Cuentos completos (29 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Mario Benedetti

La triple carraspera (larga, corta, larga) volvió a aparecer en tres o cuatro ocasiones. ¿Un aviso, quizá? Por las dudas, Armando decidió no hablar con nadie de ese asunto. No sólo con Tito o con su padre (después de todo, el viejo era de confiar), sino tampoco con Barreiro, que era sin duda su mejor amigo.

—Mejor vamos a suspender lo de las bromas telefónicas.

—¿Y eso?

—Simplemente, me aburrí.

Barreiro las seguía encontrando muy divertidas, pero no insistió.

La noche en que prendieron a Armando, no había habido ningún desorden, ni estudiantil ni sindical. Ni siquiera había ganado Peñarol. La ciudad estaba en calma, y era una de esas raras jornadas sin calor, ni frío, sin viento, que sólo se dan excepcionalmente en algún abril montevideano. Armando venía por Ciudadela, ya pasada la medianoche, y al llegar a la Plaza, dos tipos de Investigaciones se le acercaron y le pidieron documentos. Armando llevaba consigo la cédula de identidad. Uno de los tiras observó que no tenía vigencia. Era cierto. Hacía por lo menos un semestre que debía haberla renovado. Cuando se lo llevaban, Armando pensó que aquello era un fastidio, se maldijo varias veces por su descuido, y nada más. Ya se arreglará todo, se anunció a sí mismo, a medio camino entre el optimismo y la resignación.

Pero no se arregló. Esa misma noche lo interrogaron dos tipos, cada cual en su especialidad: uno, con estilo amable, cordial, campechano; el otro, con expresión patibularia y modales soeces.

—¿Por qué dice tantas inconveniencias por teléfono? —preguntó el amable, dedicándole ese tipo de miradas a la que se hacer acreedores los niños traviesos.

El otro, en cambio fue al grano.

—¿Quién es Beltrán?

—El Presidente del Consejo.

—Te conviene no hacerte el estúpido. Quiero saber quién es ese al que vos y el otro llaman Beltrán. Armando no dijo nada. Ahora le clavarían alfileres bajo las uñas, o le quemarían la espalda con cigarrillos encendidos, o le aplicarían la picana eléctrica en los testículos. Esta vez iba en serio. En medio de su preocupación, Armando tuvo suficiente aplomo para decirse que, a lo mejor, el paisito se había convertido en una nación importante, con torturas y todo. Por supuesto tenía sus dudas acerca de su propia resistencia.

—Era sólo una broma.

—¿Ah, sí? —dijo el grosero—. Mira, ésta va en serio.

La trompada le dio en plena nariz. Sintió que algo se le reventaba y no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. Cuando la segunda trompada le dio en la oreja, la cabeza se le fue hacia la derecha.

—No es nadie —alcanzó a balbucear—. Pusimos nombres porque sí, para tomarles el pelo a ustedes.

La sangre le corría por la camisa. Se pasó el puño cerrado por la nariz y ésta le dolió terriblemente.

—¿Así que nos tomaban el pelo?

Esta vez el tipo le pegó con la mano abierta pero con más fuerza que antes. El labio inferior se le hinchó de inmediato.

—Qué bonito.

Después vino el rodillazo en los riñones.

—¿Sabés lo que es una picana?

Cada vez que oía al otro mencionar la palabra, sentía una contracción en los testículos. «Tengo que provocarlo para que me siga pegando —pensó—, así a lo mejor se olvida de lo otro». No podía articular muchas palabras seguidas, así que juntó fuerzas y dijo: «Mierda».

El otro recibió el insulto como si fuera un escupitajo en pleno rostro, pero en seguida sonrió.

—No creas que me vas a distraer. Todavía sos muy nene. Igual me acuerdo de los que vos querés que olvide.

—Déjalo —dijo entonces el amable—. Déjalo, debe ser cierto lo que dice.

La voz del hombre sonaba a cosa definitiva, a decisión tomada. Armando pudo respirar. Pero inmediatamente se quedó sin fuerzas, y se desmayó.

En cierto modo, Maruja fue la beneficiaria indirecta del atropello. Ahora, estaba todo el día junto a Armando. Lo curaba, lo mimaba, lo besaba, lo abrumaba con proyectos. Armando se quejaba más de lo necesario porque, en el fondo, no le desagradaba ese contacto joven. Hasta pensó en casarse pronto, pero tomó con mucha cautela su propia ocurrencia. «Con tanta trompada, debo haber quedado mal de la cabeza».

—¿Como hiciste para no hablar? —preguntaba Barreiro, y el volvía a dar la explicación de siempre: que sólo le habían dado unos cuantos golpes, eso sí, bastante fuertes. Lo peor había sido el rodillazo.

—Yo no sé qué hubiera pasado si me aplicar la picana.

La madre lloraba; hacía como tres días que sólo lloraba.

—En el diario —dijo el padre —me dijeron que la Asociación publicará una nota de protesta.

—Mucha nota, mucha protesta —se indignó Barreiro—, pero a éste nadie le quita las trompadas.

Celia le había apoyado una mano enguantada sobre el antebrazo, y Maruja le besaba el trocito de frente que quedaba libre entre los vendajes. Armando se sentía dolorido, pero casi en la gloria.

Detrás de Barreiro, estaba Tito, más callado que de costumbre. De pronto, Maruja reparó en él.

—¿Y vos qué decís, ahora? ¿Seguís tan ecuánime como de costumbre?

Tito sonrió antes de responder calmosamente.

—Siempre le dije a Armandito que la política era una cosa sucia

Luego carraspeó. Tres ves seguidas. Una larga, una corta, una larga.

Todos los días son domingo

Quand on est mort, c'est
tous les jours dimanche.

JEAN DOLET

La campanilla del despertador penetra violentamente en un sueño vacío, despojado, en un sueño que sólo era descanso. Cuando Antonio Suárez abre los ojos y alcanza a ver la telaraña de siempre, aún no sabe dónde está. En el primer momento le parece que la cama está invertida. Luego, lentamente, la realidad va llegando a él, y le impone, objeto por objeto, su presencia. Sí, está en su habitación, son las once de la mañana, es viernes cuatro.

El sol penetra a través de la celosía y forma impecables estrías sobre la colcha. Inexorable y rutinaria, la pensión organiza su ruido. Doña Vicenta discute con el cobrador del agua y sostiene que no puede haber consumido tanto.

—Tal vez haya una pérdida —dice el cobrador.

—Pero para ustedes es una ganancia, ¿no? —contesta ella, enojada, afónica, impotente.

Alguien tira de la cadena del cuarto de baño. A esta hora no puede ser otro que Peralta, quien siempre ha sostenido con orgullo: "En esto soy un cronómetro". El avión de propaganda pasa y repasa: suautoloespera endelasovera. Por qué no te morís, dice, a nadie, Antonio, también como parte de la rutina. Se sienta en la cama y el elástico cruje. Se despereza violentamente, pero debe interrumpirse porque tiene un calambre en el pie derecho. Al detenerse, tose. La boca está amarga. El pijama, limpio pero arrugado, queda sobre la cama.

Hoy no se va a bañar, no tiene ganas. Además, se bañó ayer, antes de ir al diario. Ufa con el calambre. Apoya el pie sobre la cama y se da unos masajes. Por fin se calma. Mueve un poco los dedos antes de meter el pie en la zapatilla. Camina hasta la mesita donde está el primus. Le pone alcohol y lo enciende. Coloca encima la caldera que anoche dejó con agua.

Está desnudo frente al espejo. Se pasa los dedos a los costados de la nariz, como alisando la piel. Advierte un granito y, con ayuda de la toalla, lo revienta. Abre la canilla. Entre el jabón verde y el jabón blanco, elige el verde. Se enjabona enérgica y rápidamente la cara, el pescuezo, las axilas. Luego abre al máximo la canilla y se enjuaga, mientras da grandes resoplidos y desparrama bastante agua. Se fricciona con la toalla y la piel queda enrojecida. Se lava los dientes y las encías le sangran.

Antes de empezar a vestirse, llena el mate y echa un poco de agua, para que la yerba se vaya hinchando. Recoge el diario que alguien deslizó por debajo de la puerta y lo arroja sobre la cama. Abre a medias una persiana. No hace mucho calor y en cambio hay viento, así que cierra la ventana. Aparta un poco el visillo y mira hacia afuera. Por la vereda de enfrente pasa un cura. Después, un tipo con portafolio. Ahora una muchachita con la cartera colgada del hombro. Pero la imagen es estorbada por la masa de un ómnibus. Seguramente un
expreso
. Por la calle Marmarajá no pasa ninguna línea. Después del ómnibus ya no hay más muchacha.

Antonio se sienta sobre la cama y se pone los calcetines, luego los zapatos. Siempre igual. Todas las mañanas se pone los zapatos antes que los calzoncillos y después éstos se le ensucian al pasar los tacos. Todas las mañanas se propone invertir el orden. Ahora ya es tarde, paciencia. La ropa interior está sobre la silla. En invierno la camiseta le aprieta las axilas. Por eso es mejor ahora, en otoño; no hace falta camiseta. Pero hoy se pondrá camisa y corbata. Antes de ir al diario, tiene que pasar por el cementerio. Se cumplen cuatro meses.

—Antonio, tiene gente —dice, desde el patio, doña Vicenta.

Él da vuelta la llave, abre la puerta, y se hace a un lado para que pase un hombre de estatura mediana, semicalvo, fornido.

—¿Qué tal?

El recién llegado le tiende la mano y se acomoda en una de las dos sillas, la que tiene almohadón.

—¿Querés un mate?

—Bueno.

—¿A qué hora te fuiste ayer?

—Hice dos horas extra. Se armó un pastel de la gran siete.

—Por suerte yo no tuve que quedarme. Estaba reventado.

El recién llegado chupa a conciencia la bombilla. Chupa hasta que la yerba se queja.

—Está fenómeno —dice, al alcanzarle el mate a Antonio—. Vengo por encargo de Matilde.

—¿Está bien Matilde?

—Sí, está bien. Dice si querés venir a comer con nosotros el domingo.

Antonio se concentra en la bombilla.

—Mirá, Marcos, no sé. Todavía no tengo ganas de andar saliendo.

—Tampoco te podés quedar aquí, solo. Es peor.

—Ya sé. Pero todavía no tengo ganas.

Antonio se queda un rato mirando en el vacío.

—Hoy se cumplen cuatro meses.

—Sí.

—Voy a ir al cementerio.

—¿Querés que te acompañe? Tengo tiempo.

—No, gracias.

Marcos cruza la pierna y aprovecha para atarse los cordones del zapato.

—Mirá, Antonio, vos dirás que qué me importa. Pero lo peor es quedarse solo. Le empezás a dar vuelta a los recuerdos y no salís de ahí. Qué le vas a hacer. Vos bien sabés cómo queríamos nosotros a María Esther. Matilde y yo. Vos bien sabés cómo lo sentimos. Ya sé que tu caso no es lo mismo. Era tu mujer, carajo. Eso lo entiendo. Pero, Antonio, qué le vas a hacer?

—Nada. Si yo no digo nada.

—Eso es lo malo, que no decís nada.

Antonio abre un cortaplumas y se pasa la hoja más pequeña bajo las uñas.

—Es difícil acostumbrarse. Son veinte años juntos. Todos los días. Yo hablo poco. Ella también hablaba poco. Además, no tuvimos hijos. Éramos ella y yo, nada más. Del trabajo a casa, y de casa al trabajo. Pero ella y yo juntos. No importaba que no habláramos mucho. Una cosa es estar callado y saberla a ella enfrente, callada, y otra muy distinta estar callado frente a la pared. O frente a su retrato.

Marcos no puede evitar una mirada al portarretrato de cuero, con la sonrisa de María Esther.

—Está igualita.

—Sí, está igualita.

—La colorearon bien.

—Sí, la colorearon bien. Me la regaló cuando cumplimos quince años de casados.

Por un rato sólo se escucha el ruido de la yerba, cada vez que el mate se queda sin agua.

—¿Sabés cuál fue mi error? No haber aprendido nada más que mi oficio. No haberme preocupado por tener otro interés en la vida, otra actividad. Ahora eso me salvaría. Claro que después de una jornada de linotipo, uno queda a la miseria. Además, nunca se me pasó por la cabeza que fuera a quedarme viudo. Ella tenía una salud de roble. Yo, en cambio, siempre tuve algún achaque. Sí, la salvación hubiera sido tener otra actividad.

—Siempre estás a tiempo.

—No, ahora no tengo ganas de nada. Ni siquiera de entretenerme.

—Y al fútbol ¿no vas nunca?

—No iba ni de soltero. Qué querés, no me atrae.

Antonio pone otra vez la caldera sobre el primus, a fuego lento.

—¿Por qué no usás un termo?

—Se me rompió la semana pasada. Tengo que comprar.

Marcos vuelve al ataque.

—¿Realmente te parece conveniente seguir viviendo en la pensión?

—Son buena gente. Los conozco desde que era chico. No habrás pensado que fuera a conservar el apartamento. Allí sería mucho peor. Menos mal que el dueño me rescindió el contrato.

—A él le convino. Ahora debe estar sacando el doble.

—Pero yo se lo agradecí. No quería volver más. No he pasado ni siquiera por la esquina.

Marcos descruza las piernas. Empieza a silbar un tango, despacito, pero enseguida se frena.

—No precisa que te lo repita. En casa, el altillo está a tu disposición. Tiene luz. Y enchufe. Y o es frío. Además, tendrías toda la azotea para vos.

—No viejo. Te lo agradezco. Pero no me siento con ánimo de vivir con nadie. Ustedes no me arreglarían. Y yo los desarreglaría a ustedes. Fijate qué negocio.

Marcos echa un vistazo al despertador.

—Las doce ya.

Se pasa la mano por la nuca.

—¿Supiste que la semana pasada estuvo el viejo Budiño en el taller? Fue en la noche que tenés libre.

—Algo me contaron.

—Se mandó el gran discurso. Aquello de poner el hombro y yo me siento un camarada de ustedes. Siempre hay alguno nuevo a quien le llena el ojo. Yo lo miraba a ese botija que entró de aprendiz. Tenés que ver cómo abría los ganchos. Parecía que estaba escuchando a Artigas. A la salida lo pesqué por mi cuenta. Pero me miraba con desconfianza. No hay caso. Eso no se puede aprender con la experiencia de otros.

—¿Viste el editorial de hoy?

—Qué hijo de puta.

—Me tocó componerlo a mí. Le encajé una errata preciosa, pero ya vi que la corrigieron.

—Tené ojo.

—Ese crápula no afloja ni cuando está enfermo.

—¿Será cierto que está enfermo?

—Dicen que si. Algo en las tripas.

—Ojalá reviente.

Marcos deja el mate sobre la mesita, junto al primus.

—¿Te vas?

—Sí, ya que no querés que te acompañe, me voy a casa.

—¿Hoy tenés libre?

—Si.

—Bueno, dale saludos a Matilde y decile que voy a pensar lo del domingo.

—Animate y vení, hombre.

—De aquí al domingo, hay tiempo. Te contesto en el diario.

Other books

The Killing by Robert Muchamore
The Lost Daughter by Ferrante, Elena
Lawyer for the Dog by Lee Robinson
Proof of Angels by Mary Curran Hackett
Mimi's Ghost by Tim Parks
A Hummingbird Dance by Garry Ryan
Ryan Smithson by Ghosts of War: The True Story of a 19-Year-Old GI