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Authors: Mario Benedetti

La expresión

Milton Estomba había sido un niño prodigio. A los siete años ya tocaba la Sonata Nº 3 Op. 5, De Brahms, y a los once, el unánime aplauso de la crítica y del público acompañó su serie de conciertos en las principales capitales de América y Europa.

Sin embargo, cuando cumplió los veinte años, pudo notarse en el joven pianista una evidente transformación. Había empezado a preocuparse desmesuradamente por el gesto ampuloso, por la afectación del rostro, por el ceño fruncido, por los ojos en éxtasis, y otros tantos efectos afines. Él llamaba a todo ello «su expresión».

Poco a poco, Estomba se fue especializando en «expresiones». Tenía una para tocar la Patética, otra para Niñas en el jardín, otra para la Polonesa. Antes de cada concierto ensayaba frente al espejo, pero el público frenéticamente adicto tomaba esas expresiones por espontáneas y las acogía con ruidosos aplausos, bravos y pataleos.

El primer síntoma inquietante apareció en un recital de sábado. El público advirtió que algo raro pasaba, y en su aplauso llegó a filtrarse un incipiente estupor. La verdad era que Estomba había tocado la Catedral Sumergida con la
expresión
de la Marcha Turca.

Pero la catástrofe sobrevino seis meses más tarde y fue calificada por los médicos de amnesia lagunar. La laguna en cuestión correspondía a las partituras. En un lapso de veinticuatro horas, Milton Estomba se olvidó para siempre de todos los nocturnos, preludios y sonatas que habían figurado en su amplio repertorio.

Lo asombroso, lo realmente asombroso, fue que no olvidara ninguno de los gestos ampulosos y afectados que acompañaban cada una de sus interpretaciones. Nunca más pudo dar un concierto de piano, pero hay algo que le sirve de consuelo. Todavía hoy, en las noches de los sábados, los amigos más fieles concurren a su casa para asistir a un mudo recital de sus «expresiones». Entre ellos es unánime la opinión de que su
capolavoro
es la Appasionata.

Datos para el viudo

1.

Hubiera deseado que no quedase nadie, que todos —los ofendidos, los desconcertados, los alegres— estuvieran de nuevo en sus casas suspirando de tranquilidad porque la complicación era de otros, y no arriesgaban nada, conversando con sus mujeres, sus hijos, sus sirvientas, acerca de esa muerta que él les había ofrecido, lo bastante joven como para traer alusiones románticas o fastidiosas citas de un Manrique chacoteado, lo bastante hermosa como para provocar algún brinco de vigor en sus cansados lechos conyugales después de leer el crimen cotidiano, ya que él, Jaime Abal, les había dado su muerta sin excusarse, sin importarle mucho que se la llevaran, como quien ofrece un aperitivo a los amigos y ellos después de contemplar su nariz afilada, sus labios de cartón amarillo, sus pómulos hoscos, todavía desafiantes, se acostumbraron de inmediato a su ausencia, la aprendieron, casi la reanudaron; pasaban junto a él, tartamudeaban algo, le estrechaban la mano, y hasta hubo una voz —¿de quién?— inesperadamente sincera, que supo decirle: «No hay consuelo», y entonces él, que venía respondiendo alternativamente: «Es horrible», «Gracias», «Es horrible», «Gracias», sin preocuparse del rumbo exacto de cada pésame sintió una suerte de alivio, se dio cuenta de que al fin respiraba porque alguien había pronunciado su única verdad, la sola ley vigente de un nuevo, áspero código, al que era necesario acostumbrarse y con el cual era preciso convivir como si fuera una presencia de carne y hueso, una socia oculta y sin embargo terriblemente poderosa, porque eso era la muerte de ella, la vacilante, insegura muerte joven que se había resistido a ser nombrada, a escuchar su tímido reclamo, porque no podía ser, porque ella misma parecía tener lástima de su propia actitud, de su encogida búsqueda del fin, como si existiera aún en el pasado una esperanza inmóvil que jamás nadie podría anular, una posibilidad que ni se alejase ni viniese en su busca, pero a la que acaso fuera posible acertar en esa partida de azar estricto, rabiosamente leal, que juegan los supersticiosos frente a sí mismos, como si en el futuro quedaran disponibles un viaje, una fiesta, un accidente, cualquier cosa que abriera de golpe el tupido presente, iluminándolo, dejándolo libre de la forzosa y forzada voluntad, de una desesperación espuria y conocida, dejándolo libre, dejándola libre —¿por qué no?— de Jaime Abal, y esa sospecha interceptaba cada posible obtención del consuelo, porque nada se sabe, porque siempre es innoble forcejear con la propia conciencia, porque para ver claro habría sido inútil que no quedase nadie.

2.

«Eso es todo —pensó Jaime Abal— pero ¿por qué? Ya estoy de vuelta, inerme y repetido. Me han amputado una mujer, eso es todo. Pero ¿por qué? Aguardé a que se acomodara voluntariamente, a que se comprometiera en mi mundo como yo me había comprometido en el suyo. ¿Juventud frustrada? Puede ser. Pero no siempre es dable elevarse, afirmarse sobre los demás, oír a desconocidos pronunciar nuestro nombre; no siempre es posible convertirse en alguien. Tal vez se equivocara acerca del amor. Pero el nuestro tuvo alguna vez un sentido.»

Sólo habían quedado su madre y Ramona. A los demás les pidió que se fueran. Desde allí, sentado frente al escritorio, escuchaba el trajín de la madre, haciendo con rapidez el trabajo diario que
ella
había cumplido siempre lentamente, con acompasado desgano.

Nada se movía en aquel mezquino espacio. El ruido de la calle se elevaba hasta este decimosexto piso como un opaco, enfurruñado rumor, y sólo alguna bocina, que allá abajo quizá fuera estridente, llegaba de vez en vez como un grito lejano, como un débil llamado arrepentido.

De un momento a otro entraría la madre con el té. Se lo había hecho anunciar por Ramona: «Dice la señora mayor que usted debe tomar algo, que no puede seguir así». En el oscuro rostro de la mujer, un poco ajado de tanto lloro, de tanto comentario en la cocina acerca de la señora Marta y otras muertas, había intentado abrirse paso la sonrisa servil, los dientes blanquísimos, pero un viejo mohín de llanto, refractario a toda plausible serenidad, había aflojado otra vez los resortes de aquella cara simple y compasiva.

Miró, en la biblioteca, los anchos lomos encuadernados en piel. Eso también era todo hasta ayer. Siempre que llegaba de la oficina, con el olor de la calle aplastado en la ropa, en el rostro, en las manos, como si fuese el único enemigo del mundo, acorralado, sediento, incapaz de soportar un solo bandazo más de humanidad, entonces la simple presencia inerte de esos libros, de esos mundos posibles acechando su vuelta, bastaba para calmarlo, para hacerle olvidar la penuria del día. Se quedaba leyendo en el estudio, hasta medianoche. Se prometía mucho menos; en realidad, mentía prometerse. Pero cuando se acostaba, ella estaba durmiendo. ¿Sería esa culpa la razón del castigo? ¿Qué era en definitiva esta muerte? ¿Un reproche? ¿Un perdón? ¿Simplemente un silencio?

Sobre el hombro izquierdo, sonó la voz acostumbrada de la madre: «Aquí está el té. Tenés que tomar algo, Jaime, no podés seguir así».

3.

«¿Pero quién es? ¿Cómo es?», preguntó Jaime. «Dice que se llama Pablo Pierri y que usted no lo conoce.» «¿Que no lo conozco?» «Así dijo. Y también que quiere hablarle de la pobre señora.» ¿Quién podría? «Bueno, que pase.»

Mientras Ramona iba en busca de Pierri, Jaime pensó que ese intruso iba a llevarlo a una zona prohibida, sin luz, y experimentó cierta repugnancia hacia su propia curiosidad inevitable.

Pero el hombre apareció y no era antipático. Algo más bajo que Jaime, de unos treinta a treinta y cinco años, con ojos oscuros y pelo rubio, sin entradas. El traje era gris, de confección; la camisa, blanca y barata; los zapatos, marrones y sin lustre. Pero el conjunto, inesperadamente, no irradiaba vulgaridad. Metido sin mayor compromiso en aquella ropa que contrastaba con su pulcra afabilidad, Pierri sometía instantáneamente a su interlocutor, aunque éste estuviese, como Jaime, incómodo y aletargado. Jaime adivinaba, además, que el inseguro equilibrio de su mutua presentación, de las primeras palabras medidas por la costumbre, del examen recíproco de sus reacciones, se habría roto inevitablemente con la sola, imposible presencia de Marta. Su muerte neutralizaba toda violencia, suavizaba las cosas hasta el punto de que él pudiera encontrar tolerable que un tipo cualquiera, un desconocido llamado Pierri, pusiera a su disposición un pasado inédito, una vida marginal, otra Marta.

«Usted no esperaba este sufrimiento», decía ahora, «y por eso se encuentra indefenso, con un poco de dolor y otro poco de miedo. No sé si me explico: miedo a la soledad. ¿O acaso me equivoco?». «Sí, se equivoca», dijo Jaime, con esfuerzo, «se equivoca por completo. Es cierto que todavía no he alcanzado el verdadero punto de separación con la vida de Marta, con mi hábito de Marta que sale a mi encuentro cuando menos lo espero, pero aun así puedo asegurarle que estoy tan lejos del dolor como del miedo. Fíjese que la soledad ya no tiene importancia. No tengo a quién referirla. Más bien estoy perplejo». «Una mera variante del miedo o, acaso, un anticipo. Cuando se quede sin sorpresa, enfrentado a su propia alma, a la desaparición de su dolor, flotando en el alivio de saberse consolado, no se irrite aún. Todavía no habrá terminado con ella, con usted mismo en tiempo de ella. Le quedará su miedo, su miedo sin sorpresa, definitivo, inmóvil.» «Pero ¿miedo a qué?» «Usted dice que la soledad no tiene importancia. Y es natural que lo diga, porque está sin impulso, porque este repentino abismo en la costumbre le ha henchido de una serenidad desusada, le ha permitido encontrarse más fuerte de lo que alguna vez esperó, y en medio de todo se mira tranquilo y sin fastidio. Pero cuando deje atrás esta zona que podríamos llamar de depresión eufórica, usted verá cómo resbala sin más hacia el futuro, sin que ninguna voluntad alcance a detenerlo.»

Un repentino enojo se apoderó de Jaime. En realidad, la situación era bastante absurda: que un desconocido se permitiera rezongarle, advertirle, señalar su posible trayectoria, prohibirle las disculpas, los efugios corrientes, personales. Pero lo que más le enojaba era reconocer que, de a poco y sin quererlo, iba admitiendo la credibilidad de la advertencia. «Bueno», dijo amoscado, «todos resbalamos hacia el futuro». «Sí», replicó el otro, sin pausa, «pero éste puede ser atroz. Usted sabrá entonces que es posible revivir, volver a sentir la dureza, la fuerza recurrente de la vida. Y sólo allí temerá la soledad, porque si una vez usted estuvo vinculado a una mujer, y esa mujer sin embargo pasó, y después de ella usted no puede referir a nadie su soledad, también sabrá que cada vez que quiera a otra mujer, ésta pasará, y usted se quedará sin nadie a quien referir su soledad. ¿O acaso pretende que exista una soledad más sola, más interminablemente hundida en el futuro? En realidad —agregó sonriendo— es admisible que se sienta miedo».

Se produjo un silencio corto, suficiente sin embargo para que Jaime buscara otra salida. «Usted... ¿conoció a Marta?» No bien lo dijo, comprendió que su impaciencia era un modo de confesarse humillado. No debía haberlo preguntado. Pero ya era tarde. Pierri ya estaba respondiendo: «Hace muchos años que conocí a su mujer». «Ah.» «Pero nunca la perdí de vista.» El tipo se mostraba ahora más cordial que nunca; no era posible rechazarlo. «Por favor», dijo Jaime. Estaba sentado ominosamente en el sofá, pero enrojeció como si hubiese caído de rodillas y tuviera a sólo cinco centímetros de sus ojos los zapatos sin lustre del intruso. «Por favor, hábleme de ella.» «Naturalmente», dijo Pierri, dueño de sí mismo, de la habitación, de Jaime, del pasado, «pero antes de hablarle de Marta es preciso que le hable de Gerardo».

4.

«Gerardo solía pegarme», dijo Pierri, «no obstante, yo no tenía suficientes razones para quererle mal. Me llevaba dos años y algunos viciosos brotes de ventaja. Fumaba, tenía un gran repertorio pornográfico, conocía los gestos obscenos de más éxito. Sin embargo, yo experimentaba un apacible interés por su futuro inmediato y expuesto. A menudo tuve la sensación de que ocultaba su pureza como si fuese una llaguita, una de esas lastimaduras que nunca acaban de curarse y se transforman con el tiempo en obsesiones. Recuerdo que habíamos ido hasta la carretera. A las siete pasaba el autobús de Montevideo, y Gerardo debía recoger un paquete de libros. Echado en el pasto, yo me sentía contento. Se me había dormido una pierna y el filo del terraplén me arruinaba los riñones, pero el cielo cercano y malva me rozaba los ojos. Claro que Gerardo prefería hablar, y esa tarde, sorpresivamente, se embargó en confidencias. Con cierto aburrimiento, consciente tan sólo de que estaba desbaratando mi silencio, yo lo escuchaba murmurar. De pronto me enteré de las palabras, me di cuenta de que se ponía cochino, que me relataba sus vicios solitarios, y, sin yo desearlo en absoluto, me sentí enrojecer. Entonces me miró, me gritó ¡idiota! Y me pegó dos veces en la cara, con la mano abierta. Ahí perdí toda la vergüenza y me puse a reír. Por un lado, no tenía ánimos para responder a su reacción, y por otro, era quizá la mejor salida, la más barata. Luego vino el ómnibus, recogimos los libros, y nos fuimos sin ganas de hablar, deseando separarnos. No le guardé rencor. Comprendí que, sencillamente, yo le había fallado. Había intentado mostrarme su vida culpable, clandestina, y cometí el doble error de avergonzarme y avergonzarlo. De modo que los golpes estaban bien y pensé que quedábamos a mano. Pero sospecho que él nunca me lo perdonó. Otra vez hablábamos de mi madre. Mi madre era alta, naturalmente encorvada, y a mí me provocaba una tierna desazón verla aún más inclinada sobre los canteros de nuestro jardincito, donde ella decía que mataba el tiempo y donde realmente el tiempo la mataba. Gerardo no tenía madre y experimentaba una admiración un poco agria hacia la mía. De modo que yo no me demoraba en tibios escrúpulos al contarle mis recuerdos de ella, mis cercanísimos recuerdos de aquella mañana, de aquel mediodía, de esa misma tarde, antes de que perdieran su vida aislada y empezaran a fundirse con los otros recuerdos normalmente incorporados a mi afecto. No entiendo eso, dijo. Quise entonces pormenorizarle la anécdota: cómo había espiado a mi madre desde una rendija del galpón; cómo ella, creyéndose sola, se había detenido ante unas rosas abatidas, y las había mirado, simplemente mirado. No entiendo, repitió. Apelando entonces a un inconsciente fondo de crueldad, recurrí a una subdivisión de pormenores: cómo su mirada había recorrido las rosas, cómo había en su actitud algo de amargura, de insólita depresión frente a aquella ausencia repentina de dolor, de belleza, de vida. De pronto Gerardo se me vino encima, fuera de sí, dispuesto a todo, y entonces comprendí que ahora sí había entendido. Sin embargo, lo peor fue con Marta. Marta era más o menos de mi edad. Parecía mayor cuando entornaba los párpados y los labios se le movían casi imperceptiblemente, como si pronunciaran ideas en lugar de palabras. A veces salíamos los tres en bicicleta. Marta era muy nerviosa. Siempre que aparecía un vehículo en sentido contrario, era posible distinguir un rápido temblor en su bicicleta, como si vacilase entre arrojarse bajo las ruedas que se acercaban, o tirarse directamente a la cuneta. En esos casos yo sabía lo que tenía que hacer: me adelantaba por la izquierda, colocándome entre su máquina y el paso del vehículo, de modo que pudiese sujetarla o por lo menos propinarle un empujón hacia la derecha. Fue eso precisamente lo que pasó esa tarde. El autobús venía inclinado hacia nuestro lado y eso aumentó la nerviosidad de Marta. La vi vacilar dos veces amenazadoramente. Cuando el ómnibus estaba ya sobre nosotros, levantó los brazos aterrorizada. Se caía sin remedio y preferí empujarla a la cuneta. Gerardo, que iba adelante y se había dado vuelta, alcanzó a distinguir mi ademán, no mi intención. Bajó de la bicicleta y contempló el cuadro que formábamos. Marta sucia de barro, con las rodillas ensangrentadas; yo, pasmado como un imbécil, sin atinar a ayudarla. Gerardo vino, le limpió las rodillas como pudo, y acercándoseme, sin decir nada, casi tranquilo, me dio un tremendo puñetazo en la sien. No sé qué hizo Marta ni qué dijo, si es que dijo algo. Creo recordar que subieron de nuevo en sus bicicletas y se fueron despacio, sin mirarme. Quedé un poco mareado, con la impresión de que todo aquello era un malentendido. No me era posible sentir odio por un malentendido, por algo que más tarde seguramente se aclararía. Pero nunca se aclaró. Nunca supieron ellos que quedé ahí llorando, desconcertado, hasta que la noche me entumeció de frío».

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