Cuentos completos (22 page)

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Authors: Mario Benedetti

Todo falló, naturalmente: desde las acciones de Fiecosa hasta los préstamos en cadena. Mamá gritó tenazmente durante cuatro horas, después tuvo un colapso. No bien se recuperó, empezó a reprocharle al viejo de la mañana a la noche la desgraciada inversión. Quizá el viejo no había contado con esa cantinela. Quizá había confiado en derrotar por una sola vez a su intuición. Lo cierto fue que el derrumbe lo consumió, lo deshizo, literalmente acabó con él. Cuando mamá se dio cuenta de que la hora del reproche había pasado, el médico ya había pronunciado la palabra trombosis.

Ahora el viejo estaba allí, junto a Arredondo y junto a mí. Yo tenía una tristeza que excedía el ánimo, una tristeza que también era corporal. Me miraba las manos y éstas también estaban sucias de tristeza. Hasta ese momento yo había oído decir «triste» y el corazón se me había llenado de una oleada romántica, de una agradable melancolía. Pero esto era otra cosa. Me sentía triste y pesado, triste y vacío. La tristeza, ahora que la tocaba, era algo más bien asfixiante, pegajoso, una cosa fría que uno no podía sacarse de la cara, de los pulmones, del estómago. Quizá yo habría deseado para él una vida mejor. Mejor no es tampoco la palabra. Que su vida hubiera tenido una pasión vitalizadora, un odio estimulante, qué sé yo, algo que le hubiera puesto en los ojos ese mínimo de energía que parece indispensable para sentirse poseedor de una rebanada de verdad.

Nos habíamos tenido afecto, era cierto. ¿Y eso qué? Probablemente no habíamos sabido nada el uno del otro. Una incapacidad de comunicación nos había mantenido a prudente distancia, postergando siempre el intercambio franco, generoso, para el cual, por otras razones, estábamos bien dotados. Ahora él estaba allí, rígido, ni siquiera en paz, ni siquiera definitivamente muerto, y toda consideración era ya inútil, por lo menos tan inútil como puede parecer un brillante alegato cuando ya ha vencido sin remedio la última de las prórrogas.

Abrí los ojos y Arredondo no estaba. Respiré con alivio. Sin embargo, había una mano apoyada en mi hombro. Una mano liviana, o, por lo menos, que se afanaba en no pesar. Yo no estaba en disposición de adivinar, de hacer pronósticos, de modo que pensé en un nombre, un solo nombre. Después de todo, era bastante insólito que pensase en María Julia, pero acaso se debiese al cansancio. No la veía desde antes de que bajáramos a la capital. Sin embargo, era ella. Primero tomé su mano, después la senté a mi lado, en el sofá. No lloraba. «Una fina atención de su parte», pensé, y me sentí profundamente ridículo. En la tristeza se fue abriendo paso una cuiía de afecto, de infancia compartida. María Julia, entonces. Parecía más tranquila. Y más alta, claro. Y quizá menos segura de sí. Y con menos pecas. Y sin el saco azul.

Durante un buen rato, estuvo callada. Su mirada no era la corriente moneda de pésame. Evidentemente, me investigaba a fondo, pero hubo además algún parpadeo de cariño, de cosa recuperada, de precisa memoria.

Fue a partir de ese momento que me sentí mejor.

4.

En la casa de la calle Dante, yo me sentaba siempre en la misma silla, frente al mismo cuadro alegórico (una mujer desnuda, con un pálido rostro puro ojos, que surgía intacta de una terrible hoguera, en la que había innumerables llamas con cabezas de monstruos) y hacía repiquetear los dedos en la misma veta de la mesa de roble. Yo llegaba a las nueve de la noche y por lo común me recibía la tía, vestida siempre de impecable negro, con un encaje pectoral que dejaba entrever una zona ineluctablemente fláccida surcada de venitas casi violáceas y con dos verrugas simétricas que contribuían a dejar malparado el sentido estético de Dios o por lo menos el de sus vicarios en el acto de crear cuerpos al azar.

«Nena, llegó tu novio», decía la tía, volviendo la cabeza hacia el fondo y pronunciando la ve corta como sólo consiguen hacerlo ciertas maestras de primer grado. Desde su cuarto, María Julia gritaba: «Ya voy, Rodolfo», y entonces comenzaban a correr los inevitables quince minutos de monólogo exterior, durante los cuales la señora me abrumaba a preguntas acerca de mi trabajo, de política, de bueyes perdidos.

En realidad, ella no tenía necesidad de mis respuestas. Con una sola carraspera sabía dar un tema por clausurado, y así, casi sin que el respiro tuviese una repercusión en el inocuo encaje, encontrar algo de pecaminoso en todo cuanto caía en la órbita de su observación, de su conocimiento, de su fantasía, la cual no era, por cierto, abundante, ni siquiera concentrada, pero incluía en cambio una activa disposición para desglosar el chisme y revitalizarlo.

María Julia comparecía, al fin: «¿Verdad que hoy está hecha un primor?», preguntaba la tía y yo quedaba automáticamente sumido en un silencio en el que se diluían todos mis cumplidos. El primor era una muchacha de veintiocho años, que empezaba a perder su expresión infantil sin haber adquirido aún otra sucedáneo, de mayor plenitud, con el pelo corto y suelto, los brazos desnudos y un vestido con un prendedor de colores vivos y un cinturón ancho, liso, de un solo tono (generalmente verde oscuro o marrón), con hebilla dorada.

Me daba la mano, retirándola en seguida. Después se sentaba en la silla número dos, la que tenía manchado el tapizado. Entonces la tía me decía: «Con tu permiso, Rodolfo.» Arrancaba con un impulso que parecía imposible de ser frenado por lo menos hasta la cocina, pero en realidad se detenía en la habitación contigua, desde donde iniciaba su vigilancia, dispuesta a aparecer en el espacio que mediaba entre el segundo beso y el tercero.

La medida de precaución era más vale innecesaria, ya que la sobrina sabía defenderse; y se defendía. No precisamente con reproches o con falsos pudores, ni siquiera con un amanerado desamor. Su defensa era más sutil que todo eso, algo que quizá podía calificarse como una denonada resistencia a la emoción, o como el designio de contemplar desde fuera todo transporte sentimental en el que ella misma estuviese implicada. Por ejemplo: para besar nunca cerraba los ojos. Por otra parte, si estábamos de pie y abrazados, yo tenía conciencia de que ella, por encima de mi hombro, se miraba en el espejo de la pared. Su divisa podría haber sido: «No entregarse», siempre que esa no entrega se hubiera referido a algo más que al sosegado cuerpo.

Aparte de eso, no oponía resistencia. Me abandonaba sus manos («de pianista» decía la tía), se prestaba mansamente a mis caricias, incluso revelaba cierto placer cuando yo le pasaba una mano por el pelo, ahora bastante más oscuro que la paja de escoba. Pero lo peor de todo era que esa actitud estaba impidiendo algo más importante: que yo mismo me sintiera inscripto en aquel marco de escenas que debían ser de amor.

Hablábamos, también. Ella se refería con frecuencia a un tema que era de su predilección: la muerte de mi viejo. Claro que no se detenía en la muerte y retrocedía más aún, hasta llegar a Arredondo y su ingenua, previsible, trampa. Parecía entender que la palabra estafa nos hacía socios, colegas, camaradas qué sé yo. Su padre había sido estafador; el mío había sido estafado. Con su entusiasmo en tratar este asunto, María Julia parecía querer inculcarme la convicción de que ella y yo (ya que la deshonestidad había rozado tanto a su padre como al mío) éramos algo así como hijos de la estafa. «Cuando a tu papá le hicieron el calotito»; decía refiriéndose al plan Arredondo y empleaba el mismo diminutivo que había usado, diecisiete años atrás, en el altillo, al narrarme los motivos de aquel suicidio.

Martes y jueves eran noches de visita, pero los sábados il:>amos al cine. Los tres. No sé por qué la tía no se sentaba nunca junto a María Luisa, sino junto a mí. Quizá, a los efectos de cumplir su guardia, desde allí la visibilidad era mejor. De todos modos, su proximidad no era lo que se dice un placer. Había un suspiro entrecortado que siempre terminaba en tos asmática, y, más aún, en aquellos casos en que el film apelaba a las mejores reservas sentimentales del espectador, la tía lloraba con un hipo casi eléctrico que provocaba un desagradable temblor en varios respaldos a la redonda. Afortunadamente María Julia no participaba de esa permeabilidad a la emoción. En la pantalla podía aparecer la más estremecedora de las escenas, desde una simple abuelita rodeada de nietos inefables, hasta el fantasma de la tuberculosis provocando toses premonitorias en una noche de bodas; las buenas mujeres de la platea podían sonar sus narices cuando el apuesto teniente no volvía de la guerra a los amantes brazos de su novia encinta. Todo podía ser extremadamente conmovedor; sin embargo, al encenderse las luces, era más que seguro que María Julia tendría sus ojos brillantes pero secos, y, además, que formularía su comentario de rigor: «Qué cosa. Nunca puedo olvidarme de que no están viviendo, sino representando.»

En mis relaciones con María Julia, con la tía, con la casa entera, había barreras que yo nunca podría atravesar, de eso estaba seguro. jamás llegaría a saber qué se pretendía exactamente de mí. La tía siempre me hacía propaganda de María Julia (su peinado, sus labores, sus postres) en el mejor estilo de las suegras del Centenario, pero nunca manifestaba urgencia ni preocupación respecto al casamiento. La sobrina, por su parte, no hacía preparativos. Cuando las de Corrales o las de Uslenghi, que a veces abandonaban la casa de la calle Dante en el preciso momento de mi arribo, le hacían alguna broma sobre «el ajxiar», ella sólo decía: «Ya habrá tiempo de pensar, ya habrá tiempo.» Yo a veces tenía la impresión de que las dos mujeres me consideraban como algo demasiado seguro, y eso sólo en parte me fastidiaba, ya que en el fondo más infalible de mí mismo tenía que reconocer que era cierto que yo era un candidato demasiado seguro.

Tenía mis dudas, claro. Siempre las tuve. Sobre todo dudas acerca de mis propios sentimientos. ¿Quería yo a María Julia? Más claramente, ¿la quería como para hacerla mi mujer? Quizá mi teoría y mi versión del amor fueyan rudimentarias, pero de todas maneras uno tiene sus sueños y en los sueños uno jamás es rudimentario. Bueno, ella no se correspondía con esos sueños. Yo la necesitaba, sin embargo, y esa necesidad se hacía patente de muy diversos modos: por ejemplo, cuando pasaba varios días sin verla me entraba una desazón, una extraña inquietud que iba desacomodando los sucesivos niveles y compartimientos de mi vida diaria. Aquí y allá me ocurrían cosas de las que yo sabía por adelantado que en María Julia no hallarían otro eco, otra repercusión, que un simple comentario, tan bien educado como insincero. Pese a todo, tenía que hablar con ella, tenía que saber que ella estaba juzgando mis acciones y mis reacciones, que era mi testigo, al fin. Llegaba el martes, llegaba el jueves, y cuando sentados frente a frente en el comedor, yo comenzaba a hablar de mis modestas peripecias, la sensación de necesidad se me diluía sólo con ver sus ojos.

Estaba, asimismo, el deseo. Mi deseo. Ella no tenía esas preocupaciones. Para mis manos era mujer, la mujer tal vez. Es bastante probable que la primera mujer que tocamos pueda llegar a convertirse en la unidad de deseo para el resto de nuestros días, y sobre todo, de nuestras noches. Yo deseaba a María Julia, pero ¿cuándo?, pero ¿cómo? No habría podido darme cuenta de que ella besaba con los ojos abiertos, si yo, a mi vez, no hubiera abierto los míos.

En cierta oportunidad mi madre me dijo algo que me molestó: «No te olvides de avisarme el día en que María Julia te haga feliz.» Pero, naturalmente, mi madre nunca la había podido tragar.

5.

El día en que cumplí treinta y siete años, me encontré con el Tito Lagomarsino en Mercedes y Río Branco. Estaba feliz porque Marta, la hija de Nélida Roldán, había salvado un examen monstruo. Lo cierto fue que caminamos hasta Dieciocho y Ejido, y allí estaban Nélida y la muchacha. Hacía como cinco años que yo no veía a Marta. La felicité por su éxito y ella contó entonces cómo se le había caído el lápiz de labios en pleno examen y cómo ella y el presidente de la mesa se habían agachado al mismo tiempo para recogerlo, y cómo se habían mirado por debajo de la mesa: «Yo creo que el pobre tipo me salvó nada más que para que yo no les contara a los profesores lo ridículo que quedaba allá abajo, con la peluca ladeada sobre la oreja.»

De pronto me sentí reír, y casi me asusté. Parecía la risa de otro, la risa de algún ser afortunado, poseedor de una vida plena, altamente satisfactoria, casi diría triunfante. No es conveniente reírse con una risa ajena, así que de inmediato me quedé serio y desconcertado. Marta, en cambio, parecía muy segura de sí misma y de su anécdota, y a la tercera mirada me di cuenta de que era simpática, linda, dulce, alegre, inteligente, etc. Cuando Tito mencionó no sé qué entrevista para la que estaban citados a las tres y cuarto, y yo tuve que separarme y le di la mano a Marta, me prometí solemnemente volver a verla, sin testigos de estorbo.

Sólo dos meses después pude cumplir mi promesa. Encontré a Marta en un café, frente a la Universidad. Estuvimos hablando exactamente una hora y media. De nuevo reí con la risa de¡ otro, pero esa vez me preocupó menos. En la hora y media supe yo de ella, y ella de mí, mucho más de lo que hubiera podido caber en todas las conferencias intercambiadas con María Julia en nuestros años de noviazgo y costumbre. Todo fue tan fluido, tan espontáneo, tan natural, que a ninguno de los dos nos pareci6 nada raro que de pronto mi mano estuviera en su mano, que nos miráramos a los ojos como dos adolescentes o dos tontos. Menos extraño pudo parecer que una semana después nos acostáramos juntos y que por primera vez se cumpliera el deseo de mi padre y me sintiera vocacionalmente poderoso.

Hay que reconocer que Marta era, sobre todo, un cuerpo, pero como tal no tenía desperdicio. Ahora bien, en Marta el espíritu no molestaba para nada, puesto que se adaptaba espléndidamente al impecable envase. Tenerla abrazada, estrecha o laxamente, pasar mis manos por cualquier zona de su piel, era siempre una experiencia tonificante, una transfusión de optimismo y de fe. En las primeras veces asistí, con una especie de ingenuo asombro, a la comprobación de cuán insuficiente podía ser mi primitiva unidad de deseo; pero pronto aprendí a multiplicarla.

Era casi maravilloso que mis manos, mis vulgares e inhábiles manos de siempre, de buenas a primeras pudieran volverse tan eficaces, tan activas, tan creadoras. Había por fin una carne que respondía, una piel con la que era posible dialogar. Marta no me preguntaba nunca por mi novia. Perdón. Ahora me acuerdo que me interrogó: «¿Alguna vez te acostaste con ella?» Respondí que no, en voz tan alta que yo mismo quedé sorprendido. Mi negativa sonó como un rechazo, casi como un exorcismo. Marta primero sonrió divertida, luego me miró con piadoso estupor.

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