Cuentos completos (24 page)

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Authors: Mario Benedetti

«También puede ser que te aprecien», dijo Alberto, «que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte.»

«Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo.» La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.

«Ahora sí podés calentar el café», dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.

Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina.

Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.

«No lo dejes hervir», dijo José Claudio.

La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.

Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: «No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo.»

(1959)

El resto es selva

Amigos, nadie más. El resto es selva.

JORGE GUILLÉN

1.

De un piso alto cayó algo sobre su cabeza, algo que quizá fueran brasas o excremento. No quiso averiguarlo. Se limpió como pudo con una hoja del
Herald Tribune
y en ese momento decidió dejar para más tarde su encuentro bautismal con la noche blanca de Times Square. Era imprescindible que regresara al hotel para darse la tercera ducha de la jornada.

Al día siguiente de haber llegado a Nueva York, un calor húmedo y hollinoso había envuelto a Orlando Farías. La camisa de nailon se había convertido en un cilindro de goma, permanentemente empapado, que apenas si le dejaba respirar.

En la Quinta Avenida y la calle 34, la gente frenaba una carrera bastante loca, nada más que porque el semáforo se empecinaba en el rojo. El propio Farías sufrió el contagio y contuvo su montevideana tendencia a la contravención. Durante la espera, contabilizó una gota que formaba una resbaladiza tangente de sudor a partir de su tetilla izquierda. Puteó en alta voz y, a su lado, una señora pecosa, rubia, cargada de paquetes, le sonrió afablemente, como si él sólo hubiera hecho un comentario sobre el tiempo.

Ya estaba a punto de sentir vergüenza, cuando la muchedumbre arrancó, sobrepasándolo. El semáforo marcaba verde. Farías pensó que semejante impulso era anacrónico o, por lo menos, anaestacional. Un arranque así correspondía a una temperatura de quince grados bajo cero, y no a este horno. Caminó lentamente, más lentamente que en cualquier otra ciudad del mundo, sólo por resentimiento. En dos oportunidades se detuvo frente a vidrieras que liquidaban diminutas radios a galena, con una actualizada forma de misiles. Era el primer rostro de la ciudad recién inaugurada.

En el hotel lo esperaba un mensaje. Lo había llamado Mr. Clayton, en realidad T. H. Clayton. Farías conocía a Clayton desde 1956. En ese año, el crítico norteamericano había pasado quince horas en Montevideo y dos días en Punta del Este, en un meritorio intento de informarse sobre literatura y folklore locales. Farías recordaba la obsesión con que Clayton se había interesado en el
merengue
(lo llamaba «miringo»). Alguien le había hecho creer que ése era el baile típico del Cono Sur. Después había puesto tres sillas en hilera y se había tirado sobre ellas, mirando al techo y haciendo preguntas sobre
call girls
.

Hasta ahora, Farías se las había arreglado bastante bien con su inglés de lector. A veces se daba cuenta de que hablaba en el estilo del
New Yorker
, pero igual lo entendían. Comunicarse por teléfono era otro cantar. Mr. T. H. Clayton habló con su voz apretada y monótona, y él pudo distinguir algunas palabras sueltas como
American Council, very glad y dinner
. ¿Lo estaría invitando a comer? Por las dudas, dijo que encantado, y tomó nota, con aparatosa fluidez, de una dirección que ya conocía.

Tenía poco tiempo. Subió al 407 y durante cinco minutos disfrutó del aire acondicionado. Después encendió la televisión y empezó a desnudarse.

Algo marchaba mal en aquel aparato. Un señor de lentes, que hablaba con la boca casi cerrada, en un perfecto estilo comisural, empezó a descender vertical e incesantemente. No había botón capaz de sujetarlo. Ya en pleno goce de la ducha alcanzó a entender que aquel pobre señor en perpetuo descenso se aferraba a una especie de estribillo: «And this is our reality.»

2.

«Llámeme Ted, por favor», dijo Mr. T. H. Clayton. El tono era realmente amable. El gesto, en cambio, tenía la monolítica seriedad de un hombre que se aburre, pero que está orgulloso de su aburrimiento. Comparándolo con sus recuerdos de años atrás, Farías lo encontraba menos delgado y más ostensiblemente miope.

«El gran problema es llamarlo a usted por su nombre.» Trató, por vigésima vez, de decir: «Orlando», pero sólo le salió una especie de bocinazo, gutural e incoloro. «Creo que va a ser mejor que lo llame Orlie.»

Estaban en un basement-room de Greenwich Village, rodeados de libros, discos y botellas. En la ventana desfilaban piernas: con pantalones, desnudas, con zoquetes. Farías dedicó una mirada a la biblioteca y encontró que los lomos de los libros eran de colores mucho más vivos y brillantes que los de un anaquel rioplatense.

«Hoy vienen varios de los escritores nuevos, por eso quise que usted los conociera: Bradley, Cook, Blumenthal, Alippi. No todos son exactamente
beatniks
...»

«¿Larry Alippi?», preguntó Farías, «¿el de San Francisco?»

«Ése. ¿Conoce algo suyo?»

«Hace un tiempo leí
More or less

«¿Le gusta?»

«No.»

«Es curioso. A los latinos no les agrada la poesía de Larry. En cambio, creo que a los americanos nos agrada precisamente porque...»

«Norteamericanos, dirá.»

«Claro, claro. Creo que a los norteamericanos nos agrada porque nos parece latina.»

«¿O porque Alippi es un nombre latino?»

«No sé. No estoy seguro.»

«De Cook no conozco nada.»

«Terriblemente influido por Mailer. ¿Compró
Advertisements for Myself?
»

«Todavía no.»

«Cómprelo. Cook tiene, por supuesto, un lenguaje original.»

En la ventana se había estacionado un par de piernas femeninas y sucias. Un chorrete de mugre no demasiado reciente singularizaba en cierto modo un tobillo vulgar. Uno de los pies a veces se replegaba y pisaba al otro. Si uno se olvidaba de que se trataba de algo tan común, podía hasta convencerse transitoriamente de que eran dos tímidos monstruos, con vida y móviles propios.

«¿Vio esto?» Clayton le alcanzó un ejemplar de
The New York Times
. Había sido doblado en una página interior; un óvalo rojo cercaba un párrafo de una nota breve. Farías leyó que en la nueva edición del American College Dictionary sería incluida una definición de la beat generation. Repitió en voz alta:
«Beat generation: miembros de la generación que alcanzó la mayoría después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea, se unió en el común propósito de aflojar las tensiones sociales y sexuales, y abogó por la antirregimentación, la desafiliación mística, y los valores de simplicidad material, suponiéndose que todo ello fue un resultado de la desilusión que trajo consigo la guerra fría.»

El rostro de Clayton se conservó impasible. Al cabo de unos segundos, se permitió una sonrisa que tenía un poco de burla y otro poco de satisfacción.

«Esto es casi como ingresar a la Academia», dijo Farías, con un tono provisorio.

«¿Sabe qué quiere decir eso de
desafiliación mística
?» preguntó Clayton, desentendiéndose de toda probable ironía.

«No exactamente», dijo Farías, cuya ignorancia en el rubro era completa.

«Es una de las tantas formas de dialecto conceptual usado por los beatniks y que sólo es comprendido por quienes están en el secreto.»

«Ah.»

«
Desafiliación
es un término usado en varios artículos que Lawrence Lipton escribió en
The Nation
acerca de esta actitud de los nuevos intelectuales. Lipton colocó un epígrafe de John L. Lewis, que sólo decía:
Nosotros nos desafiliamos

«Y... ¿de qué se desafilian?», preguntó Farías, sintiéndose terriblemente provinciano.

Pero sonó el timbre y Clayton tuvo que ir hasta la puerta. Eran dos mujeres y tres hombres. Antes de las presentaciones, una de las mujeres se quitó los zapatos. Después de las presentaciones, la otra mujer (más formal) también se los quitó.

«Ann, Joe, Tom, Bradley, Mary, Jim Blumenthal», había enumerado Clayton. Farías observó que los notables eran presentados con apellido. Le gustó la cara de Blumenthal. Un tipo muy joven, no más de veinticinco años. Lentes y barba. Sin bigote. Tenía además unos ojos de rara vivacidad, de los que no era posible desprenderse así nomás. Difícil saber si se trataba de un ingenuo, o de alguien dispuesto a estrangular a un niño con una sonrisa de beatitud.

Los demás llegaron todos a la vez, exactamente a la hora programada. «Asquerosamente puntuales», pensó Farías. Eddie, un negro alto y con un cordoncito de barba marcándole la mandíbula, miraba a los demás como a través de un vidrio esmerilado. Todos, menos el negro y una pareja que estaba en el rincón, junto al estante de los NO japoneses, se habían sacado los zapatos. Dentro de los suyos, Farías movió maquinalmente los dedos. Si le llegaban a pedir que se los quitara, simplemente diría que no. No sabía por qué, pero en ese momento sentía que quedarse en calcetines era más indecente que quedarse en calzoncillos o sin ellos. «Ésta es la pornografía del olor», pensó y no pudo menos que sonreír, imaginando cómo le habrían festejado el diagnóstico en la rueda del
Sportman
.

De pronto vio una caja de cigarrillos frente a sus ojos, un
Chesterfield
más salido que los otros, invitante. «No, gracias, no fumo», dijo al salir de su distracción. Blumenthal, el ofertante, bajó la mano y sonrió, comprensivo. «Perdón», murmuró, «lamentablemente, hoy no tengo marihuana».

Farías no dijo nada. En realidad, ahora no sabía si se sentía provinciano o feliz. No podía desengañarlo, eso era todo. Igual que si a él, mañana o pasado, alguien lo convenciera de que los yanquis no mastican chicles.

Larry Alippi, el de San Francisco, había llegado solo. Cualquier cosa, menos italiano. ¿Sería un seudónimo? Las manos le temblaban un poquito. Éste sí tenía marihuana. Era tal la consigna de anticelebridad, que Farías lo reconoció por la afectada indiferencia de los otros, de esos otros que sin embargo eran sus admiradores.

Pusieron un viejo disco de Bessie Smith, casi inaudible. Sólo el rasguido de la púa se oía a la perfección. Tres parejas bailaban, de a ratos. Farías nunca había asistido a una diversión tan desolada. Hello, Jack. Hello, Mary. Hello, Orlie. Farías se sintió ridículo con ese nombre de aeropuerto. Sin el tuteo, era imposible comunicarse a fondo.

«Attention, please», dijo alguien, desde un sillón profundo y negro. Era el llamado universal de los transatlánticos. Pero aquí era sólo una voz delgada, un hilo de voz. El alguien era un muchachito deshuesado y descarnado, algo así como un croquis de persona, con unas orejas puntiagudas como alitas y unas manos danzantes.

«¿Quién ha sentido esta semana el éxtasis natural?», dijo una gorda descalza, mientras se frotaba lánguidamente el tobillo peludo y varicoso.

«¡Yo!» dijo el etéreo Alguien del sillón. Farías conjeturó que aquello debía ser un diálogo preparado, una especie de libreto para visitantes extranjeros. «Yo sentí el éxtasis natural», siguió diciendo el Croquis, «fue el miércoles pasado, durante quince minutos».

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