Cuentos completos (28 page)

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Authors: Mario Benedetti

Réquiem con tostadas

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.

Ganas de embromar

Al principio no quiso creerlo. Después se convenció, pero no pudo evitar el tomarlo a la chacota. El ruidito (a veces, como de fichas que caían; otras, como un sordo zumbido) era inconfundible para oídos expertos. Armando no sabía el motivo, pero la verdad que su teléfono estaba intervenido. No se sentía horado ni perseguido; simplemente, le parecía una idiotez. Nunca había podido conciliar el sentido importante, misterioso, sobrecogedor, de la palabra espionaje, con un paisito tan modesto como el suyo, sin petróleo, sin estaño, sin cobre, a lo sumo con frutas que, por distintas razones, no interesaban al lejano Norte, o con lanas y carnes que figuraban entre los rubros considerados por los técnicos como productos concurrentes.

¿Espionaje aquí, en este Uruguay 1965, clasemediano y burócrata? ¡Vamos! Sin embargo, le habían intervenido el teléfono. Qué ganas de embromar. Después de todo, el contenido de sus llamadas telefónicas no era mucho más confidencial que el de sus artículos. Claro que, por teléfono, su estilo era menos pulcro, incluso descendía a veces a una que otra puteada. «Nada de descenso», sostenía el entusiasta Barreiro, «no te olvides de que hay puteadas sublimes».

Como la institución del espionaje, al menos en este sitio, le parecía ridícula, Armando se dedicó a un gozoso ejercicio de la imprudencia. Cuando lo llamaba Barreiro, que era el único que estaba en el secreto, decían deliberadamente chistes agresivos contra los Estados Unidos, o contra Jhonson, o contra la CIA.

—Esperate —decía Barreiro—. No hables tan rápido, que el taquígrafo no va a poder seguirte. ¿Qué querés? ¿Que lo despidan al pobre diablo?

—¿Cómo? —preguntaba Armando—, ¿es un taquígrafo o es un grabador?

—Normalmente es un grabador, pero parece que se les recalentó, se les descompuso, y ahora o han sustituido por un taquígrafo. O sea un aparato que tiene la ventaja de que no se recalienta.

—Podríamos decirle al tipo algo grave y confidencial, para que haga méritos, ¿no te parece?

—¿Lo de la sublevación, por ejemplo?

—No, che, sería prematuro.

Y así por el estilo. Después, cuando se encontraban en el café, se divertían de lo lindo, y se ponían a tramar el libreto para el día siguiente.

—¿Y si empezáramos a decir nombres?

—¿Falsos?

—Claro. O mejor, nombrándolos a ellos. Por ejemplo, que Pedro sea Rodríguez Larreta; que Aníbal sea Aguerrondo; que Andrés sea Tejera; que Juan Carlos sea Beltrán.

Sin embargo, a los pocos días de inaugurar el nuevo código, y en medio de una llamada nada comprometedora, un nuevo elemento hizo su aparición. Había telefoneado Mauruja y estaba hablando de esos temas que suele tocar una novia que se siente olvidada y al margen. «Cada vez me das menos corte», «Cuánto hace que no me llevás al cine», «Seguro que tu hermano atiende mejor a Celia», y cosas de ese tipo. Por un instante, él se olvidó del espionaje telefónico.

—Hoy tampoco puedo. Tengo una reunión, ¿sabes?

—¿Política? —preguntó ella.

Entonces, en el teléfono sonó una carraspera, y en seguida otras dos. La primera y la tercera, largas; la del medio, más corta.

—¿Vos carraspeaste? —preguntó Maruja.

Armando hizo rápidos cálculos mentales.

—Sí —contestó.

Aquella triple carraspera era en realidad la primera cosa emocionante que le ocurría desde que su teléfono estaba intervenido

—Bueno —insistió ella—, total, no me contestaste; ¿es o no una reunión política?

—No. Es una despedida de soltero.

—Ya me imagino las porquerías que dirán —rezongó ella, y cortó.

Maruja tenía razón. Celia era bien atendida por su hermano. Pero Tito era de otra pasta. Armando siempre lo había admirado. Por su orden, por su equilibrio, por su método de trabajo, por la corrección de sus modales. Celia, en cambio, se burlaba a menudo de semejante pulcritud, y a veces, en broma, reclamaba alguna foto de cuando Tito era un bebé. «Quiero comprobar —decía— si a los seis meses ya usaba corbata.»

A Tito no le interesaba la política. «Todo es demasiado sucio», rezaba su estribillo. Armando no tenía inconveniente en reconocer que todo era demasiado sucio, pero aun, así le interesaba la política. Con su flamante título, con sus buenos ingresos, con sus fines de semana sagrados, con sus misas dominicales, con su devoción por la madre, Tito era el gran ejemplo de la familia, el monumento que todo el clan mostraba a Armando desde que ambos iban juntos al colegio.

Armando hacía chistes con Barreiro sobre el teléfono intervenido, pero nunca tocaba el tema con su hermano. Hacía tiempo que habían sostenido el último y definitivo diálogo sobre un tópico político, y Tito había rematado su intervención con un comentario áspero: «No sé cómo podés ensuciarte con es gente. Covencete de que son tipos sin escrúpulos. Todos. Tanto los de derecha, como los de la izquierda, como los del centro». Eso si, Tito los despreciaba a todos por igual. También ahí lo admiraba Armando, porque él no se sentía capaz de semejante independencia. Hay que ser muy fuerte para uno indignarse, pensaba, y quizá era por eso que Tito no se indignaba.

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