Cuentos completos (18 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Mario Benedetti

Mañana la liberación. Por primera vez recuerda a Emilia en términos de sexo. ¿Cómo será ella? ¿Cómo será todo? Él, precavido, había leído a Van de Velde, los tres volúmenes. Nadie va a sufrir.

—A mí los bravos —dijo Ortega, ya repuesto del vómito.

—Vamos a la ruleta.

—Si te dejan entrar.

—Vayan ustedes —dijo Silva—. Nosotros vamos a mostrar a este niño lo que es un cabaret.

Se apuntaron el Flaco y Gonzalito. Gómez se escurrió disculpándose con cara de hogar.

Entraron a duras penas en el autito de Silva. Ruiz lo veía manejar por Colonia, siguiendo la milonga de la radio, pero lo hallaba natural, una pavada de tan fácil. Hasta él hubiera podido empuííar el volante. Era tan sencillo.

No cabían en la mesa. Cuatro hombres y cuatro mujeres. El sentía los pelos rubios y gruesos de la muchacha en su mentón semilampiño. El Flaco bailaba con la más petisa, en el centro mismo de la pista, un dedo en alto y haciéndose el nene. Silva arrimaba su aliento fogoso al rostro impávido de la pardita y a toda costa quería emprenderla con el seno izquierdo. Gonzalito, en cambio, catequizaba a la suya en un lenguaje inesperado: «¿A vos no te explicó nadie el misterio de la Santísima Trinidad? La virginidad de María se originó en un error de traducción.»

La bofetada sonó como un tiro. «A mí no me insultés, podridito.»

Entonces Ruiz, que empuñaba la copa de champagne como si fuera un cetro, lo vio al fin todo claror. Su virginidad era un error de traducción. La cintura de la mujer, desnuda bajo el vestidito y que podía ser palpada sin desperdicio, le había ayudado mucho a comprenderlo. Era un error. Gonzalito, su fiel hermano, su viejo camarada, se lo había revelado.

El Flaco discutía ahora con un diputado de la catorce sobre las cuatro épocas de Gardel. La petisa se aburría y él, para conformarla, le palmeaba las nalgas y le daba whisky. Silva, menos ensimismado, había desaparecido con la pardita.

De pronto Ruiz se encontró bailando. A la mujer le faltaban dos dientes cuando sonreía. Si se ponía seria, no estaba mal. La espalda de ella sudaba en su mano derecha. Emilia.

—¿Qué te parece si levantamos campamento? —preguntó el Flaco—. Yo voy a establecerme por ahí con la petisa. ¿Y vos?

¿Cuándo y cómo habían entrado? La muchacha, de frente a él, tenía en el vientre una cicatriz profunda pero antigua.

—¿Cómo te la hiciste?

—¡Ufa! Qué pesado. jugando a la escoba me la hice.

Vestida parecía más delgada. Pero no; había donde agarrarse. El espejo le mostraba, además, una franja de urticaria a la altura del riñón. Veinte años, acaso veintiuno. Emilia tenía diecinueve.

—Decime... ¿Estás borracho perdido o de veras sos nuevito? ¡Qué changa! Voy a recomendarte a mi tía, que es educacionista...

Claro que es nuevo. Justamente. Emilia merece esta pureza.

Con el peso de la mujer, el elástico suena lánguidamente. El brazo de ella por poco lo asfixia. Era nuevo. Caramba.

—¿Qué hora es? —dijo en voz alta para sí y estaba despejándose.

Por entre los dientes que mordían un alfiler de gancho, la mujer dijo algo que podía ser: «Las tres».

Las tres del día primero. Horrible, todo perdido, nada para ofrecer. Emilia. Emilia. Emilla. La liberación, precisamente hoy. Nada más que hoy. Sólo queda hoy. Pucha qué lástima.

(1956)

Tan amigos

—Bruto calor —dijo el mozo.

Pareció que el tipo de azul iba a aflojarse la corbata, pero finalmente dejó caer el brazo hacia un costado. Luego, con ojos de siesta, examinó la calle a través del enorme cristal fijo.

—No hay derecho —dijo el mozo—. En pleno octubre y achicharrándonos.

—Oh, no es para tanto —dijo el de azul, sin énfasis.

—¿No? ¿Qué deja entonces para enero?

—Más calor. No se aflija.

Desde la calle, un hombre flaco, de sombrero, miró hacia adentro, formando pantalla con las manos para evitar el reflejo del ventanal. En cuanto lo reconoció, abrió la puerta y se acercó sonriendo.

El de azul no se dio por enterado hasta que el otro se le puso delante. Sólo entonces le tendió la mano. El otro buscó, de una ojeada rápida, cuál de las cuatro sillas disponibles tenía el hueco de pantasote que convenía mejor a su trasero. Después se sentó sin aflojar los músculos.

—¿Qué tal? —preguntó, todavía sonriendo.

—Como siempre —dijo el de azul.

Vino el mozo, resoplando, a levantar el pedido. —Un café... livianito, por favor.

Durante un buen rato estuvieron callados mirando hacia afuera. Pasó, entre otras, una inquietante mujercita en blusa y el recién llegado se agitó en el asiento. Después sacudió la cabeza significativamente como buscando el comentario, pero el de azul no había sonreído.

—Lindo día para ser rico —dijo el otro.

—¿Por qué?

—Te echás en la cama, no pensás en nada, y a la tardecita, cuando vuelve el fresco, empezás otra vez a vivir.

—Depende —dijo el de azul.

—¿Eh?

—También se puede vivir así.

El mozo se acercó, dejó el café liviano, y se alejó con las piernas abiertas, para que nadie ignorase que la transpiración le endurecía los calzoncillos.

—Tengo la patrona enferma, ¿sabés? —dijo el otro.

—¿Ah sí? ¿Qué tiene?

—No sé. Fiebre. Y le duelen los riñones.

—Hacela ver.

—Claro.

El de azul le hizo una seña al lustrador. Éste escupió medio escarbadientes y se acercó silbando.

—Hace unos días que andás de trompa —dijo el otro.

—¿Sí?

—Yo sé que la cosa es conmigo.

El lustrador dejó de embetunar y miró desde abajo, con los dientes apretados, entornando los ojos.

—Lo que pasa es que vos embalás en seguida.

—¿De veras?

—Se te pone que un tipo estuvo mal y ya no hay quien te frene. ¿Vos qué sabés por qué lo hice?

—¿Por qué hiciste qué?

—¿Ves? Así no se puede. ¿Qué te parece si hablamos con franqueza?

—Bueno. Hablá.

Ambos miraban el zapato izquierdo que empezaba a brillar. El lustrador le dio el toque final y dobló cuidadosamente su trapito. «Son veinticinco», dijo. Recogió el peso, entregó el vuelto y se fue silbando hacia otra mesa, mientras volvía a masticar la mitad del escarbadientes que había conservado entre las muelas.

—¿Te creés que no me doy cuenta? A vos se te ocurrio que yo le hablé al Viejo para dejarte mal.

—¿Y?

—No fue para eso, ¿sabés? Yo no soy tan cretino...

—¿No?

—Le hablé para defenderme. Todos decían que yo había entrado a la Gerencia antes de las nueve. Todos decían que yo había visto el maldito papel.

—Eso es.

—Pero yo sabía que vos habías entrado más temprano.

Un chico rotoso y maloliente se acercó a ofrecer pastillas de menta. Ni siquiera le dijeron que no.

—El Viejo me llamó y me dijo que la cosa era grave, que alguien había loreado. Y que todos decían que yo había visto el papel antes de las nueve.

El de azul no dijo nada. Se recogió cuidadosamente el pantalón y cruzó la pierna.

—Yo no le dije que habías sido vos —siguió el otro, nervioso, como si estuviera a punto de echarse a correr, o a llorar—. Yo dije que habían estado antes que yo, nada más... Tenés que darte cuenta.

—Me doy cuenta.

—Yo tenía que defenderme. Si no me defiendo, me echa. Vos bien sabés que no anda con chiquitas.

—Y hace bien.

—Chih, decís eso porque sos solo. Podés arriesgarte. Yo tengo mujer.

—Jodete.

El otro hizo ruido con el pocillo, como para borrar la ofensa. Miró hacia los costados, repentinamente pálido. Después, jadeante, desconcertado, levantó la cabeza.

—Tenés que comprender. Figurate que yo sé demasiado que vos si querés me liquidás. Tenés como hacerlo. ¿Me iba a tirar justamente contra vos? No tenés más que telegrafiar a Ugarte y yo estoy frito. Te lo digo para que veas que me doy cuenta. No me iba a tirar justamente contra vos, que tenés flor de banca con el Rengo... ¿Me entendés ahora?

—Claro que te entiendo.

El otro hizo un ademán brusco, de tímida protesta, y sin querer empujó el vaso con el codo. El agua cayó hacia adelante, de lleno sobre el pantalón azul.

—Perdoná. Es que estoy nervioso.

—No es nada. En seguida se seca.

El mozo se acercó, recogió los más importantes trozos de vidrio. Ahora parecía sufrir menos el calor. O se había olvidado de aparentarlo.

—Por lo menos, dame la tranquilidad de que no vas a telegrafiar. Anoche no pude pegar los ojos...

—Mirá... ¿querés que te diga una cosa? Dejá ese tema. Tengo la impresión de que me tiene podrido.

—Entonces... no vas a...

—No te preocupes.

—Sabía que ibas a entender. Te agradezco. De veras, che.

—No te preocupes.

—Siempre dije que eras un buen tipo. Después de todo tenías derecho a telegrafiar. Porque yo estuve mal... lo reconozco... Debí pensar que...

—¿De veras no podés callarte?

—Tenés razón. Mejor te dejo tranquilo.

Lentamente se puso de pie, empujando la silla con bastante ruido. Iba a tender la mano, pero la mirada del otro lo desanimó.

—Bueno, chau —dijo—. Y ya sabés, siempre a la orden... cualquier cosa...

El de azul movió apenas la cabeza, como si no quisiera expresar nada concreto. Cuando el otro salió, llamó al mozo y pagó los cafés y el vaso roto.

Durante cinco minutos estuvo quieto, mordiéndose despacio una uña. Después se levantó, saludó con las cejas al lustrador, y abrió la puerta.

Caminó sin apuro, hasta la esquina. Examinó una vidriera de corbatas, dio una última chupada al cigarrillo y lo tiró bajo un auto.

Después cruzó la calle y entró en la Oficina de Telégrafos.

(1956)

Familia Iriarte

Había cinco familias que llamaban al jefe. En la guardia de la mañana yo estaba siempre a cargo del teléfono y conocía de memoria las cinco voces. Todos estábamos enterados de que cada familia era un programa y a veces cotejábamos nuestras sospechas.

Para mí, por ejemplo, la familia Calvo era gordita, arremetedora, con la pintura siempre más ancha que el labio; la familia Ruiz, una pituca sin calidad, de mechón sobre el ojo; la familia Durán, una flaca intelectual, del tipo fatigado y sin prejuicios; la familia Salgado, una hembra de labio grueso, de esas que convencen a puro sexo. Pero la única que tenía voz de mujer ideal era la familia Irlarte. Ni gorda ni flaca, con las curvas suficientes para bendecir el don del tacto que nos da natura; ni demasiado terca ni demasiado dócil, una verdadera mujer, eso es: un carácter. Así la imaginaba. Conocía su risa franca y contagiosa y desde allí inventaba su gesto. Conocía sus silencios y sobre ellos creaba sus ojos. Negros, melancólicos. Conocía su tono amable, acogedor, y desde allí inventaba su ternura.

Con respecto a las otras familias había discrepancias. Para El¡zalde, por ejemplo, la Salgado era una petisa sin pretensiones; para Rossi, la Calvo era una pasa de uva; la Ruiz, una veterana más para Correa. Pero en cuanto a la familia Iriarte todos coincidíamos en que era divina, más aún, todos habíamos construido casi la misma imagen a partir de su voz. Estábamos seguros de que si un día llegaba a abrir la puerta de la oficina y simplemente sonreía, aunque no pronunciase palabra, igual la íbamos a reconocer a coro, porque todos habíamos creado la misma sonrisa inconfundible.

El jefe, que era un tipo relativamente indiscreto en cuanto se refería a los asuntos confidenciales que rozaban la oficina, pasaba a ser una tumba de discreción y de reserva en lo que concernía a las cinco familias. En esa zona, nuestros diálogos con él eran de un laconismo desalentador. Nos limitábamos a atender la llamada, a apretar el botón para que la chicharra sonase en su despacho, y a comunicarle, por ejemplo: «Familia Salgado.» Él deci@a sencillamente «Pásemela» o «Dígale que no estoy» o «Que llame dentro de una hora». Nunca un comentario, ni siquiera una broma. Y eso que sabía que éramos de confianza.

Yo no podía explicarme por qué la familia Iriarte era, de las cinco, la que llamaba con menos frecuencia, a veces cada quince días. Claro que en esas ocasiones la luz roja que indicaba «ocupado» no se apagaba por lo menos durante un cuarto de hora. Cuánto hubiera representado para mí escuchar durante quince minutos seguidos aquella vocecita tan tierna, tan graciosa, tan segura.

Una vez me animé a decir algo, no recuerdo qué, y ella me contestó algo, no recuerdo qué. ¡Qué día! Desde entonces acaricié la esperanza de hablar un poquito con ella, más aún, de que ella también reconociese mi voz como yo reconocía la suya. Una mañana tuve la ocurrencia de decir: «¿Podría esperar un instante hasta que consiga comunicación?» y ella me contestó: «Cómo no, siempre que usted me haga amable la espera.» Reconozco que ese día estaba medio tarado, porque sólo pude hablarle del tiempo, del trabajo y de un proyectado cambio de horario. Pero en otra ocasión me hice de valor y conversamos sobre temas generales aunque con significados particulares. Desde entonces ella reconocía mi voz y me saludaba con un «¿Qué tal, secretario?» que me aflojaba por completo.

Unos meses después de esa variante me fui de vacaciones al Este. Desde hacía años, mis vacaciones en el Este habían constituido mi esperanza más firme desde un punto de vista sentimental. Siempre pensé que en una de esas licencias iba a encontrar a la muchacha en quien personificar mis sueños privados y a quien destinar mi ternura latente. Porque yo soy definidamente un sentimental. A veces me lo reprocho, me digo que hoy en día vale más ser egoísta y calculador pero de nada sirve. Voy al cine, me trago una de esas cursilerías mejicanas con hijos naturales y pobres viejecitos, comprendo sin lugar a dudas que es idiota, y sin embargo no puedo evitar que se me haga un nudo en la garganta.

Ahora que en eso de encontrar la mujer en el Este, yo me he investigado mucho y he hallado otros motivos no tan sentimentales. La verdad es que en un balneario uno sólo ve mujercitas limpias, frescas, descansadas, dispuestas a reírse, a festejarlo todo. Claro que también en Montevideo hay mujercitas limpias; pero las pobres están siempre cansadas. Los zapatos estrechos, las escaleras, los autobuses, las dejan amargadas y sudorosas. En la ciudad uno ignora prácticamente cómo es la alegría de una mujer. Y eso, aunque no lo parezca, es importante. Personalmente, me considero capaz de soportar cualquier tipo de pesimismo femenino, diría que me siento con fuerzas como para dominar toda especie de llanto, de gritos o de histeria. Pero me reconozco mucho más exigente en cuanto a la alegría. Hay risas de mujeres que, francamente, nunca pude aguantar. Por eso en un Balneario, donde todas ríen desde que se levantan para el primer baño hasta que salen mareadas de¡ Casino, uno sabe quién es quién y qué risa es asqueante y cuál maravillosa.

Other books

The Multiple Man by Ben Bova
Brangelina by Ian Halperin
Into the Dark Lands by Michelle Sagara West
El arte del asesino by Mari Jungstedt
April Adventure by Ron Roy
All That Mullarkey by Sue Moorcroft
The Trial of Dr. Kate by Michael E. Glasscock III