Cuentos completos (26 page)

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Authors: Mario Benedetti

Miss Folwell mojó sus labios con su último tequila, carraspeó, sonrió, parpadeó. Luego dijo: «
Now clever, or never
.» Nada más. Farías dio cauce a su estupefacción con un soplido levemente irrespetuoso que expelió entre los labios apretados. Pero Miss Folwell agregó: «Eso es todo.» Otro soplido. Entonces Miss Paine, discreta y servicial complementó: «Una verdadera proeza, Mr. Farías. Fíjese qué tremendo sentido en sólo cuatro palabras:
Now clever, or never
. Lo publicó el
Saturday Evening Post
, el 15 de agosto de 1949». «Tre-tremendo», asintió Farías, en tanto que Miss Folwell se levantaba en tres etapas y se dirigía a LADIES.

«Di-dígame, Agnes», empezó Farías lo que creyó iba a ser una frase mucho más larga, «¿po-por qué les gusta tanto el pi-cante y la po-poesía?» «Qué curioso que usted junte las dos cosas en una sola pregunta, Orlando», dijo Miss Paine correspondiendo al nuevo tratamiento y a la nueva confianza, «pero tal vez tenga razón. ¿Cree usted que sean dos formas de evasión?» «¿Po-por qué no?», dijo Farías, «pero ¿eva-vadirse de qué?» «De la sordidez. De la responsabilidad.» A Farías le pareció que Miss Paine elegía las palabras al azar, como quien escoge naipes de un mazo. Ella emitió un suspiro antes de agregar: «De la realidad, en fin.»

4.

«Tenemos que recoger a Nereida Pintos en Georgetown», dijo el guatemalteco, «y después seguimos hasta casa de Harry. Van a ver qué gringo más divertido.» «¿Y quién es la Nereida?», preguntó el chileno. «Mira, nació en Tegucigalpa, pero hace como mil años que está aquí en Washington. Dicen que cocina unos poemas muy pastoriles y unas albóndigas estupendas. Además es lesbiana, pobre...»

Desde el asiento trasero del Volkswagen, Farías los escuchaba y se dejaba llevar. Había conocido a Montes, el chileno, y a Ortega, el guatemalteco, en una fiesta del Pen Club, en Nueva York. Montes enseñaba literatura hispanoamericana en la Universidad de Notre Dame (
Notredéim
, pronunciaban los yanquis) y ahora estaba en Washington para alguna investigación en la Biblioteca del Congreso. Ortega no era profesor, ni poeta, ni siquiera periodista; sólo un arevalista repugnado del castillo-armismo y su colofón llamado Ydígoras. Desde hacía dos años, se las rebuscaba como podía en los Estados Unidos, particularmente en Washington, donde tenía un apartamentito y conseguía todo tipo de descuentos y oportunidades a los miembros de la colonia latinoamericana. Al apartamento concurrían con frecuencia norteamericanas jóvenes, desatendidas por sus maridos. Ortega tenía una explicación para esa infelicidad sexual: «Saben, chicos, estos gringos necesitan muchos
martinis
para tomar coraje, pero siempre les viene el sueño antes que el coraje.»

Farías los oía hablar y reírse y blasfemar, y le parecía que esos dos, nacidos a tantos miles de kilómetros uno de otro, eran ciertamente más semejantes entre sí que cualquiera de ellos con respecto a él mismo. Uno venía de Cuajiniquilapa y otro de Valdivia, pero algo tenían en común: la fruta guatemalteca y el cobre chileno que les explotaba el gringo. Ése era el idioma único, latinoamericano, en que se entendían. En Nueva York le había dicho el chileno: «Ustedes los uruguayos tienen la suerte y la desgracia de que Estados Unidos no precise la lana. No les compra. No los explota. No los indigna.»

«Y ya sabes, Farías», estaba recomendando Ortega, «Si precisas radios o transistores, grabadoras, planchas, banlones, bolígrafos o cámaras, no vayas a caer en esos
Discount
que son unos gangsters. Me dices a mí y te consigo lo mejor, más todavía, te cedo la mitad de mi comisión. No te digo que te lleves una refrigeradora, porque a lo mejor te encuentras un guardia incomprensivo y te la sacan en tu aduana. Ustedes en el Sur tienen tanto melindre...»

Nereida salió de su casa no bien tocaron el timbre. A la vista de sus ojeras (anchas, profundas, moradas) Farías sintió una especie de choque que no era vértigo ni repugnancia, pero que participaba de ambas sensaciones. Tendría unos cincuenta años y unos noventa kilos, aunque estoicamente embretados en quién sabe cuántas fajas o sucedáneos. Se sentó atrás con Farías. Éste, por decir algo, elogió a Georgetown. «Ah, me encanta Georgetown», dijo ella, «me encanta Washington, me encanta Estados Unidos. Creo que jamás podría volver a Centroamérica.» «¿Por qué, Nereida?» preguntó Ortega desde el frente, «¿somos salvajes?» «Son una sociedad feudal, eso es lo que son, con esos maridos que se creen Júpiteres Tonantes y esas mujeres que se creen felpudos de Júpiter. Aquí es un matriarcado, qué hermosura. Seguro que usted, Orlando, habrá sido invitado a cenar en un Typical American Home. ¿No le parecen un encanto esos americanitos rozagantes y con delantal, vigilando el pastel que pusieron en el horno? ¿Se fijó que aquí son las mujeres las que descorchan las botellas?» Se rió tan fuerte que Ortega la hizo callar. «Son estupendos», siguió Nereida, «yo estoy por el matriarcado. Por eso este país llegó a donde llegó.» «¿Adónde llegó?», preguntó Montes. Nereida no dijo nada. En rigor, nadie se molestó en responder.

En Riverdale los esperaban Harry y su mujer. Farías pasóal auto del matrimonio. Era un privilegio al que le hacía merecedor su inglés deshilachado. Harry hablaba algo de español, pero Flora sólo sabía decir: «Hasssta la visssta.» Lo miraba a Farías, le hacía adiós con la mano, decía: «Hasssta la visssta», y soltaba una carcajada. Farías la acompañó sin mayor convicción en varios de esos estallidos, pero a los quince minutos empezó a sentir un poco doloridas sus mandíbulas, y desde ese momento se limitó a sonreír con elaborada solidaridad.

«Los voy a llevar a un sitio maravilloso», dijo Harry, feliz de poder gastar su vocación de líder, y agregó en seguida: ¿Qué les pareció Nueva York?» «Fascinante, por muchas razones», contestó Farías. «¿Cuántas de esas razones usaban faldas?», inquirió Flora. Farías volvió a sonreír y sacudió la cabeza: «Ya sé, ya sé», dijo Flora, «ahora abandonó Nueva York y les dijo Hasssta la Visssta». Por primera vez, Harry acompañó a su mujer en la carcajada. «¿Estuvo en el Radio City?», preguntó Harry. «Claro que estuve. Es una de las cosas que más me fascinaron. Ese afán de hacerlo todo con mayúscula, esa falta de originalidad para ser originales. Dígame una cosa, Harry, ¿por qué cuando esa enorme orquesta, que sube y baja y da vueltas sobre su gigantesca plataforma, tiene que tocar un concierto para violín y orquesta, se elige que la solista toque corneta en vez de violín y vista de
shorts
en vez de largo? Me parece muy bien que las monjas norteamericanas vayan a escuchar
rock
y pataleen junto a las fans, pero no puedo tragar ese conglomerado de Sibelius y lindas pantorrillas.» «Take it easy, Orlando», interrumpió Harry, «me parece que usted está influido por Fidel Castro». La diversión fue general. «Ahora le digo en serio. No crea que se puede ser musicalmente antiimperialista. Esa receta del Radio City no está mal, después de todo. Gracias a las lindas pantorrillas, el público deglute a Sibelius. Difusión cultural, ¿okei? De todos modos, lo que usted me cuenta es bastante mejor que el programa de la Navidad pasada, cuando Papá Noel volaba en helicóptero por el interior de la sala.

El sitio maravilloso era Great Fall, estado de Maryland. Farías reconoció que el espectáculo de los saltos de agua valía la pena. «A ver esa formidable organización de picnic», dijo el guatemalteco refiriéndose a Harry. «Harry es el especialista», completó Nereida.

Entonces Harry extrajo del auto una valija, no demasiado voluminosa, y de ella sacó la pequeña heladera, un verdadero chiche, donde estaba la carne; luego, una especie de parrilla aerodinámica y desarmable que en un minuto fue puesta en condiciones: también un combustible sintético (algo así como pelotas de carbón); por último, un pomo con un líquido inflamable, especial para carbón sintético, especial para picnics especiales. Farías encontró que el fósforo y el hambre eran los únicos puntos de contacto con un asado del Cono Sur. Flora infló unos almohadones de nailon y todos se sentaron alrededor de aquel fuego civilizado y sin problemas, excesivamente resuelto y preparado. Si no hubiera sido por el toque natural que representaba el salto de agua, el picnic podría haberse realizado en el piso del Empire State Building.

Después del almuerzo miraron un rato la TV a transistores, especial para picnics, pero Nereida dijo que no le gustaban las de vaqueros. Entonces Harry extrajo su
Polaroid
, reunió al grupo junto a las cenizas esféricas del carbón sintético, e insistió en que Flora tomase una foto en la que él apareciese junto a los cuatro latinoamericanos. Hizo una broma sobre la diferencia entre sus 1,93 m de altura y los 1,69 que medía el más alto de los otros. «Y son capaces de creer que no son subdesarrollados», dijo. A los cuatro minutos de haber tomado la foto, la copia ya estaba disponible. «Esto es civilización», dijo Harry respondiendo a los aplausos de Nereida. Farías no hubiera podido asegurar si el yanqui estaba orgulloso o sólo se burlaba de los hábitos nacionales. Quizás hubiese un poco de ambas cosas. Farías lo encontraba simpático y sincero. Flora le gustaba un poco menos, no sabía bien por qué. En ese momento, ella le estaba mostrando una botella de whisky que tenía agregados unos senos de plástico, monstruosamente inflados. «Esto lo trajo Harry de New Orleans.» Nereida dedicó al artefacto una mirada ansiosa, casi masculina. El chileno se aburría y se fue a contemplar la cataratita, una especie de versión para
Reader's Digest
de las Niagara Falls.

Ortega se llevó discretamente a Farías hasta cerca del camino. «Harry es un buen tipo, ¿no te parece? Por lo menos, no es el producto corriente.» «Sí, me gusta bastante.» «Sabes, admite el American Way of Life, pero lo admite con cierta sorna, y eso en definitiva lo está salvando. No te voy a decir que nos entiende (eso es muy difícil aquí) pero se puede hablar con él de Guatemala o de Bolivia o hasta de Cuba, sin que se ponga histérico. Eso es mucho. Por lo menos, no cree que Roosevelt haya sido comunista.» «¿Y Flora?» «Bueno, Flora se considera una frustrada, porque en la casa Harry es el que manda. De acuerdo al esquema de Nereida, Harry es el que descorcha las botellas y Flora es la que cocina. Claro, no te olvides de que él vivió dos años en México. Tal vez allí se acostumbró...»

Flora andaba con Montes saltando entre las rocas. Harry fumaba con delectación junto al Volkswagen. Nereida leía un
Esquire
, recostada en un árbol. Ortega optó finalmente por unirse a los saltarines de las rocas, y entonces Farías se echó sobre la gramilla, la cabeza apoyada en el rollo que había hecho con su saco. Pensó que en el Uruguay siempre le había huido a los picnics. No tuvo tiempo de sacar conclusiones. Se durmió.

Dos horas más tarde, venía sentado junto a Harry y Flora en el asiento delantero del Chrysler 1960. Los otros se habían ido en el Volkswagen de Ortega, y el matrimonio se había ofrecido a llevarlo hasta Washington. Estaba contento. «Buena gente», pensó. Flora había cruzado las piernas. «Buenas piernas», pensó. Evidentemente, esta tarde sería un buen recuerdo.

«¿Por qué todos ustedes viven fuera de Washington?», preguntó por preguntar. «A mí me parece una ciudad muy agradable.» El perfil de Harry se transfiguró. «¿Cómo quiere que los seres humanos vivamos en Washington si aquí hay nada menos que un 65% de negros?» Farías tragó «¿Y eso qué?» Flora lo miró con dulzura, sin alterarse, seguramente compadecida frente a la incomprensión. «¡Cómo! ¿No entendió, Orlando? ¡65% de negros!» Farías guardó silencio, pero se sintió horrible guardando silencio. Al final tuvo que decir: «Ustedes perdonen, pero no puedo entenderlo.» Harry tenía una expresión cada vez más colérica.

En el cruce de Massachusetts Avenue y calle 4, el Chrysler tuvo que detenerse porque el semáforo estaba rojo. Por la franja reservada a peatones cruzó toda una familia de color. Los dos últimos negritos señalaron a Harry y se rieron. Se rieron como siempre se ríen, con toda la boca, mostrando hasta la campanilla. Eso ya era demasiado para Harry. Dio un tremendo puñetazo sobre el volante y gritó dirigiéndose a Farías: «¡Y usted pregunta por qué no vivimos en Washington! ¡Fíjese, fíjese, ésta es nuestra realidad! ¡Nuestra realidad! ¿Entiende ahora?» «Take it easy, Harry», dijo Flora. «Sí, ahora entiendo», murmuró Farías, y pensó en el
party
de Greenwich Village, en las invictas viejitas de Albuquerque.

Lo dejaron frente al
National
. Farías tuvo que construir una larga frase de gracias por el paseo, el picnic, la comida, la copia de la
Polaroid
, el regreso al hotel. Harry le dio la mano y dijo, ahora más calmo: «Fue un gran placer conocerlo, Orlando, verdaderamente un gran placer». Flora le dio un beso en la mejilla.

Farías se quedó un momento en la puerta del hotel, esperando que el coche arrancara. En el instante en que el Chrysler 1960 empezaba a moverse, Flora hizo adiós con la mano y dijo con fruición: «¡Hasssta la visssta!»

(1961)

Déjanos caer

¿Van Daalhof? Mucho gusto. ¿Así que Arcosa le dio mi teléfono? ¿Está bien el hombre? Hace años que no lo veo. Aquí en la tarjeta dice que usted quiere tema para un cuento y que a él le parece que yo puedo ayudarlo. Bueno, no hace falta decirlo: siempre que pueda, encantado. Los amigos de Arcosa, son mis amigos. ¿Ana Silvestre dijo? Seguro que la conozco. Lo menos desde 1944. Ahora está de novia. Qué cosita. Cómo no que hay tema para un cuento. Pero, eso sí, cámbiele el nombre. Además, usted no es de aquí. Lo publicará en su país, claro. Mejor, mucho mejor. Ana Silvestre. Como nombre de teatro, no me gusta. Nunca pude explicarme por qué no quiso conservar su nombre verdadero: Marlana Larravide. (Con hielo y soda, por favor.) En 1944 era lo que se dice una nena: diecisiete años. Siempre fiacucha, inquieta, despeinada, pero ya en aquella época tenía algo, algo que ponía nerviosos a los muchachos e incluso a los más veteranos, como yo. ¿Cuántos años me da? No se pase, no se pase. Anteayer cumplí cuarenta y ocho, sí señor. Escorpión y a mucha. honra. Sí, hace dieciséis años Mariana era una nenita. Lo mejor que tuvo siempre fueron los ojos. Oscuros, bien oscuros. Muy inocentes, mientras estuvo en la etapa inocente. Y muv depravados, en la otra. En esa época era todavía estudiante de Preparatorios. De Derecho, naturalmente. Estudiaba con los hermanos Zúñlga, el pardo Aristimuño, Elvira Roca y la bombita Anselmi. Eran inseparables, un grupito verdaderamente unido. Venían los seis por la vereda y usted tenía que bajarse, porque ellos no se abrían ni a garrote. Yo los conocía bien, porque era amigo de Arriaga, un profesor de filosofía al que la botijada veneraba como un dios, porque era campechano y venía a las clases en motocicleta. Así hasta que se escrachó, en Captirro y Dragones, contra un tranvía 22 que lo envió al Maciel con una pierna rota y otra también, Jubilándolo para siempre del donjuanismo activo. Pero en ese entonces Arriaga ni soñaba con las muletas. A veces se sentaba conmigo en el café y veíamos entrar y salir a la barra dándose empujoncitos y gritán~ dose chistes idiotas, de esos que sólo hacen reír cuando se está en la edad de los granos. Yo me daba cuenta de que Arriaga le tenía tinas ganas bárbaras a Marlana, pero ella no le daba ni cero cinco en el terrem que a él le interesaba. Lo admiraba como profesor y nada más. Elvira Roca y la bombita Anselmi, un año mayores que ella, ya se acostaban con todo el mundo, pero Mariana se mantenía incólume, deliberadamente confinada a la camaradería y sus coqueteos sin mil¡tancia. Debe haber sido la virginidad más publicitaria del Mundo Libre. Hasta los mozos de café tenían conciencia de que le servían el cortado a una virgen. Lo más notable era que ella declaraba no tener prejuicios; simplemente, no se sentía impulsada hacia la peripecia sexual. Le aseguro que, considerando que no se sentía impulsada, se las arreglaba bastante bien para hacerse mirar, mediante escotes abismales, y estratégicos cruces de piernas. Nunca se pudo saber quién fue el primero. La bombita Anselmi desparramó la noticia de que había sido un adscripto del Vázquez, pero éste, que se llamaba —fíjese usted lo que son las coincidencias— precisamente Vázquez, una noche que tenía unas cuantas copas encima, confesó que había sido el segundo. (Gracias. Y otro cubito. Ahí está.) En realidad, para el placé había varios candidatos, yo entre ellos. Lo que pasaba era que Marlana le decía a todos que, antes de esa caída, sólo había habido «un hombre en su vida». Y uno se quedaba contento, de puro imbécil que era, porque allí ser segundón era casi lo mismo que ser pionero, y todo eso sin las desventajas del estreno. Una cosa hay que reconocer y es que Mariana siempre tuvo un estilo propio. Para la inocencia y para el relajo. Para la farra y para la tristeza. Gozaba de absoluta libertad, porque los pad res estaba n en Santa Clara de Olirnar y ella vivía aquí con una tía que tiene por cierto su pasado glorioso. La casa era en Punta Carreta, cerca de la cárcel. Uno de esos conglomerados de Bello y Reborati, que siempre me hicieron acordar a un juego de armar casitas que tuve cuando botija. La tía se pasaba las semanas en Buenos Aires y Mariana quedaba como dueña y señora de la casa, con su enorme surtido de balconcitos y corredores. Era la ocasión de armar soberbias festicholas, con grapa, amores y discoteca. Arriaga era un habitué de esas reuniones y yo empecé a ir como invitado suyo. Por ese entonces a mí me gustaba la bombita Anselmi, que en el tercer san martín seco se ponía sentimental y había que consolarla de apuro en el altillo. Pensar que en esa época era un bibeló, todo lo redondita que se precisa, y hoy, como digna esposa del edil Rebollo, tiene unas cataplasmas que fueron, tiempo ha, soberbios pectorales. Bueno, pero a eso iba. Muchos de los asistentes a esos carnavalitos privados, se divertían con un solemne sentido del deber. Era una fiesta y había que gritar. Era un baile y había que bailar. Era una jauja y había que reír. Todo previsto. Pero Mariana, que en esa etapa ya no era una nena, no nos esperaba con la risa puesta, no señor. Cuando llegábamos siempre estaba seria, como si la idea no hubiera sido suya y la estuviéramos obligando a divertirse. Pero nosotros la conocíamos: sabíamos que necesitaba crearse un clima, entrar lentamente en caja. El menor de los Zúñlga decía un chiste intelectual, de esos tan rebuscados que cuando uno pesca el resorte, ya le vino el bostezo de tanto esperar; el pardo Aristimuño, como es de Bella Unión, contaba anécdotas de la frontera; Elvira Roca empezaba a tener calor y se sacaba la blusa y compañía; Arriaga, que había seguido cursos de fonética e impostación, recitaba cultísimas indecencias de la antigüedad clásica, y así Mariana empezaba a alegrarse de a poco, con verdadero ritmo, riendo sobre seguro. Fue Raimundo Ortiz, huésped de honor de uno de tales jolgorios, quien, asistiendo a ese ascenso progresivo de lo que él, como buen hombre de tea tro, llamaba el clímax, le propuso a Mariana que ingresara en su conjunto «La Bambalina», de teatro independiente. Qué ojo. Desde el pique —me parece recordar que debutó en una obrita de O'Neill— Mariana fue la favorita de los críticos, que en ese entonces eran pocos pero malos. Ortiz primero, y después Olascoaga (cuando ella se fue de «La Bambalina» para «Telón de fondo», con motivo de los arañazos que le dio la Beba Goñl la noche en que Mariana le arrebató el papel de Ramera IV en una obra que entonces era de vanguardia y hoy es demodé) explotaron el filón y la hicieron representar todos los papeles de putitas de que dispone el repertorio universal. Le juro que, sobre el escenario, parecía extraída del «Blue Star» o del «Atlantic»: el mismo paso, las mismas caídas de ojos, el mismo ritmo de las caderas. (Gracias, todavía tengo en el vaso. Bueno, agréguele, ya que insiste. No se me olvide del cubito. Macanudo.) Nunca le daban papeles románticos o de característica; tampoco ella los reclamaba. Representando el papel de Prostituta (que es, después de Yerma, el más codiciado por las actrices con temperamento) se sentía segura y a sus anchas. En la vida diaria ponía una carita tan hábilmente maquillada de pureza que cuando subía al escenario y se quitaba esa crema llamada disimulo, quedaba brutalmente al natural su expresión de veterana precoz. Quienes la conocían sólo superficialmente, podían creer que su aspecto teatral era lo que se, llama «composición del personajes, pero la verdad era que ella componía un solo personaje, el de Ana Silvestre, cuando se encontraba fuera de la escena. Yo que seguí palmo a palmo toda su carrerita, le puedo asegurar que Marlana estaba más hecha para el cinismo que para la introspección. Se burlaba de las más célebres seriedades del mundo, tales como la Iglesia, la Patria, la Madre y la Democracia. Recuerdo que una noche en la casa de Punta Carreta (para ser exacto, el 3 de febrero de 1958), le dio por organizar una especie de misa profana («misa gris» la llamaba ella) y de rodillas y con perfecto impudor, se puso a rezar: «Déjanos caer en la tentación.» Yo creo que se le fue la mano. Por lo menos, puedo asegurarle que allí empezó su claudicación, su lamentable frustración actual. Porque Dios —¿me entiende?— le tomó la palabra: la dejó caer en la tentación. Usted dirá qué tentaciones, si ya las sabía todas. Pero déjeme contarle, déjeme contarle. El conjunto de Olascoaga estaba ensayando una obrita de autor nacional, en aquel año que fue la epidemia debido a la subvención de Teatros Municipales. Feliz de usted que no asistió a ese auge. Había autores nacionales para regalar. Una vez éramos seis en lo de Chocho, y de los seis, cinco eran autores nacionales. Qué barbaridad. Sólo yo conservé el invicto. Bueno, la obra que ensayaba «Telón de fondo» no era precisamente de las peores. Creo, incluso, que sacó el Tercer Premio en las jornadas. Tenía un airecito sentimental que tocó a los críticos directamente en el sistema circulatorio. Le soy franco y le cotifieso que no me acuerdo del planteo, ni del nudo ni —menos que menos— del desenlace. Pero sí me acuerdo de la figura central: una muchacha abonada a la pureza. El autor (¿sabe quién es? Edmundo Soria, hoy abogado y orador, dicen que se levantó económicamente con su campaña anticomunista; un ingenuo, en fin) bueno, Soria había abrumado a su protagonista con la calamidad universal. Moría el padre y ella cm pura; el padrastro le pegaba y ella seguía pura; el novio la insultaba y ella seguía pura; la echaban del empleo y ella seguía pura; la agarraba una patota y ella seguía pura. Insoportable, lo que se dice insoportable. Al final moría, yo creo que de pureza. Puede ser que yo le haga la sinopsis con cierta mala leche, porque la verdad es que me dio relativa bronca que la pieza cayera bien y que algunos exigentes que yo conozco como si los hubiera barrido, justificaran a Soria con el raquítico argumento de que «cuando uno se propone hacer un melodrama, hay que meterse en él hasta el pescuezo». La verdad es que sin Mariana la pieza hubiera sido un desastre sin levante. Pero déjeme contarle. El papel de la pura no lo iba a hacer Mariana, qué esperanza. Durante tres meses había ensayado Alma Fuentes (nombre verdadero: Natalia Klappenbach) con un fervor y una memoria envidiables. Tres días antes del estreno, Almita cayó con rubéola y Olascoaga se enfrentó a un problema que más que artístico era de conformes. Había pagado por adelantado la mitad del arrendamiento de la Sala Colón —únicas tres semanas libres en todo el i nvierno— y no era cuestión de suspender la temporada. Yo estaba allí la tarde en que Olascoaga reunió al elenco e hizo esta pregunta de emergencia: «¿Quién de ustedes, muchachas, es capaz de hacer el sacrificio de aprenderse el papel de aquí al viernes y, con eso, salvar nuestras finanzas?» Cuando las siete preciosas recién empezaban los mutuos sondeos visuales, ya Mariana había respondido: «Yo ya me sé la letra.» « ¿Vos?», saltó Olascoaga, con un estupor que era casi bronca. Lo miré y me di cuenta de qué estaba pensando: ¿cómo meter a la eterna ramera del elenco en un papel de pura sin claudicaciones? Pero también miré la cara de Mariana y vi que allí había empezado una transformación. Esta vez tenía una expresión, no le diré limpia, pero sí de ganas de limpiarse. Creo que Olascoaga vio 19 mismo que yo, porque le dijo: «¿Verdaderamente te animás?» «Me animo», contestó ella. Y cómo se animó. Desde la primera noche, fue la revelación. Yo no podía creer lo que veía. Con decirle que sólo le faltaba el halo. Una santa, lo que se dice una santa. Cuando la agarraba la patota, daban ganas de fusilarlos. Criminales. Cuando el novio la insultaba, alguien llegó a gritar en la tertulia: «Morite, bestia.» No importaba que el diálogo fuera idiota; ella le inyectaba una fuerza tan conmovedora que hasta yo lagrimeaba en las escenas de bravura. Cuando, al final de la segunda semana, Almita la vio («estás absolutamente descartadas le había dicho Olascoaga después de prometerle Fedra) tuvo un ataque de nervios y con razón; fíjese que la envidia le hacía terrblar el pómulo izquierdo y el párpado derecho. Pobre Almita. Pero la gran sorpresa fue al final de la temporada (gracias al éxito frenético, se había extendido a seis semanas). La noche misma de la última función, cuando el telón todavía estaba cayendo, Mariana anunció que dejaba el teatro. Todos largaron la risa; todos, menos yo y Olascoaga. Nosotros sabíamos que era cierto. Nada más que para cumplir, Olascoaga inquirió el porqué. «Éste fue mi papel», dijo ella, sonriendo, con su nueva cara de ángel. «No quiero hacer ningún otro en el teatro.» Y agregó después, en voz tan baja que parecía estar hablando para ella sola: «Ni tampoco en la vida.» ¿Se da cuenta? Lo que le dije: Dios se había vengado. (Epa, más whisky no. Bueno, ponga otro poquito. Pero definitivamente el último. Acuérdese del hielo. Gracias.) Sí señor, Dios se había vengado. La dejó caer en la tentación. Pero en la tentación del bien, que era la única que le faltaba. Desde entonces, nunca más. Se acabaron las festicholas. Se acabó el relajo. Hasta dejó la casa de la tía. Ahora lee una barbaridad. Escucha música, Mozart incluido. Hasta estudia guitarra. Se volvió buena, qué desastre. Lo peor es que creo que está convencida, así que ya no tiene salvación. Hace una semana la encontré en el Cordón y la invité a tomar un cafecito, bueno un cafecito ella y yo una grapa, porque tenía curiosidad de oírla hablar así, sin público, cara a cara conmigo que me la sé de memoria y ella lo sabe. Y bueno, lo que me dijo? «Soy otra, Tito, ¿podés creerlo? Antes de la obra de Soria, yo no le había tomado el gusto al lado bueno de las cosas, nunca había probado a sentirme pura, a sentirme generosa, a sentirme sencilla. Pero cuando me puse el personaje de Soria como quien se pone un vestido de confección al que no es necesario hacer ningún arreglo, sentí que ésa era mi medida. Mirá, tampoco era un vestido. Era más bien como si me pusiera mi destino, ¿entendés? Y desde ese momento supe que estaba conquistada, ganada o perdida, llamale como quieras, pero que nunca más podría volver a ser lo que había sido. Cuando aprendí la letra, antes de la enfermedad de Almita, lo hice para burlarme, porque tenía el propósito de parodiarla en cualquiera de nuestras sesiones. Pero cuando vi la posibilidad de decir yo aquellas palabras, de figurarme que yo era así, tuve valor suficiente como para aferrarme a ella. Y cuando subí al escenario y as ije, te juro, Tito, que era yo
misma la que hablaba, te juro que nunca había dicho cosas tan mías como esas palabras ajenas que alguien me había dictado.» Y después, agárrese bien, la revelación: «Estoy de novia, ¿sabés? No hagas ese gesto, Tito. Vos no podés convencerte de que ahora soy otra, pero yo sí lo sé, estoy segura. Es un argentino, de padres holandeses. Tiene lentes y parece que te mira hasta el alma, pero a mí no me importa porque ahora mi alma está limpia. No sabe nada de mi vida de antes. Sólo sabe de ésta que soy ahora y así le gusto. Yo no quiero que se entere, ¿sabés por qué? Porque soy otra. Es rubio y tiene cara de bueno. Yo no le miento, no le engaño, porque verdaderamente soy otra. Mide como dos metros, así que anda siempre como agachándose. Es un encanto. Tiene las manos largas y los dedos finos. Vino hace tres meses y se va dentro de dos. Lo principal es que me lleva con él y estoy salvada. No hay necesidad de que le cuente lo de antes, porque no es fuerte, no aguantaría el golpe... Vamos a vivir en Rotterdam. Y Rotterdam está lejos de Punta Carreta. Además, Dios está de mi parte. ¿Te das cuenta, Tito?» Lloraba la imbécil, pero lo peor era que lloraba de contenta, qué calamidad. Está más delgada, se le ha ondeado el pelo, qué sé yo. Ni siquiera tuve valor para darle la ritual palmadita en la nalga, como ha sido siempre nuestra despedida. Ix confieso que estoy desorientado. Lo único que quisiera saber es quién es el imbécil que se la lleva a Rotterda,m. Alto, rubio, de lentes. Manos largas, dedos finos. Como agachándose. Qué chiste, igual a usted. No me diga que... ¡Lo que faltaba! Ahora sí que está bueno. ¡Lo que faltaba! Usted tiene la culpa por hacerme tomar cuatro whiskies seguidos. Y su nombre es Van Daalhoff. Claro como el agua. Perdone por lo de imbécil. ¿Qué se va a hacer? Ahora ya no tiene arreglo. Pobre Mariana. Reconozca por lo menos que Dios no estaba de su parte.

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