Cuentos completos (20 page)

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Authors: Mario Benedetti

Allí empezó Elisa su letanía favorita y en las noches de sexo y mosquitera se permitía recordarle a Olmedo las excelencias de su primer marido. El viejo sudaba y nada más. Todo parecía indicar que sería lo bastante fuerte como para resistir las maldiciones. Pero cinco días después del sexto aniversario le empezó un dolor en el estómago que lo tumbó, primero en el lecho y ocho meses más tarde en el panteón familiar.

En esos ocho meses Elisa lo cuidó, lo trajo a Montevideo y deseó con fervor que reventara de una buena vez. Pero aquí fue donde Gumersindo le hizo la mejor de sus trampas. Los tres médicos que lo atendieron habían sido informados y sabían que aquí sí podía aplicarse el radio. El radio era tremendamente costoso y ocho meses de aplicaciones y sanatorio alcanzaron para que Olmedo consumiera su hacienda antes de morirse. Pagados que fueron los médicos, las deudas y el entierro, arregladas algunas diferencias con sus entenados, quedaron para Elisa aproximadamente cuatrocientos pesos, que resultaban un precio excesivamente módico para haber enajenado la lujosa dignidad familiar.

Elisa se quedó en Montevideo e intentó volver a las puntillas. Pero el general colorado cuya esposa la había recomendado en las grandes tiendas, se consumía ahora en un honroso exilio correteando artículos de escritorio en Porto Alegre. Ya no era posible seguir descendiendo.

Más abajo de las puntillas estaba la chusma y Elisa tenía un agudo sentido de las jerarquías. De modo que hizo trabajar a sus hijas. Josefa y Clarita se convirtieron en pantaloneras de militares. Por lo menos eso, pensaba Elisa, por lo menos arrimarse al Ejército. Ella, por su parte, empezó a fastidiar tesoneramente a Ministros, Directores de Oficinas, Jefes de Sección, Conserjes, y hasta a los peluqueros de los prohombres.

A los dos años de hacerse insoportable en cualquier antesala, obtenía una increíble pensión cuyos fundamentos nadie sabía a ciencia cierta. Tuvo la felicidad de casar a sus hijas en el mismo año y desde entonces se dedicó a los yernos.

El marido de Josefa era un tipo tranquilo, comilón. Había heredado del padre una ferretería de barrio, y él, sin reformar el menor detalle, sin agregar un solo renglón, había seguido empujando el negocio por el cauce de siempre. El otro yerno, marido de Clarita, era un fogoso teniente de artillería, que decía los buenos días con la música de «De frente ¡march!» y que en los ratos de ocio, escribía el segundo tomo de una historia de la Guerra Grande.

Elisa se fue a vivir con los hijos solteros, pero pasaba los fines de semana con las hijas casadas. Su influencia no se limitaba al sábado o al domingo. Casi todas las peleas entre el teniente y Clarita se basaban en algún párrafo inocente pronunciado por Elisa entre el fiambre y los ravioles del último domingo; y casi todas las bromas que, de parte de Josefa, debía soportar el paciente ferretero, se debían a algún susurro deslizado por la suegra en el oído predispuesto de la muchacha, cuando ya el marido se retiraba a disfrutar la siesta sabatina.

Al teniente, Elisa le reprochaba su rigidez, sus ideas políticas, sus modales para comer, su pasión por la historia, su ansia de viajar, sus resfríos, su estatura breve. Al ferretero, en cambio, le recriminaba su blandura, su conformismo, su salud a toda prueba, su inocuidad política, su inclinación por los mariscos, su risa rebotona, su cargazón de anillos.

Pocas veces se reunían todos en una mesa familiar, pero una sola ocasión en seis meses bastó para que Elisa embarcara a sus yernos en una agria discusión sobre la batalla del Marne, de la que salieron enemistados para siempre. El teniente (perdón, ahora el capitán) tampoco se hablaba con sus dos cuñados, porque Elisa había informado largamente a su yerno de la intensa ociosidad desplegada por Juan Carlos y Aníbal Domingo, pero a Juan Carlos y a Aníbal Domingo les había comunicado que el cuñado opinaba que eran un par de zánganos.

Por otra parte, los años trajeron nietos y los nietos disgustos. Los dos varones del ferretero, de siete y ocho años respectivamente, intentaron meter los deditos de la nena del capitán en un enchufe eléctrico, pero fueron vistos por Elisa, que los contuvo y le pegó a la nena. Más tarde convenció a Clarita de que la culpa era de los muchachos y aun le quedó aliento para conseguir una paliza para éstos, pero no de su padre sino del tío militar, de modo que el correctivo sirviera también para que los concuñados se insultasen a gritos y estallase asimismo en Josefa y en Clarita el anacronismo de unos celos, a duras penas filiales y curiosamente retrospectivos.

En cada visita a sus hijas, Elisa recibía como un confesor la puesta al día de sus resentimientos. Predicaba una sostenida tolerancia, «salvo que te ofendan en algo muy sagrado». Naturalmente, ¿qué más sagrado que la madre? En ese caso sí debían decir cuatro verdades, recordarle al teniente, por ejemplo, que su abuelo había sido un cura párroco; al ferretero, que su tío se había suicidado por estafa. Si eso les ofendía, mejor, mucho mejor; un hombre alterado («podrías aprender de mis padecimientos con tu padre y con el otro») siempre es más fácil de conducir, de pescarle en contradicciones, de hacerle pronunciar alguna idiotez irreparable. Lo malo era que a veces perdían los estribos y recurrían a los golpes, pero no había que desalentarse. Una bofetada recibida era siempre una buena inversión: significaba, por lo menos un largo semestre de concesiones y arrepentimientos.

Pero Elisa no había tenido en cuenta el sexo. Es cierto que en sus dos matrimonios había disfrutado menos que una tabla. Pero las hijas estaban mejor dotadas y no desperdiciaban sus buenas noches. Los yernos eran derrotados en la vigilia con los argumentos que ponía Elisa en labios de sus hijas, pero vencían en el lecho con los argumentos que les diera Dios. Era —es cierto— una lucha despareja. Con vergüenza, pero sin titubeos, con la convicción de que se jugaban en eso su más deseado placer, las hijas le suplicaron que no viniera más, que preferían ir ellas a verla de cuando en cuando. Josefa, que había sido su preferida, no apareció nunca, pero Clarita a veces le escribía o se encontraba con ella en el Centro.

Elisa se quedó sola con Aníbal Domingo, que se estaba poniendo duro y a quien no le gustaban las novias. Juan Carlos era agente viajero, y venía por algunas horas una vez por quincena. Pero como esas horas eran de recriminaciones y de sospechas («quién sabe con qué perdidas andarás ahora»), acabó por quedarse en el Interior y bajar a Montevideo dos o tres veces al año.

Cuando el dolor hizo su aparición, Elisa Montes no atinó a engañarse. Era, evidentemente, el mismo mal que había volteado a Gumersindo. Le pidió al médico que le dijera la verdad, y el médico se la dio con pormenores, como desahogándose por todas las otras veces en que había sentido conmiseración. Sabiéndose perdida sin remedio, no se le ocurrió, como a tantos otros, repasar su conciencia, indagar su verdad. En los ratos en que la morfina le entibiaba el sufrimiento, escarbaba todavía con restos de fruición en las vidas inocuas que la habían rodeado. En los otros, cuando la horrible punzada apretaba, ni siquiera se sentía con ánimo para fingir, ya que aquello era realmente atroz.

Aníbal Domingo, tímido, inerte y servicial, la asistía sin fervor y recibía sus blasfemias. Sólo un tipo así, agostado, insensible, podía aguantar hasta el fin ese proceso de acabamiento, de soledad, de olvido. Pero aun él experimentó cierto alivio cuando una mañana la encontró sin vida, arrollada e implacable, como si la última paz la hubiese rechazado.

No publicó avisos, pero llamó a las hermanas, a Juan Carlos, a los cuñados; tuvo pereza de buscar a los viejos tíos. Todos se enteraron, sin embargo; hasta Juan Carlos, que dijo después no haber recibido a tiempo el telegrama. Pero sólo vinieron el capitán y el ferretero.

Detrás de la carroza, módica y casi sin flores, iba el coche de los deudos. Hacía años que los tres hombres no se dirigían la palabra, y ahora tampoco hablaban. El capitán miraba fijo hacia la calle, como asombrado de que alguna mujer se persignara al paso del mezquino cortejo.

Aníbal Domingo contemplaba hipnotizado la nuca enrojecida del chofer, pero a veces abarcaba también el espejito retroscópico donde se veía, siempre a la misma distancia, el otro coche enviado por la funebrera y que nadie había querido aprovechar. A Aníbal Domingo se le había ocurrido que por culpa de la muerta no había tenido novias, y aún no se había acostumbrado a esa agradable revelación.

La sección nueva del Cementerio del Norte estaba cubierta por un sol alegre; aquí y allá, la tierra removida como para labranza. Al descender del coche, el ferretero tropezó y los otros dos lo tomaron del brazo para sostenerlo. Él dijo «Gracias» y hubo menos tensión.

A un costado, sobre el pasto, habían depositado un cajón muy liso, de cuatro agarraderas. Los deudos se acercaron, pero tuvo que ayudarlos el chofer, porque faltaba uno.

Avanzaron despacio, como si encabezaran un nutrido cortejo. Luego, dejaron el camino principal y se detuvieron frente a un pozo sencillo, exactamente igual a otros quince o veinte que también esperaban. Después de un golpe seco, el cajón quedó inmóvil en el fondo. El chofer se sonó la nariz, dobló el pañuelo como si estuviera limpio, y retrocedió despacio hasta el camino.

Entonces los otros se miraron, inexplicablemente solidarios, y nada les impidió arrojar los puñados de tierra con los que aquella muerte se igualó a las otras.

(1956)

Los novios

1.

Al principio yo la saludaba desde mi vereda y ella me respondía con un ademán nervioso e instantáneo. Después se iba a los saltos, golpeando las paredes con los nudillos, y, al llegar a la esquina, desaparecía sin mirar hacia atrás. Desde el comienzo me gus taron su cara larga, su desdeñosa agilidad, su impresionante saco azul que más bien parecía de muchacho. María Julia tenía más pecas en la mejilla izquierda que en la derecha. Siempre estaba en movimiento y parecía encarnizada en divertirse. También tenía trenzas, unas trenzas color paja de escoba que le gustaba usar caídas hacia el frente.

Pero, ¿cuándo fue eso? El viejo ya había puesto la merceria y mamá hacía marchar el fonógrafo para copiar la letra de Metenita de Oro, mientras yo enfriaba mi trasero sobre alguno de los cinco escalones de mármol que daban al fondo; Antonia Pereyra, la maestra particular de los lunes, miércoles y viernes, trazaba una insultante raya roja sobre mi inocente quebrado violeta, y a veces rezongaba: «¡Ay, jesús, doce años y no sabe lo que es un común denominador!» Doce años. De modo que era en 1924.

Vivíamos en la calle principal. Pero toda avenida 18 de julio en un pueblo de ochenta manzanas, es bien poca cosa. A la hora de la siesta yo era el único que no dormía. Si miraba a través de la celosía, transcurría a veces un bochornoso cuarto de hora sin que ningún ser viviente pasase por la calle. Ni siquiera el perro de¡ señor Comisario, que, según decía y repetía la negra Eusebia, era mucho menos perro que el señor Comisario.

Por lo general, yo no perdía tiempo en esa inercia contemplativa; después de¡ almuerzo me iba al altillo y, en lugar de estudiar el común denominador, leía como un poseído a julio Verne. Leía sentado en el suelo, incómodamente tirado hacia adelante, con la prevista consecuencia de unos alegres calambres en las pantorrillas o una opresión muscular en el estómago. Bueno, qué importaba. Después de todo, era un placer cerrar la puerta que me comunicaba con el mundo y con mamá, no porque yo fuera un solitario vocacional, ni siquiera por vergüenza o resentimiento. Tan sólo era un disfrute disponer de dos horas para mí mismo, construirme una intimidad entre esas paredes rugosamente blancas, y acomodarme en la franja de sol, cuidando, claro, de que Verne permaneciera en la sombra.

La dulce modorra, el compacto silencio de esas tardes, estaban aliviados por voces lejanísimas, gritos que eran casi susurros, ruidos indescifrables, y también unas bocinas tan gangosas como después no he vuelto a escuchar. Frente a mí el cielo estaba quieto, sin una nube, como otra pared. A veces esa monotonía celeste me ponía los párpados pesados y mi cabeza acababa por inclinarse hacia un costado, por lo menos hasta que encontraba la pared y el polvo de cal me llenaba la oreja.

No guardo una excesiva nostalgia de mi infancia. Conservo en cambio un melancólico recuerdo de ese altillo vacío, sin muebles ni estanterías, con sus toscas paredes, su cielo incandescente y sus baldosas de un desvaído color remolacha.

La soledad es un precario sucedáneo de la amistad. Yo no tenía amigos. Los mellizos de Aramburu, el hijo del boticario Vieytes, el Tito Ugomarsino, los primos Alberto y Washington Cardona, venían a menudo a casa, ya que sus madres y la mía mantenían una antigua relación llena de hábitos comunes, de chismes cruzados, de comuniones compartidas. Así como hoy se habla de profesionales de la misma promoción, en 1924 las mujeres de una capital departamental se sentían amigas a partir de su encuentro en un solo nivel histórico: el de la primera comunión. Confesar, por ejemplo: «Con Elvim y con Teresa tomamos juntas la primera comunión», significaba, lisa y llanamente, que a las tres las unía un vínculo casi indestructible, y si alguna vez, por un imprevisto azar que podía tomar la forma de un viaje repentino o una pasión avasallante, una compañera de comunión se apartaba del grupo, de inmediato su descomedida actitud era incorporada a la lista de las más increíbles traiciones.

Que nuestras madres fueran amigas y se besuquearan toda vez que se encontraban en la plaza, en el Club Uruguay, en los Grandes Almacenes Gutiérrez, en la afelpada penumbra de sus días de recibo, no alcanzaba para decretar una gentil convivencia entre los más ilustres de sus vástagos. Cualquiera de nosotros que acompañase a la madre en alguna de sus visitas semanales, después de pronunciar un respetuoso: «Yo bien, ¿y usted, doña Encarnación?», pasaba automáticamente al fondo a jugar con los hijos de la dueña de casa. jugar significaba las más de las veces apedrearse de árbol a árbol, o, en mejores ocasiones, acabar a las trompadas, revolcados en la tierra, los bolsillos desgarrados y las solapas definitivamente mustias. Si yo no me peleaba con más asiduidad era por temor a que María Julia se enterase. Por encima de sus pecas, María Julia contemplaba el mundo con una sonrisa de satisfecha comprensión, y lo curioso era que esa comprensión abarcaba también al equipo de adultos.

Era un año menor que yo; sin embargo, cuando le hablaba tenía que sobreponerme previamente a esa misma bocanada de timidez que complicaba mis relaciones con los viejos, con Antonia Pereyra, con los respetables en general.

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