesarte que ésta es mi cena de casi todas las noches.
—Una maravilla. Estaba muerta de hambre. En el ferrocarril comí poquísimo, me sentía un poco mareada.
—¿Y ahora?
—Ahora no. El vino y el queso me devolvieron la vida.
—Te volvió el color a las mejillas. Estabas pálida.
—De hambre.
—Antes no comías con tanto apetito.
—¿Antes aquí o antes Uruguay?
—Ni aquí ni allá. Siempre estabas inapetente.
—Pues ahora ya viste que no. Debe ser una especie de desquite. La verdad es que cuando tuve que borrarme en el 72, pasé hambre. Hambre de veras.
—Ya lo sé. En el cuartel la comida era asquerosa.
Nunca es exquisita la comida de los perros, pero de todos modos era comida. Y bajé la barriga, además.
—Sí, se te ve muy en línea.
—Vos estás linda.
—Bah.
—No sé si linda. Tenés otra expresión. Como si ahora fueras más mujer.
—Caramba.
Ella empezó a juntar las cáscaras de queso en una bolsita de papel.
—Y vos ¿te sentís más hombre?
—No sé. En algún sentido, estoy conforme conmigo mismo, porque aguanté sin hablar, sin delatar a nadie. En aquellos días de mierda, aquello se convertía en una obsesión. No hablar, sobre todo no hablar.
—¿Y te parece poco? Entre otras cosas, yo estoy aquí porque vos no hablaste.
—¿Nada más que por eso?
—No. Quiero decir que si hubieras hablado, y aunque yo estuviese borrada, habrían tenido datos para llegar a mí. O para impedirme salir.
—¿Nada más que por eso estás aquí?
—No seas bobo. Bien sabés que estoy aquí porque quería verte.
—Yo también quería verte. Y quería que vos quisieras verme.
—Uyuy, qué difícil.
—No sé decirlo más sencillo.
Ella suspiró.
—Bueno, aquí estamos.
—En el hotelito de la rue Blomet. ¿Quién iba a decir, en el 65, que íbamos a pasar lo que pasamos?
—Nadie.
—¿Querés que te diga una cosa? Yo creo que ni los milicos sabían.
—¿No sabían qué cosa?
—Por ejemplo: que podían ser tan inhumanos.
—Quizá. Pero lo más importante fue que nosotros no sabíamos. Qué ensalada de abstracciones, ¿no te parece?
Él le tomó una mano.
—Me parece. Pero ahora vos sos algo muy concreto y me gustás. Se acabaron las abstracciones.
Ella recuperó su sonrisa tristona.
—También Laura es algo muy concreto. Y te gusta. Vos sabés que no es un reproche. También Oscar es algo igualmente concreto. Y me gusta. Son datos objetivos ¿no?
—Sí, claro.
—¿Laura sabe que nos íbamos a ver en París?
—No me atreví. Y te juro que no fue por falta de sinceridad. Pero se está reponiendo muy de a poco. Lo de Chile fue para ella una segunda catástrofe.
—¿Para quién no?
—¿Y Oscar sabe?
—Oscar sí.
—¿Cómo lo tomó?
—Bien. Es decir, todo lo bien que se puede tomar una cosa así. Sabía que no podía sentirse seguro de mi relación con él hasta que yo no volviera a verte.
—¿Y vos?
—Quizá me pase lo mismo.
—Todos estamos inseguros ¿no? Yo también. Tengo una buena relación con Laura. Pero también la tuve contigo. No sé. Si vos y yo hubiéramos roto por algún conflicto personal, por alguna gresca de pareja, sería distinto. Pero vos y yo éramos una linda pareja ¿no?
—Éramos sí.
—Vení.
Ambos fueron sin tocarse hasta la cama. Cada uno se desvistió por su cuenta y dándose la espalda.
—¿Ya estás?
—Ya estoy. Vení.
Lentamente se dieron vuelta, como si fueran esclavos de una coreografía simétrica. También como si estuvieran repitiendo un ritual antiguo. Quedaron frente a frente, desnudos. Él la atrajo. Entonces ella se aflojó sin remedio. Abrazada al hombre, empezó a sollozar, sin poderse contener, sin tratar de contenerse. Él sentía cómo las lágrimas de ella le mojaban el pescuezo, los vellos del pecho. Una lágrima más gorda que las otras se deslizó hasta su ombligo y allí se detuvo.
Él le acariciaba el cabello. A veces se lo echaba hacia atrás para besarle las orejas. Ella seguía llorando, no se sabía bien si feliz o desconsoladamente. Él bajó sus manos y acentuó su caricia. Casi insensiblemente se fueron reclinando sobre la cama. De pronto él sintió que las lágrimas que resbalaban por su cara también podían ser suyas. Estaba conmovido y deseoso. Las manos de ella empezaron a recuperar aquel cuerpo que era su vicio conocido, su complementario. Y de a poco los sollozos se fueron transformando en otra cosa.
Ambos están todavía acostados. Él fuma, ella come su chocolate. La mano libre del hombre se posa sobre el vientre de ella.
—Cómo nos jodieron.
—Sí.
—Nos rompieron.
—Sí.
—Nos partieron en dos.
—Sí.
—¿Estás decidida?
—Estoy.
—Yo no sé, no sé.
—¿Por qué?
—No quisiera hacerle mal a Laura. Pero tampoco quiero joderme yo.
—Estás jodido. Estoy jodida. Tenemos que entenderlo de una vez por todas. También están jodidos Oscar y Laura. Nunca nos tendrán del todo. Pero si vos y yo nos volviéramos a juntar, ellos no podrían vivir, porque son mucho más débiles que vos y yo. Y en esa situación, nosotros no la pasaríamos bien. ¿Es así o te conozco mal?
—Me conocés bien.
La mano de él descendió un corto tramo y se detuvo, tibia.
—Va a ser difícil ¿no?
—Sobre todo desde hoy.
La mano de ella cubrió la mano de él.
—Nos partieron en dos.
—Más que eso —dijo ella—, nos partieron en pedacitos.
Hoy traigo dos pecados, padre. ¿Sabe cuál es el número uno? Que no me confieso ni comulgo desde hace dos años. El número dos es más complicado, y además muy largo de explicar. Pero a alguien tenía que contárselo. Tengo que desahogarme, padre. No puedo hablarlo ni con mis amigas, ni con mis hermanas, porque es algo secreto. Muy secreto. Ni menos que menos con mi novio, usted ya se va a dar cuenta por qué. Así que me dije: ¿quién mejor que el padre Morales? Primero, porque usted fue muy bueno conmigo cuando estaba en la otra parroquia. Eso lo primero. Y también porque usted está obligado a guardar el secreto de la confesión. ¿O estoy equivocada? Ah, bueno. Y otra cosa: no estoy tranquila con mi conciencia. Cómo le diré, padre, creo que estoy en pecado y tengo miedo de que sea mortal. ¿Usted tiene tiempo ahora? Porque si no tiene, vengo otro día. Lo que pasa es que es un poco largo, ¿sabe? Entonces, ya que tiene tiempo, empezaré por el principio. Usted sabe que desde hace cinco años yo trabajo como manicura en la peluquería de caballeros Ever Ready. La clientela es muy buena, gente fina, realmente caballeros. Lo noto por las manos. La piel suave, ¿entiende, padre? Además, el patrón no deja que los clientes se metan con una. Porque ése es el peligro de mi oficio. Como una tiene inevitablemente que tocar las manos del cliente, éste a veces se cree otra cosa, se hace ilusiones, qué sé yo. Además, yo también tengo la piel muy suave, y eso ayuda a que ellos piensen que mi ademán profesional no es sólo eso sino una semicaricia. Pero el patrón es muy responsable, y, mientras corta el pelo, se la pasa vigilando. No es como el patrón de la otra peluquería, el Salón Eusebio, que más bien favorecía las arremetidas de los clientes. Por eso cambié de trabajo. También hay que considerar que al Ever Ready vienen no sólo jefes bancarios, gerentes, diputados, ediles, incluso algún ministro, sino también diplomáticos. Éstos siempre quieren que les haga las manos. No sé, será que tienen más tiempo disponible. O más plata. También hay otros que son diplomáticos a medias. Quiero decir: ellos dicen que no son, pero yo me doy cuenta de que sí son. Justamente mi problema empezó por uno de éstos. En la peluquería lo llaman míster Cooper, se pronuncia cúper, pero vaya a saber cómo se llama. Siempre se hacía las manos conmigo, y eso que somos tres las manicuras. Muy respetuoso. Habla español perfectamente, pero, claro, hay palabras que las dice mal. Alguna vez hablaba del tiempo, o del cine, o de su país, o de Punta del Este, pero por lo general se quedaba callado, contemplándome mientras yo trabajaba. A mí eso no me pone nerviosa, porque después de tantos años de oficio estoy acostumbrada. Una manicura, padre, es casi como una actriz. Sólo que el público es una sola persona, y aplaude nada más que con los ojos. Bueno, una tarde, míster Cooper me dice: «Señorita [nunca me llamó Claudia, como hacía el resto de la clientela, sino muy respetuosamente: señorita], hay un trabajo bien remunerado, para el que se precisan dos condiciones: belleza y discreción. De usted sé que tiene la primera, pero no sé nada sobre la segunda». En el primer momento me sorprendió, porque la verdad es que aquello era y no era un piropo. Como si me dijera: «Usted es linda y a mí qué me importa». Claro que, en aquel momento, lo importante para mí era la posibilidad de tener una entrada extra, y no podía dejarla escapar. Siempre, por supuesto, que se tratase de un trabajo honesto y moral. Ya ve, padre, que no he echado en saco roto sus consejos. Entonces le dije que podía preguntarle al patrón acerca de mi discreción. «Ya le pregunté», dijo, «pero quería saber qué concepto tiene usted de sí misma». Qué complicado. Era un trabajo muy confidencial, muy reservado. Me hizo varias preguntas sobre política. ¿Se da cuenta, padre? Preguntas sobre política, nada menos que a mí. Sobre marxismo y democracia y libertad y cosas así. Siempre supe muy poco de todo eso. Sin embargo, parece que quedó conforme porque me citó para una entrevista en su oficina. «No lo hable con nadie, señorita», me recomendó. Así que no lo pude consultar ni siquiera con el patrón. Me hice ilusiones de que aquello sería como una película de espías, así de emocionante. Pero fue sencillísimo, al menos al principio. Consistía nada más que en ir a una boite con alguno que otro señor, generalmente extranjeros, y sonsacarle algunos datos. Nada importante: simplemente detalles familiares. Ya la primera vez, averigüé todo lo que quería míster Cooper. Facilísimo. Me pagaron una ponchada de pesos. En tres meses, hice cinco o seis de esos trabajitos: el asunto siempre consistía en ir a cenar, o a bailar, y conseguir datos. Para mi novio tuve que inventar alguna explicación, así que, con permiso de míster Cooper, le dije que había empezado a trabajar para una agencia que atendía turistas extranjeros. Yo no sé cómo hacía míster Cooper, pero se las ingeniaba muy bien para organizar mi actividad. Con esos trabajitos yo ganaba muchísimo más que con la peluquería, pero no dejé el trabajo de manicura, no sólo por las dudas sino también porque míster Cooper decía que era mejor que lo conservara. Todo fue muy bien hasta que vino el asunto del cubanito. Desde el principio me di cuenta de que esta vez la cosa iba a ser distinta. Una tarde me hizo ir a su oficina y estuvo hablándome como dos horas, antes de decirme francamente de qué se trataba. Primero me explicó todo eso del castrismo y del peligro que representaba para el Mundo Libre, porque esa gente era comunista y de los peores, y a las madres les arrancaban los hijos para enviarlos a Rusia, y a todos los que no eran comunistas, los mandaban al paredón. Claro que a mí todo eso me parecía espantoso, y así se lo dije. De pronto se calló, me miró fijo, y me preguntó: «Usted me va a perdonar la impertinencia, señorita, pero necesito saberlo para decidir si puedo encomendarle una misión que esta vez será más importante: ¿usted es virgen?» Qué pregunta, padre, qué pregunta. Le dije: «Pero míster Cooper», y entonces él, muy fino, con mucho tacto, me explicó que yo no tenía obligación de contestarle, pero que, claro, en ese caso no me podría dar ese nuevo trabajo, el cual estaría mejor remunerado que de costumbre. En realidad, yo ya me había habituado a los nuevos ingresos. Además, usted bien sabe, padre, cómo ha subido todo y que ahora la plata no alcanza para nada. Yo no soy virgen, padre, y usted lo sabe mejor que nadie porque vine a confesarme con usted y se lo dije. Pero fue solamente con mi novio. Ya sé, padre, ya sé, que eso no justifica mi pecado, pero no me va a negar que es mucho menos grave que si fuese con otro cualquiera. Entonces le dije a míster Cooper o como se llame: «Mire señor, yo no tendría por qué decírselo, pero soy virgen, ¿qué se había creído?» Ya sé, padre, que es mentira, pero no es sacerdote como usted y por lo tanto no está obligado a guardar el secreto. Además, en las películas de espionaje siempre graban las conversaciones comprometedoras. En cambio, ustedes los curas no graban. Al menos, así lo creo. No, padre, si yo estoy tranquila. Decía nomás. En cuanto le aseguré que era virgen, se quedó muy pero muy satisfecho. Y sólo entonces me puso en antecedentes del asunto, o por lo menos de lo que yo entonces creí que era el asunto. Resulta que en la embajada cubana trabajaba un muchacho que era muy buena persona, y, claro, estaba a disgusto, pero como se sentía prisionero del comunismo, no se animaba a dejarlo todo. Por miedo a que lo mataran, pobre. Después supe que era el encargado de las claves. Me dijo míster Cooper que ellos [en realidad, yo no sé todavía a quiénes se refería exactamente cuando decía «nosotros»] lo querían ayudar para que se salvara. Y a su vez míster Cooper quería que yo les diera una mano. ¿Cómo? Nada menos que seduciendo al muchacho. Por eso era tan importante que yo fuera virgen, a fin de que él no desconfiara, es decir que no me tomara por una profesional. «Todos tenemos algo personal que ofrecer a la democracia y al mundo cristiano», me dijo míster Cooper. «Usted lo que tiene para ofrecer es su belleza. Es su mejor arma y también su mejor argumento». Otra vez sentí que aquello era y no era un piropo. Sin embargo, eso que me dijo fue en cierto sentido importante para mí. Padre, con usted puedo ser franca: yo sé que no sólo soy linda sino que además estoy, cómo le diré, muy bien dotada para el amor. No para el amor divino, como usted, sino para el humano, ese que ustedes llaman carnal. Le diré más: a veces me preocupa, porque creo que estoy demasiado dotada. Bueno, una de las formas de terminar con esa preocupación era darle un sentido moral. Lo que míster Cooper me pedía era que yo cumpliera una actividad [mirada fríamente, suele ser considerada pecaminosa] que iba a estar al servicio de una causa enaltecedora y altamente moral. Lo pensé cinco minutos y le dije que sí. No, padre, éste no es el pecado número dos que le anuncié al principio. Yo no lo considero pecado, padre, no sé qué piensa usted, pero me acuerdo que, cuando estaba en la otra parroquia, usted siempre nos decía que había que estar dispuesto a los mayores sacrificios con tal de defender la moral cristiana y luchar contra el comunismo y [lo recuerdo perfectamente] otras formas del Anticristo. Éste es mi sacrificio. Así que no es pecado, estoy segura. No, por favor, no me interrumpa ahora, padre, déjeme primero contarle toda la historia. Una de las maneras que habían ideado para ayudar al muchacho, y animarlo a que dejara la embajada castrista y pidiera asilo, era hacer que se enamorara de mí. Eso al menos me dijo. Después fue un poco distinto. Además hubo un aspecto en que míster Cooper no estuvo bien: no me dijo que el muchacho era casado. Fíjese, padre, que eso cambia bastante las cosas. No, tampoco por eso lo considero pecado. Pero debía habérmelo dicho, ¿no le parece? Le voy a abreviar. Sí, se enamoró de mí. Perdidamente. Cuando íbamos al apartamento de uno de sus amigos uruguayos [sí, padre, íbamos a un apartamento] y nos quedábamos un rato acostados después de hacer el amor [claro, padre, que hacíamos el amor], me decía cosas muy lindas, llenas de imágenes, me comparaba con flores y plantas que yo no conozco ni nunca había oído nombrar ni tampoco me acuerdo ahora de sus nombres para decirle a usted cuáles eran. Eduardo [porque se llama Eduardo] estaba tan preocupado con lo mucho que yo le gustaba, que no tenía muchas ocasiones para hablarme de política. Pero una tarde me habló. Imagínese mi sorpresa, padre, cuando me entero de que él no quería dejar su trabajo y que, por el contrario, estaba muy conforme con el castrismo y el paredón y todo eso. Lo que él quería era dejar a su esposa, no al comunismo. Al día siguiente fui y se lo dije a míster Cooper y él me aseguró que Eduardo hablaba así porque tenía miedo de que yo fuera y contara. Pero yo bien sabía que no le inspiraba miedo. Ningún tipo de miedo. Deseo sí le inspiraba, y cómo. Perdone, padre. Pero nunca miedo. A mí no me dejó conforme la explicación de míster Cooper. Eduardo se quedaba a veces callado, mirando el techo, pero nunca tan abstraído como para entretanto no hacerme caricias. Acaricia tan bien. A mí, lo reconozco, me gustaba el trabajo, pero no comprendía claramente qué pretendía de mí míster Cooper. El sábado llegué yo la primera al apartamento [los dos tenemos llave], y Eduardo, que conmigo ha sido siempre muy puntual, no llegaba nunca. Al final apareció como dos horas más tarde de lo convenido. Estaba pálido, alterado. Al principio no quería decirme qué le pasaba. «Complicaciones del trabajo», decía. Después nos acostamos. Ese día lo hizo como con desesperación. Más tarde me contó todo. Parece que iba solo, por Dieciocho, y de pronto, a la altura de Yaguarón, sintió que lo llamaban desde un auto estacionado. Se acercó. En el auto había dos tipos. Entonces uno le preguntó, sin ningún preámbulo, si no quería colaborar con ellos. Él preguntó: «Y ustedes, ¿quiénes son?» «Somos nosotros, y basta», contestó uno de los hombres y le mostró un montón de billetes. Según Eduardo, allí había por lo menos cinco mil dólares. Eran todos billetes de a cien. «Esto es sólo la mitad de lo que te corresponderá si colaborás con nosotros». Dice Eduardo que él cometió el error de preguntar qué pretendían que hiciera. «Las claves», dijo el hombre. Eduardo dijo que ni por esa plata, ni por ninguna plata. Entonces el otro hombre, que hasta ese momento no había hablado, sacó del bolsillo una foto. En la foto aparecíamos Eduardo y yo, saliendo de una casa, no del apartamento sino de una casa de citas [porque las dos primeras veces habíamos ido a una casa de citas]. «Si te ponés empecinado y no ayudás, le enviaremos esto a tu mujer. Así que pensalo un momento». Entonces uno de los hombres bajó del coche, fue hasta la esquina donde había una mujer que vendía bananas, le compró tres, y se acercó nuevamente al auto. Le tendió una a Eduardo, y él dice que estaba tan nervioso que la tomó. Entonces el tipo dijo: «También hemos fotografiado este cordial incidente». «Para qué», preguntó Eduardo. «Para enviárselo a tu gobierno, así comprueban con qué gusto aceptás un platanito [Eduardo no dice "bananita" sino "platanito"] de gente como nosotros». Entonces lo hicieron bajar del coche, le metieron el fajo de dólares en un bolsillo y lo dejaron solo. Por eso había demorado. Me di cuenta que no sospechaba nada de mí. El pobre no sabía que yo de algún modo participaba en la operación. Le pregunté qué pensaba hacer y dijo que entregaría el dinero en su embajada y contaría todo. «¿Y tu mujer?» «Al carajo mi mujer». Perdone, padre, pero él dijo así. Y en cierta manera, a mí me gustó que lo dijera. Después yo me fui. Tomé un taxi, y, aunque era sábado, pensé que a lo mejor míster Cooper estaba trabajando en su oficina, así que allí me dirigí. Sí, estaba trabajando. Le conté lo que me había dicho Eduardo, y me dio la impresión de que él ya lo sabía. «Eso no está bien, míster Cooper», le dije, «usted no puede obligarme a hacer cosas así. Nunca me sentí tan mal, créamelo. Una cosa es que el muchacho sea comunista, y cada vez estoy más segura de que él está conforme con serlo, y otra muy distinta que a mí me compliquen con semejante chantaje». Hasta que dije la palabra «chantaje», míster Cooper sonreía, pero a partir de ese momento se le cambió la expresión. Él, que siempre había sido tan respetuoso, murmuró no sé qué cosa en inglés, y después me dijo furioso: «Basta de estupideces». Yo abrí tamaños ojos,
porque la verdad era que no me esperaba esa grosería, y él agregó: «Puede quedarse tranquila. Nunca más trabajará conmigo. ¿Y sabe por qué? Porque es demasiado estúpida. Confío, sin embargo, en que su escasa inteligencia le alcance para darse cuenta de que no puede hablar con nadie de este asunto. Con nadie, ¿está claro? Si habla con alguien, nosotros tenemos cómo averiguarlo y entonces aténgase a las consecuencias». Yo solté el llanto, padre, no pude evitarlo, pero ese hombre es un insensible, verdaderamente un insensible. ¿Cree que se ablandó? Nada. En tono más furioso aún, agregó: «Y ni intente siquiera comunicarse con el otro imbécil. Prohibido, ¿me entiende? Aquí tiene el dinero». Vi el sobre de siempre, quizá más abultado que otras veces. Pero no pude tomarlo. No pude. Lo dejé sobre la mesa y salí. Eso fue el sábado pasado, padre. ¿Ve cómo todavía lloro, cuando me acuerdo? Fue una cosa humillante. Y además a mí me gusta Eduardo. Y no podré verlo nunca más. Y yo eso no lo puedo soportar. Y aquí viene mi segundo pecado, aunque no estoy segura de que lo sea. Dígame francamente, padre Morales: ¿Usted cree que es pecado mortal enamorarse de un comunista casado?