Authors: Mario Benedetti
5.
«Mi casa quedaba frente a la parada ferroviaria», decía ahora Pierri, «la de Gerardo, a una legua de la mía. Sólo la de Marta daba a la carretera. Lo que nos unía, lo que teníamos en común, era nuestro ocio, nuestro tiempo vacío. No sabíamos hablar, no teníamos tema, no deseábamos nada; nuestra vida se formaba de excursiones improvisadas, de vagabundeos, de juegos ásperos. A Marta la tratábamos como a otro varón. En los años de colegio, habíamos ido juntos hasta el pueblo. Ahora que todo el tiempo era nuestro, compartíamos los mutismos, el río, las caminatas. Gerardo vivía con unos tíos acomodados, que poco o nada se ocupaban de él. La familia de Marta tenía en ese entonces (cuando usted la conoció, ya lo habían vendido) un lindo chalet, con un auto y dos perros en el jardín, y tres o cuatro mujeres en la cocina. Pero los padres permanecían en Montevideo semanas enteras, durante las cuales nada estorbaba la libertad de Marta. En cuanto a mí, vivía con mi madre en la casa
que le había puesto
Don Elías, un estanciero que según decían todos había sido mi padre y ahora descansaba en el cementerio de la cuchilla. Yo pensaba que eso no era cierto, primero porque mi madre nunca me hablaba de él, y luego porque en
Los Arrayanes
envejecía aún la viuda de don Elías con sus cuatro hijos varones. Yo no sabía de dónde venía la plata. Sin embargo, vivíamos pasablemente sin que ni mi madre ni yo tuviéramos que esforzarnos. No sobraba nada; tampoco faltaba. Después que abandoné el colegio, fui durante unos años el vago más integral de la región. Se me veía en el galpón, leyendo novelones que me prestaba Gerardo o tirado en el pasto, contemplando el cielo, de puro holgazán, o subido al ombú, frente a la cocina. Mi placer mayor consistía en la bicicleta, en ir en busca de Marta o de Gerardo o en que ellos pasaran a buscarme. Cuando Gerardo enfermó, íbamos a verlo cada dos o tres días. Lo hallábamos suave, casi desconocido. Nunca supe por qué, pero parecía como si la fiebre le volviera dulces los ojos y la voz. Nos hablaba despacio, sin torpeza, con una ternura nada convencional, mostrando una imprevista aptitud para la paz, para la fantasía. Cierta tarde llegó a tomarnos una mano a Marta y otra a mí, y murmuró: "¡Ah, viejos!", rodeándose de una sonrisa tan desaforada que nos dejó con miedo, con recelo. Cuando salíamos, Marta dijo que lo encontraba raro. Yo opiné que sería la fiebre. Pedaleamos unos diez minutos. El camino estaba desierto. Atrás, en la cuchilla, podía verse el sol en su brillo penúltimo. Los árboles que íbamos pasando quedaban grises, como si imitaran —con pesadez, sin imaginación— sus propias siluetas del mediodía. Delante de mí, Marta se dejaba ir en un declive. Por primera vez tuve noción de su edad, de su sexo, de su libertad, de su pelo castaño. Quedé hipnotizado por aquellas desgarbadas, tiesas pantorrillas que mantenían firmes los pedales. Sentí que me aflojaba, que perdía las fuerzas en el descubrimiento. En ese instante, Marta, desprevenida, dio vuelta la cabeza y encontró mi asombro, mi pregunta, todo mi ser cambiado. Se fue irremediablemente a la cuneta. Cuando me detuve para ayudarla, cuando tartamudeamos algo acerca de la rueda averiada, cuando reanudamos la marcha sin mirarnos, yo sabía que la amistad había concluido, y ella también sabía que empezaba otro odio, otra riña, otro juego. Desde entonces, si iba a ver a Gerardo enfermo, me gustaba ir solo, de mañana temprano, cuando únicamente podía cruzarme con los tres o cuatro obreros de la fábrica de aceite que dejaban el turno de la noche. Acababa de descubrir, o quizá de inventar, la sinrazón de mi ocio, y me gustaba cavilar sobre lo poco que había hecho, sobre lo mucho que pensaba hacer. Mientras pedaleaba, recorría, sólo ahora consciente, la relativa paz económica de mi madre, el nombre sin recuerdos de don Elías, mi incansable, tediosa holgazanería. Me venía entonces una bocanada de vergüenza, de vida inútil. Deshonesto, me sentía deshonesto. Por mi madre, por mí, por la inexistencia de don Elías, que ya estaba bien muerto. Todavía no había juntado fuerzas para recostarme en un símbolo más importante, para conseguir el atrevimiento que me pusiera a salvo. Todavía me parecía inevitable un tímido porcentaje de procacidad, de desvergüenza. No me desesperaba, porque en realidad no estaba endurecido, mis vicios de pensamiento, mis hábitos de poca cosa, estaban huecos de pasión, equivalían tan sólo a una dirección elegida al azar, como si el bien y el mal hubieran tenido partes iguales en ese antiguo futuro que era difícil reconquistar en su pureza, como si el mal hubiese venido a mí clandestinamente, miserablemente, por la espalda, sin dejarme lugar a una sola pregunta. El mal era mi nacimiento, la plata de don Elías, el silencio de mi madre, los golpes de Gerardo. El mal era cualquier cosa absurda, reiterada, insufrible; era una crisis en mis relaciones entre el mundo y yo, entre Gerardo y yo, entre Marta y yo. Era el deseo de olvidarme y también el ridículo que amenazaba ese deseo. Era la conciencia desvaída, con sus deliberadas omisiones y sus temblores de entresueño. Era, en fin, lo que Marta decía. Sí, Marta —todavía disponible, equivocada, grave— había echado la cabeza hacia atrás, había esperado que yo deseara su gesto, se había concedido aun una breve postergación de mi imagen suya, antes de desaparecer, antes de convertirse en otra. Sólo entonces dijo: "Y además está lo de tu madre". Todo lo otro, pues, lo que había estado enumerando durante casi media hora (sus futuros estudios, nuestras edades, las prevenciones de sus padres, mi ineptitud general para lo útil) eran meros subproductos del
no puede ser
inicial, pero en cambio esto, lo de mi madre, era algo grave, sólido, cierto, era el
no puede ser
en su brutal franqueza. Lo de mi madre era yo mismo, la plata de don Elías, la imposibilidad de que la hija del agrimensor y el hijo de la puta se dieran la mano y se contaran los dedos, como hacen los idiotas y los felices. Así, pues, si iba a ver a Gerardo enfermo, de mañana temprano, bajo un cielo clemente, empalagoso, convenciéndome de que no era un deber, sabiendo que yo estimaba más al violento de antes que a este melifluo febril que me recibía sereno, casi como una hermana, y me decía señalando el sillón verde: "Vení, sentate aquí", si iba a verlo era porque sabía que al final tendría que decírselo, que mi secreto surgiría inevitablemente en algún forzoso silencio que aún me faltaba elegir. Pero esa vez el silencio se eligió a sí mismo. Lo vi formarse, anunciarse ostensiblemente en las cadenas del diálogo, en la dirección latente de las palabras. Fue cuando iba a estallar, cuando había apoyado mis brazos en los besuqueantes pajaritos de la colcha, fue precisamente cuando yo iba a empezar: "Debo hablarte de Marta", que él se incorporó afirmando los codos sobre la almohada, me miró sin asombro, con todo el rostro, tan prolijamente como si estuviera contándome los granos, las pequeñas arrugas, y comenzó a decirme: "Debo hablarte de Marta"».
6.
Ya hacía un buen rato que Pierri se había despedido con un breve apretón de manos. Ni amistad ni reconciliación; ni siquiera cortesía. Fue simplemente el obligado restablecimiento de esa nada que había existido entre ellos, la vuelta a las mismas preguntas, al peor aislamiento. De modo que ella tampoco había querido a Pierri. De modo que éste no era el enemigo. De modo que —al menos Pierri así lo aseguraba— ella tampoco había querido a Gerardo. «Él se restableció lentamente», había dicho Pierri, «pero yo no fui más. Marta sí lo siguió viendo, aunque aparentemente no le importaba mucho. A decir verdad, no sé cuándo ni cómo Gerardo le habrá hecho el amor. No los vi juntos hasta un año después, una tarde que había baile en el pueblo. Ellos nunca iban, yo tampoco. Pero esa vez fui con dos muchachas». Qué diferente cuando ella le dijo, antes de casarse, no eres el primero, qué diferente contestar no importa, total todo era prisa y desnudarla, qué diferente a imaginarla ahora junto a hombres concretos, altos, bajos, imberbes con caritas de manzana y granos asquerosos, y otros más varoniles, con duros ojos de codicia y manos que no imaginan, manos que recorren simplemente la carne. «Las dejé bailando porque estaba aburrido y deseaba que la noche terminara cuanto antes. Entré en aquella pieza porque la confundí con otra que oficiaba de guardarropa, y encendí la luz. Me di vuelta tan rápido, que ellos, abrazados, besándose, no tuvieron tiempo de separarse. Estaban tan juntos que...»
En ese instante él se había puesto de pie y había dicho: «Bueno, basta», y luego, ante el silencio desganado del otro: «Ahora, váyase». Entonces Pierri le había dado la mano. Las comisuras de los labios se le levantaban, como si no pudiera dejar de sonreír. «No lo tome así. Aunque no le otorgue mayor tranquilidad, puedo asegurarle que ella no quiso nunca a Gerardo. Pero digamos mejor que ella nunca quiso a Gerardo más de lo que pudo quererlo a usted. Y si esta afirmación le sigue pareciendo aventurada, digamos entonces que a Gerardo no lo quiso más que a mí.»
7.
mis proyectos, pero ahora ¿qué pasa, qué me pasa? No puedo aguantar su educada tolerancia, no puedo aguantarlo así, todo lecturas, metido siempre en su asquerosa humildad, en su contenida rebelión. ¿Por qué contenida, Dios mío? Miseria de mártir, con sus empalagosos ojos de agachado, de fugitivo, de advertido. ¿Qué tengo yo que ver con ese huesudo cuerpo ajeno, con esas manos sudorosas, con ese disculpable disculpado? No quiero un sedante, no quiero un tipo que me mire con ojos de ternero.
Quiero un hombre en la cama. Ana, tú lo sabes, ya no tenemos veinte años para que nos desinfectemos después de manosear los pecados capitales. La cosa es destruirnos o lograrlo. Pero ¿podré contra estos solitarios envilecidos, modestos sacerdotes viscerales, contra estos crápulas irreprochables, Jaime, la madre, los amigos? Después de todo, acaso usemos y defendamos morales opuestas, acaso la de ellos y la mía sean éticas de mercachifle. Pero lo cierto es que no puedo seguir este engaño. No existen trampas para cazar el afecto. Te diré más, no tengo interés en cazarlo. Estoy virtualmente llena de odio y, lo que es peor, he empezado a disfrutarlo. Me gusta ofenderle, hacerle patente su ignorancia de mí, me gusta derribar sus escasos impulsos, sus pocas ambiciones. ¿Si te dijera que a veces quisiera verle caído, caído para siempre, con una bala entre los ojos, despatarrado, inerte? También hay días en que aspiro a que la bala sea para mí. Ana, yo no he tenido suerte. No quiero blasfemar, pero sólo pienso barbaridades, cosas demasiado obscenas acerca de Dios y su cortejo. Yo no he tenido suerte, Ana. Y eso no me da tristeza sino rabia. Y más rabia me da que él desconozca que no he tenido suerte, que ignore lo de Gerardo, lo de Pierri, lo de Luis María. Lo de Luis María, especialmente porque ignorando eso lo desconoce todo. ¿Puedo acaso
Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.