Authors: Mario Benedetti
Después que cierra la puerta. Antonio se queda un rato tirado en la cama, con los pies afuera para no manchar la colcha. Media hora después, se pone el saco y se va.
Camina sin apuro hasta Agraciada; luego, por Agraciada hasta San Martín. No recuerda si el ómnibus es 154 o 155. Una lástima no haber tenido un hijo. Aunque hubiese sido callado, tan callado como él y María Esther. Por lo menos, ahora tendría a alguien que respaldara su silencio. Edmundo Budiño. Una bazofia. Será un síntoma de vida, una probabilidad de recuperación, sentir aún esta rabia tranquila? Cuando los editoriales del viejo Budiño llegan a su linotipo y no tiene más remedio que componerlos, se le revuelve el estómago. Esa capacidad para despreciar, esa insensibilidad para mentir, ese encarnizamiento para venderse, qué asco.
Es el 154: Cementerio del Norte. Tiene que hacer un esfuerzo para subir con el ómnibus en movimiento. Desalentadamente, el guarda estimula a que se corran en el pasillo. Antonio trata de avanzar, pero no puede. Una mujer ancha, con un chico en brazos, obstruye sus buenas intenciones. El chico tiene como doce años. Un hombre de overoll, que ocupa un asiento, mira de pronto hacia arriba, ve aquel conglomerado humano y encuentra además la mirada compulsiva de la mujer, una mirada que exige un asiento. El hombre ríe, con la boca cerrada y soplando por la nariz.
—Tome asiento, señora —dice al levantarse.
La mujer se sienta y coloca al muchacho sobre sus rodillas. Las robustas piernas del chico cuelgan hacia el pasillo. El mismo hombre de
overall
aprovecha para vengarse.
—¿Adónde lleva al nene? ¿A que lo afeiten?
Las risas de los treinta y dos pasajeros sentados y los veintiocho pasajeros de pie que autoriza el reglamento municipal cubren totalmente la acusación de guarango que, enardecida, formula la mujer. También Antonio se ríe, pero la vergüenza del muchacho le inspira lástima.
Al llegar a Larrañaga, consigue asiento. No trajo el diario. Últimamente lee apenas los títulos, además de lo que le toca componer en el taller. Pero no es lo mismo. Tantos años de oficio; al final, todo se vuelve mecánico. Le da lo mismo componer Sociales que Deportes, Policía que Gremiales. Lo único que atrae su atención es la letra enorme, nerviosamente construida con lápiz de carbonilla, de los editoriales. Siempre vienen llenos de manchas, probablemente de grasa. Lo revuelven, pero lo atraen. En varios aspectos, son los originales más sucios que Antonio ha compuesto en su vida.
Bajan varias mujeres. Menos mal. Para descender, espera que el ómnibus se detenga totalmente. En la puerta del cementerio, se acerca al puesto de flores.
—Éstas ocho pesos y éstas doce —dice el hombre por el costado del cigarrillo.
Naturalmente, es un robo. Pero no puede hacerle eso a María Esther. No puede ponerse a regatear.
—Déme las de doce.
Avanza por el camino central, a pasos largos. La tierra está húmeda y él no trajo zapatos de goma. Son tan parecidas las lápidas. Esa que dice:
A Carmela, de su amante esposo
, es casi igual a la que él busca y encuentra. Nada más que esto:
María Esther Ayala de Suárez
. ¿Para qué mas? Antoni deposita los cartuchos. Después introduce las manos en los bolsillos del pantalón. A su izquierda, a cinco o seis metros de distancia, una mujer de saco negro llora en silencio. Por un momento Antonio sigue con interés aquellos estremecimientos. Después vuelve a mirar la lápida.
María Esther Ayala de Suárez
. ¿Qué más? Por la avenida central está entrando lentamente un cortejo. Ocho, diez, doce coches. Todo aquí va despacio. Aun las paladas de aquellos dos peones que preparan un pozo.
María Esther Ayala de Suárez
. La zeta negra no sigue la línea, ha quedado más abajo que el resto de las letras. Las mayúsculas son lindas. Sencillas, pero lindas. ¿Qué más? En este instante toma la resolución de no volver. María Esther no está con él, pero tampoco está aquí. Ni en un cielo lejano, indefinido. No está, simplemente. ¿A qué volver? No sirve de nada. La mujer del saco negro se suena ruidosamente la nariz.
Antonio saca las manos de los bolsillos y empieza a caminar hacia la avenida central. Otro cortejo desemboca en la entrada. Se va acercando lentamente. Desde el interior de uno de los autos, una chiquilina, flaca y de trenzas, mira a Antonio y le muestra la lengua. Antonio espera que cierre la boca a ver si sonríe. Al fin, ella guarda la lengua, pero se queda seria.
Sólo ahora, Antonio se fija en las iniciales que ostenta la carroza: E.B. Por un instante le salta el corazón. No sabía que aún tuviese semejante vitalidad. Trata de serenarse, diciéndose a sí mismo que no puede ser, que esas iniciales no pueden corresponder a Edmundo Baudiño. No es un entierro suficientemente rico. Además, cada clase tiene su cementerio y la de los Budiño no corresponde precisamente al Cementerio del Norte.
Con todo, se acerca a uno de los coches que está momentáneamente detenido y pregunta al chofer de la funeraria:
—¿Quién?
—Barrios —dice el otro—. Enzo Barrios.
Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: «Mañana va a llover». Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: «El martes saldrá el 57 a la cabeza». Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: «Es posible que mi casa se esté quemando».
Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: «Es casi seguro que mi casa se esté quemando». Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.
Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.
«A la porra. Y gangrena». Así dijo, textualmente. Un disparate. Lo de «a la porra», vaya y pase. Aunque hay modos más claros de decirlo, no te parece? Pero «y gangrena»? Estaba sentado, como siempre, en ese escritorio. Había estado escribiendo a máquina, seguramente algún comentario sobre básquetbol. Al final del campeonato siempre se hace un balance de la temporada. No sé para qué. Total, siempre se opina lo mismo: no son los jugadores los culpables, sino el técnico. Dijo: «A la porra», y yo le pregunté: «Qué dijiste, Oribe?». No porque no hubiera entendido, sino porque lo que había entendido me parecía un poco extraño. Entonces me miró, o más bien fijó la mirada, por sobre mi cabeza, en este almanaque, y pronunció el resto: «Y gangrena». A partir de ese momento, ya nadie lo pudo detener. «A la porra. Y gangrena. A la porra. Y gangrena». Llamé a Peretti y él me ayudó. Entre los dos lo llevamos a la enfermería. No opuso resistencia. Transpiraba, y hasta temblaba un poco. Yo le decía: «Pero Oribe, viejo, qué te pasa?» Y él con su cantinela: «A la porra. Y gangrena». Después de quince años de trabajar juntos (bueno, vecinos por lo menos; él
deportes
, yo
policía
) una cosa así impresiona. Sobre todo que Oribe es un tipo simpático, expansivo, que siempre está contando hasta los más insignificantes pormenores de su vida. Mirá, yo creo que conozco todos los rincones de su casa, y eso que nunca he estado allí. Los conozco, nada más que por la minuciosidad de sus descripciones. Te puedo hacer un plano, si querés. Te puedo decir qué guarda su mujer en cada cajón del trinchante, dónde deja el botija la cartera del colegio y de qué color son los cepillos de dientes y dónde esconde sus libros sobre marxismo. Sabías que es bolche? Quince años de conocerlo a fondo. De repente, esto. Un golpe para todos, te aseguro. Cuando se lo contamos a Varela, se puso pálido y fue a vomitar. La impresión, sencillamente la impresión. A Lurita, la telefonista, se le llenaron los ojos de lágrimas. Y yo mismo, esa noche, no probé bocado. Podés decirme: no será la primera vez que un compañero del diario cae enfermo. Claro que no. Eso pasa todos los días. Hoy un resfrío, mañana una úlcera, pasado una nefritis, traspasado un cáncer. Uno tiene preparado el ánimo para cosas así. Pero que un tipo deje de escribir a máquina y se quede mirando un almanaque y empiece a decir: «A la porra. Y gangrena», y ya no se detenga más, eso es algo que no ha pasado nunca, al menos que yo sepa. Ahora poné atención. Vos sabés a qué atribuye Recoba la causa del trastorno? Al musak, che. Otro disparate. Cosa más inocente, imposible. Recoba dice que a él también el musak lo saca de quicio. Recoba dice que esa melodía constante, ni cercana ni lejana, a él no lo deja trabajar porque tiene la impresión de que es como una droga, un somnífero muy sutil, cuyo cometido no es precisamente adormecer el organismo sino amortiguar las reacciones mentales, la capacidad de rebeldía, la vocación de libertad, qué se yo. Tiene siempre preparado un gran discurso sobre el tema. A mí me parece una reverenda idiotez. Te diré mas. Prefiero mil veces trabajar con musak. Es tan suave. Incluso los temas violentos, como por ejemplo la Rapsodia Húngara o la Polonesa, en el musak quedan desprovistos de agresividad, y además yo creo que siempre agregan muchos violines y entonces suenan casi casi como un bolero, y esto tiene efecto de bálsamo. Uno se tranquiliza. Mirá, hay días en que llego al diario con la cabeza hecha un bombo, lleno de problemas, líos de plata, discusiones con mi mujer, preocupaciones por las malas notas de la nena, últimos avisos del Banco, y sin embargo me coloco frente al escritorio y a los cinco minutos de escuchar esa musiquita que te penetra con sus melodías dulces, a veces un poquito empalagosas, lo confieso, pero en general muy agradable, a los cinco minutos me siento poco menos que feliz, olvidado de los problemas, y trabajo, trabajo, trabajo, como un robot, ni más ni menos. Total, no hay que pensar mucho. Un crimen siempre es un crimen. Para los pasionales, por ejemplo, yo tengo mi estilo propio. No me manejo con lugares comunes ni términos gastados. Nada de cuerpo del occiso, ni de cúbito supino, ni arma homicida, ni vuelta al lugar del crimen, ni representantes de la autoridad, ni cruel impulso de un sentimiento de celos, nada de eso. Yo me manejo con metáforas. No pongo el hecho escueto, sino la imagen sugeridora. Te doy un ejemplo. Si un tipo le da a otro cinco puñaladas, yo no escribo como cualquier cronista sin vuelo: «El sujeto le propinó cinco puñaladas». Eso es demasiado fácil. Yo escribo: «Aquél prójimo le abrió tres surcos de sangre». Captás la diferencia? No sólo le añado belleza descriptiva sino que además le rebajo
dos
puñaladas, porque, paradójicamente, así queda más dramático, más humano. Un tipo que da cinco puñaladas es un sádico, un monstruo, pero uno que sólo asesta tres es alguien que tiene un límite, es alguien que siente el aguijón de la conciencia. Claro que yo nunca escribo «aguijón de la conciencia» sino «ansia que remuerde». Percibís el matiz? O sea que tengo mi estilo. Y el lector lo reconoce. Bueno, en ese sentido a mí el musak me ayuda. Y me he acostumbrado tanto a su presencia que cuando, por cualquier razón, no funciona, ese día el estilo se me achata, me sale sin metáfora. Te das cuenta? Yo te digo sinceramente que para mí el caso de Oribe es muy claro. De que está loco, no me cabe duda. Pero, qué lo volvió loco? A mí, qué querés que te diga, me parece que su chifladura empezó con sus lecturas marxistas. Porque antes, bastante antes de su insistencia de «A la porra, y gangrena», Oribe se fue paulatinamente desequilibrando. Entonces no me daba cuenta, pero ahora uno hace cálculos. Por ejemplo, cuando Vilma, la cronista de sociales, elucubraba una nota de compromiso sobre cualquier fiesta de beneficencia, él silbaba para adentro y decía: «Yo no soy partidario de la caridad, sino de la justicia social». Iturbide lo llamaba en broma Jota Ese, por esa manía de la justicia social. Escuchá, escuchá. Ahora empezó el musak. Hoy, ves?, está macanudo. Qué violines, che, qué violines. Una locura, arremeter contra la caridad. Decime qué de malo hacen las pitucas veteranas jugando al rummy de beneficio. Y otra cosa. Una noche, cuando yo bajaba al taller para armar mi página (como para olvidarme: fue nada menos que aquel lunes en que el bichicome de Capurro, «incalificable sujeto» escribieron mis colegas, atropelló y violó
sur le champ
a la cuñadita del senador Fresnedo), escuché en la escalera cómo Oribe le decía al Doctor (asombrate, al Doctor): «Lo que pasa es que usted es oligarca hasta cuando eructa». Decime un poco, eso es normal? Hoy el musak está suavecito como nunca. Debe ser en homenaje a vos. A ver si me visitás más a menudo. Jubilado y todo, pero esto, eh?, siempre te tira. Fijate en esa cadencia. Cómo va a ser la música la causa del trastorno! Escuchá ese clarinete. Es el tema de
Night and Day
, te acordás? Aunque pienso que no me importa reconocer o no el tema. Lo esencial es que suene. Y que te tranquilice. A vos no te tranquiliza? Claro como el agua que fue el marxismo lo que lo enloqueció. Otra vez me dijo que el deporte era una anestesia que se le daba al pueblo para que no pensara en cosas más importantes. Te parece que el fútbol es una anestesia? Escuchá esa trompeta. Así, amortiguada, parece que le suena a uno en el cerebro. Y en realidad, yo creo que suena en el cerebro. Mirá, justo aquí, donde tengo el remolino. Qué querés, yo soy un fanático del musak, y no me avergüenzo. Un fanático del musak, sí señor. Escuchá esa guitarra eléctrica. Bárbara, no? Pero qué importancia tiene que sea eléctrica o no. Un fanático del musak. Vos no? Vos no sos un fanático? Ah, no? Entonces querés que te diga una cosa? Escuchá, escuchá qué trémolo. Te digo una cosa? Andate a la porra. Eso es: a la porra. Y gangrena. A la porra. Y gangrena. A la porra. Y gangrena. A la porra. Y gangrena. A la porra. Y gangrena.